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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

La genealogía de la moral (11 page)

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—Así, pues, para volver al asunto, es decir,
a la pena
, hay que distinguir en ella dos cosas: por un lado, lo relativamente
duradero
en la pena, el uso, el acto, el «drama», una cierta secuencia rigurosa de procedimientos; por otro lado, lo
fluido
en ella, el sentido, la finalidad, la expectativa vinculados a la ejecución de tales procedimientos. Nosotros presuponemos aquí sin más,
per analogiam
[por analogía], de acuerdo con el punto de vista capital de la metódica histórica que acabamos de exponer, que el procedimiento mismo será algo más viejo, algo más antiguo que su utilización para la pena, que esta última ha sido
introducida
posteriormente en la interpretación de aquél (el cual existía ya desde mucho antes, pero era usado en un sentido distinto), en suma, que las cosas no son como hasta ahora han venido admitiendo nuestros ingenuos genealogistas de la moral y del derecho, todos los cuales se imaginaban que el procedimiento había sido inventado para la finalidad de la pena, de igual modo que antes se imaginaba que la mano había sido
inventada
para la finalidad de agarrar. En lo que se refiere ahora al segundo elemento de la pena, al elemento fluido, a su «sentido», ocurre que, en un estado muy tardío de la cultura (por ejemplo, en la Europa actual), el concepto de «pena» no presenta ya de hecho un sentido único, sino toda una síntesis de «sentidos»: la anterior historia de la pena en general, la historia de su utilización para las más distintas finalidades, acaba por cristalizar en una especie de unidad que es difícil de disolver, difícil de analizar, y que, subrayémoslo, resulta del todo
indefinible
. (Hoy es imposible decir con precisión
por qué
se imponen propiamente penas: todos los conceptos en que se condensa semióticamente un proceso entero escapan a la definición; sólo es definible aquello que no tiene historia). En un estadio anterior, en cambio, aquella síntesis de «sentidos» aparece más soluble y, también, más trastrocable; todavía se puede percibir cómo los elementos de la síntesis modifican su valencia y, por tanto, su orden para cada caso particular, de tal modo que unas veces es un elemento, y otras veces otro distinto el que destaca y domina a costa de los otros, más aún, a veces un único elemento (por ejemplo, la finalidad de intimidar) parece eliminar todos los demás. Para dar al menos una idea de cuán inseguro, cuán sobreañadido, cuán accidental es «el sentido» de la pena, y cómo un mismo e idéntico procedimiento se puede utilizar, interpretar, reajustar para propósitos radicalmente distintos, voy a dar aquí el esquema a que yo he llegado basándome en un material relativamente escaso tomado al azar. Pena como neutralización de la peligrosidad, como impedimento de un daño ulterior. Pena como pago del daño al damnificado en alguna forma (también en la forma de una compensación afectiva). Pena como aislamiento de una perturbación del equilibrio, para prevenir la propagación de la perturbación. Pena como inspiración de temor respecto a quienes determinan y ejecutan la pena. Pena como una especie de compensación por las ventajas disfrutadas hasta aquel momento por el infractor (por ejemplo, utilizándolo como esclavo para las minas). Pena como segregación de un elemento que se halla en trance de degenerar (a veces, de toda una rama, como ocurre en el derecho chino: y, por tanto, como medio para mantener pura una raza o para mantener estable un determinado tipo social). Pena como fiesta, es decir, como violentación y burla de un enemigo finalmente abatido. Pena como medio de hacer memoria, bien a quien sufre la pena —la llamada «corrección», bien a los testigos de la ejecución. Pena como pago de un honorario, estipulado por el poder que protege al infractor contra los excesos de la venganza. Pena como compromiso con el estado natural de la venganza, en la medida en que razas poderosas mantienen todavía ese estado y lo reivindican como privilegio. Pena como declaración de guerra y medida de guerra contra un enemigo de la paz, de la ley, del orden, de la autoridad, al que, por considerársele peligroso para la comunidad, violador de los pactos que afectan a los presupuestos de la misma, por considerársele un rebelde, traidor y perturbador de la paz, se le combate con los medios que proporciona precisamente la guerra—.

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Esta lista no es desde luego completa; resulta claro que la pena está sobrecargada con utilidades de toda índole. Tanto más lícito es restar de ella una
presunta
utilidad, considerada, de todos modos, por la conciencia popular como la más esencial, —la fe en la pena, hoy vacilante por múltiples razones, sigue encontrando todavía su apoyo más firme precisamente en tal utilidad. La pena, se dice, poseería el valor de despertar en el culpable el
sentimiento de la culpa
, en la pena se busca el auténtico
instrumentum
de esa reacción anímica denominada «mala conciencia», «remordimiento de conciencia». Mas con ello se sigue atentando, todavía hoy, contra la realidad y contra la psicología: ¡y mucho más aún contra la historia más larga del hombre, contra su prehistoria! El auténtico remordimiento de conciencia es algo muy raro cabalmente entre los delincuentes y malhechores; las prisiones, las penitenciarías no son las incubadoras en que florezca con preferencia esa especie de gusano roedor: —en esto coinciden todos los observadores concienzudos, los cuales, en muchos casos, expresan este juicio bastante a disgusto y en contra de sus deseos más propios. Vistas las cosas en conjunto, la pena endurece y vuelve frío, concentra, exacerba el sentimiento de extrañeza, robustece la fuerza de resistencia. Cuando a veces quebranta la energía y produce una miserable postración y autorrebajamiento, tal resultado es seguramente menos confortante aún que el efecto ordinario de la pena: el cual se caracteriza por una seca y sombría seriedad. Pero si pensamos en los milenios
anterio
res a la historia del hombre, nos es lícito pronunciar, sin escrúpulo alguno, el juicio de que el desarrollo del sentimiento de culpa fue
bloqueado
de la manera más enérgica cabalmente por la pena, —al menos en lo que se refiere a las víctimas sobre las que se descargaba la potestad punitiva. No debemos infravalorar, en efecto, el hecho de que justo el espectáculo de los procedimientos judiciales y ejecutivos mismos impide al delincuente sentir su acción, su tipo de actuación, como reprobable en sí; pues él ve que ese mismo tipo de actuaciones se ejerce con buena conciencia; así ocurre con el espionaje, el engaño, la corrupción, la trampa, con todo el capcioso y taimado arte de los policías y de los acusadores, y además con el robo, la violencia, el ultraje, la prisión, la tortura, el asesinato, ejecutados de manera sistemática y sin la disculpa siquiera de la pasión, tal como se manifiestan en las diversas especies de pena, —todas esas cosas son, por tanto, acciones que sus jueces en modo alguno reprueban y condenan
en sí
, sino sólo en cierto aspecto y en cierta aplicación práctica. La «mala conciencia», esta planta, la más siniestra e interesante de nuestra vegetación terrena, no ha crecido en este suelo, —de hecho durante larguísimo tiempo no apareció en la conciencia de los jueces, de los castigadores,
nada
referente a que aquí se tratase de un «culpable». Sino de un autor de daños, de un irresponsable fragmento de fatalidad. Y aquel mismo sobre el que caía luego la pena, como un fragmento también de fatalidad, no sentía en ello ninguna «aflicción interna» distinta de la que se siente cuando, de improviso, sobreviene algo no calculado, un espantoso acontecimiento natural, un bloque de piedra que cae y nos aplasta y contra el que no se puede luchar.

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En una ocasión, y de manera pérfida, llegó esta idea hasta la conciencia de Spinoza (para disgusto de sus intérpretes, que se
esfuerzan
metódicamente por entenderlo mal en este pasaje, por ejemplo, Kuno Fischer
[55]
), cuando una tarde, acordándose quién sabe de qué cosa que le raspaba, investigó la cuestión de qué había subsistido en realidad, para él mismo, del famoso
morsus conscientiae
[mordedura de la conciencia] —él, que había puesto el bien y el mal entre las fantasías humanas y había defendido con furia el honor de su Dios «libre» contra aquellos blasfemos que afirmaban que Dios hace todo
sub ratione boni
[por razón del bien] («pero esto significaría someter a Dios al destino y sería en verdad el más grande de todos los absurdos»)
[56]
. Para Spinoza el mundo había retornado de nuevo a aquella inocencia en que se encontraba antes de la invención de la mala conciencia: ¿en qué se había convertido ahora el
morsus con concienciae
?
[57]
«En lo contrario del
gaudium
, se dijo finalmente, —en una tristeza acompañada de la idea de una cosa pasada que ocurrió de modo contrario a todo lo esperado». Eth. III propos. XVIII schol. I, II. Durante milenios los malhechores sorprendidos por la pena no han tenido, en lo que respecta a su «falta», sentimientos
distintos de los de Spinoza
. «Algo ha salido inesperadamente mal aquí»,
y no
: «Yo no debería haber hecho esto» —, se sometían a la pena como se somete uno a una enfermedad, o a una desgracia, o a la muerte, con aquel valiente fatalismo sin rebelión por el cual, por ejemplo, todavía hoy los rusos nos aventajan a nosotros los occidentales en el tratamiento de la vida
[58]
. Cuando en aquella época aparecía una crítica de la acción, tal crítica la ejercía la inteligencia: incuestionablemente debemos buscar el auténtico
efecto
de la pena sobre todo en una intensificación de la inteligencia, en un alargamiento de la memoria, en una voluntad de actuar en adelante de manera más cauta, más desconfiada, más secreta, en el conocimiento de que, para muchas cosas, uno es, de una vez por todas, demasiado débil, en una especie de rectificación del modo de juzgarse a sí mismo. Lo que con la pena se puede lograr, en conjunto, tanto en el hombre como en el animal, es el aumento del temor, la intensificación de la inteligencia, el dominio de las concupiscencias: y así la pena
domestica
al hombre, pero no lo hace «mejor», —con mayor derecho sería lícito afirmar incluso lo contrario. («De los escarmentados nacen los avisados»
[59]
, afirma el pueblo: en la misma medida en que el escarmiento vuelve avisado, vuelve también malo. Por fortuna, también vuelve, con frecuencia, bastante tonto).

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En este punto no es posible esquivar ya el dar una primera expresión provisional a mi hipótesis propia sobre el origen de la «mala conciencia»: tal hipótesis no es fácil hacerla oír, y desea ser largo tiempo meditada, custodiada, consultada con la almohada. Yo considero que la mala conciencia es la profunda dolencia a que tenía que sucumbir el hombre bajo la presión de aquella modificación, la más radical de todas las experimentadas por él, de aquella modificación ocurrida cuando el hombre se encontró definitivamente encerrado en el sortilegio de la sociedad y de la paz. Lo mismo que tuvo que ocurrirles a los animales marinos cuando se vieron forzados, o bien a convertirse en animales terrestres, o bien a perecer, eso mismo les ocurrió a estos semianimales felizmente adaptados a la selva, a la guerra, al vagabundaje, a la aventura, —de un golpe todos sus instintos quedaron desvalorizados y «en suspenso». A partir de ahora debían caminar sobre los pies y «llevarse a cuestas a sí mismos», cuando hasta ese momento habían sido llevados por el agua: una espantosa pesadez gravitaba sobre ellos. Se sentían ineptos para las funciones más simples, no tenían ya, para este nuevo mundo desconocido, sus viejos guías, los instintos reguladores e inconscientemente infalibles, —¡estaban reducidos, estos infelices, a pensar, a razonar, a calcular, a combinar causas y efectos, a su «conciencia», a su órgano más miserable y más expuesto a equivocarse! Yo creo que no ha habido nunca en la tierra tal sentimiento de miseria, tal plúmbeo malestar, —¡y, además, aquellos viejos instintos no habían dejado, de golpe, de reclamar sus exigencias! Sólo que resultaba dificil, y pocas veces posible, darles satisfacción: en lo principal, hubo que buscar apaciguamientos nuevos y, por así decirlo, subterráneos. Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera
se vuelven hacia dentro
—esto es lo que yo llamo la
interiorización
del hombre: únicamente con esto se desarrolla en él lo que más tarde se denomina su «alma». Todo el mundo interior, originariamente delgado, como encerrado entre dos pieles, fue separándose y creciendo, fue adquiriendo profundidad, anchura, altura, en la medida en que el desahogo del hombre hacia fuera fue quedando
inhibido
. Aquellos terribles bastiones con que la organización estatal se protegía contra los viejos instintos de la libertad— las penas sobre todo cuentan entre tales bastiones— hicieron que todos aquellos instintos del hombre salvaje, libre, vagabundo, diesen vuelta atrás, se volviesen
contra el hombre mismo
. La enemistad, la crueldad, el placer en la persecución, en la agresión, en el cambio, en la destrucción —todo esto vuelto contra el poseedor de tales instintos:
ése
es el origen de la «mala conciencia». El hombre que, falto de enemigos y resistencias exteriores, encajonado en una opresora estrechez y regularidad de las costumbres, se desgarraba, se perseguía, se mordía, se roía, se sobresaltaba, se maltrataba impacientemente a sí mismo, este animal al que se quiere «domesticar» y que se golpea furioso contra los barrotes de su jaula, este ser al que le falta algo, devorado por la nostalgia del desierto, que tuvo que crearse a base de sí mismo una aventura, una cámara de suplicios, una selva insegura y peligrosa —este loco, este prisionero añorante y desesperado fue el inventor de la «mala conciencia». Pero con ella se había introducido la dolencia más grande, la más siniestra, una dolencia de la que la humanidad no se ha curado hasta hoy, el sufrimiento del hombre
por el hombre, por sí mismo
: resultado de una separación violenta de su pasado de animal, resultado de un salto y una caída, por así decirlo, en nuevas situaciones y en nuevas condiciones de existencia, resultado de una declaración de guerra contra los viejos instintos en los que hasta ese momento reposaban su fuerza, su placer y su fecundidad. Añadamos en seguida que, por otro lado, con el hecho de un alma animal que se volvía contra sí misma, que tomaba partido contra sí misma, había aparecido en la tierra algo tan nuevo, profundo, inaudito, enigmático, contradictorio y
lleno de futuro
, que con ello el aspecto de la tierra se modificó de manera esencial. De hecho hubo necesidad de espectadores divinos para apreciar en lo justo el espectáculo que entonces se inició y cuyo final es aún completamente imprevisible, —un espectáculo demasiado delicado, demasiado maravilloso, demasiado paradójico como para que pudiera representarse en cualquier ridículo astro sin que, cosa absurda, nadie lo presenciase. Desde entonces el hombre cuenta entre las más inesperadas y apasionantes jugadas de suerte que juega el «gran Niño»
[60]
de Heráclito, llámese Zeus o Azar, —despierta un interés, una tensión, una esperanza, casi una certeza, como si con él se anunciase algo, se preparase algo, como si el hombre no fuera una meta, sino sólo un camino, un episodio intermedio, un puente, una gran promesa…

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