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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

La genealogía de la moral (16 page)

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Como hemos visto, un cierto ascetismo, una dura y serena renuncia hecha del mejor grado, se cuentan entre las condiciones más favorables de la espiritualidad altísima y también entre las consecuencias más naturales de ésta; por ello, de antemano no extrañará que el ideal ascético haya sido tratado siempre con una cierta parcialidad a su favor precisamente por los filósofos. En un examen histórico serio se pone incluso de manifiesto que el vínculo entre ideal ascético y filosofía es aún mucho más estrecho y riguroso. Podría decirse que sólo apoyándose en los
andadores
de ese ideal es como la filosofía aprendió en absoluto a dar sus primeros pasos y pasitos en la tierra —¡ay, tan torpe aún, ay, con cara tan descontenta, ay, tan pronta a caerse y a quedar tendida sobre el vientre, esta pequeña y tímida personilla mimosa, de torcidas piernas! A la filosofía le ocurrió al principio lo mismo que a todas las cosas buenas, durante mucho tiempo éstas no tuvieron el valor de afirmarse a sí mismas, miraban en torno suyo por si alguien quería venir en su ayuda, más aún, tenían miedo de todos los que las miraban. Enumérense una a una todas las pulsiones y virtudes del filósofo —su pulsión dubitativa, su pulsión negadora, su pulsión expectativa («eféctica»)
[86]
, su pulsión analítica, su pulsión investigadora, indagadora, atrevida, su pulsión comparativa, compensadora, su voluntad de neutralidad y objetividad, su voluntad de actuar siempre
sine ira et studio
[87]
[sin ira ni parcialidad] —: ¿se ha comprendido ya bien que todas esas pulsiones salieron, durante larguísimo tiempo, al encuentro de las primeras exigencias de la moral y de la conciencia? (para no decir nada de la razón en cuanto tal, a la que todavía Lutero gustaba de llamar Señora Sabia, la sabia prostituta). ¿Se ha comprendido ya bien que un filósofo, si
hubiera
cobrado conciencia de sí, habría tenido que sentirse precisamente como la encarnación del
nitimur in vetitum
[88]
[nos lanzamos hacia lo vedado] —y, en consecuencia, se
guardaba de
«sentirse a sí mismo», de cobrar conciencia de sí? Como hemos dicho, esto es lo que ocurre con todas las cosas buenas de que hoy estamos orgullosos; incluso medido con el metro de los antiguos griegos, todo nuestro ser moderno, en cuanto no es debilidad, sino poder y consciencia de poder, se presenta como pura
hybris
[orgullo sacrílego] e impiedad: pues justo las cosas opuestas a las que hoy nosotros veneramos son las que durante un tiempo larguísimo, han tenido la conciencia a su favor y a Dios como su custodio.
Hybris
es hoy toda nuestra actitud con respecto a la naturaleza, nuestra violentación de la misma con ayuda de las máquinas y de la tan irreflexiva inventiva de los técnicos e ingenieros;
hybris
es hoy nuestra actitud con respecto a Dios, quiero decir, con respecto a cualquier presunta tela de araña de la finalidad y la eticidad situadas por detrás del gran tejido-red de la causalidad— nosotros podríamos decir, como decía Carlos el Temerario en su lucha con Luis XI, je
combats funiverselle araignée
[yo lucho contra la araña universal] —;
hybris
es nuestra actitud con respecto
a nosotros,
—pues con nosotros hacemos experimentos que no nos permitiríamos con ningún animal, y, satisfechos y curiosos, nos sajamos el alma en carne viva: ¡qué nos importa ya a nosotros la «salud» del alma! A continuación nos curamos a nosotros mismos: estar enfermo es instructivo, no dudamos de ello, más instructivo aún que estar sano, —
quienes
nos
ponen enfermos
nos parecen hoy más necesarios incluso que cualesquiera curanderos y «salvadores». Nosotros nos violentamos ahora a nosotros mismos, no hay duda, nosotros cascanueces del alma, nosotros problematizadores y problemáticos, como si la vida no fuese otra cosa que cascar nueces, justo por ello, cada día tenemos que volvernos, por necesidad, más problemáticos aún,
más dignos
de problematizar, ¿y justamente por ello, tal vez, más dignos también —de vivir?… Todas las cosas buenas fueron en otro tiempo cosas malas; todo pecado original se ha convertido en una virtud original. El matrimonio, por ejemplo, pareció durante mucho tiempo una prevaricación contra el derecho de comunidad; en otro tiempo se pagaba una sanción por ser tan inmodesto y adjudicarse una mujer para sí (con esto está relacionado, por ejemplo, el
jus primae noctis
[derecho de la primera noche], que todavía hoy es en Camboya un privilegio de los sacerdotes, esos guardianes de «las buenas costumbres de otros tiempos»). Los sentimientos dulces, benévolos, indulgentes, compasivos —los cuales alcanzaron más tarde un valor tan alto que casi son «los valores en sí»—, tuvieron en contra suya, durante larguísimo tiempo, precisamente el autodesprecio: el hombre se avergonzaba de la mansedumbre, como hoy se avergüenza de la dureza (véase
Más allá del bien y del mal
)
[89]
. La sumisión al
derecho
: ¡oh, cómo se resistió la conciencia de las razas nobles, en todos los lugares de la tierra, a renunciar por su parte a la
vendetta
[venganza] y a ceder la potestad a un derecho situado por encima de ellas! El «derecho» fue durante largo tiempo un
vetitum
[90]
[prohibición], un delito, una innovación, apareció con violencia,
como
violencia a la que el hombre se sometió sólo con vergüenza de sí mismo. Todo paso, aun el más pequeño, dado en la tierra fue conquistado en otro tiempo con suplicios espirituales y corporales: este total punto de vista, «el de que no sólo el avanzar, ¡no!, el simple caminar, el moverse, el cambio han necesitado sus innumerables mártires», nos suena, precisamente hoy, muy extraño, —yo lo he puesto de relieve en
Aurora
, págs. 17 y siguientes
[91]
. «Nada ha sido comprado a un precio tan caro, se dice allí, como el poco de razón humana y de sentimiento de libertad que ahora constituye nuestro orgullo. Pero este orgullo es el que hace que ahora casi nos resulte imposible experimentar los mismos sentimientos que tuvieron aquellos gigantescos períodos de tiempo de la “eticidad de la costumbre” anteriores a la “historia universal” y que son la auténtica y decisiva historia primordial, que ha fijado el carácter de la humanidad: ¡cuando en todas partes se consideraba el sufrimiento como virtud, la crueldad como virtud, el disimulo como virtud, la venganza como virtud, la negación de la razón como virtud, y, en cambio, el bienestar como peligro, el deseo de saber como peligro, la paz como peligro, el compadecer como peligro, el ser compadecido como ultraje, la
mutación
como lo no-ético y cargado de corrupción!»—.

10

En el mismo libro, pág. 39
[92]
, se explica en qué estima, bajo qué
presión
estimativa hubo de vivir la más antigua estirpe de hombres contemplativos, — ¡despreciada en la misma medida en que no era temida! La contemplación apareció por vez primera en la tierra bajo una figura disfrazada, bajo una apariencia ambigua, con un corazón malvado y, a menudo, con una cabeza angustiada: de esto no hay duda. La condición inactiva, meditadora, no-guerrera, de los instintos de los hombres contemplativos provocó a su alrededor durante mucho tiempo una profunda desconfianza: contra ésta no había otro recurso que inspirar decididamente
miedo
de uno mismo. ¡Y esto supieron hacerlo, por ejemplo, los antiguos brahmanes! Los más antiguos filósofos supieron dar a su existir y a su aparecer un sentido, un apoyo y un trasfondo, en razón de los cuales se aprendió a
temerlos; y
, sopesando las cosas con más exactitud, hicieron aquello por una imperiosa necesidad más fundamental aún, a saber, para cobrar ellos miedo y respeto a sí mismos. Pues encontraban que todos los juicios de valor existentes en su interior estaban vueltos
en contra
suya, tenían que vencer todo tipo de sospechas y de resistencias contra «el filósofo en sí». Como hombres de épocas terribles que eran, hicieron esto con medios terribles: la crueldad consigo mismos, la automortificación rica en invenciones —tal fue el principal recurso de estos eremitas y de estos innovadores del pensar ansiosos de poder, los cuales tenían necesidad de violentar primero dentro de sí los dioses y las tradiciones, para poder
creer
ellos mismos en su innovación. Recuerdo la famosa historia del rey Viçvamitra
[93]
, que, a base de autotorturarse durante milenios, adquirió tal sentimiento de poder y tal confianza en sí, que se dispuso a construir un
nuevo cielo
: el inquietante símbolo de la más antigua y moderna historia de los filósofos en la tierra, —todo el que alguna vez ha construido un «nuevo cielo» encontró antes el poder para ello en su propio
infierno
… Resumamos todos estos hechos en fórmulas breves: al principio el espíritu filosófico tuvo siempre que disfrazarse y enmascararse en los tipos
antes señalados
del hombre contemplativo, disfrazarse de sacerdote, mago, adivino, de hombre religioso en todo caso, para
ser
siquiera
posible
en cierta medida:
el ideal ascético
le ha servido durante mucho tiempo al filósofo como forma de presentación, como presupuesto de su existencia, —tuvo que
representar
ese ideal para poder ser filósofo, tuvo que
creer
en él para poder representarlo. La actitud apartada de los filósofos, actitud peculiarmente negadora del mundo, hostil a la vida, incrédula con respecto a los sentidos, desensualizada, que ha sido mantenida hasta la época más reciente y que por ello casi ha valido como la
actitud filosófica en sí
, esa actitud es sobre todo una consecuencia de la precariedad de condiciones en que la filosofía nació y existió en general: pues, en efecto, durante un período larguísimo de tiempo la filosofía
no hubiera sido en absoluto posible
en la tierra sin una cobertura y un disfraz ascéticos, sin una autotergiversación ascética. Dicho de manera palpable y manifiesta:
el sacerdote ascético
ha constituido, hasta la época más reciente, la repugnante y sombría forma larvaria, única bajo la cual le fue permitido a la filosofía vivir y andar rodando de un sitio para otro… ¿Se ha
modificado
realmente esto? Ese policromo y peligroso insecto, ese «espíritu» que aquella larva encerraba dentro de sí, ¿ha terminado realmente por quedar liberado de su envoltorio y ha podido salir a la luz, gracias a un mundo más soleado, más cálido, más luminoso? ¿Existe ya hoy suficiente orgullo, osadía, valentía, seguridad en sí mismo, voluntad del espíritu, voluntad de responsabilidad,
libertad de la voluntad
, como para que en adelante «el filósofo» sea realmente —posible en la tierra?…

11

Y ahora, tras haber avistado al
sacerdote ascético
vayamos en serio al cuerpo de nuestro problema: ¿que significa el ideal ascético?, —sólo ahora se ponen «serias» las cosas: en adelante tendremos frente a nosotros al auténtico
representante de la seriedad
en cuanto tal. «¿Qué significa toda seriedad?» —esta pregunta, más radical aún, se asoma quizá ya aquí a nuestros labios: una pregunta para fisiólogos, como es obvio, mas por el momento vamos a dejarla de lado. El sacerdote ascético tiene en aquel ideal no sólo su fe, sino también su voluntad, su poder, su interés. Su
derecho
a existir depende en todo de aquel ideal: ¿cómo extrañarnos de tropezar aquí con un adversario terrible, suponiendo que nosotros seamos los adversarios de aquel ideal? ¿Un adversario terrible, que lucha por su existencia contra los negadores de tal ideal?… Por otro lado, de antemano resulta improbable que una actitud tan interesada con respecto a nuestro problema vaya a ser especialmente provechosa para éste: es difícil que el sacerdote ascético sea, él mismo, el defensor más afortunado de su ideal, por la misma razón por la que una mujer suele fracasar cuando pretende defender a «la mujer en sí», —y mucho menos podrá ser el censor y el juez más objetivo de la controversia aquí suscitada. Así, pues, más bien seremos nosotros los que tendremos que ayudarle a él —esto está ya claro ahora— a defenderse bien contra nosotros, en lugar de temer ser refutados demasiado bien por él… El pensamiento en torno al que aquí se batalla es la
valoración
de nuestra vida por parte de los sacerdotes ascéticos: esta vida (junto con todo lo que a ella pertenece, «naturaleza», «mundo», la esfera entera del devenir y de la caducidad) es puesta por ellos en relación con una existencia completamente distinta, de la cual es antitética y excluyente, a menos que
se vuelva
en contra de sí misma, que
se niegue a sí misma
: en este caso, el caso de una vida ascética, la vida es considerada como un puente hacia aquella otra existencia. El asceta trata la vida como un camino errado, que se acaba por tener que desandar hasta el punto en que comienza; o como un error, al que se le refuta —se le
debe
refutar— mediante la acción: pues ese error
exige
que se le siga, e impone, donde puede, su
valoración
de la existencia. ¿Qué significa esto? Tal espantosa manera de valorar no está inscrita en la historia del hombre como un caso de excepción y una rareza: es uno de los hechos más extendidos y más duraderos que existen. Leída desde una lejana constelación, tal vez la escritura mayúscula de nuestra existencia terrena induciría a concluir que la tierra es el
astro
auténticamente
ascético
, un rincón lleno de criaturas descontentas, presuntuosas y repugnantes, totalmente incapaces de liberarse de un profundo hastío de sí mismas, de la tierra, de toda vida, y que se causan todo el daño que pueden, por el placer de causar daño: —probablemente su único placer. Consideremos la manera tan regular, tan universal, con que en casi todas las épocas hace su aparición el sacerdote ascético; no pertenece a ninguna raza determinada; florece en todas partes; brota de todos los estamentos. No es que acaso haya cultivado y propagado por herencia su manera de valorar: ocurre lo contrario, —un instinto profundo le veta, antes bien, hablando en general, el propagarse por generación. Tiene que ser una necesidad de primer rango la que una y otra vez hace crecer y prosperar esta
especie hostil a la vida,
—tiene que ser, sin duda, un
interés de la vida misma
el que tal tipo de autocontradicción no se extinga. Pues una vida ascética es una autocontradicción: en ella domina un resentimiento sin igual, el resentimiento de un insaciado instinto y voluntad de poder que quisiera enseñorearse, no de algo existente en la vida, sino de la vida misma, de sus más hondas, fuertes, radicales condiciones; en ella se hace un intento de emplear la fuerza para cegar las fuentes de la fuerza; en ella la mirada se vuelve, rencorosa y pérfida, contra el mismo florecimiento fisiológico, y en especial contra la expresión de éste, contra la belleza, la alegría; en cambio, se experimenta y se
busca
un bienestar en el fracaso, la atrofia, el dolor, la desventura, lo feo, en la mengua arbitraria, en la negación de sí, en la autoflagelación, en el autosacrificio. Todo esto es paradójico en grado sumo: aquí nos encontramos ante una escisión que se
quiere
escindida, que se
goza
a sí misma en ese sufrimiento y que se vuelve incluso siempre más segura de sí y más triunfante a medida que
disminuye
su propio presupuesto, la vitalidad fisiológica. «El triunfo cabalmente en la última agonía»: bajo este signo superlativo ha luchado desde siempre el ideal ascético; en este enigma de seducción, en esta imagen de éxtasis y de tormento ha reconocido su luz más clara, su salvación, su victoria definitiva.
Crux, nux, lux
[cruz, nuez, luz] —en él son una sola cosa.—.

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