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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (32 page)

El bando dictado por don Juan de Austria en abril de 1570 corrió de mano en mano por las Alpujarras. Los cristianos lo tradujeron al árabe e hicieron copias que repartieron a través de espías y mercaderes, y que en unos casos fueron recitadas discretamente por quienes sabían leer, lejos de monfíes, jenízaros o berberiscos; en otros se cantaron como si de un pregón se tratara. El príncipe también decretó que nadie, bajo severas penas, osara detener, robar o maltratar a morisco alguno que acudiera a rendirse, como había sucedido en anteriores ocasiones.

Ambos bandos atravesaban momentos críticos: en tierras de las Alpujarras, los precios de las fanegas de trigo y cebada habían multiplicado su valor por más de diez y los soldados y sus familias pasaban hambre. Aben Aboo nada podía hacer para remediar aquella situación, por lo que, tras un cruce de cartas con Alonso de Granada Venegas, hombre de crédito entre los moriscos, delegó formalmente en el Habaquí las negociaciones de la rendición. Pero las simples negociaciones también tuvieron un efecto contrario a los intereses de los moriscos. En esas fechas, tres galeras venidas de Argel con víveres, armas y municiones, empezaron a desembarcar sus provisiones en las playas de Dalías, pero al enterarse sus ocupantes de que Aben Aboo negociaba su rendición, cargaron de nuevo y regresaron a Argel. Lo mismo sucedió con siete galeras más que arribaron a las costas al mando del Hoscein, hermano de Caracax, que acudía con cuatrocientos jenízaros y numeroso armamento, y que también puso rumbo hacia la ciudad corsaria tan pronto tuvo conocimiento de las negociaciones de paz.

En el lado cristiano la situación era bastante más compleja, si cabe: por una parte y con independencia de encuentros más o menos esporádicos en otras zonas de las Alpujarras, la estrategia de la guerra de guerrillas adoptada por Aben Aboo hacía prácticamente imposible una victoria definitiva. Por otra parte, la insurrección ya había tenido consecuencias en la cercana Sevilla, en la que diez mil moriscos vasallos del duque de Medina Sidonia y del duque de Arcos se sublevaron como consecuencia de los ultrajes a que fueron sometidos. El Rey Prudente logró solventar la situación ordenando a dichos nobles que acudieran en persona a pacificar sus tierras, pero cundió el temor de que en cualquier momento el levantamiento se extendiese a los reinos de Murcia, Valencia o Aragón, donde vivían gran cantidad de moriscos.

Sin embargo, la razón que más pesó en el rey Felipe para permitir que don Juan de Austria ofreciese condiciones para la rendición radicó en la actitud del sultán otomano.

En febrero de 1570, los turcos, imitando a los argelinos, que dedicaron sus fuerzas a la conquista de Túnez, atacaron Zara, en la Dalmacia veneciana, y reclamaron la isla de Chipre, donde desembarcaron en el mes de julio. En marzo de ese mismo año, Felipe II recibió en Córdoba, donde se hallaba reunido en Cortes para estar cerca del escenario de la guerra, a un enviado del papa Pío V. En nombre de toda la cristiandad, Su Santidad reclamaba el inicio de una nueva cruzada, a cuyos fines proponía la constitución de una Santa Liga para luchar contra la amenaza del infiel que, según el pontífice, se creía fuerte por la atención que España prestaba a sus conflictos internos. El piadoso monarca español aceptó, pero para dedicar esfuerzos a esa empresa le era imprescindible poner punto y final a los problemas con los moriscos de las Alpujarras.

El bando consiguió la rendición en masa de los moriscos, que acudieron al campamento de don Juan de Austria, en el Padul, para entregarse. Pero también consiguió que gran parte del ejército cristiano desertase ante la imposibilidad de obtener beneficios. De los diez mil hombres con que contaba el duque de Sesa al entrar en las Alpujarras, sólo le restaban cuatro mil.

—¡Nos vamos! ¡Volvemos a Argel! —La orden de Barrax tronó entre sus hombres—. Tenedlo todo preparado para mañana por la mañana. —Luego entró en su tienda—. ¿Me has oído? —gritó a Hernando—. Prepáralo para el viaje —añadió señalando al caballero.

Hernando se volvió hacia el noble: estaba algo mejor, pero…

—Morirá —dijo sin pensar.

Barrax no replicó. Frunció las cejas hasta que los extremos de cada una de ellas llegaron a fundirse por encima de sus ojos entrecerrados. Hernando contuvo la respiración mientras el arráez tuvo clavada su mirada sobre él. Barrax le dio la espalda y abandonó la tienda; su mano derecha acariciaba una daga, como si quisiera indicar al muchacho cuál iba a ser su destino.

Estaba condenado, pensó Hernando: le aguardaba la muerte o, en el mejor de los casos, remar en galeras de por vida. Sentado en el suelo, contempló las cadenas que ataban sus tobillos. No podía correr. ¡Ni siquiera andar! Era un esclavo. ¡No era más que un esclavo aherrojado! Y Fátima… Se llevó las manos al rostro y no pudo contener las lágrimas.

—Los hombres no lloran más que cuando se les muere una madre o tienen las tripas abiertas.

Hernando miró al caballero y tomó aliento, en un intento por contener el llanto.

—Vamos a morir ambos —le contestó, secándose los ojos con la manga.

—Sólo moriremos si Dios lo tiene así dispuesto —susurró el cristiano.

¿Dónde había escuchado esas mismas palabras? ¡Gonzalico! La misma disposición, la misma sumisión. Chasqueó la lengua. ¿Y el islam? ¿Acaso la propia palabra no significaba sumisión?

—Pero Dios nos ha hecho libres para luchar —añadió el caballero, interrumpiendo así sus reflexiones.

Hernando le contestó con una mueca de desprecio.

—¿Un hombre herido y otro encadenado? —A la vez que efectuaba esa observación señaló hacia el exterior de la tienda. El trajín era constante.

—Si ya has aceptado tu muerte, permite al menos que yo luche por mi vida —replicó el cristiano.

Hernando observó sus cadenas: no eran gruesas pero sí fuertes; sus tobillos aparecían despellejados allí donde rozaban con el hierro.

—¿Qué harías si te dejase libre? —le preguntó el muchacho con la mirada en las argollas.

—Huir y salvar mi vida.

—Dudo de que seas capaz de andar. Ni siquiera puedes levantarte de ese lecho.

—Lo conseguiré —repitió el caballero; al incorporarse, una mueca de dolor le contrajo el semblante.

—Hay miles de musulmanes ahí fuera. —En esta ocasión, Hernando se volvió hacia él. Percibió un desconocido brillo en la mirada del noble—. Te…

—¿Me matarán? —se le adelantó el caballero.

La llamada del muecín a la oración interrumpió su conversación. Anochecía. Los preparativos para el viaje cesaron y los fieles se postraron. «Ahora», silabeó el caballero en el silencio anterior al inicio de los rezos, indicando el extremo de la tienda tras el que se encontraban las mulas.

Hernando no rezaba. No lo había hecho desde hacía tiempo. La oración de la noche, aquella en que los moriscos, libres de la vigilancia de los cristianos, podían rezar con cierta tranquilidad escondidos en sus casas. ¿Qué le habría aconsejado Hamid? ¿Qué diría el alfaquí de liberar a un enemigo cristiano? Volvió la cabeza hacia el poste de entrada de la tienda. El alfanje de Hamid, ¡la espada del Profeta! Por la abertura entre las telas vio cómo los miembros del campamento buscaban orientarse hacia la quibla, preparándose para la oración. El berberisco de guardia, como siempre, se mantenía firme en su puesto, al lado del poste, al lado de las espadas. Hernando recordó la amenaza de Barrax: «Si quieres morir, sólo tienes que empuñar una de ellas». Morir. ¡Muerte es esperanza larga! Fue como si los ojos almendrados de Fátima, cuya imagen estalló de repente en su memoria, le guiasen. ¿Qué importaba ya todo? Cristianos, musulmanes, guerras, víctimas…

—Simula que estás muerto —ordenó al caballero, volviéndose hacia él—. Cierra los ojos y contén la respiración.

—¿Qué…?

—¡Hazlo!

El inicio de los rezos de miles de moriscos quebró el silencio. Hernando escuchó los cánticos durante unos instantes y luego asomó la cabeza entre las telas.

—¡Ayúdame! —urgió al guardia—. El noble se está muriendo.

El berberisco se introdujo en la tienda, hincó una rodilla junto al herido y le palmeó el rostro. Hernando aprovechó que el guardia le daba la espalda para desenvainar el alfanje; el susurro metálico impelió al berberisco a volver la cabeza. Sin dudarlo, desde donde se encontraba, Hernando volteó el acero y acertó en el cuello del guardia, que cayó muerto sobre el caballero.

El noble apartó el cadáver con esfuerzo.

—Dame mi espada —le pidió, al tiempo que hacía ademán de levantarse. Hernando contemplaba absorto la afilada hoja del alfanje, en la que brillaba una fina línea de sangre—. ¡Por Dios! Dame la espada —suplicó el noble. Hernando miró al cristiano: ¿qué podía hacer aquel hombre en su situación con una espada tan pesada como aquélla?—. Por favor —insistió el caballero.

Le entregó la pesada espada bastarda y se dirigió al extremo de la tienda; las recuas de mulas estaban justo al otro lado. El noble lo seguía, encorvado, con la espada en la mano. Hernando percibió el dolor y la debilidad en los lentos y agarrotados movimientos del herido, y las dudas le asaltaron de nuevo. ¡Era un suicidio! Como si presintiese sus dudas, el caballero alzó el rostro hacia él y sonrió agradecido. Hernando se agachó, se apostó junto a la tela de la tienda e intentó distinguir algo en las sombras. El caballero prescindió de toda cautela: rasgó la tela con decisión, se coló por el agujero y empezó a gatear hacia el exterior. Al pasar a su lado, Hernando vio que la herida volvía a sangrar y que la venda que cubría la placa de cobre aparecía teñida de rojo. Le siguió, también a gatas, con la vista clavada en el suelo, en el alfanje que arrastraba, esperando toparse en cualquier momento con algún soldado de guardia. Pero no fue así, y a los pocos instantes se hallaban debajo de las patas de las mulas. Los murmullos de las oraciones de miles de fieles se confundían con su propia respiración acelerada. El cristiano le sonrió de nuevo, abiertamente, como si ya fueran libres. ¿Y ahora qué?, se preguntó Hernando: el caballero no podría llegar muy lejos, se desangraría, no lograrían recorrer la décima parte de una legua. El cielo se mostraba rojizo por encima de las sierras y el sol anunciaba su pronto ocaso. ¡Los atardeceres de Sierra Nevada! Cuántas veces los había contemplado desde… ¡Juviles! ¡La Vieja! Calló y escrutó entre las patas de los animales. ¿Cómo no iba a reconocer las patas de la Vieja? Las había curado miles de veces. Las localizó e hizo una seña al cristiano para que le siguiera. Al llegar a la mula, acarició los tendones combados y plagados de vejigas. La Vieja estaba aparejada para el viaje. Hernando se puso en pie, sin pararse a comprobar si alguien miraba, si alguien vigilaba. Todos continuaban enfrascados en los rezos de la noche. A su izquierda, a pocos pasos, se abría la quebrada a uno de los incontables barrancos de las Alpujarras.

—Levántate —apremió al noble. Hernando le ayudó a tumbarse atravesado sobre la Vieja, como un fardo—. Agárrate bien —le indicó mientras acompañaba sus manos hacia la cincha del animal. Cuando intentó quitarle la espada, el cristiano se opuso y optó por cogerse sólo con una mano.

Tirando de la mula hacia el barranco, caminó dando pequeños pasitos, impedido por las cadenas de sus tobillos; procuraba evitar su tintineo, y avanzaba sin mirar a ningún lugar en especial, los ojos puestos en el vacío que se abría por encima del despeñadero al que se acercaban. Sintió deseos de rezar y sumarse a los conocidos murmullos que se oían en el campamento, pero no pudo. Sólo cuando se encontró al borde del barranco volvió la cabeza: todavía podía verse una fina línea rojiza que delineaba las cumbres. Nadie se había fijado en ellos. Se deleitó unos segundos con la escena: miles de personas postradas hacia oriente, en sentido contrario al barranco donde ellos se encontraban. El cristiano le urgió y saltó a lomos de la mula, atravesado junto al caballero, y como él se agarró a la cincha por debajo de la barriga de la Vieja.

—Agárrate fuerte —le aconsejó—. El descenso será peligroso. ¡A Juviles, Vieja! ¡Llévanos a Juviles! —Entonces la palmeó en una de sus ancas, primero con suavidad, después con fuerza, hasta que la Vieja venció su inicial reparo a lanzarse por la cortada y, tras echar adelante una de sus manos, se sentó sobre sus ancas para deslizarse por la pendiente.

Lo que en realidad fueron unos instantes, se les hizo una eternidad. La mula sorteó piedras, rocas y árboles; para sorpresa del muchacho hasta saltó alguna que otra pequeña cortada vertical. ¡La Vieja! ¡Su Vieja! En varias ocasiones estuvieron a punto de caer cuando el animal se sentaba para deslizarse cuesta abajo. Se arañaron con zarzas y ramas, pero al final llegaron al cauce de un arroyo que descendía de Sierra Nevada. El agua helada les salpicó de libertad. La Vieja se quedó parada con el agua a media caña y meneó violentamente el cuello; sus grandes orejas voltearon, orgullosas, y lanzaron miles de gotas en todas direcciones, como si ella también fuera consciente de la hazaña que acababa de lograr.

Hernando se dejó caer al riachuelo y hundió la cabeza en el agua. Entonces gritó bajo el agua y originó un sinfín de burbujas que acariciaron su rostro. ¡Lo habían conseguido! Mientras, el caballero también se deslizó hasta quedar en pie, levemente apoyado en las espaldas de la mula; continuaba sangrando y sin embargo, aun vestido con el simple velmez, aparecía digno, altanero, con la pesada y larga espada asida con fuerza en la mano derecha.

Hernando se quedó sentado en el arroyo.

—¿Ves? —comentó el noble—, Dios no deseaba nuestra muerte. —Hernando rió nervioso—. ¡Hay que luchar! No llorar. No tienes las tripas fuera ni se te ha muerto una madre. Jesucristo y la santísima Virgen y…

El caballero continuó hablando, pero Hernando no le escuchó. ¿Y su madre? ¿Y Fátima?

—Huyamos —ordenó el noble al final de su discurso.

¿Huir?, se preguntó Hernando. Sí, eso es lo que quería. Para eso era para lo que se había arriesgado, pero ya había escapado una vez, a Adra. En esa ocasión ya había dejado solas a Fátima y a su madre.

—Espera.

—Nos perseguirán. ¡Lo harán en cuanto se den cuenta de que hemos escapado!

—Espera —insistió Hernando—. La noche los detendrá…

—¿Qué sucede? —le interrumpió el noble.

—Hace unos meses —explicó levantándose del río y mirando con una súbita tristeza el alfanje de Hamid—, acudí a rescatar a mi madre a Juviles. —¿Para qué echarle en cara la matanza?, pensó antes de continuar y, sin embargo, no pudo evitarlo—. Los cristianos matasteis a más de mil mujeres y niños —le recriminó.

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