Read La fría piel de agosto Online
Authors: Julio Espinoza Guerra
Antes de entrar en el salón se propuso no permanecer callado tanto tiempo, a bromear incluso. Fue por eso que le dijo que el chocolate reemplazaba al amor, y ella le siguió el juego diciendo que quizá ambos necesitaban con urgencia el chocolate. Un estremecimiento que no pudo controlar le recorrió la espalda. A partir de entonces solo se sintió el sonido de las cucharas y el de la boca en su ir y venir de jugos.
Cuando ya no quedaba nada del postre ni la comida, solo los cadáveres del festÃn que habÃa sido; cuando Andrés pensaba que lo que estaba sucediendo tenÃa que responder a un plan mayor, imposible de ser aprehendido por él, Olga le preguntó qué hacÃa, más por buscar una respuesta a lo que sucedÃa que por llenar su mutismo. Nada, le respondió, solo pintar y olvidar. Y sintió que la barrera, la represa que durante tanto tiempo habÃa estado conteniendo su culpa, su dolor, su secreto, se rompÃa; callándose hasta que Olga añadió, seguramente porque no podÃa dejarlo allÃ, en medio del desierto, tan solo, un es probable que nos parezcamos. Es imposible, respondió él, impulsado por la fuerza de todas las muertes que como grandes torrentes de agua se agolpaban en su boca, porque lo que yo quiero olvidar realmente no se olvida; todo lo que intento no son más que veladuras, trampas, cepos que me voy poniendo en el camino. Las palabras salieron como una riada, como un golpe.
Se levantó y cogió el cuadro. La he pintado porque no dejaba de mirarme, le dijo con los nervios del brazo tensos, a punto de comenzar a temblar. Olga comprendió que no se trataba de la silla, sino de quién se sentaba en ella. Por eso te pedà que la voltearas; a mà también me mira, le contestó aún sin comprender del todo lo que él querÃa decirle, dejándose llevar por su propio presentimiento, su propio desasosiego. Entonces Andrés acomodó el cuadro en el trÃpode en su posición original y, derrotado, afirmó: No hay forma de evitarlo; aunque les demos la vuelta, allà estarán, siempre, dÃa y noche. Quizá lo mejor sea dejar de darles la espalda, dejar de evitar sus ojos, invitarlos a entrar de nuevo en el sitio que les corresponde, aquà dentro, y Andrés se golpeó el pecho, y aquà adentro, y Andrés se golpeó la frente y sudó y tembló por fin.
Andrés vio que Olga se le acercaba y le tomaba las manos. HacÃa cuánto una mujer no hacÃa ese simple gesto con ellas. Entre las suyas, se calmaron poco a poco. Perdona, le dijo, sintiendo que sus ojos se inyectaban en sangre, que su cuerpo cedÃa a la angustia, que necesitaba refugiarse en un lugar donde no hubiera nadie, solo él y sus fantasmas. Se soltó de sus manos y caminó al baño. Dentro se sentó sobre la tapa del váter, se sacó las gafas, que dejó sobre el lavabo, y se cubrió el rostro con los dedos. Vio de nuevo cuerpos mutilados y miembros llenos de sangre, y su cuello palpitó más fuerte y su boca emitió un chillido imperceptible de animal herido, pero no pudo llorar, no pudo.
Ya en el salón y mientras buscaba la caja de cigarrillos entre sus ropas, le dijo que necesitaba estar solo. Ella intentó volver a tomarle las manos, pero él la rechazó susurrando un las tengo sucias que quedó flotando en el aire. Se adelantó por el pasillo, invitándola a seguirlo. Por un momento, solo se escucharon sus pisadas sobre el suelo, hasta que Olga le dijo que le debÃa un café. Sonrió muy levemente, casi por obligación, y repitió, te debo un café. Y en el mismo momento que abrÃa la puerta, ella insistió: Un café y una conversación. Y una conversación, reafirmó él.
Cuando llegaron al umbral, Andrés dejó que Olga le tomara nuevamente las manos. Ella se las apretó con toda la fuerza que su debilidad le permitÃa, queriéndolo proteger de no sabÃa muy bien qué cosas, como si fuera la imagen de un espejo en la que la viuda se consuela a sà misma. Ese débil calor entró en Andrés sin pedirle permiso y se sintió como el verdugo consolado por su vÃctima justo antes de matarla.
Después de cerrar se apoyó en la puerta y presintió la respiración de Olga todavÃa de pie en el rellano, al mismo tiempo que se daba cuenta de que habÃa escuchado todas las voces que, acumuladas en su interior, pugnaban por salir. Pensó en su vida y en la oportunidad de salvación que le ofrecÃa esa mujer que retornaba desde su memoria al presente. Y tuvo miedo, pero también esperanza.
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Fue por eso que en los dÃas siguientes no la buscó. TodavÃa no estaba preparado para decirle nada; tampoco para mostrarle su debilidad. Manos fuertes, cuadradas, pero que apenas soportaban el pincel. Ojos gastados no por el tiempo, sino por la sensación repetida del dolor, las gargantas, los gritos, las laceraciones. Olga, con su visita, habÃa profundizado en las cicatrices que las noches anteriores se habÃan ido abriendo frente a sus cuadros.
Después de calmarse volvió a asomarse al balcón. Eran las cuatro de la tarde y un niño solitario pateaba una pelota en la plaza. El niño corrÃa de una esquina a otra, sorteando bancas, farolas, el quiosco. ParecÃa que el cemento se lo iba a tragar en cualquier instante. Y entonces se vio, años atrás, igual de pequeño, corriendo solo en una cancha de fútbol polvorienta, al lado de unas viviendas de protección oficial para los más pobres de los pobres. No calzaba zapatillas, sino unos zapatos viejos, herencia de un hermano mayor, con algodón en la puntera y suela gastada hasta comenzar a abrirse un pequeño agujero por el que de vez en cuando se colaban los restos de una piedra, algún insecto de caparazón duro, el polvo. CorrÃa dominando la pelota de plástico que saltaba, como un globo, de lado a lado; enfrentaba al portero, impactaba con fuerza el balón y esperaba en cámara lenta que entrara a la porterÃa tan vacÃa como el resto del vecindario a esa hora de la tarde. Después era el grito, la nueva carrera para abrazar a nadie: gol, gool, gooool.
Andrés abrió los ojos. Allà seguÃa el chiquillo y allà su pequeña patria. El Chile de su infancia y el de una primera adultez, que no querÃa repetir. Apretando la barandilla del balcón hasta hacer enrojecer sus dedos, todo fue tristeza.
Los dÃas que no se vieron no pintó. Era un ejercicio inútil, un engaño. Se encerró en la rutina del alcohol, la noche, las prostitutas. Ese intercambio frÃo pero justo, donde no habÃa más que piel y ningún sitio donde lamentarse ni compadecerse. Nada de llanto. Historias al margen de la historia. Aunque sabÃa que el olvido no existÃa en ninguna parte, ni siquiera en el sueño, donde siempre se repetÃa la misma pesadilla: una habitación oscura, una silla, una mujer atada de pies y manos y él golpeándola. Pero lo peor era la violación. Cuando la tiraba al suelo, la sujetaba de las muñecas y los gritos actuaban como afrodisÃaco, excitándolo hasta que con rabia rompÃa sus bragas y entraba profundo en lo seco. Cuando despertaba, le daban ganas de cortarse el sexo al descubrirse excitado, a punto de eyacular. Hijo de puta, se decÃa, golpeándose con las mismas manos que creaba. Hijo de puta, hijo de puta, se repetÃa llorando.
Sus fantasmas se habÃan despertado. Una serie de engranajes secretos habÃa coincidido para que los sueños, medianamente aplacados, surgieran con la misma fuerza de la primera vez. Solo el alcohol en grandes cantidades lograba no que no soñara, sino que no existiese el recuerdo del dolor. Fueron dÃas en que deambuló como una piel sin alma, un alma sin cuerpo por el piso, la calle, las zonas más oscuras, deseando un golpe, una cuchillada tras un basural, un coche que extinguiera su vida.
El sexto dÃa despertó exudando vino barato sobre unas sábanas sudorosas y malolientes. SeguÃa intranquilo. Era un poco antes de la medianoche. No recordaba haber tenido pesadillas. De pie en el salón observó el cuadro de la silla que seguÃa sobre el atril. Pero apartó la vista de inmediato, deseando que ninguno de los espÃritus que se habÃan escapado de su particular Caja de Pandora lo atacase.
Miró entonces a su alrededor. Desde el dÃa de la comida no fregaba los platos, no limpiaba el piso, no tiraba la basura. Todo apestaba. No llegó a demorarse dos horas en arreglarlo todo. Luego, se duchó, se puso un nuevo pantalón, otra camisa blanca y se afeitó. Al mirarse al espejo, no se detuvo a pensar. Cogió la bolsa de la basura y salió al rellano. Instintivamente pensó en Olga y se dio cuenta de que parte de su tristeza no era la producida por el recuerdo, sino un insistente llamado a la piedad, a la caricia, quizá solo al calor de algo tan sencillo como el abrazo, la sensación de ternura de otras manos, otra piel sobre la suya.
Pegó el oÃdo a su puerta, poniendo en práctica un acto aprendido en ese tiempo que deseaba olvidar. Al otro lado escuchó ronquidos, que también podÃan ser quejidos o palabras sueltas en medio del sueño. Inquieto, bajó las escaleras y al llegar abajo echó una mirada rápida a los buzones. En el de Olga ya no cabÃan más papeles. Cogió todos los que asomaban y los revisó. La mayorÃa era de publicidad. Pero entre ellos destacaba una carta de la Seguridad Social. Vio la fecha del matasellos. Sacó las cuentas. Era del viernes anterior. HabrÃa llegado el lunes. Olga llevaba cinco o seis dÃas sin revisar su correo. Tantos como tiempo llevaba él intentando olvidar la tarde de la comida. Preocupado, Andrés abrió el portal.
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Cuando pisó la acera buscó el basurero. Estaba unos metros a su derecha. Se acercó y levantó la tapa del cubo, dejando caer la bolsa y los papeles en su interior. Era poco más de la una de la madrugada, pero la plaza estaba llena de chicas y chicos que, sentados sobre el cemento, bebÃan cerveza. Algunos cantaban. La mayorÃa se dedicaba a charlar. Andrés los miró en silencio. Alargó los pasos y pensó en la libertad. Subió la cuesta de la calle Ave MarÃa oliendo los aromas de los restaurantes indios, observando a esa gente que gesticulaba, reÃa, se olvidaba del mundo y se dejaba atrapar por el verano. El único momento de paz. La única estación donde todo se detiene. El único mes en que deseamos que las noches sean más largas que los dÃas. Agosto.
Andrés avanzó dejando atrás alegrÃa y olores. Llegó a la calle Magdalena, pequeña y congestionada de autobuses; siguió subiendo hasta Atocha y caminó por ella hasta la Plaza Jacinto Benavente, ya sin ruido, sin bares, con la tranquilidad que daba su anchura, ajena a las multitudes de Lavapiés. Llegó a la Puerta del Sol. Se detuvo y se dedicó a observar aquellos gestos que le daban sentido a Madrid: hombres vendiendo inciensos, chinos con sus cajas de cartón susurrando cervezas y bocadillos, extranjeros hablando en un idioma universal, incomprensible para él, riendo, susurrando, abrazándose. Al verlos sentÃa que la sombra de sus muertos se pegaba a esos cuerpos extraños y nuevamente escuchaba sus gritos, sus súplicas, sus llantos. El Kilómetro Cero, el Oso y el Madroño, las bocas del metro y el anuncio luminoso de TÃo Pepe desaparecieron en el mar negro de su memoria. Por un segundo dejó de ver, de escuchar, de oler, hasta de entender lo que sucedÃa a su alrededor.
Andrés agitó la cabeza; cerró los ojos y de inmediato los abrió. Cruzó a la calle Montera y miró a las mujeres que se ofrecÃan como cigarrillos o juguetes de usar y tirar. Andaba lento, midiendo los pasos y, al hacerlo, midiendo también los gestos, los guiños, la edad de esas mujeres que sacaban sonrisas de donde no tenÃan. Latinas y rumanas, africanas y orientales.
A diez metros de la Gran VÃa la vio: era delgada, blanca y el pelo negro le caÃa hasta más abajo de los hombros. VestÃa un pantalón negro ajustado y un top rojo que dejaba adivinar sus pechos. Pero pasó de largo. Se apoyó en la barandilla del metro, sacó un cigarrillo y lo encendió, dando una bocanada profunda. Los chicos se arracimaban en la caja del McDonald's. Afuera no se distinguÃa con claridad quién era una chica esperando a sus amigas y quién una puta. Imaginó a Olga apoyada en uno de los portales de Montera, vestida como la rusa que acababa de dejar atrás. Si no fuera por los ojos verdes y su juventud, pasarÃan por hermanas, pensó. Y tirando medio cigarro al suelo volvió sobre sus huellas. Estaba sola. Las demás se habÃan ido. Antes de hablar sintió que las manos le sudaban. ¿Cuánto?, preguntó. La respuesta fue pormenorizada: veinte chupar, cuarenta follar. ¿Y toda la noche? La rusa lo miró como a un pájaro extraño, casi como a un psicópata. Pero cuando enfrentó sus gafas de pasta negra, sus ojos claros, su calva, su delgadez, el miedo, a pesar de su estatura, desapareció. Doscientos más el hotel. No regateó. Era caro, pero era lo que querÃa. Eso sÃ, llévame a un hotel, no a una pocilga, le exigió Andrés. Y la rusa, abriendo la puerta del portal que estaba a sus espaldas, sacó una chaqueta corta que le cubrió el ombligo y el oficio. Ven.
Andrés caminó tras ella. Cruzaron Gran VÃa, Fuencarral y doblaron por Hortaleza. La chica se puso a su lado. Al frente tenÃa un pequeño hotel, nada parecido a las asquerosas habitaciones de hostales en ruinas donde habÃa caÃdo las últimas noches. Al entrar, la tomó de la mano. Lo primero que sintió fue el aire acondicionado. Dentro, mostró documentos, tarjetas, y subieron a una habitación que, los ojos de la rusa lo decÃan, nunca habÃa visto. Antes de cruzar palabra alguna, Andrés le entregó el dinero y ella se lo guardó en un bolsillo oculto dentro de los pantalones.
La rusa comenzó a desnudarse de inmediato, sin hablar, como si la noche durara cinco minutos. Pero antes de que se sacara el top, Andrés la cogió de las manos. Quiero que te duches, que te saques esa mugre de ropa, que te quedes solo con el albornoz blanco del hotel. El miedo nuevamente se reflejó en los ojos de la muchacha. Y no te preocupes, que no te haré nada malo. Y entonó el «malo» de tal forma que ella entendió.
La chica entró al baño y abrió el grifo de la ducha. Luego comenzó a sacarse la ropa. Andrés entró tras ella y se sentó sobre la tapa del váter. SeguÃa vestido. Cuando la rusa estuvo desnuda, le pidió que se diera la vuelta. Ella lo hizo casi con pudor. Nadie hubiese pensado al verla asÃ, cubriéndose los pechos, que era una puta. Al contrario, parecÃa una estudiante de no más de veinte años. Pero Andrés no la querÃa ver a ella. Imaginó a Olga delante de él, también desnuda y pudorosa. Le pidió que cerrara los ojos, que prometÃa no hacerle nada. La chica lo hizo, apretando aún más los antebrazos sobre sus pechos. Andrés se levantó y le acarició el rostro. Eres tan hermosa, le dijo casi en un susurro. Pero la chica no sabÃa que no le hablaba a ella y sonrió.