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Suponiendo que tal encarnación de la voluntad de contradicción y de antinaturaleza sea llevada a
filosofar
. ¿sobre qué desahogará su más íntima arbitrariedad? Sobre aquello que es sentido, de manera segurísima, como verdadero, como real: buscará el
error
precisamente allí donde el auténtico instinto de vida coloca la verdad de la manera más incondicional. Por ejemplo, rebajará la corporalidad, como hicieron los ascetas de la filosofía del Vedanta, a la categoría de una ilusión, y lo mismo hará con el dolor, con la pluralidad, con toda la antítesis conceptual «sujeto» y «objeto» —¡errores, nada más que errores! Denegar la fe a su yo, negarse a sí mismo su «realidad» —¡qué triunfo!—, triunfo no ya meramente sobre los sentidos, sobre la apariencia visual, sino una especie muy superior de triunfo, una violentación y una crueldad contra la
razón
: semejante voluptuosidad llega a su cumbre cuando el autodesprecio ascético, el autoescarnio ascético de la razón, decreta lo siguiente: «
existe
un reino de la verdad y del ser, pero ¡justo la razón
está excluida
de él! …» (Dicho de pasada: incluso en el concepto kantiano de «carácter inteligible de las cosas» ha sobrevivido algo de esa lasciva escisión de ascetas, a la que le gusta volver la razón en contra de la razón: «carácter inteligible» significa, en efecto, en Kant un modo de constitución de las cosas del cual el intelecto comprende precisamente que para él
—resulta total y absolutamente incomprensible).
—Pero, en fin, no seamos, precisamente en cuanto seres cognoscentes, ingratos con tales violentas inversiones de las perspectivas y valoraciones usuales, con las cuales, durante demasiado tiempo, el espíritu ha desfogado su furor contra sí mismo de un modo al parecer sacrílego e inútil: ver alguna vez las cosas de otro modo, querer verlas de otro modo, es una no pequeña disciplina y preparación del intelecto para su futura «objetividad», —entendida esta última no como «contemplación desinteresada» (que, como tal, es un no-concepto y un contrasentido), sino como la facultad de tener nuestro pro y nuestro contra
sujetos a nuestro dominio
y de poder separarlos y juntarlos: de modo que sepamos utilizar en provecho del conocimiento cabalmente la
diversidad
de las perspectivas y de las interpretaciones nacidas de los afectos. A partir de ahora, señores filósofos, guardémonos mejor, por tanto, de la peligrosa y vieja patraña conceptual que ha creado un «sujeto puro del conocimiento, sujeto ajeno a la voluntad, al dolor, al tiempo», guardémonos de los tentáculos de conceptos contradictorios, tales como «razón pura», «espiritualidad absoluta», «conocimiento en sí»: —aquí se nos pide siempre pensar un ojo que de ninguna manera puede ser pensado, un ojo carente en absoluto de toda orientación, en el cual debieran estar entorpecidas y ausentes las fuerzas activas e interpretativas, que son, sin embargo, las que hacen que ver sea ver-algo, aquí se nos pide siempre, por tanto, un contrasentido y un no-concepto de ojo. Existe
únicamente
un ver perspectivista,
únicamente
un «conocer» perspectivista; y
cuanto mayor sea el número
de afectos a los que permitamos decir su palabra sobre una cosa,
cuanto mayor sea el número de ojos
, de ojos distintos que sepamos emplear para ver una misma cosa, tanto más completo será nuestro «concepto» de ella, tanto más completa será nuestra «objetividad». Pero eliminar en absoluto la voluntad, dejar en suspenso la totalidad de los afectos, suponiendo que pudiéramos hacerlo: ¿cómo?, ¿es que no significaría eso
castrar
el intelecto?…
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Pero volvamos atrás. Una autocontradicción como la que parece manifestarse en el asceta, «vida
contra
vida», es —esto se halla claro por lo pronto—, considerada fisiológica y ya no psicológicamente, un puro sinsentido. Esa autocontradicción no puede ser más que
aparente
; tiene que ser una especie de expresión provisional, una interpretación, una fórmula, un arreglo, un malentendido psicológico de algo cuya auténtica naturaleza no pudo ser entendida, no pudo ser designada
en sí
durante mucho tiempo, —una mera palabra, encajada en una vieja
brecha
del conocimiento humano. Y para contraponer a ella brevemente la realidad de los hechos, digamos:
el ideal ascético nace del instinto de protección y de salud de una vida que degenera
, la cual procura conservarse con todos los medios, y lucha por conservarse; es indicio de una paralización y extenuación fisiológica parciales, contra las cuales combaten constantemente, con nuevos medios e invenciones, los instintos más profundos de la vida, que permanecen intactos. El ideal ascético es ese medio: ocurre, por tanto, lo contrario de lo que piensan sus adoradores, —en él y a través de él la vida lucha con la muerte y
contra
la muerte, el ideal ascético es una estratagema en la
conservación
de la vida. En el hecho de que ese mismo ideal haya podido dominar sobre el hombre y enseñorearse de él en la medida que nos enseña la historia, especialmente en todos aquellos lugares en que triunfaron la civilización y la domesticación del hombre, se expresa una gran realidad, la
condición enfermiza
del tipo de hombre habido hasta ahora, al menos del hombre domesticado, se expresa la lucha fisiológica del hombre con la muerte (más exactamente: con el hastío de la vida, con el cansancio, con el deseo del «final»). El sacerdote ascético es la encarnación del deseo de ser-de-otro-modo, de estar-en-otro-lugar, es en verdad el grado sumo de ese deseo, la auténtica vehemencia y pasión del mismo; pero justo el
poder
de su desear es el grillete que aquí lo ata, justo con ello el sacerdote ascético se convierte en el instrumento cuya obligación es trabajar a fin de crear condiciones más favorables para el ser aquí y ser-hombre, justo con este
poder
el sacerdote ascético mantiene sujeto a la existencia a todo el rebaño de los mal constituidos, destemplados, frustrados, lisiados, pacientes de-sí de toda índole, yendo instintivamente delante de ellos como pastor. Ya se me entiende: este sacerdote ascético, este presunto enemigo de la vida, este
negador,
—precisamente él pertenece a las grandes
potencias conservadoras y creadoras de síes
de la vida… ¿De qué depende aquella condición enfermiza? Pues el hombre está más enfermo, es más inseguro, más alterable, más indeterminado que ningún otro animal, no hay duda de ello, —él es el animal enfermo: ¿de dónde procede esto? Es verdad que también él ha osado, innovado, desafiado, afrontado el destino más que todos los demás animales juntos: él, el gran experimentador consigo mismo, el insatisfecho, insaciado, el que disputa el dominio último a animales, naturaleza y dioses, —él, el siempre invicto todavía, el eternamente futuro, el que no encuentra ya reposo alguno ante su propia fuerza acosante, de modo que su futuro le roe implacablemente, como un aguijón en la carne de todo presente: —¿cómo este valiente y rico animal no iba a ser también el más expuesto al peligro, el más duradero y hondamente enfermo entre todos los animales enfermos?… Muy a menudo el hombre se harta, hay epidemias enteras de ese estar-harto (—así, hacia 1348, en la época de la danza de la muerte): pero aun esa náusea, ese cansancio, ese hastío de sí mismo —todo aparece tan poderoso en él, que en seguida vuelve a convertirse en un nuevo grillete. El no que el hombre dice a la vida saca a la luz, como por arte de magia, una muchedumbre de síes más delicados; más aún, cuando se
produce una herida
a sí mismo este maestro de la destrucción, de la autodestrucción, —a continuación es la herida misma la que le constriñe
a vivir
…
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Sí, pues, la condición enfermiza es normal en el hombre —y no podemos poner en entredicho esa normalidad—, tanto más altamente se debería honrar a los pocos casos de potencialidad anímico-corporal, los
casos afortunados
del hombre, tanto más rigurosamente se debería preservar a los hombres bien constituidos del peor aire que existe, el aire de los enfermos. ¿Se hace esto? Los enfermos son el máximo peligro para los sanos; no de los más fuertes les viene la desgracia a los fuertes, sino de los más débiles. ¿Se sabe esto?… Hablando a grandes rasgos, no es, en modo alguno, el temor al hombre aquello cuya disminución nos sea lícito desear: pues ese temor constriñe a los fuertes a ser fuertes y, a veces, terribles, —mantiene
en pie
el tipo bien constituido de hombre. Lo que hay que temer, lo que produce efectos más fatales que ninguna otra fatalidad, no sería el gran miedo, sino la gran náusea frente al hombre; y también la gran
compasión
por el hombre. Suponiendo que un día ambas se maridasen, entraría inmediatamente en el mundo, de modo inevitable, algo del todo siniestro, la «última voluntad» del hombre, su voluntad de la nada, el nihilismo. Y, en realidad, para esto hay mucho preparado. Quien para husmear tiene no sólo su nariz, sino también sus ojos y sus oídos, ventea en casi todos los lugares a que hoy se acerca algo como un aire de manicomio, como un aire de hospital, —hablo, como es obvio, de las áreas de cultura del hombre, de toda especie «Europa» que poco a poco se extiende por la tierra. Los
enfermizos
son el gran peligro del hombre:
no los
malvados, no los «animales de presa». Los de antemano lisiados, vencidos, destrozados —son ellos, son los más débiles quienes más socavan la vida entre los hombres, quienes más peligrosamente envenenan y ponen en entredicho nuestra confianza en la vida, en el hombre, en nosotros. ¿En qué lugar se podría escapar a ella, a esa mirada velada, que nos inspira una profunda tristeza, a esa mirada vuelta hacia atrás, propia de quien desde el comienzo es un engendro, mirada que delata el modo en que tal hombre se habla a sí mismo, —a esa mirada que es un sollozo? «¡Ojalá fuera yo otro cualquiera!, así solloza esa mirada: pero no hay ninguna esperanza. Soy el que soy: ¿cómo podría escaparme de mí mismo? Y, sin embargo,
—¡estoy harto de mí!
…» En este terreno del autodesprecio, auténtico terreno cenagoso, crece toda mala hierba, toda planta venenosa, y todo ello muy pequeño, muy escondido, muy honesto, muy dulzón. Aquí pululan los gusanos de los sentimientos de venganza y rencor; aquí el aire apesta a cosas secretas e inconfesables; aquí se teje permanentemente la red de la más malévola conjura, —la conjura de los que sufren contra los bien constituidos y victoriosos, aquí el aspecto del victorioso es
odiado. ¡Y
cuánta mendacidad para no reconocer que ese odio es odio! ¡Qué derroche de grandes palabras y actitudes afectadas, qué arte de la difamación justificada! Esas gentes mal constituidas: ¡qué noble elocuencia brota de sus labios! ¡Cuánta azucarada, viscosa, humilde entrega flota en sus ojos! ¿Qué quieren propiamente?
Representar
al menos la justicia, el amor, la sabiduría, la superioridad —¡tal es la ambición de esos «ínfimos», de esos enfermos! ¡Y qué hábiles los vuelve esa ambición! Admiremos sobre todo la habilidad de falsificadores de moneda con que aquí se imita el cuño de la virtud, incluso el tintineo, el áureo sonido de la virtud. Ahora han arrendado la virtud en exclusiva para ellos, esos débiles y enfermos incurables, no hay duda: «sólo nosotros somos los buenos, los justos, dicen, sólo nosotros somos los
homines bonae voluntatis
[94]
[hombres de buena voluntad] ». Andan dando vueltas en medio de nosotros cual reproches vivientes, cual advertencias dirigidas a nosotros, —como si la buena constitución, la fortaleza, el orgullo, el sentimiento de poder fueran en sí ya cosas viciosas: cosas que haya que expiar alguna vez, expiar amargamente: ¡oh, cómo ellos mismos están en el fondo dispuestos a
hacer
expiar, cómo están ansiosos de ser
verdugos
! Entre ellos hay a montones los vengativos disfrazados de jueces, que constantemente llevan en su boca la palabra «justicia» como una baba venenosa, que tienen siempre los labios fruncidos y están siempre dispuestos a escupir a todo aquello que no tenga una mirada descontenta y que avance con buen ánimo por su camino. No falta tampoco entre ellos esa nauseabunda especie de los vanidosos, de los engendros embusteros, que aspiran a hacer el papel de «almas bellas» y, por ejemplo, exhiben en el mercado, como «pureza del corazón», su estropeada sensualidad, envuelta en versos y otros pañales: la especie de los onanistas morales y de los que «se satisfacen a sí mismos». La voluntad de los enfermos de representar una forma
cualquiera
de superioridad, su instinto para encontrar caminos tortuosos que conduzcan a una tiranía sobre los sanos, —¡en qué lugar no se encuentra esa voluntad de poder precisamente de los más débiles! Sobre todo la mujer enferma: nadie la supera en refinamiento para dominar, para oprimir, para tiranizar. La mujer enferma no respeta, para conseguir ese fin, nada vivo, nada muerto, vuelve a desenterrar las cosas más enterradas (los bogos dicen: «La mujer es una hiena»). Échese una mirada a los trasfondos de cada familia, de cada corporación, de cada comunidad: en todas partes la lucha de los enfermos contra los sanos, —una lucha silenciosa, hecha casi siempre con pequeños polvos venenosos, con alfilerazos, con alevosas pantomimas de resignados, pero a veces también con aquel fariseísmo de enfermo que acude a los gestos
estrepitosos
, fariseísmo que ama representar ante todo «la noble indignación». Hasta en los sacrosantos terrenos de la ciencia querría hacerse oír el ronco ladrido de indignación de los perros enfermizos, la mendacidad y la furia mordaces de tales «nobles» fariseos (— a los lectores que tengan oídos vuelvo a recordarles aquel apóstol berlinés de la venganza, Eugen Dühring, que en la Alemania actual hace el más indecoroso y repugnante uso del bum-bum moral: Dühring, el primer bocazas de la moral que hoy existe, incluso entre sus iguales, los antisemitas)
[95]
. Hombres del resentimiento son todos ellos, esos seres fisiológicamente lisiados y carcomidos, todo un tembloroso imperio terreno de venganza subterránea, inagotable, insaciable en estallidos contra los afortunados e, igualmente, en mascaradas de la venganza, en pretextos para la venganza: ¿cuándo alcanzarían propiamente su más sublime, su más sutil y último triunfo de la venganza? Indudablemente, cuando lograsen
introducir en la conciencia
de los afortunados su propia miseria, toda miseria en general: de tal manera que éstos empezasen un día a avergonzarse de su felicidad y se dijesen tal vez unos a otros: «¡es una ignominia ser fe
liz!, ¡hay tanta miseria!
…» Pero no podría haber malentendido mayor y más nefasto que el consistente en que los afortunados, los bien constituidos, los poderosos de cuerpo y de alma, comenzasen a dudar así de su
derecho a la felicidad
. ¡Fuera ese «mundo puesto del revés»! ¡Fuera ese ignominioso reblandecimiento del sentimiento! Que los enfermos no pongan enfermos a los sanos —y esto es lo que significaría tal reblandecimiento— debería ser el supremo punto de vista en la tierra: —mas para ello se necesita, antes que nada, que los sanos permanezcan
separados
de los enfermos, guardados incluso de la visión de los enfermos, para que no se confundan con éstos. ¿0 acaso su misión consistiría en ser enfermeros o médicos?… Mas ésta sería la peor manera de desconocer y negar su tarea, —¡lo superior no
debe
degradarse a ser el instrumento de lo inferior, el
pathos
de la distancia
debe
mantener separadas también, por toda la eternidad, las respectivas tareas! El derecho de los sanos a existir, la prioridad de la campana dotada de plena resonancia sobre la campana rota, de sonido cascado, es, en efecto, un derecho y una prioridad mil veces mayor: sólo ellos son las
arras
del futuro, sólo ellos están
comprometidos
para el porvenir del hombre. Lo que
ellos
pueden hacer, lo que
ellos
deben hacer jamás debieran poder ni deber hacerlo los enfermos: mas para que los sanos
puedan
hacer lo que sólo
ellos
deben hacer, ¿cómo les estaría permitido actuar de médicos, de consoladores, de «salvadores» de los enfermos?… Y por ello, ¡aire puro!, ¡aire puro! Y, en todo caso, ¡lejos de la proximidad de todos los manicomios y hospitales de la cultura! Y, por ello, ¡buena compañía, la compañía
de nosotros!, ¡o
soledad, si es necesario! Pero, en todo caso, ¡lejos de los perniciosos miasmas de la putrefacción interior y de la oculta carcoma de los enfermos!… Para defendernos así a nosotros mismos, amigos míos, al menos por algún tiempo todavía, de los dos peores contagios que pueden estarnos reservados cabalmente a nosotros, —¡de la
gran náusea respecto al hombre!, ¡de la gran compasión por el hombre!
…