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Authors: Julio Espinoza Guerra

La fría piel de agosto (14 page)

 

 

 

 

Cuando entró en el salón, intentó verlo todo como si fuera él quien viviese allí, pero nada le llamó la atención aparte de la mesa de trabajo. Se acercó y tocó el asiento donde Olga debía pasar la mayor parte del tiempo. Después se sentó y acomodó sus formas a las suyas. Sus dedos acariciaron el teclado del ordenador. Adivinó sus miedos. Luego buscó algo que le diera sentido a ese temor. Pasó su vista sobre los títulos de los libros, sobre carpetas y papeles, pero no encontró nada que le hablara de la mujer que dormía unos metros más allá. Hasta que vio una caja de zapatos en la estantería más alta. Se subió en una silla y la cogió. Al abrirla sabía que estaba violando su intimidad, pero sin hacerlo ¿cómo salvarla?

Se sentó a la mesa y fue sacando una a una las imágenes que había dentro. Eran fotos de tiempo atrás. Estaba de niña, casi de bebé, dando un concierto en el instituto. También había distinciones a la mejor alumna en lengua, a la mejor en idioma extranjero. Luego comenzaron a aparecer fotos junto a un chico de su edad. Fotos en estaciones de tren, al lado de un coche, visitando otras ciudades. Aparecía junto a un camello, en el tejado de la Catedral de Milán, al frente del Louvre; siempre sonriendo, abrazando un libro que, pensó, actuaba como escudo. Casi al final de la caja, Andrés halló cinco fotos en blanco y negro de lo que parecían soles o galaxias. La ecografía mostraba un ser brillando en medio del líquido amniótico. Posó su mano sobre las imágenes intentando percibir el calor de los hijos que no había tenido, que pensaba nunca tendría, y luego las dejó junto a las demás. Miró al fondo de la caja y encontró la foto de un cuadro muy diferente pero, curiosamente, muy parecido al de sus fantasmas. Al levantarla se encontró con un único recorte de periódico, una escueta noticia sobre un accidente de coche y el nombre de Olga incrustado entre los restos. Y pensó en la oscuridad de los cuerpos que sobrevivían cuando en realidad debían morir.

Mientras guardaba las fotos, las manos le comenzaron a sudar. Luego vino la primera sacudida. Después un temblor que apenas le permitió dejar la caja arriba del armario. Cuando bajó de la silla, no pudo evitar tirarse sobre el sofá. Algo como una marea comenzó a subirle por las piernas, por los muslos hasta llegarle al cuello, a la boca, a los ojos. Sintió que un líquido lo cubría sin ahogarlo y vio la realidad tamizada por el agua. El cuerpo se le hizo pesado y descendió hasta que ya no pudo ver más que un mundo donde todo eran texturas, olores, sonidos, pero la vista estaba anulada. Una sensación de naufragio lo embargó y se vio en medio de una noche sin estrellas, aferrado a los restos de una balsa, intentando avanzar, dando manotazos a un mar tan negro y denso como el petróleo. No había horizonte, porque no había límite entre cielo y agua. Andrés escuchó el sonido de la madera quebrándose, el espesor de su cuerpo abriéndose paso en el líquido y la muerte cayendo sobre su cabeza. Pero al contrario de lo que creía, no sintió el descanso que buscaba. Cuando tocó fondo, pisó un mar de cadáveres mordidos por los peces, degradados por la erosión. Los esqueletos no eran más que una copia cruel de sus recuerdos.

Despertó sudando, con la ropa pegada a la piel, con el regusto del vértigo en la garganta. Se limpió la baba con el envés de la camisa y tragó saliva intentando aplacar el sabor a reflujo. De nuevo pensó en muertos: en los de Olga, en los propios. Y supo que tenía que contárselo, que había encontrado una puerta en medio del laberinto de la culpa.

Se levantó con pesadez y sin preocuparse por ella, salió del piso. Cuando entró al suyo, el olor a trementina le llenó los pulmones. Pensó que era lo único agradable de todo el día. Pero de inmediato cambió de opinión. Todo, hasta el encuentro con sus muertos, había sido agradable. Al fin de cuentas, para llegar a un oasis había que cruzar el desierto. Se desvistió: dejó la camisa sobre el sofá, los pantalones en el respaldo de una silla, los zapatos y los calcetines a medio camino entre el salón y el baño. Se sacó los calzoncillos frente al espejo y los tiró sobre la tapa del váter. Se miró un par de minutos: blanco, lleno de pelos, con una fortaleza física que nada tenía que ver con sus temores. Cuando abrió la ducha y sintió el agua fría cayendo sobre el pellejo caliente, repasó todo lo que le había sucedido en las últimas veinticuatro horas.

Las imágenes pasaron veloces, como sin importancia, hasta que se encontró de nuevo frente a las fotos, la ecografía y el recorte de prensa. Pensó en su propio anecdotario, ese cúmulo de periódicos viejos que tenía oculto al final de las cajas de mudanza y que muy de vez en cuando miraba, ejercitando el derecho al propio castigo. Supo que no sería capaz de contarle su historia a Olga así, en seco, de repente. Menos, tal cual estaba. Y entonces reapareció la caja de zapatos frente a sus ojos empapados por el agua. Si ella encontrara una idéntica a la suya sin querer, si ella rozara por primera vez su historia desde sus propios recortes de prensa, sus propios trozos de vida, luego quizá lo escucharía más atentamente, sin odio y sin sorpresa, comprendiéndolo, buscando en esas manos que se rebelaban a las caricias, no las heridas que habían causado, sino la culpa y hasta la humanidad que aún poseían.

Andrés levantó la cabeza y el chorro de agua cayó sobre sus ojos. Después cortó el grifo. Salió de la ducha y caminó hacia su habitación, dejando un rastro de agua en la madera. Abrió el armario, buscó algo abajo, en lo profundo, en el rincón más negro. Y sacó una caja de zapatos vieja, llena de cables, pilas, llaves y monedas: recuerdos de un pasado carente de interés. La volteó sobre la cama. Luego, del mismo armario, pero desde arriba del todo, sacó una caja más grande que no abría desde la mudanza. La dejó caer sobre el suelo y pasó su mano sobre su piel, intentando quitarse el sudor del torso. La abrió con ansiedad y sacó periódicos que amarilleaban. Cuando terminó, lo cercaba una muralla de ladrillos ocres.

Se sentó sobre el colchón. Cogió la sábana y se la pasó por el cuerpo para limpiarse los rastros de polvo que se habían pegado a su piel. Después tomó una tijera de la mesilla de noche y retornó a los periódicos. Fue buscando y recortando una a una noticias de bandos militares, asesinatos y exiliados; informaciones que lo habían tenido a él por testigo y donde, a veces, aparecía su nombre. Andrés sintió que ese ejercicio de mutilación sobre una parte de sus recuerdos lo ayudaba a cicatrizar las heridas y que su sangre, seca, caía dentro de una zona oscura dentro del dolor.

Cuando terminó, cogió los recortes entre las manos y de manera torpe los ordenó por fecha, dejando al inicio los más antiguos. Los depositó todos sobre la cabecera de la cama. Recogió un par de periódicos del suelo, volvió a tomar la caja de zapatos vacía y envolvió su superficie con un par de hojas sin rasgar. De la mesilla sacó una barra de pegamento y embadurnó las caras para después forrarlas en el papel amarillo y sucio. Intencionadamente dejó trozos sin cubrir y flecos de periódico en las esquinas. Cuando terminó, se imaginó que esa caja con sus recortes había viajado con él desde el principio y lo creyó. Llevó a cabo el mismo proceso con la tapa, rasgándole primero los bordes y después pegando el papel sobre su superficie. Al finalizar guardó el taco de recortes en su fondo y palpó la primera noticia como si estuviera acariciando alguna parte de su propio cuerpo, magullada, herida, amoratada. Después cogió la tapa aún húmeda por el pegamento y la cerró.

La observó sobre la cama y pensó que, a pesar de tratarse de una impostura, un puro simulacro, era verdad que esa carga había ido con él desde siempre, aunque casi nunca hubiese vuelto sobre los periódicos, que transportaba de un sitio a otro por inercia, por miedo, para no dejarlos en cualquier parte y que desde allí saltaran a manos equivocadas.

Andrés posó la caja en sus piernas e imaginó que esa leve presión que ejercía sobre sus músculos no era ni tan siquiera una décima parte de la que sus recuerdos ejercían en su memoria. Cuando sus manos comenzaron a temblar, la presionó, hundiendo la tapa y los costados. Sacó las manos de manera refleja y en un movimiento brusco de su rodilla, casi la tiró al suelo, pero rectificó con rapidez, sosteniéndola apenas. El sudor le bajó por los antebrazos, los hombros, la nariz y entendió que ni siquiera así, habiendo reunido parte de sus recuerdos de esa forma tan aséptica, su culpa se aplacaba.

Se levantó y llevó la caja hasta el salón como si fuese un ánfora o un ídolo. Con uno de los brazos empujó papeles y óleos desde el centro del sofá a uno de los costados. Y se sentó. Con la caja de nuevo sobre sus muslos, pensó lo que haría. La luz de la tarde caía sobre su calva y opacaba sus lentes. Entonces, sin pensarlo mucho, tomó la caja con la mano derecha y la ocultó bajo el sofá. Para Andrés ese era el lugar adecuado, allí, a medio camino entre las sombras y la luz. Luego se levantó sin saber qué hacer. Caminó al baño, se vistió con las ropas aún sudadas y bajó al supermercado.

Anduvo por los pasillos como un enfermo de Alzheimer. Cruzó los pasillos de un lado a otro, mirando productos que nunca compraría, leyendo las etiquetas de información, dejándolos después sobre sus baldas. Pasó por el rincón de la fruta, seleccionó y pesó melocotones que luego devolvió a las estanterías, se acercó al rincón de la carne y miró entrañas, precios, cortes. Esa carne era la propia. Desde septiembre de 1973, alguien había comenzado a diseccionar su cuerpo, o una parte más ina-sible pero más fundamental del mismo, y ya solo quedaban sus rastros, pedazos del hombre que había sido.

Sus manos seguían temblando y, al intentar quitarse el sudor que le corría por las sienes, las yemas se le humedecieron. Quiso beber un poco de agua, que no encontró. Y pensó en Olga para calmarse, deseando creer que con ella lo estaba haciendo bien, que no volvería a ser culpable de nada. Después se acercó al congelador de los lácteos y compró unos cuantos yogures.

Andrés pagó y salió a la plaza. El sol ya no alumbraba tan fuerte. Llegó al portal. Subió. Entró al piso de Olga. Aún dormía. Dejó los yogures dentro de la nevera, cogió un vaso, lo llenó de agua y bebió. Recién entonces el temblor se aplacó un poco. Miró a su alrededor. Esta podría ser mi casa, pensó tocando la encimera, las puertas de los armarios, mirando a través de la ventana el cuadro del vecino del frente, que deseó fuera de un desconocido. Un recién llegado que en nada interrumpiera su rutina, su amor, la perfecta armonía de las vidas simples.

El chillido de los vencejos lo despertó de su ensoñación. El cuadro que asomaba por la ventana no era de él, era él mismo. No podía engañarse. Era el hombre que hacía unos segundos recortaba noticias de sus propios asesinatos, de sus propios torturados. Tembló de nuevo, sudó de nuevo, y el agua ya no pudo tranquilizarlo.

Cuando entró en el salón, la oscuridad se había apoderado de las paredes. Al acercarse al balcón pudo ver a los borrachos de siempre, a los mismos vagabundos. Una brisa todavía cálida rozó su rostro y se dio cuenta de que estaba cansado. Dio media vuelta y entró en la habitación de Olga, que tenía las persianas bajadas. En la penumbra, adivinó dónde estaba la ventana. Se acercó y la abrió. Volvió a salir, cogió una silla, la introdujo al cuarto y se acomodó en ella. Observó a Olga que dormía tranquila, como si todos sus miedos se hubiesen disipado entre la madrugada y la noche. Le seguía pareciendo hermosa y también indefensa. El recuerdo de otras mujeres lo perturbó. Bajó la mirada. Era la primera vez que no se aprovechaba de su superioridad. No se felicitó. Sabía que nunca lo debió haber hecho, que hubiese sido más adecuado interrumpir la cadena de mando, negarse, ser torturado, morir si era preciso. Pero no lo había hecho. Y no solo eso, sino que había disfrutado al golpearlas, al violarlas, al romper la oposición de sus cuerpos con su piel.

Andrés observó a Olga. Intentaba alejar sus fantasmas al hacerlo. Se concentró en ese gesto que le parecía de inocencia. No sabe nada, pensó. No saben nada. Y recordó la dictadura franquista. Qué débil es la memoria, se recriminó. Y deseó aplicarles a los hombres una descarga sobre los ojos con todas las atrocidades cometidas por los propios hombres. Somos unos hijos de puta, maldijo, unos hijos de puta.

Como impulsado por un pequeño muelle, Andrés se levantó para sentarse al lado de Olga. Podía ver claramente su cuerpo bajo la sábana ocre y, aunque olía mal, casi a podredumbre, se inclinó hasta besar su frente. Luego le movió el pelo hacia un costado y le secó el sudor de la frente. Pero a pesar de todo somos bellos, susurró, casi deseando que ella lo escuchara.

 

 

 

 

Por la mañana lo despertó el ruido de las voces que llegaban desde la plaza. No recordaba exactamente cuándo se había quedado dormido. Entró en el baño y se duchó con agua fría. Se secó con una toalla de mano y se vistió. Cruzó la casa, entró a la cocina, preparó café. Lo cortó con leche y bebió un vaso. Deseó que Olga despertara mejor. Retornó al baño, comenzó a llenar la bañera con agua caliente. Siguió pensando en Olga: ese olor a letrina, a pestes y orines, a enfermedad. Las casas de tortura tenían las ventanas tapiadas. Debían parecer abandonadas, tiradas allí al azar. El movimiento era por las noches. Coches o furgones no identificados que se detenían en medio del toque de queda y hombres y mujeres que bajaban, pero casi nunca volvían a subir. Los cuerpos se iban marchitando por los golpes y las violaciones. El olor alrededor de las celdas era el mismo. La misma peste. Andrés se sujetó al borde de la bañera. Fue en ese momento que percibió el sonido. Se asomó al quicio de la puerta.

Escuchó el saludo de Olga y luego vio su sonrisa acompañada por un tengo hambre. Le sonrió esforzándose por parecer natural, aunque no tenía motivos para hacerlo. Sin decirle nada, se giró, entró al baño y se sujetó en la bañera. Era difícil olvidar el rostro de un torturado. Andrés, mirando cómo se iba llenando la bañera, los recordó uno a uno. Para tranquilizar el temblor de sus manos, las hundió en el agua caliente. Después entró en la habitación.

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