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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (43 page)

BOOK: La mano de Fátima
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Hernando meneó la cabeza como si quisiera alejar las palabras que acababa de escuchar. La moneda de cuatro reales del hidalgo que todavía apretaba en el puño estuvo a punto de escapársele de entre los dedos, tal fue la debilidad que le asaltó. ¡Fátima! ¡Una de las que más había contribuido!

—Esos dineros… —balbuceó—, esos dineros eran para comprar su propia libertad y…

—¿La tuya? —añadió Hamid.

—Sí —contestó con firmeza, reponiéndose—. La mía. ¡La nuestra!

Volvió a buscar a Fátima y en esta ocasión la encontró erguida al otro lado del patio. Ahora sí que ella le sostuvo la mirada, segura de que Hamid ya le había contado el destino que había dado a sus dineros. Fátima había explicado al alfaquí para qué atesoraban aquella cantidad, y le confesó que ella se veía incapaz de decírselo. Con una sensación extraña, Hernando la contempló: estaba orgullosa y satisfecha, el brillo de sus ojos competía con el fulgor titilante que las luces arrancaban a la joya de oro que adornaba su cuello.

—¿Por qué? —le preguntó Hernando desde la distancia.

Fue Hamid quien le contestó:

—Porque te has alejado de tu pueblo, Ibn Hamid —le recriminó a su espalda. Hernando no se movió—. Mientras los demás nos organizamos, intentamos rezar en secreto y mantener vivas nuestras creencias, o ayudamos a aquellos de los nuestros que lo necesitan, tú te has dedicado a correr por Córdoba como un rufián. —Hamid esperó unos instantes. Hernando continuó quieto, hechizado por aquellos ojos negros almendrados—. Me duele ver a mi hijo en el último de los grados que rigen y gobiernan nuestro mundo: el de los baldíos.

Hamid percibió un ligero temblor en los hombros de Hernando.

—Tú me enseñaste —replicó éste, sin volverse— que por debajo hay otro: el último, el duodécimo, el de las mujeres. ¿Por eso Fátima ha tenido que renunciar a su libertad?

—Ella confía en la misericordia de Dios. Tú deberías hacer lo mismo. Vuelve con nosotros, con tu pueblo. Vuestra esclavitud, la tuya y la de Fátima, no es la de los hombres, que se puede comprar. Vuestra esclavitud es la de nuestras leyes, la de nuestras creencias, y ésa sólo Dios está llamado a proveerla. Cuando Fátima me entregó el dinero y me explicó para qué lo tenías, por qué luchabas por conseguirlo, le dije que confiara en Dios, que no perdiera la esperanza. Entonces me aseguró que con una sola frase lo entenderías… —Hernando volvió la cabeza hacia aquel que todo le había enseñado. La sabía. Sabía qué frase era aquélla, pero sólo al escucharla de nuevo la captó en todo su significado: en la historia que se escondía tras ella, en los padecimientos y las alegrías compartidas con Fátima. Hamid entrecerró los ojos antes de susurrarla—: Muerte es esperanza larga.

29

Repúdiame! ¡Mátame, si no! Fuérzame si eso es lo que deseas… pero jamás volverás a obtener mi consentimiento. ¡Por Dios que moriré antes que entregarme de nuevo a ti! Incluso en la penumbra de la habitación fue perceptible el temblor de ira con que Brahim acogió la negativa de Fátima a su acercamiento. Aisha, agazapada en una esquina, escuchó aquellas palabras, confundida entre el terror por la reacción de Brahim y el orgullo por la actitud de la muchacha; la joven pareja con su pequeño, tumbada sobre un jergón en el otro lado de la estancia, entrelazaron sus manos y contuvieron la respiración. Hernando no estaba. Brahim balbuceó algo ininteligible. Golpeó al aire con uno de sus puños en repetidas ocasiones, y continuó gruñendo e imprecando. Fátima permaneció en pie frente a él: temía que alguno de esos golpes le acertase en el rostro. Pero no fue así.

—Nunca serás una mujer libre… por más dinero que pueda conseguir el nazareno —sentenció Brahim—. ¿Lo entiendes, mujer? —Fátima no contestó, enfrentada a la furia de Brahim—. ¿Qué te has creído? ¡Soy tu esposo! —Por un instante Fátima creyó que iba a forzarla allí, delante de todos, pero Brahim miró a su alrededor y se contuvo—. No eres más que un montón de piel y huesos. ¡Nadie querría yacer contigo! —añadió con un gesto de desprecio antes de encaminarse hacia Aisha.

Las rodillas le cedieron y Fátima se dejó caer al suelo, sorprendida por haber aguantado el reto en pie. Transcurrió un largo rato antes de que se mitigaran los temblores y su respiración se normalizase. Lo había pensado una y mil veces, segura de que no tardaría en llegar el día en que, a pesar de su delgadez y su aspecto escasamente deseable, Brahim volvería a pretenderla. Y así había sucedido. El tiempo había ido jugando a su favor y la entrega de todos sus dineros para el rescate del primer morisco, algo que la comunidad juzgó como el primer signo de que, tras la derrota, continuaban siendo un pueblo unido por su fe, la convenció definitivamente. ¿Por qué, entonces, tenía que entregarse a un hombre al que aborrecía? ¿Acaso no acababa de renunciar a la posibilidad de su libertad, de sus ilusiones y de su futuro por los seguidores del Profeta? La comunidad se lo agradeció, a ella y a un Hernando que terminó cediendo. Después de escuchar las palabras de Hamid, éste la había mirado a través del patio una vez más; ella levantó los ojos al cielo y él siguió aquel camino con los suyos. Luego la perdonó con una simple mueca de aprobación. ¡Toda Córdoba sabía de su generosidad! Brahim preguntó por el origen del dinero y Hamid le contestó sin tapujos. Fátima se sentía segura; sabía que contaba con el apoyo de la comunidad… y de eso también era consciente Brahim. Además, su pequeño Humam ya no estaba para convertirse en moneda de cambio por sus atenciones sexuales. También la muchacha pensó en ello: quizá…, quizá Dios y el Profeta habían decidido liberar al niño de lo que hubiera sido una terrible carga durante toda su vida. ¡Se lo debía a ella misma y a aquel hijo perdido! Y en cuanto a la posibilidad de que Brahim maltratase a Aisha, como hacía en las Alpujarras, ¿qué era un musulmán sin hijos? Musa y Aquil no habían vuelto a aparecer; nada sabían de ellos, aunque todos se mantenían al tanto por si los veían. Algunos moriscos acudieron al cabildo municipal quejándose de que aquellos hijos que les habían robado eran tratados como esclavos por las familias de acogida, pero los cristianos no les hacían caso, como tampoco se lo hacían a la pragmática real que impedía que los niños moriscos menores de once años fueran hechos esclavos. Córdoba, al igual que todos los reinos cristianos, rebosaba de niños, acogidos o esclavos, utilizados por sus amos como pequeños criados o trabajadores hasta que alcanzaban la edad de veinte años. Aisha estaba a salvo, concluyó Fátima: mientras estuviera embarazada y probablemente durante la lactancia del pequeño, Brahim no la maltrataría, ya que eso pondría en peligro al nuevo hijo, tan deseado. Esa noche, mientras trataba de recuperar la calma, Brahim confirmó sus reflexiones y no se ensañó con su primera esposa como hacía en las Alpujarras. Entonces Fátima lloró en silencio, y lo hizo en la seguridad de que sólo un paso más allá de donde ella se había dejado caer, exangüe, Aisha también estaría llorando en secreto, consolándola sin palabras, tal y como las dos mujeres habían aprendido a comunicarse allá, en la sierra.

A esa misma hora Hernando cruzaba la puerta de una pequeña casa destartalada de la calle de los Moriscos, en el barrio de Santa Marina. Desde que Fátima había entregado sus dineros para el rescate del primer esclavo morisco y Hamid le llamó la atención, había cambiado de actitud. ¡Y se sentía mejor! ¿Por qué no confiar en Dios? Si Fátima y Hamid lo hacían… Además, ella le había prometido que Brahim no la tocaría, y la creyó, ¡Dios, si la creyó! «Antes me quitaré la vida», le había asegurado con firmeza. Enaltecido por la promesa, Hernando puso a disposición de sus hermanos de fe la facilidad con que se movía por Córdoba, sus muchos contactos, su inteligencia y su picardía. Y la comunidad lo recibió con afecto y agradecimiento. Unos sentimientos que Fátima también compartía, mucho más que en las ocasiones en que él le había entregado una moneda para comprar la mula con que pretendía trocarla: el dinero lo cogía y lo escondía, casi por obligación, insatisfecha, como si dudase de que aquél fuera el camino. ¡La había valorado en una simple mula vieja!, se lamentaba él ahora al verla sonreír, con los ojos negros inmensamente abiertos mientras escuchaba cuál era el último servicio que Hernando había prestado a algún hermano. Había mucho que hacer, le aseguró Hamid en la larga conversación que sostuvieron tras la fiesta del primer rescate.

Porque, pese a todo, Córdoba atraía a los moriscos. Era la ciudad califal, la que alcanzó la sublimación de la cultura y religión musulmanas en Occidente, y las condiciones de vida allí en poco se diferenciaban a las que los moriscos padecían en cualquier otra ciudad o pueblo español. En todos ellos la presión cristiana era sofocante; aún más, si eso es posible, en los pueblos pequeños, donde los moriscos sufrían de cerca el odio de los cristianos viejos. Y en todos sin excepción, eran explotados por las autoridades o los señores del lugar. Por eso, transcurridos ya dos años desde la deportación, un constante goteo de inmigrantes sin permiso iba llegando a Córdoba, atraídos por su pasado y por el auge que vivía la ciudad en aquellos tiempos.

Por orden real, los moriscos no podían ausentarse de sus lugares de residencia a menos que llevaran la correspondiente autorización expedida por las autoridades locales, en la que debía constar la descripción física detallada de la persona, adónde se dirigía, para qué y cuánto tiempo estaba autorizado a permanecer fuera del pueblo en el que estaba censado. Decenas de ellos conseguían la cédula con alguna excusa y llegaban a Córdoba pero, al vencimiento del plazo, se encontraban en la ciudad sin la cédula de la que debían disponer todos los moriscos residentes en Córdoba.

De acuerdo con Hamid y con dos ancianos del Albaicín granadino que habían asumido el control y el mando de la comunidad, Hernando se ocupaba de aquellos recién llegados. Una vez caducados sus permisos, se les planteaban dos posibilidades: contraer matrimonio con una morisca previamente censada en Córdoba o permitir su detención por las autoridades y cumplir una pena de tres o cuatro semanas en la cárcel. El cabildo municipal entendía que aquel flujo beneficiaba a la ciudad, ya que aportaba mano de obra barata y mayores rentas a los propietarios de casas, por lo que en ambos casos, ya fuera a través del matrimonio o del cumplimiento de la condena, se concedía la correspondiente cédula que acreditaba a quienes la poseían como vecinos de Córdoba.

Hernando sabía de todos los moriscos que se escondían en las casas de sus correligionarios cuando les había caducado el permiso que les permitía moverse libremente por la ciudad. Actuaba como casamentero, como esa noche en la que entraba en un pequeño edificio de la calle de los Moriscos con el fin de anunciar que había encontrado una esposa para un buen peraile de Mérida, cuyo oficio era muy demandado en Córdoba dentro del gremio de tejedores.

Pero no todos los indocumentados eran perailes, ni todas las moriscas cordobesas estaban dispuestas a contraer matrimonio, por lo que la mayoría terminaba en la cárcel y ahí era donde el muchacho tenía que actuar con mayor tiento.

La cárcel real no era más que un negocio arrendado a un alcaide, en donde la única obligación de las autoridades era proveer de un local en el que recluir a los presos, con sus correspondientes grilletes y cadenas. Los presos debían comprar la comida o recibirla de fuera, siempre previo pago al alcaide; la cama se alquilaba según los baremos que había fijado el rey ante los abusos cometidos. Los precios variaban según durmieran una, dos o tres personas en el mismo catre. Quienes podían, pagaban. Los pobres e indigentes vivían en la cárcel de la caridad pública, pero esa caridad difícilmente alcanzaba a los sacrílegos cristianos nuevos que tantas atrocidades habían cometido durante el levantamiento.

Hernando tenía que controlar cuándo era más oportuno que fuera detenido uno de los moriscos según las disponibilidades de la cárcel; que el alcaide recibiera los dineros correspondientes y que la comunidad suministrara comida a los presos que se hallaban encarcelados. No había cesado en sus correrías nocturnas por la zona del Potro, pero ahora no buscaba dinero sino información. ¿Cuándo tenía previsto algún justicia registrar las casas de los moriscos que le correspondían? ¿Qué nuevas se producían en la cárcel? ¿Qué alguacil era el más adecuado para detener a algún morisco y dónde? ¿Quién disponía de esclavos moriscos y cuánto le habían costado? ¿Cuánto tardaría el cabildo municipal en conceder la vecindad a tal o cual persona? Cualquier información era buena y, si podía, dejaba correr algo del poco dinero que le proporcionaban los ancianos de la comunidad para comprar alguna que otra voluntad o para que un criado que bebía vino en un mesón le dijera el nombre y origen de aquel esclavo o esclava que vivía en su casa. Liberar a los esclavos capturados en la guerra de las Alpujarras se había convertido en el principal objetivo de la comunidad. Sin embargo, los cristianos que compraron a aquellos hombres o mujeres a bajo precio, mucho más baratos que si fueran negros, mulatos o blancos de cualquier otro origen, especulaban con el interés de los moriscos en sus correligionarios y aumentaban desmesuradamente el coste del rescate. Todo cordobés que tuviera esclavos moriscos se convirtió en un tratante a pequeña escala empeñado en obtener beneficios, sobre todo de los hombres, puesto que las mujeres pocas veces se ponían en venta, dado que los hijos de las esclavas heredaban la condición de la madre. Dejar preñada a una morisca implicaba, pues, un buen beneficio a un plazo bastante corto.

Dudó en seguir con los viajes en
La Virgen Cansada
. Juan le insistía en que continuara trabajando con él. ¿Qué mal podía hacerle conseguir unos buenos y fáciles dineros? «El que me acompaña ahora —se quejó, con un guiño de complicidad— no quiere hablar de las mujeres del burdel berberisco.» Incluso le ofreció mayores ganancias, pero un día, cuando se dirigía a la plaza del Salvador por la calle Marmolejos, por la que se obligaba a transitar, desechó cualquier posibilidad de continuar con sus salidas nocturnas en la chalupa. A lo largo de la calle Marmolejos, afirmados contra la fachada ciega del convento de San Pablo, había una serie de poyos o asientos corridos donde se exponían los cadáveres de aquellos que fallecían en el campo y que habían sido traídos a la ciudad por los hermanos de la Misericordia. Hernando acostumbraba a observar los cadáveres intentando entrever por sus ropas o por su tez, aunque tampoco ésta se diferenciara en exceso de la de los españoles, si se trataba o no de algún morisco. Si así se lo parecía, lo comunicaba a los ancianos para que investigasen en otras comunidades si alguien había perdido un pariente. Pero en los poyos no sólo se exponían cadáveres; servían para todo: en ellos se vendía el pan o los demás efectos decomisados, se ofrecían los trabajadores sin empleo, se sometía a escarnio público a comerciantes ilegales o estafadores, y sobre todo se derramaba el vino forastero. Ese día, en el poyo siguiente al del cadáver de una mujer que empezaba a descomponerse, un veedor y un alguacil se hallaban junto a una barrica de vino, rodeados de un enjambre de muchachos prestos a lanzarse al suelo a beberlo en el momento en que el veedor descargase el primer hachazo sobre ella. El vino decomisado, al contrario que otros productos, no se revendía. Hernando no pudo dejar de observar aquella barrica. La conocía bien. Había transportado muchas de ellas en
La Virgen Cansada
. Con el estómago encogido, dejó atrás el chasquido de la madera al resquebrajarse y la algarabía de la chiquillería al lanzarse sobre el vino. Esa noche no encontró a León en su posada del Potro.

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