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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

La genealogía de la moral (12 page)

BOOK: La genealogía de la moral
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Entre los presupuestos de esta hipótesis sobre el origen de la mala conciencia se cuenta, en primer lugar, el hecho de que aquella modificación no fue ni gradual ni voluntaria y que no se presentó como un crecimiento orgánico en el interior de nuevas condiciones, sino como una ruptura, un salto, una coacción, una inevitable fatalidad, contra la cual no hubo lucha y ni siquiera resentimiento. Pero, en segundo lugar, el hecho de que la inserción de una población no sujeta hasta entonces a formas ni a inhibiciones en una forma rigurosa iniciada con un acto de violencia fue llevada hasta su final exclusivamente con puros actos de violencia, —que el «Estado» más antiguo apareció, en consecuencia, como una horrible tiranía, como una maquinaria trituradora y desconsiderada, y continuó trabajando de ese modo hasta que aquella materia bruta hecha de pueblo y de semianimal no sólo acabó por quedar bien amasada y maleable, sino por
tener
también una
forma
. He utilizado la palabra «Estado»: ya se entiende a quién me refiero— una horda cualquiera de rubios animales de presa, una raza de conquistadores y de señores, que organizados para la guerra, y dotados de la fuerza de organizar, coloca sin escrúpulo alguno sus terribles zarpas sobre una población tal vez tremendamente superior en número, pero todavía informe, todavía errabunda. Así es como, en efecto, se inicia en la tierra el «Estado»: yo pienso que así queda refutada aquella fantasía que le hacía comenzar con un «contrato». Quien puede mandar, quien por naturaleza es «señor», quien aparece despótico en obras y gestos —¡qué tiene él que ver con contratos! Con tales seres no se cuenta, llegan igual que el destino, sin motivo, razón, consideración, pretexto, existen como existe el rayo, demasiado terribles, demasiado súbitos, demasiado convincentes, demasiado «distintos» para ser ni siquiera odiados. Su obra es un instintivo crear-formas, imprimir-formas, son los artistas más involuntarios, más inconscientes que existen: —en poco tiempo surge, allí donde ellos aparecen, algo nuevo, una concreción de dominio
dotada de vida
, en la que partes y funciones han sido delimitadas y puestas en conexión, en la que no tiene sitio absolutamente nada a lo cual no se le haya dado antes un «sentido» en orden al todo. Estos organizadores natos no saben lo que es culpa, lo que es responsabilidad, lo que es consideración; en ellos impera aquel terrible egoísmo del artista que mira las cosas con ojos de bronce y que de antemano se siente justificado, por toda la eternidad, en la «obra», lo mismo que la madre en su hijo. No es en
ellos
en donde ha nacido la «mala conciencia», esto ya se entiende de antemano— pero esa fea planta no habría nacido
sin ellos
, estaría ausente si no hubiera ocurrido que, bajo la presión de sus martillazos, de su violencia de artistas, un ingente
quantum
de libertad fue arrojado del mundo, o al menos quedó fuera de la vista, y, por así decirlo, se volvió latente. Ese instinto de la libertad, vuelto
latente
a la fuerza —ya lo hemos comprendido—, ese
instinto de la libertad
reprimido, retirado, encarcelado en lo interior y que acaba por descargarse y desahogarse tan sólo contra sí mismo: eso, sólo eso es, en su inicio, la
mala conciencia
.

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Guardémonos de tener en poco todo este fenómeno por el simple hecho de que de antemano sea feo y doloroso. En efecto, esa fuerza que actúa de modo grandioso en aquellos artistas de la violencia y en aquellos organizadores, esa fuerza constructora de Estados, es, en efecto, la misma que aquí, más interior, más pequeña, más empequeñecida, reorientada hacia atrás, en el «laberinto del pecho»
[61]
, para decirlo con palabras de Goethe, se crea la mala conciencia y construye ideales negativos, es cabalmente aquel
instinto de la libertad
(dicho con mi vocabulario: la voluntad de poder): sólo que la materia sobre la que se desahoga la naturaleza con formadora y violentadora de esa fuerza es aquí justo el hombre mismo, su entero, animalesco, viejo yo —y
no
, como en aquel fenómeno más grande y más llamativo, el
otro
hombre, los
otros
hombres. Esta secreta autoviolentación, esta crueldad de artista, este placer de darse forma a sí mismo como a una materia dura, resistente y paciente, de marcar a fuego en ella una voluntad, una crítica, una contra dicción, un desprecio, un no, este siniestro y horrendamente voluptuoso trabajo de un alma voluntariamente escindida consigo misma que se hace sufrir por el placer de hacer-sufrir
[62]
, toda esta
activa
«mala conciencia» ha acabado por producir también —ya se lo adivina—, cual auténtico seno materno de acontecimientos ideales e imaginarios, una profusión de belleza y de afirmación nuevas y sorprendentes, y quizá ella sea la que por vez primera ha creado la belleza… ¿Pues qué cosa sería bella si la contradicción no hubiese cobrado antes conciencia de sí misma, si lo feo no se hubiese dicho antes a sí mismo: «Yo soy feo»?… Al menos, tras esta indicación resultará menos enigmático el enigma de hasta qué punto puede estar insinuado un ideal, una belleza, en conceptos contradictorios como
desinterés, autonegación, sacrificio de sí mismo; y
una cosa se sabrá de ahora en adelante, no tengo duda de ello —, a saber, de qué especie es, desde el comienzo, el placer que siente el desinteresado, el abnegado, el que se sacrifica a sí mismo: ese placer pertenece a la crueldad. —Con esto basta, provisionalmente, en lo que se refiere a la procedencia de lo «no egoísta» en cuanto valor
moral y
a la delimitación del terreno de que este valor ha brotado: sólo la mala conciencia, sólo la voluntad de maltratarse a sí mismo proporciona el presupuesto para el
valor
de lo no-egoísta—.

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Es una enfermedad la mala conciencia, no hay duda, pero una enfermedad como lo es el embarazo. Busquemos las condiciones en que esta enfermedad ha llegado a su cumbre mas terrible y sublime: —veremos qué es lo que con esto ha entrado propiamente en el mundo. Mas para ello se necesita tener una respiración amplia, —y, por lo pronto, hemos de volver de nuevo a un anterior punto de vista. La relación de derecho privado entre el deudor y su acreedor, de la que ya hemos hablado largamente, ha sido introducida una vez más, y ello de una manera que históricamente resulta muy extraña y problemática, en la interpretación de una relación en la cual acaso sea donde más incomprensible nos resulta a nosotros los hombres modernos; a saber, en la relación de los
hombres actuales
con sus
antepasados
. Dentro de la originaria comunidad de estirpe —hablo de los tiempos primitivos— la generación viviente reconoce siempre, con respecto a la generación anterior y, en especial, con respecto a la más antigua, a la fundadora de la estirpe, una obligación jurídica (y no, en modo alguno, una simple vinculación afectiva: hay incluso razón para negar que esta última existiese en absoluto durante el más largo período de la especie humana). Reina aquí el convencimiento de que la estirpe
subsiste
gracias tan sólo a los sacrificios y a las obras de los antepasados, —y que esto hay que
pagárselo
con sacrificios y con obras: se reconoce así una
deuda (Schuld
), la cual crece constantemente por el hecho de que esos antepasados, que sobreviven como espíritus poderosos, no dejan de conceder a la estirpe nuevas ventajas y nuevos préstamos salidos de su fuerza. ¿Gratuitamente tal vez? No existe ninguna «gratuidad» para aquellas épocas toscas y «pobres de alma». ¿Qué se puede dar como reintegro a los antepasados? Sacrificios (inicialmente para la alimentación, entendida en el sentido más tosco), fiestas, capillas, homenajes y, sobre todo, obediencia —pues todos los usos son también, en cuanto obras de los antepasados, preceptos y órdenes de aquéllos—: ¿se les da alguna vez bastante? Esta sospecha permanece y se acrecienta: de tiempo en tiempo impone un gran rescate global, una urgente indemnización al «acreedor» (el tristemente célebre sacrificio del primogénito, por ejemplo, sangre, en todo caso sangre humana). El
temor
al antepasado y a su poder, la conciencia de tener deudas con él crece por necesidad, según esta especie de lógica, en la exacta medida en que crece el poder de la estirpe misma, en la exacta medida en que ésta es cada vez más victoriosa, más independiente, más venerada, más temida. ¡Y no al revés! Todo paso hacia la atrofia de la estirpe, todas las eventualidades desastrosas, todos los indicios de degeneración, de inminente ruina, hacen
disminuir
siempre, por el contrario, el temor al espíritu de su fundador y proporcionan una idea cada vez más pequeña de su inteligencia, de su previsión y de la presencia de su poder. Imaginemos que esta tosca especie de lógica ha llegado hasta su final: entonces los antepasados de las estirpes más
poderosas
tienen que acabar asumiendo necesariamente, gracias a la fantasía propia del creciente temor, proporciones gigantescas y replegarse hasta la oscuridad de una temerosidad e irrepresentabilidad divinas: —el antepasado acaba necesariamente por ser transfigurado en un
dios
. ¡Tal vez esté aquí incluso el origen de los dioses, es decir, un origen por
temor!… Y
si a alguien le pareciese necesario añadir: «¡pero también por piedad!», difícilmente podría tener razón en lo que respecta al período más largo de la especie humana, a su época primigenia. En cambio, tanto más la tendría, sin duda, con respecto a la época
media
, en la que se forman las estirpes nobles: —éstas, de hecho, han reintegrado a sus fundadores, a los antepasados (héroes, dioses), con sus intereses correspondientes, todas las cualidades que entre tanto se habían manifestado en ellas mismas, las cualidades
nobles
. Más tarde echaremos todavía un vistazo al ennoblecimiento y a la aristocratización de los dioses (cosa que no significa, en modo alguno, su «santificación»): ahora bástenos con llevar provisionalmente a su término el curso de toda esta evolución de la conciencia de culpa.

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La historia nos enseña que la conciencia de tener deudas con la divinidad no se extinguió ni siquiera tras el ocaso de la forma organizativa de la «comunidad» basada en el parentesco de sangre; de igual manera que la humanidad ha heredado los conceptos «bueno y malo» de la aristocracia de estirpe (junto con la básica tendencia psicológica de ésta a establecer jerarquías), así ha recibido también, con la herencia de las divinidades de la estirpe y de la tribu, la herencia del peso de deudas no pagadas todavía y del deseo de reintegrarlas. (La transición la forman aquellas vastas poblaciones de esclavos y de siervos de la gleba que, bien por coacción, bien por servilismo y
mimicry
[mimetismo], se adaptaron al culto de los dioses de sus señores: a partir de ellas esta herencia se desparrama luego en todas direcciones). El sentimiento de tener una deuda con la divinidad no ha dejado de crecer durante muchos milenios, haciéndolo en la misma proporción en que en la tierra crecían y se elevaban a las alturas el concepto de Dios y el sentimiento de Dios. (La historia entera de las luchas, victorias, conciliaciones, fusiones étnicas, todo lo que antecede a la definitiva jerarquización de todos los elementos populares en cada gran síntesis racial, se refleja en el caos de las genealogías de sus dioses, en las leyendas de las luchas, victorias y conciliaciones de éstos; la marcha hacia imperios universales es siempre también la marcha hacia divinidades universales, el despotismo, con sus avasallamientos de la aristocracia independiente, abre el camino siempre también a alguna especie de monoteísmo). El advenimiento del Dios cristiano, que es el Dios máximo a que hasta ahora se ha llegado, ha hecho, por esto, manifestarse también en la tierra el
maximum
del sentimiento de culpa. Suponiendo que entre tanto hayamos iniciado el movimiento
inverso
, sería lícito deducir, con no pequeña probabilidad, de la incontenible decadencia de la fe en el Dios cristiano, que ya ahora se da una considerable decadencia de la conciencia humana de culpa (
Schuld
): más aún, no hay que rechazar la perspectiva de que la completa y definitiva victoria del ateísmo pudiera liberar a la humanidad de todo ese sentimiento de hallarse en deuda con su comienzo, con su
causa prima
. El ateísmo y una especie de
segunda inocencia (Unschuld
) se hallan ligados entre sí
[63]
—.

21

Esto es lo que provisionalmente hay que decir, con brevedad y a grandes rasgos, sobre la conexión de los conceptos «culpa», «deber», con presupuestos religiosos: de propósito he dejado de lado hasta ahora la auténtica moralización de tales conceptos (el repliegue de los mismos a la conciencia, o, más precisamente, el entrelazamiento de la
mala
conciencia con el concepto de Dios), e incluso he hablado, al final del número anterior, como si no existiese en absoluto tal moralización, y, por tanto, como si estos conceptos tuvieran que quedar necesariamente eliminados ahora que ha desaparecido su presupuesto, la fe en nuestro «acreedor», en Dios. La realidad difiere de esto de una manera terrible. Con la moralización de los conceptos de culpa y de deber, con su repliegue a la
mala
conciencia, se ha hecho en verdad el ensayo de invertir la dirección del desarrollo que acabamos de describir o, al menos, de detener su movimiento: ahora
debe
cerrarse de un modo pesimista, de una vez por todas, justo la perspectiva de un rescate definitivo, ahora la mirada
debe
estrellarse, rebotar contra una férrea imposibilidad, ahora aquellos conceptos «culpa» y «deber»
deben vol
verse hacia atrás, —¿contra
quién
, pues? No se puede dudar: por lo pronto, contra el «deudor», en el que a partir de ahora la mala conciencia de tal modo se asienta, corroe, se extiende y crece como un pólipo a todo lo ancho y a todo lo profundo, que junto con la inextinguibilidad de la culpa se acaba por concebir también la inextinguibilidad de la expiación, el pensamiento de su impagabilidad (de la «pena
eterna»)
—; pero, al final, se vuelve incluso contra el «acreedor», ya se piense aquí en la
causa prima
del hombre, en el comienzo del género humano, en el progenitor de éste, al que ahora se maldice («Adán», «pecado original», «falta de libertad de la voluntad»), o en la naturaleza, de cuyo seno surge el hombre y en la que ahora se sitúa el principio malo («diabolización de la naturaleza»), o en la existencia en general, que queda como
no-valiosa en sí
(alejamiento nihilista de la existencia, deseo de la nada o deseo de su «opuesto», de ser-otro, budismo y similares)—, hasta que de pronto nos encontramos frente al paradójico y espantoso recurso en el que la martirizada humanidad encontró un momentáneo alivio, frente a aquel golpe de genio del
cristianismo
: Dios mismo sacrificándose por la culpa del hombre, Dios mismo pagándose a sí mismo, Dios como el que puede redimir al hombre de aquello que para este mismo se ha vuelto irredimible —el acreedor sacrificándose por su deudor, por
amor
(¿quién lo creería—?), ¡por amor a su deudor!…

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