Authors: Ildefonso Falcones
Hernando aceptó la mano del noble, que se la mantuvo presionada más tiempo del que era necesario. Aprovechó para fijarse en él —delgado, de frente ancha y despejada, cuidada barba negra y expresión inteligente—, y se esforzó por no exteriorizar los prejuicios con los que acudía a la cita: don Pedro y sus antecesores habían renunciado a la verdadera religión y colaborado con los cristianos.
Después de saludar al hidalgo, el señor de Campotéjar fue presentándoles a las demás personas que se hallaban en la Cuadra Dorada: Luis Barahona de Soto, médico y poeta; Joan de Faría, abogado y relator de la Chancillería; Gonzalo Mateo de Berrío, poeta, y otras cuantas personas más. Hernando se sentía incómodo. ¿Por qué habría cedido a la insistencia de don Sancho? ¿De qué podía hablar él con todos aquellos desconocidos? En una de las esquinas del salón se hallaban dos hombres que departían con sendas copas de vino en la mano. Don Pedro los llevó hasta ellos.
—Don Miguel de Luna, médico y traductor —presentó al primero.
Hernando le saludó.
—Don Alonso del Castillo —dijo su anfitrión refiriéndose al otro hombre, elegantemente vestido—, también médico, y también traductor oficial del árabe al servicio de la Inquisición de Granada, y ahora del rey Felipe II.
Don Alonso le ofreció la mano con la mirada clavada en sus ojos. Hernando aguantó el envite y la apretó.
—Deseaba conoceros. —Hernando dio un respingo. El traductor le hablaba en árabe al tiempo que aumentaba sensiblemente la presión sobre su mano—. He oído de vuestras hazañas en las Alpujarras.
—No hay que concederles mayor importancia —contestó Hernando en castellano. ¡Otra vez la liberación de cristianos!—. Don Sancho, de Córdoba —continuó, haciendo un gesto hacia el hidalgo y liberándose de la mano del traductor.
—Primo de don Alfonso de Córdoba, duque de Monterreal —se jactó don Sancho igual que venía haciendo con cuantos saludaba.
—Don Sancho —terció Pedro de Granada—, creo que todavía no os he presentado al marqués. —El hidalgo se irguió ante la mera mención del título—. Venid conmigo.
Hernando hizo ademán de seguir a los dos hombres, pero Castillo le agarró del antebrazo y le retuvo. Miguel de Luna le rodeó también, y los tres quedaron en grupo en la esquina de la Cuadra Dorada.
—He oído también —apuntó el traductor, esta vez en castellano— que colaboráis con el obispado en la investigación del martirologio de las Alpujarras.
—Así es.
—Y que trabajabais en las caballerizas reales de Córdoba —añadió en esta ocasión Miguel de Luna.
Hernando frunció el ceño.
—También es cierto —admitió con cierta brusquedad.
—En Córdoba —agregó el primero sin prestar importancia a la actitud de Hernando, manteniéndolo todavía agarrado del brazo—, auxiliasteis en la catedral, como traductor…
—Señores —le interrumpió Hernando al tiempo que se soltaba—, ¿acaso me habéis invitado para someterme a un interrogatorio?
Ninguno de los dos hombres se inmutó.
—Allí en la catedral de Córdoba, en la biblioteca —continuó hablando don Alonso, al tiempo que volvía a agarrar suavemente a Hernando, como si no quisiera darle la oportunidad de escapar—, trabajaba un sacerdote…, don Julián.
Hernando torció el gesto y se zafó una vez más del contacto del traductor. Los tres permanecieron en silencio unos instantes, sondeándose, hasta que Miguel de Luna tomó la palabra.
—Sabemos de don Julián, el bibliotecario del cabildo catedralicio de Córdoba.
Hernando titubeó y se movió, inquieto. En el resto del salón, la gente charlaba animadamente en grupo, algunos en pie, otros sentados en lujosos sillones alrededor de mesas bajas de marquetería surtidas de vino y dulces.
—Mirad —intervino Castillo—, Miguel y yo, al igual que don Pedro de Granada, descendemos de musulmanes. Después de la guerra de las Alpujarras, en la que trabajé como traductor para el marqués de Mondéjar primero y después para el príncipe don Juan de Austria, fui llamado por el rey Felipe para ocuparme de los libros y manuscritos árabes de la biblioteca del monasterio de El Escorial: debía traducirlos, catalogarlos… Otra de las funciones que me encomendó el rey fue la de buscar y adquirir nuevos libros en árabe. Hallé algunos en tierras de Córdoba, un par de ejemplares del Corán que no resultaron interesantes para la biblioteca real y algunas copias de jofores y de calendarios lunares.
El traductor detuvo su discurso. Hernando ya no pugnaba por librarse de su mano y Castillo le permitió pensar. ¿Qué pretendían aquellos dos renegados? ¡Todos colaboraban con los cristianos! Sus padres fueron quienes entregaron Granada a los Reyes Católicos y no les dolían prendas por reconocer que ellos mismos estuvieron en el bando cristiano en la guerra de las Alpujarras. Eran nobles, eruditos, médicos o poetas entregados a la evangelización, igual que don Pedro de Granada. ¡Castillo trabajaba para la Inquisición! ¿Y si aquella invitación no era más que un ardid para desenmascararle?
—Finalmente no los compré. —La repentina afirmación del traductor puso en guardia a Hernando—. Estaban escritos en papel basto y actual e interlineados en aljamiado, como si…
—¿Por qué me contáis todo eso? —le interrumpió Hernando.
—¿Qué es lo que le contáis a mi invitado?
Hernando se volvió y se encontró cara a cara con don Pedro de Granada.
—Le estábamos hablando acerca del trabajo de Alonso en la biblioteca del rey —explicó Luna—, y de que conocíamos a don Julián, el bibliotecario de la catedral de Córdoba.
—Buen hombre —afirmó el noble—. Una persona volcada en la defensa de la religión…
El señor de Campotéjar dejó flotar en el aire sus últimas palabras. Hernando sintió sobre sí la atención de los tres. ¿Qué quería decir? Don Julián, el bibliotecario, era un musulmán escondido bajo los hábitos de un sacerdote.
—Sí —mintió—. Era un buen cristiano.
Don Pedro, Luna y Castillo intercambiaron miradas. El noble asintió con la cabeza a Castillo, como si le autorizase. El traductor comprobó que nadie podía escucharles antes de hablar.
—Don Julián me contó que erais vos quien copiaba los ejemplares del Corán —le espetó entonces con seriedad—, para distribuirlos por Córdoba…
—Yo no… —empezó a negar Hernando.
—Me contó también —añadió, al tiempo que aumentaba la presión sobre su antebrazo— que gozabais de la confianza del consejo de ancianos junto a Karim, Jalil y… ¿cómo se llamaba? Sí: Hamid, el alfaquí de Juviles.
Hernando se encontraba rodeado por los tres hombres, sin saber qué hacer, qué decir o adónde mirar.
—Hamid —terció entonces don Pedro— era descendiente de la dinastía nazarí. Teníamos cierto parentesco. Su familia eligió otro camino: el destierro a las Alpujarras junto a Boabdil, pero tampoco quisieron huir a Berbería cuando el Rey Chico lo hizo.
Hernando tiró del antebrazo para librarse definitivamente de Castillo.
—Señores —empezó a decir haciendo ademán de abandonar el grupo—, no entiendo qué es lo que pretendéis, pero…
—Escuchad —le interrumpió bruscamente Castillo al tiempo que se apartaba para franquearle el paso, como si ya no pretendiera obligarle a permanecer con ellos—, ¿acaso creéis que don Julián, el bibliotecario, hubiera sido capaz de traicionaros y contarle a unos simples renegados como ahora mismo pensáis que somos todo lo que os hemos revelado?
Hernando se detuvo en seco. ¿Don Julián? Mil recuerdos acudieron a su mente en un fogonazo. ¡Jamás lo hubiera hecho! Antes hubiera dejado que lo torturasen, igual que Karim. ¡Ni la Inquisición consiguió que el anciano les proporcionase el nombre que pretendían y que no era otro que el suyo: Hernando Ruiz, de Juviles! Los verdaderos musulmanes no se denunciaban unos a otros.
—Pensadlo —escuchó que le decía Luna.
—Sé muchas más cosas de vos —insistió Castillo—. Don Julián os tenía en alta estima y en la mayor consideración.
¿Por qué había tenido que contarles nada el sacerdote?, continuaba preguntándose Hernando. Pero si lo hizo, eso sólo podía significar que aquellos tres hombres luchaban por la misma causa que él. Sin embargo, ¿luchaba él ya por algo? Hasta su propia madre acababa de repudiarle.
—Ya no tengo nada que ver con todo aquello —afirmó con voz tenue—. La comunidad de Córdoba me ha dado la espalda al enterarse de la ayuda que presté a los cristianos durante la guerra…
—Todos jugamos esas cartas —le interrumpió don Pedro de Granada—. Yo, el primero. Mirad —añadió señalando un gran arcón que estaba detrás de Miguel de Luna, que se apartó para permitir la visión—. ¿Veis el escudo de armas? Ése es el escudo de los Granada Venegas; esas mismas armas han estado del lado de los reyes cristianos en las guerras contra nuestro pueblo, pero ¿distinguís su emblema?
—Lagaleblila —leyó Hernando en voz alta—. ¿Qué quiere decir…?
Él mismo se interrumpió al desentrañar el significado:
Wa la galib illa Allah
. ¡No hay vencedor sino Dios! El lema de la dinastía nazarí; el lema que se repetía por toda la Alhambra en honor y glorificación del único Dios: Alá.
—A nosotros no nos interesan los consejos de ancianos de las comunidades moriscas —adujo entonces Castillo—. De una u otra forma, todos apuestan por la confrontación armada si no por la conversión verdadera; todos esperan la ayuda del turco, de los berberiscos o de los franceses. Creemos que no es ésa la solución. Nadie acudirá en nuestra ayuda y si lo hicieran, si alguien se decidiese a ello, los cristianos nos aniquilarían; los moriscos seríamos los primeros en caer. Mientras tanto, y debido a esas actitudes, la convivencia degenera y se va haciendo más difícil cada día. Los moriscos valencianos y los aragoneses son levantiscos y en cuanto a los granadinos… ¡no son más que un pueblo sin tierra! Hace seis meses fueron expulsados de nuevo de Granada cerca de cuatro mil quinientos moriscos que habían retornado subrepticiamente al que fuera su hogar. Ya son muchas las voces que se alzan exigiendo la expulsión de España de todos los moriscos, o la adopción de medidas mucho más crueles y sanguinarias. Si continuamos así…
—¿Y qué? —le interrumpió Hernando—. Soy consciente de que carecemos de oportunidades en un enfrentamiento armado contra los españoles y de que, salvo un milagro, nadie va a acudir en nuestra ayuda, pero en ese caso sólo nos resta la conversión que pretenden los cristianos.
—¡No! —afirmó con contundencia Castillo—. Existe otra posibilidad.
—¡Debemos volver a Córdoba!
Don Sancho irrumpió en el escritorio donde Hernando, por enésima vez, trataba de explicar los sucesos ocurridos en Juviles durante el levantamiento. Unos días atrás, después de releer lo escrito, desechó y rompió los legajos. Alzó la vista de un papel que seguía en blanco desde que se había sentado detrás de la escribanía, hacía ya más de una hora, y vio al hidalgo caminando hacia él con el rostro desencajado.
—¿Por qué? ¿Qué sucede? —se preocupó.
—¿Qué sucede? —gritó don Sancho—. ¡Dímelo tú! Estás en boca de la servidumbre de la casa. ¡Has mancillado el honor de un oidor de la Real Chancillería de Granada! Si don Ponce se enterase… ¿Cómo has osado? El rumor podría extenderse por la ciudad. ¡No quiero ni pensarlo! ¡Un juez! —Don Sancho se revolvió el escaso cabello cano que le cubría la cabeza—. Debemos irnos de aquí, volver a Córdoba ahora mismo.
—¿Qué es lo que se cuenta? —preguntó Hernando, simulando desinterés, en un esfuerzo por ganar tiempo.
—Tú deberías saberlo mejor que nadie: ¡Isabel!
—Sentaos, don Sancho. —El hidalgo golpeó el aire con una mano y permaneció en pie, andando arriba y abajo junto al frontal de la mesa—. Os veo alterado y no alcanzo a comprender el motivo. Isabel y yo no hemos hecho nada malo —trató de convencerle—. No he mancillado el honor de nadie.
Don Sancho se detuvo, se apoyó con los puños en la mesa y observó a Hernando como haría un maestro a su pupilo. Luego desvió la mirada hacia el jardín a espaldas del morisco y pensó unos instantes: Isabel no se hallaba en él.
—No es eso lo que ella dice —mintió entonces.
Hernando palideció.
—¿Habéis… habéis hablado con Isabel? —balbuceó.
—Sí. Hace un momento.
—¿Y qué os ha contado? —Su voz traicionaba la seguridad en sí mismo que había intentado fingir.
—Todo —casi gritó don Sancho. Respiró hondo y se obligó a bajar la voz—. Su rostro me lo ha contado todo. Su azoramiento es suficiente confesión. ¡Casi se desmaya!
—¿Y cómo pretendéis que reaccione una piadosa cristiana si la acusáis de adulterio? —se defendió Hernando.
Don Sancho golpeó la mesa con un puño.
—Ahórrate el cinismo. Me he enterado. Una de las criadas cristianas ha tratado de convencer a un esclavo morisco para que le proporcione el placer que al parecer tú le proporcionas a su señora; quiere ser tomada «a la morisca», según ha dicho. —Hernando no pudo reprimir una casi imperceptible mueca de satisfacción. Le había costado días y encuentros furtivos el que Isabel empezara a ceder y abandonarse a sus caricias—. ¡Sátiro! —le insultó el hidalgo al percatarse de la complacencia con que el morisco se deleitaba en sus últimas palabras—. No sólo te has aprovechado de la inocencia de una mujer que probablemente habrá caído en tus garras por agradecimiento, sino que la has pervertido obscena e impúdicamente atentando contra todos los preceptos de la Santa Iglesia.
—Don Sancho… —intentó calmarle Hernando.
—¿No te das cuenta? —volvió a interrumpirle el hidalgo, en esta ocasión hablando con lentitud—. El oidor te matará. Con sus propias manos.
Hernando se pasó la mano por el mentón; a su espalda los rayos del sol atravesaban las puertas que daban al jardín.
—¿Qué estás pensando? —insistió don Sancho.
Que no es el momento de abandonar, le hubiera gustado contestarle. Que estaba consiguiendo que los ojos de Isabel languidecieran y que sus suspiros fueran más y más profundos mientras la acariciaba y mordisqueaba, señal inequívoca de que su cuerpo anhelaba copular. Que en cada uno de sus encuentros Isabel lograba superar un escalón más por encima de la rutina, las culpas, los prejuicios y las enseñanzas cristianas, y que estaba casi preparada para alcanzar un éxtasis que jamás había llegado tan siquiera a imaginar. Y que, a través del placer de aquel cuerpo, él quizá volvería a tocar el cielo como hacía con Fátima. Hernando notó el miembro erecto bajo sus calzas. Su mente recreó a Isabel desnuda, deseable, voluptuosa, solícita y atenta a las yemas de sus dedos y a su lengua, ávida por descubrir el mundo.