Authors: Ildefonso Falcones
De Moclín se dirigieron a Alcalá la Real, a otras tres leguas, caminando por lo alto de la sierra. Hernando fue llamado a cargar con una matrona coja en sustitución del anciano muerto, para lo que necesitó la ayuda de otro muchacho de su edad. La noche anterior percibió en Fátima preocupación por el pequeño Humam, cuyas toses ella trataba de apaciguar contra su pecho.
En Alcalá la Real, a los pies de una colina coronada por otra fortaleza en cuyo interior amurallado se construía una imponente abadía sobre una antigua mezquita, fue donde Aisha anunció a su hijo la muerte del pequeño Humam durante la marcha de ese día: al igual que el anciano, sus toses se fueron convirtiendo en una respiración silbante y la criatura empezó a tiritar de tal modo que la propia Fátima hizo suyos aquellos temblores entre el llanto y los gritos de impotencia. No les permitieron detenerse. Fátima, desgarrada, rogó de rodillas a los cristianos que la ayudasen, que le permitiesen detenerse un momento para procurarle algo caliente al niño, pero sus muchas súplicas fueron respondidas con el desprecio. La soldadesca parecía más atenta a la posibilidad de que aquella joven madre, bella incluso en su sufrimiento, tomase la desesperada decisión de huir para cuidar de su hijo; por Fátima se podría obtener un buen precio en el mercado de Córdoba.
—Nadie nos ayudó —sollozó Aisha recordando las miradas de compasión de los demás moriscos.
Siguieron adelante hasta que a menos de una legua de Alcalá, madre e hijo dejaron de temblar. La propia Aisha tuvo que despegar el cadáver del niño de los agarrotados brazos de su madre.
Como esposo cristiano de la muchacha, Hernando compareció ante los escribanos, que tomaron nota y certificaron la defunción del pequeño Humam; Fátima no hablaba. Luego, al anochecer, Hernando, Brahim, Aisha y Fátima se apartaron del asentamiento morisco y como otras tantas familias musulmanas, vigilados de lejos por los soldados, procedieron a enterrarlo. Aisha lavó con delicadeza el cadáver del pequeño con el agua fría y cristalina que corría por una acequia. Escondida entre las ropas de Humam, encontró la mano de Fátima, que guardó; no era el momento de devolver la joya a la muchacha. Hernando creyó escuchar en boca de su madre aquellas mismas canciones de cuna que tanto recordaba; Aisha las canturreaba en voz baja, como cuando le premiaba a él con aquellos momentos. Brahim cavó una tumba cerca del lugar. Fátima ya no tenía lágrimas. No hubo alfaquí ni oraciones ni lienzo para envolver al pequeño. Brahim lo depositó en el hoyo mientras su madre, en pie, enajenada, ni tan siquiera se acercó a la tumba.
A partir de Alcalá la Real, las etapas se hicieron más largas. Descendieron hasta la campiña de Jaén. Brahim ayudaba a Fátima, que se dejaba arrastrar. No hablaba; no parecía vivir. Hernando sentía mareos y escalofríos en cada ocasión en que vislumbraba el cuerpo inerme de Fátima colgando de su padrastro. Al cabo de tres jornadas más, llegaron a Córdoba. Harapientos, descalzos, con niños y enfermos a cuestas, ordenados de cinco en fondo, flanqueados por sendas compañías de alabarderos y arcabuceros, entraron en la ciudad al son de la música y la curiosidad de sus gentes. Los soldados, en formación, iban ataviados con sus mejores galas.
De tres mil quinientos que partieron de Granada, sólo llegaron tres mil. ¡Quinientos cadáveres sembraron la macabra ruta!
Era el 12 de noviembre de 1570.
Yo no sabía qué era esto, pues no hubiera permitido que se llegase a lo antiguo, porque hacéis lo que puede haber en otras partes y habéis deshecho lo que era singular en el mundo.
Palabras atribuidas al emperador Carlos I en
el año 1526, a la vista de la catedral cristiana
en el interior de la mezquita de Córdoba,
cuyas obras él mismo había autorizado,
poniendo fin a las disputas entre el cabildo
municipal y el catedralicio acerca de la
conveniencia de su construcción.
Dejaron a sus espaldas la fortaleza de la Calahorra, cruzaron el puente romano sobre el Guadalquivir y accedieron a Córdoba por la puerta del Puente, que daba a la fachada trasera de la catedral de la ciudad. En formación, vigilados por los soldados y escrutados por la ciudadanía apelotonada a su paso, Hernando, como muchos otros moriscos que reconocieron en la catedral cristiana la maravillosa mezquita de la Córdoba de los califas, desvió la mirada hacia el templo. Alpujarreños humildes, ligados a sus tierras, nunca habían tenido oportunidad de verla, pero sí que sabían de ella, y aun extenuados, la curiosidad asomó a sus rostros. Justo detrás de aquella pared centenaria, bajo la cúpula, se hallaba el
mihrab
, el lugar desde el que el califa dirigía la oración. Algunos murmullos corrieron entre los deportados, que inconscientemente aminoraron la marcha. Un hombre que llevaba a un niño sobre los hombros señaló la mezquita.
—¡Herejes! —gritó una mujer ante aquellas muestras de interés.
Inmediatamente, el gentío se sumó a las ofensas, como si quisiera defender la iglesia de miradas profanas:
—¡Sacrílegos! ¡Asesinos!
Un anciano fue a lanzarles una piedra, pero los soldados se lo impidieron y apremiaron el paso de la columna. Cuando sobrepasaron la fachada posterior de la catedral, las calles se hicieron más angostas y los soldados dispersaron a los ciudadanos, que sólo pudieron seguir observando a la comitiva desde los balcones de las casas encaladas de dos pisos. Los moriscos recorrieron la calle de los Cordoneros, pasaron por la Alhóndiga y la calle de la Pescadería, cruzaron la de Feria y llegaron hasta la desembocadura de la calle del Potro. La cabeza del cortejo se detuvo en la plaza del Potro, el mayor enclave comercial de la ciudad y lugar elegido por el corregidor Zapata para tenerlos en custodia.
La plaza del Potro era una plazuela cerrada, centro del barrio del mismo nombre, donde trataron infructuosamente de acomodarse los tres mil moriscos que habían superado el éxodo, aunque la mayor parte terminó diseminada por las calles adyacentes. Pocos pudieron encontrar alojamiento, y menos aún pagarlo, en la posada del Potro, situada en la misma plaza, en la de la Madera, en la de las Monjas o en cualquiera de las muchas otras que existían en los alrededores. El corregidor estableció controles de acceso a la zona y allí, en las calles, a cargo y cuenta del cabildo municipal, quedaron los moriscos a la espera de las instrucciones del rey Felipe acerca de su destino final.
La noche se les echó encima mientras la mayor parte de ellos saciaba la sed en grandes tinajas. Cuando les llegó el turno, y mientras Brahim sorbía el agua, volcado bajo el chorro, Hernando observó a Fátima: su cabello, ahora astroso y sucio, encuadraba un rostro de pómulos marcados y ojos hundidos y amoratados, unas facciones consumidas en las que destacaban los huesos. Vio cómo le temblaban las manos al unirlas en forma de cuenco y tratar de llevarlas hasta sus labios; el agua se le escapó entre los dedos antes de llegar a la boca. ¿Qué sería de ella? No resistiría un nuevo viaje.
Nadie osó lavarse; por más que el corregidor hubiera cerrado las calles, la medida afectaba tan sólo a los moriscos, y los viajantes, mercaderes, tratantes de ganado y artesanos que trabajaban y vivían en la zona —silleros, espaderos, lineros, fabricantes de agujas o curtidores— transitaban con soberbia entre la masa de deportados, vigilándolos, igual que hacían los muchos sacerdotes que merodeaban entre ellos o la multitud de desocupados que diariamente acudían al lugar: mendigos o aventureros que aprovechaban para tratarlos con desprecio.
Los moriscos estaban agotados y hambrientos. De pronto, los cristianos aparecieron con grandes peroles de un potaje de verduras… ¡y tripas de cerdo! Entonces los sacerdotes se dedicaron a detenerse, aquí y allá, para comprobar que nadie rehusaba comer ese alimento que su religión les prohibía.
—¿Por qué no come? —preguntó uno de ellos, señalando a Fátima. La joven estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la fachada de uno de los edificios de la calle del Potro; la escudilla con la comida se hallaba intacta entre sus pies.
Fátima ni siquiera levantó el rostro al oír al sacerdote. Brahim, absorto en los pedazos de entraña que flotaban en su tazón, no contestó. Aisha tampoco lo hizo.
—Está enferma —se apresuró a excusarla Hernando.
—En ese caso, la comida le vendrá bien —arguyó el cura, y, con un gesto, la instó a comer.
Fátima siguió impasible. Hernando se arrodilló junto a ella, tomó el cucharón y lo colmó de caldo… y un pedazo de cerdo.
—Come, por favor —susurró a Fátima.
Ella abrió la boca y Hernando introdujo el potaje en su interior. La grasa resbaló por el mentón de la muchacha antes de que una arcada la obligase a escupir la comida a los pies del sacerdote. El hombre saltó hacia atrás.
—¡Perra mora!
Los moriscos que se hallaban a su alrededor se apartaron y formaron un corro. Todavía de rodillas, arrastrándose, Hernando se volvió hacia el cura y se dirigió a él.
—¡Está enferma! —exclamó—. ¡Mirad! —Cogió el pedazo de cerdo del suelo y se lo llevó a la boca—. Es… es mi esposa. Sólo está enferma —repitió—. ¡Mirad! —Volvió a donde estaba la escudilla, cargó el cucharón de pedazos de tripas y las comió—. Sólo está enferma… —balbuceó con la boca llena.
El sacerdote contempló durante un buen rato cómo Hernando masticaba y tragaba el cerdo, y cómo repetía, hasta que pareció darse por satisfecho.
—Volveré —dijo antes de darles la espalda y encararse con el morisco que tenía más cercano— y entonces confío en que haya mejorado y haga honor a la comida que con tanta generosidad os proporciona la ciudad de Córdoba.
Enfrente de donde se encontraban Fátima y Hernando, al otro lado de la calle, se abría una diminuta calleja sin salida, en la que ni siquiera cabían dos hombres de costado y que llevaba desde el Potro hacia el Guadalquivir. La puerta de madera que daba paso a la calleja se hallaba en aquel momento abierta y mostraba una hilera de boticas o pequeños locales, algunos de un solo piso, que se extendían a ambos lados y en toda su longitud. Justo en la puerta del callejón, armado, charlando con los clientes que entraban o salían del lupanar, el alguacil de la mancebía de Córdoba contemplaba a los moriscos. Detrás de él, sin atreverse a salir a causa de sus prohibidas vestiduras y alhajas que sólo podían utilizar en el interior de la mancebía, algunas mujeres asomaban la cabeza, y entre todas ellas, procurando no despertar los recelos del alguacil, un hombre presenciaba las súplicas del joven morisco por aquella muchacha enfermiza. ¿Había dicho que era su esposa? Esbozó una sonrisa que se desdibujó en su mejilla derecha, allí donde la infame «S» aparecía herrada al fuego. ¡Hernando! Habían transcurrido casi dos años desde que se despidieron en el castillo de Juviles. Durante todo ese tiempo, aquel hombre había pensado en Hernando todos los días: era el hijo que nunca había tenido… Emocionado al verlo con vida, pensó con orgullo que el joven había crecido y, pese a lo andrajoso de su aspecto, era evidente que ya era un hombre. ¿Qué edad tendría? ¿Dieciséis?, se preguntó Hamid.
—¡Francisco! —gritó el alguacil al percatarse de su presencia en la puerta—. ¡Ve a trabajar! Y vosotras también —añadió, azuzando con las manos a las mujeres.
Hamid dio un respingo y cojeó a lo largo de la calleja, haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas. ¡Hernando! Había creído que no volvería a encontrarlo… ¿Cuántos vecinos más de Juviles habrían llegado en aquella nueva partida? No las había visto, pero le constaba que en la ciudad se hallaban varias esclavas procedentes de Juviles, capturadas antes del perdón concedido por don Juan de Austria; todos los demás moriscos libres que se establecieron en Córdoba provenían del Albaicín o de la vega de Granada, procedentes de las primeras deportaciones. En silencio, dio gracias al Clemente por haber protegido la vida y la libertad del muchacho. Pero ¿qué le sucedía a su esposa? Se la veía enferma; temblaba de manera convulsiva. Hernando debía amarla puesto que saltó a ciegas en su defensa, arrastrándose de rodillas hasta el cura. Se detuvo ante la puerta de una pequeña botica de dos pisos y acercó la oreja. No se oía nada en su interior. Llamó con los nudillos.
—Debes comer. —Hernando se dejó caer al lado de Fátima. Al instante, Brahim alzó la mirada de su escudilla.
—Déjala —gruñó—, no te acerques…
—¡Cállate! ¿Acaso quieres que fallezca? ¿La dejarás morir y después matarás a mi madre porque yo haya intentado ayudarla?
Brahim observó a la muchacha: encogida, temblorosa.
—Ocúpate tú, mujer —ordenó a Aisha, que comía cerrando los ojos cada vez que se llevaba el cucharón a la boca—, procura que no muera.
—Debes alimentarte, Fátima —susurró Hernando al oído de Fátima. Ella no contestó, no lo miró, continuó temblando—. Sé que sientes la pérdida de Humam, pero no comer no le devolverá la vida. Todos le echamos de menos…
—Déjame a mí —le instó Aisha, en pie frente a él. Hernando alzó sus ojos azules; su mirada expresaba una profunda consternación—. Déjame —repitió ella con dulzura.
Aisha tampoco consiguió que Fátima reaccionase. Intentó forzarla a tragar la sopa, dando cuenta ella del cerdo por si volvía algún sacerdote, pero tan pronto como conseguía introducirle algo de líquido o alguna verdura, la muchacha lo devolvía. Hernando, en cuclillas, observaba cómo su madre luchaba por alimentar a Fátima; contenía la respiración cuando lo conseguía, y se desesperaba hasta golpear la tierra con los nudillos al ver cómo el cuerpo de la muchacha rechazaba el alimento.