Authors: Ildefonso Falcones
Hernando tuvo problemas para llegar hasta la puerta de la casa; muchos eran los que intentaban entrar con el novio en las estancias del piso inferior, demasiados para su cabida.
—Tengo que ver al rey —dijo a la espalda de un anciano que ya en la calle le impedía el paso.
El hombre se volvió y le atravesó con la mirada de unos ojos ya cansados. Luego bajó la vista al alfanje que colgaba del cinto del muchacho. Nadie iba armado en Mecina.
—Aquí no hay ningún rey —le recriminó. Sin embargo, le abrió el paso e incluso avisó a los que le precedían para que hicieran lo propio—. Recuérdalo —insistió en el momento en que Hernando pasaba por su lado—. Aquí no hay ningún rey.
Como si se hubiera transmitido el mensaje a lo largo de la fila de hombres que esperaba, Hernando pudo llegar desde la calle hasta la diminuta estancia en la que los hombres se arremolinaban alrededor del novio. Le costó encontrar a Aben Humeya. Antes descubrió a Brahim, que comía dulces mientras charlaba y reía junto a algunos monfíes que Hernando conocía de vista, del campamento. Brahim parecía contento, pensó en el momento en que sus miradas se cruzaron. Desvió la vista de su padrastro y se topó con la de Aben Humeya, que le reconoció al instante. El monarca vestía con sencillez, como cualquiera de los muchos moriscos de Mecina. Se acercó a él.
—La paz, Ibn Hamid —le saludó el rey—. ¿Qué noticias me traes?
Hernando le relató el viaje.
—Me alegro —le interrumpió Aben Humeya con un gesto de su mano en cuanto el muchacho le confirmó que, con la ayuda de Dios, al-Hashum debía de haber desembarcado ya en Berbería—. Pese a tu edad, eres un leal servidor. Ya lo has demostrado antes. Vuelvo a estarte agradecido y te compensaré, pero ahora disfrutemos de la fiesta. Ven, acompáñame.
Los hombres ya se dirigían al piso superior, donde les esperaban las mujeres con los rostros cubiertos. La mayoría llevaba algún regalo: comida, monedas de blanca, útiles de cocina, alguna pieza de tela… que entregaban a las dos mujeres que ejercían de maestras de ceremonias, erguidas a ambos lados de la cabecera de la cama. Hernando no llevaba nada. Sólo los parientes más cercanos podían exigir ver a la novia, tapada y quieta bajo la sábana blanca. Aquella prerrogativa le fue concedida también al rey, que premió a la novia con una moneda de oro, y las maestras de ceremonias alzaron la sábana delante de Aben Humeya.
—¡Comamos! —dijo el rey, una vez hubo hecho los honores.
La fiesta, dada la humildad del hogar de los recién casados, se trasladó a las calles y a las demás viviendas. Los óbolos a los novios cesaron, y éstos se encerraron para dejar transcurrir los preceptivos ocho días durante los que serían alimentados por sus familias. Aben Humeya y Hernando se dirigieron entonces a la casa de Aben Aboo, donde se preparaba un cordero al son de laúdes y atabales. Era una casa rica, con muebles y tapices, perfumada y con sirvientes. Brahim formaba parte del grupo de hombres de confianza que los acompañaba.
Antes de que las mujeres se dirigieran a una estancia separada, Hernando buscó a su madre. Ignoraba si habría bajado al pueblo con su padrastro y anhelaba verla. Pero todas iban con los rostros cubiertos y la mayoría de ellas eran de constitución similar a la de Aisha. Brahim seguía riendo junto a otros hombres en un extremo del jardín, bajo un gran moral: su rostro, atractivo y curtido por el sol, parecía haber rejuvenecido en esos días. Hernando jamás lo había visto tan contento. Decidió acercarse al grupo de su padrastro.
—La paz —saludó. Todos le sacaban una cabeza y titubeó antes de continuar—: Brahim, ¿dónde está mi madre? —preguntó al fin.
Su padrastro lo miró, como si no esperase encontrarle allí.
—En la sierra —contestó haciendo ademán de volverse y continuar con su charla—. Al cuidado de tus hermanos y del hijo de Fátima —añadió como de pasada.
Hernando se sobresaltó; ¿le sucedía algo a la muchacha?
—¿Del hijo de Fátima? ¿Por qué…? —balbuceó.
Brahim no se molestó en responder, pero lo hizo por él uno de los hombres del grupo.
—En breve tu nuevo hermano —comentó éste antes de soltar una carcajada y propinar una fuerte palmada sobre la espalda del arriero.
—¿Có… Cómo? —logró inquirir el muchacho; el temblor súbito de sus rodillas parecía haberse extendido hasta su voz.
Brahim se giró hacia él. Hernando percibió satisfacción en sus ojos.
—Tu padrastro —contestó otro de los del grupo— ha pedido la mano de la muchacha al rey. —Las palabras se escapaban del entendimiento de Hernando. Su semblante debía de denotar tal incredulidad que el morisco se vio casi forzado a continuar—: Se ha sabido que su esposo murió en Félix, y a falta de parientes que puedan cuidar de ella, tu padre ha acudido al rey. ¡Alégrate, muchacho! Vas a tener una nueva madre.
La boca de Hernando se llenó de bilis. La arcada le pilló desprevenido y corrió hacia el otro extremo del jardín, chocando con los hombres que esperaban que el cordero terminara de hacerse en el espetón sobre el que giraba. No llegó a vomitar. Las arcadas se sucedieron una tras otra originándole unos tremendos pinchazos en el estómago. ¡Fátima! ¿Su Fátima casada con Brahim?
—¿Te ocurre algo, Ibn Hamid?
Era el rey, que se había acercado a él, quien se lo preguntaba. Su rostro mostraba preocupación. Con el antebrazo, se limpió la bilis de la comisura de los labios; respiró hondo antes de hablar. ¿Por qué no contárselo?
—Su Majestad ha dicho que me estaba agradecido…
—Así es.
—Necesito que me hagas un favor —añadió compungido.
Aben Humeya sonreía antes incluso de que Hernando alcanzara el final de su historia. ¿Qué iban a contarle a él de amoríos? Haciendo gala del espíritu voluble que le caracterizaba, agarró al muchacho del brazo y sin dudarlo se dirigió al grupo de hombres que charlaban y reían.
—¡Brahim! —clamó. El arriero se volvió; su expresión se alteró al encontrarse con el rey y su hijastro juntos—. He decidido no concederte la mano de esa muchacha. Alguien a quien nuestro pueblo debe grandes favores la ha reclamado para sí: tu hijo, a quien se la concedo.
El arriero apretó los puños, logrando así reprimir la ira que se reflejaba en la tensión de todos los músculos de su cuerpo. ¡Era el rey! Los demás moriscos enmudecieron con la mirada puesta en Hernando.
—Ahora —continuó Aben Humeya—, disfrutemos de la hospitalidad de mi primo Ibn Abbu. ¡Comed y bebed!
Hernando trastabilló detrás de Aben Humeya, que se detuvo sólo a un par de pasos más allá para hablar con uno de los jefes monfíes. No escuchó la conversación: la agitada respiración se lo impedía. Con todo, por el rabillo del ojo vio a Brahim que, con ademán furioso, salía de la casa de Aben Aboo.
No logró ver a Fátima. Durante el banquete las mujeres permanecieron ocultas en el interior de la vivienda. Hernando se negó a beber otra cosa que no fuera agua fresca y limpia, después de comprobar que no estaba turbia por la mezcla con pasta de hashish, mientras su mente no paraba de dar vueltas y vueltas. La gente ya se marchaba, y a medida que la concurrencia disminuía, el muchacho veía acercarse la hora en la que tendría que explicarse ante Fátima. Aben Humeya había dicho que él la había reclamado para sí… ¡y que se la concedía! ¿Significaba eso que debía casarse con ella? Lo único que pretendía… ¡era que no se casase con Brahim! Muchos eran los que le miraron y cuchichearon durante el transcurso de la noche; alguno incluso le señaló. ¡Todos los presentes lo sabían! ¿Cómo explicaría a Fátima…? ¿Y Brahim? ¿Cuál sería la reacción de su padrastro por haberle quitado a Fátima? El rey le defendía, pero…
Quedaban poco más de una decena de hombres en casa de Aben Aboo, entre ellos Aben Humeya, el Zaguer y el Dalay, alguacil de Mecina, cuando un soldado morisco entró corriendo.
—¡Los cristianos nos han rodeado! —profirió frente al rey—. Una partida de hombres se ha dirigido a Válor y otra está ya sobre Mecina —explicó ante el gesto de apremio de Aben Humeya—. Vienen hacia aquí. He podido oír las órdenes de sus capitanes.
Aben Humeya no tuvo que dar orden alguna. Todos los que no eran vecinos de Mecina y a los que no alcanzaba la salvaguarda del marqués, saltaron los muros de la casa por no utilizar la puerta y se perdieron en la noche en dirección a las sierras.
De pronto, Hernando se encontró solo en el jardín, junto a Aben Aboo.
—¡Huye! —le apremió el jefe morisco indicándole la tapia.
Las mujeres que todavía quedaban en el interior salieron en tropel, descubiertos sus rostros por la urgencia.
—¡Fátima! —gritó Hernando.
La muchacha se detuvo. Hernando vio brillar sus grandes ojos negros a la luz de una antorcha. En ese momento un grupo de cristianos entraron en el jardín y chocaron con las mujeres. En aquellos preciosos segundos de desorden, mientras los cristianos se deshacían de las moriscas, él corrió hacia Fátima, la agarró y se introdujo de nuevo en la vivienda. Los gritos de los soldados llegaban desde el jardín.
—¿Dónde está Fernando de Válor y de Córdoba, el mal llamado rey de Granada?
Aquello fue lo último que escuchó Hernando antes de escabullirse con Fátima por una ventana trasera que daba a la calle.
No eran soldados. El ejército del marqués de Mondéjar se había disuelto tras el botín obtenido en una expedición de castigo sobre las Guájaras. La mayoría de los hombres que esa noche partieron del campamento cristiano para poner cerco a Aben Humeya eran aventureros atraídos a la guerra por las ganancias que hasta el momento habían hecho cuantos participaban en ella; hombres con poca experiencia y menos escrúpulos, cuyo único objetivo era obtener el mayor botín posible.
Válor fue saqueado. Los ancianos del pueblo salieron a recibir a los cristianos y les ofrecieron comida, pero éstos los ejecutaron e irrumpieron con violencia en el pueblo. Mecina corría la misma suerte. Los aventureros, desmandados, mataban a los hombres, desvalijaban las casas y apresaban a las mujeres y a los niños para venderlos como esclavos.
En el jardín de Aben Aboo, después de un infructuoso registro en busca de Aben Humeya, se hallaba reunida una partida de soldados.
—¿Dónde está Fernando de Válor? —repitió uno de ellos golpeando con la culata del arcabuz a Aben Aboo en el rostro.
Los golpes se sucedieron pero, pese a ellos, el morisco se mantuvo firme en su negativa.
—¡Hablarás, maldito hereje! —masculló un cabo de barba tupida y dientes negros—. ¡Desnudadlo y atadle las manos a la espalda! —ordenó a los soldados.
Los soldados le presentaron a Aben Aboo, desnudo y maniatado, y el cabo lo empujó a golpes de arcabuz hasta el moral que se alzaba en el jardín. Cogió una cuerda más bien fina y la lanzó por encima de una rama hasta que el extremo cayó sobre la cabeza del morisco. El cabo se acercó a él, recogió la cuerda e hizo ademán de atársela al cuello.
Aben Aboo le escupió en el rostro. El cabo jugueteó con la cuerda sobre el cuello del morisco, sin dar importancia al escupitajo.
—No tendrás esa suerte —aseguró.
Entonces hincó una rodilla en tierra y ató el extremo de la cuerda al escroto de Aben Aboo, por encima de sus testículos. El morisco reprimió un aullido de dolor cuando el cabo apretó el nudo.
—Desearás que la hubiera atado a tu sucio gaznate —masculló mientras agarraba el otro extremo de la cuerda.
El cabo jaló de la cuerda. El morisco fue alzándose de puntillas cada vez que la cuerda se tensaba: un intenso dolor le recorrió el escroto a medida que la cuerda tiraba de él hacia arriba. Cuando comprobó que Aben Aboo ya no podía subir más sin perder el equilibrio, el cabo entregó el extremo de la cuerda a uno de los soldados, que la ató con firmeza al tronco del moral.
—Hablarás, perro mahometano. Hablarás hasta renegar de tu secta y de tu Profeta —le escupió el cabo, acercándose a él—. Hablarás hasta despreciar a vuestro Alá, el perro de tu Dios, mierda infinita allí donde las haya, escoria…
Aben Aboo descargó una fuerte patada con su pierna derecha en los testículos del cabo, que se dobló sobre sí, dolorido. Sin embargo, el morisco no pudo aguantar el equilibrio y se desplomó.
El escroto se cortó, los testículos salieron despedidos por el aire y salpicaron de sangre a todos cuantos estaban bajo el moral. Aben Aboo quedó encogido en el suelo.
—Muere desangrado como el cerdo que eres —farfulló el cabo, todavía dolorido.
—Por Alá que Ibn Umayya vive aunque yo muera —logró decir Aben Aboo.
Después de dejar la fiesta, Brahim había vagado por Mecina en busca de hashish y de alguna mujer bien dispuesta en las muchas zambras que se celebraban en honor de los recién casados, para olvidar el desplante del rey. Encontró ambas cosas. Sin embargo, al presenciar el saqueo que llevaban a cabo los cristianos, creyó que el desorden podía depararle una buena oportunidad para vengarse de Hernando y volvió a casa de Aben Aboo, escondiéndose de la luz de las antorchas.
Llegó justo en el momento en que los soldados salían de la casa cargando con el botín obtenido. Brahim entró y se encontró con el primo del rey desangrándose en el jardín.
—Déjame morir —le imploró Aben Aboo.
Brahim no lo hizo. Lo introdujo en la casa, lo acomodó en un lecho y corrió en busca de ayuda.
Cruel condición es la de nuestros enemigos para ponernos en sus manos, teniéndolos tan ofendidos. Apresuremos el paso, y tomemos la delantera con varoniles ánimos a una honrosa muerte, defendiendo nuestras mujeres e hijos, y haciendo lo que somos obligados por salvar las vidas y las honras que naturaleza nos obliga a defender.
Luis de Mármol,
Historia de la rebelión y castigo de los moriscos del reino de Granada
Hernando y Fátima huyeron de Mecina y corrieron campo a través en la noche, ascendiendo a las sierras. Tropezaron y cayeron en varias ocasiones. Sólo cuando el alboroto de los saqueadores en el pueblo llegó a ser casi inaudible se detuvieron a recuperar el resuello. Hernando hizo ademán de dirigirse a Fátima, pero ésta se lo impidió.
—Muerte es esperanza larga —le dijo entonces la muchacha—. ¿Recuerdas?
Por encima de un barranco, rodeados de bancales escalonados y vegetación, la luna parecía querer iluminar solamente sus rostros.
—Yo… —intentó excusarse Hernando.
—Tu padrastro ha pedido mi mano al rey —le interrumpió ella—, y…
—El rey se ha retractado.