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Authors: Julio Espinoza Guerra

La fría piel de agosto (10 page)

Despierta sobre el sofá. Está sudando pero tranquila. Un rayo de la luz que entra por uno de los orificios de la persiana a medio cerrar le da sobre los ojos.

 

 

 

 

Olga se levanta y camina hacia el baño. Abre el grifo, se moja la cara y siente deseos de orinar. Se baja los pantalones y las bragas, se sienta en el váter y escucha el golpe del líquido sobre el líquido. Cuando termina, no se pone de pie de inmediato. Todavía con algo de pereza, y con las imágenes del sueño en la memoria, piensa en Andrés de una manera clara y precisa, como hasta ahora no lo había hecho. Intenta recordar sus conversaciones, sus encuentros, rememorar el desasosiego que le provoca. Andrés es un recién llegado a su vida, pero se le antoja fundamental. No lo conoce. Solo sabe que a veces llora, que a veces le tiemblan las manos, que pinta sus fantasmas, sus muertos, que cocina bien y que a pesar de semejarse al perfecto don nadie, con sus gafas de pasta, su esmirriada figura, su ropa opaca, su calvicie, hay algo magnético que se revela cuando habla con ese tono tan sudamericano y a veces incomprensible, al moverse y expresarse con la seguridad del pintor que mancha una tela sabiendo qué hay detrás de su blancura, al abrazarla y al mirar como si detrás de su pupila hubiese otros ojos que le permiten ampliar la realidad.

Olga observa el vacío del espejo delante de sus ojos y piensa que Andrés le daría un significado, tal cual le ha dado un significado a ella al salvarla de su naufragio particular. Mira sus piernas intentando encontrar una respuesta a su llegada, a sus actos, pero como siempre cuando se trata de salvar a alguien, piensa que esta no está más que en la vida del salvador, en sus miedos, en sus secretos. Quizá me vio muy sola, piensa, quizá leyó en mis ojos, en mi delgadez, la enfermedad y no me quiso dejar morir, elucubra mientras toca sus muslos y sus brazos.

Se levanta del váter, se sube los pantalones y entrando en la habitación camina hasta la ventana. Sube la persiana y observa a los niños que juegan bajo sus pies. Pueden ser las dos, las tres, las cuatro de la tarde y allí están siempre. Sonríe al verlos correr, gritar, reír. No saben lo que es ser adultos, reflexiona y suspira como si llevara una roca demasiado grande sobre los hombros. Debe ser la muerte, se dice sintiéndose mayor, casi vieja, apoyando sus manos en el marco de la ventana y sujetando todo su cuerpo.

Mira la cama de reojo y aunque siente ganas de tenderse, la rechaza. Ha pasado la hora del sueño. Camina hacia el salón deseando que Andrés entre en el piso. Le gustaría preguntarle cosas, muchas cosas, como por qué salió de su país; si acaso no tiene a nadie por quien quiera volver; si es un pintor reconocido, qué hace metido en medio de Lavapiés, donde pasa de todo, pero nunca pasa nada. También le gustaría ver sus cuadros y poder decirle que le gustan, quizá inclusive comprarle uno. Es fácil imaginarlo sonreír en el instante que, cogiendo uno, le responde que está loca, para luego dárselo sin pedirle nada.

Olga sube también la persiana del salón y al iluminarse todo descubre un destello sobre la mesa. No recuerda haberse olvidado nada. Pero tampoco podría asegurarlo. Sabe que su cabeza va y viene. Además, Andrés ha movido toda la casa, ha ordenado y cualquier cosa puede haberse quedado en medio.

Al acercarse, encuentra un juego de dos llaves que no son suyas. Las coge y reconoce la del portal. La otra solo puede ser del piso de Andrés. Se las habrá olvidado, piensa, acariciándolas como si fueran una prolongación de su cuerpo. Tiene ganas de salir al rellano y entrar en el piso, pero una parte de su conciencia le dice que no debe hacerlo, que primero debe preguntarle, aunque preguntarle qué, ¿cómo lo justificaría? Por otra parte, Olga siente que tiene un pequeño derecho sobre él. De hecho, Andrés también ha entrado en su vida sin aviso y ha hecho casi todo lo que ha querido.

La luz se cuela con insistencia incómoda por el balcón. Olga puede ver su sombra proyectada sobre la pared. No mira las llaves. Solo las siente ahí, enredadas entre sus dedos como si fueran una puerta para conocer más de cerca al hombre que le ha salvado la vida. Piensa entonces en el sueño. Si entra y no toca nada, Andrés no se dará cuenta. O quizá sí. Quizá eso sea lo que debe ocurrir. Lo ve alejarse nuevamente arriba del vagón del metro y sabe que solo podrá cuidarlo, apaciguarlo, si sabe por qué sufre.

Olga se sujeta a la mesa. Todo es claro, como si su vida fuera la prolongación de un cuadro hiperrealista. Andrés me necesita, imagina, y es entonces que se decide. Como siempre antes de salir, camina a la cocina y bebe un vaso de agua. Luego sale de su apartamento, cruza el rellano, se ubica frente a la puerta de su vecino y aguza el oído sobre la madera. No escucha nada al otro lado. No está. O duerme. Olga introduce las llaves en la cerradura. Cuando tocan fondo, de nuevo se detiene a escuchar, pero nada ha ocurrido, ningún ruido, ningún movimiento más que el zumbido de la luz de la escalera. Entonces mueve la llave y justo cuando siente el clic-clac de la cerradura la luz se apaga.

La luminosidad de la calle se filtra por el pasillo del apartamento e invita a Olga a adentrarse en la penumbra que provoca. No ha alcanzado a estar en la oscuridad. Algo, el azar seguramente, la empuja a seguir hacia adelante, dejando la puerta entornada. Avanza cinco pasos por la madera, que cruje con suavidad. Llega al salón. Todo está desordenado. Hay cristales en el suelo, una botella de vodka casi vacía junto a sus pies. Sobre el sofá descansan unos botes de óleo abiertos, resecos casi. En el suelo, una paleta con muchos colores mezclados.

Hace un hueco en el sofá y justo antes de sentarse, su pie tropieza con algo. Justo debajo, asomando una pequeña boca como si se tratara de una mascota herida, una caja de zapatos vieja y forrada en papel de periódico llama su atención. Flexiona el torso y con la mano derecha la saca de su escondrijo. No debería, piensa en el mismo instante que la posa sobre sus muslos y la abre. Dentro hay otros trozos de periódicos, como si envoltorio y contenido fuesen una prolongación de la misma noticia entintada en el papel. Son recortes de prensa que han comenzado a amarillear. Olga coge el primero de ellos entre sus dedos. Cruje como si fuese a deshacerse. Mira la fecha y siente que el corazón comienza a latirle más rápido. Es del 12 de septiembre de 1973. Aun sin leerlo, piensa que Andrés debió haber sentido la tortura en sus carnes. Viene a su cabeza la imagen de la silla y no puede evitar verlo sentado sobre ella, desnudo, atado y vendado. Recuerda sus temblores. Ese llanto que acude a él cada vez que se han abrazado, cada vez que han hecho el amor. Y también recuerda su propio sueño, atada, esperando que esa otra respiración se acompasara a la de ella para golpearla. Olga tiene miedo de lo que pueda encontrar allí, en esos recortes viejos, pero aunque está a punto de dejar la caja donde la halló, otra fuerza, que ya no es un impulso, sino un sentimiento de deber, de amor, la obliga a seguir adelante, a leer.

Deja el primer recorte a su lado, evitando que los botes de óleo lo manchen, y prosigue. Los trozos siguientes hablan de bandos, de toques de queda, del fin de la amenaza comunista. Primero no entiende. No hay nombres de compañeros asesinados o que hayan marchado al exilio. Nada tienen que ver con lo que imaginó. Es cuando los recortes cambian de año que comienza a encontrar otros papeles, copias de informes oficiales donde aparecen nombres de detenidos o de quienes están con orden de captura. Alguno que otro habla del hallazgo de muertos que no deberían estarlo, cuerpos con muestras de tortura en su piel, en sus huesos, en su rostro. Incluso hay fotos como las que suele tomar la policía forense, imágenes en blanco y negro de cuerpos que no lograron llegar a la otra orilla de la historia, que se perdieron en el intento, tal cual los subsaharianos ahogados en alta mar, tal cual ella.

Olga de nuevo piensa en Andrés y en la suerte que tuvo. Llegó a Europa, se dice, obstinándose en creer que él fue uno de los que logró huir, de los que logró cruzar la linde hasta tierra firme.

En mitad de la caja encuentra un recorte sin muertos. Se trata de un retrato casi familiar donde aparecen militares de diferentes rangos después de una ceremonia de reconocimiento. A Olga le extraña esa fotografía de camaradería en medio de tanto dolor, de tanta muerte. Y cuando la va a pasar, por casualidad lo ve, alto, marcial, con las mismas gafas de pasta negra, pero mucho más joven, exhibiendo una condecoración sobre el pecho. Primero no lo cree y luego se estremece. ¿Quién es?, se pregunta entonces.

Con el temblor agudizándose sobre sus dedos, comienza a introducir los recortes en la caja, intentando no doblarlos. Algunos caen de sus manos y tiene que agacharse a recogerlos. Se detiene. Respira. Cierra los ojos y ve de nuevo la silla y ahora sí, todo cuadra. Los colores de las manchas del primer cuadro que vio realmente eran de sangre. Y por eso la hipnotizó. La sangre de sus muertos era el lazo que los unía.

Aunque lo que acaba de comprender es terrible, al abrir los ojos Olga está más tranquila. Toma los recortes que quedan y los introduce, ya sin temor, dentro de la caja. Luego la tapa y la retorna bajo el sillón. Sí, es un animal herido, reflexiona compasiva.

Se levanta y camina hasta la puerta del balcón, donde descubre una pintura a medio hacer. Primero solo ve manchas, pero luego, poco a poco, estas se transforman en seres mutilados. Es extraño, pero ya no le sorprende que esas imágenes sean las mismas de sus pesadillas, seres que coinciden con los recortes de prensa que acaba de ver, pero también con la última imagen de su marido, allí, dentro del coche, desangrándose. Entiende que a pesar de la distancia, Andrés y ella avanzan en una misma dirección, aunque no sabe si el final de sus caminos, sus particulares llegadas a puerto, coincidan.

Olga se acerca al cuadro, lo toca. Aún está fresco. En medio del lienzo está la silla que ya había visto en el otro cuadro. En este la rodean manchas que parecen cuerpos. Hay un hombre sentado en ella. No está mutilado, pero quiere creer que sufre. Porque el hombre, está claro, es Andrés. Pasa nuevamente la mano sobre el cuadro, pero esta vez con fuerza, arañando el lienzo y los colores, dejando una mancha vertical que hace coincidir el color de los ojos con el naranja de las patas de la silla. Lo hace con rabia, queriendo romper con los que hay allí: esos que ya sabe son torturados y ese hombre que cruza por en medio de ellos cada noche, en su particular zozobra.

Olga se siente pequeña y egoísta. Ella, muriéndose en el sofá, llorando por una muerte, por dos, dejándose ir, arrastrar hasta el fondo oscuro de su propia miseria, cuando a su lado hay otro que convive con su propia podredumbre cada vez que el sol se apaga. Al mirar sus yemas manchadas de pintura, recuerda las palabras de Andrés: Los muertos no se van nunca, siempre están allí. Y sí que están, se dice.

Olga levanta la mano para volver sobre el lienzo, pero los brazos de alguien a quien no ha sentido llegar, la abrazan. Su mano queda levemente suspendida, como esperando que ocurra algo, quizá la llegada de un insulto o un golpe, al que no tiene miedo. Pero solo escucha una respiración pausada entrando en su oído. Luego unos dedos se aferran a sus antebrazos como si hubieran encontrado un tronco en medio del desierto del agua. Olga logra entrelazar sus dedos en los de Andrés, que siente cálidos y cómplices, sabios en un camino que, ya lo sabe, tiene una sola dirección y que, cree, es la correcta. Entonces un temblor, un dolor sordo, que puede ser de placer, le entra hasta los huesos.

Andrés

 

 

 

 

Andrés, antes de bajarse de la Nissan Vanette, miró la plaza. Aunque vio más colores y el olor a tierra mojada era inexistente, recordó Chile. Quizá fue la pobreza de las ropas de los hombres sentados en las bancas o los balones de fútbol en proceso de degradación o los mismos críos gritando alegres, o quizá solo fue una intuición, un tamiz en el color de la tarde, alguna de esas percepciones a las que no se les puede poner nombre ni menos adjetivo.

Cuando puso el pie en el suelo, deseó no haberse equivocado. Estaba harto de cambiarse de piso cuando comenzaba a correrse el rumor de lo extraño que era el recién llegado. Porque todo el tiempo que llevaba Andrés en España había sido un recién llegado, un extranjero que no hablaba con nadie, que escuchaba a Wagner encerrado en sus habitaciones sin nunca saludar a los vecinos. No importaba que llevara viviendo en un lugar uno o dos años, siempre terminaban hablando mal de él, quejándose de los olores a pintura, tan intensos, y mandándole a la policía, porque sí, porque no podían vivir sin saber quién era. Y, sin variación alguna, al día siguiente de que los agentes tocaran a su timbre y solicitaran sus papeles para luego devolvérselos pidiéndole disculpas, Andrés comenzaba a llenar cajas con sus pocos papeles y a envolver sus lienzos en plástico de burbujas. Por las noches salía a caminar por las callejuelas de los diferentes barrios, mirando hacia el cielo como si esperase el advenimiento de los marcianos o la caída de un meteorito que anunciase el fin de la humanidad, aunque no hacía más que buscar anuncios de alquiler que lo llevasen a un nuevo barrio, a un nuevo edificio, con la esperanza de que allí nadie lo molestara, con la esperanza de encontrar el lugar adecuado para adormecer sus fantasmas, sus culpas, sus muertos, esos que había dejado atrás, en ese país tan diferente al que había tomado por adopción.

Bajó del todo de la furgoneta y se estiró. Los ecuatorianos abrieron la puerta de atrás y sacaron las dos maletas azules, las cajas y los lienzos, que fueron dejando apoyados en el portal del edificio. Andrés encendió un cigarrillo y se quedó mirándolos a cierta distancia. Estaban orgullosos porque tenían su propia empresa. Andrés no pudo menos que sonreír. Pasó su mano libre por la cabeza. Ya no recordaba haber tenido pelo. Y aunque era tarde, echó de menos no tener un sombrero con el que protegerse del sol. Entonces sintió que algo le golpeaba los zapatos. Se giró y vio que una pelota estaba a un metro de él. Levantó la vista. Uno de los niños corría a buscarla pidiéndole disculpas. Sin hacerle caso, se aproximó al balón y lo golpeó con su pie izquierdo. El niño tuvo que poner las manos delante de la cara para que no le diera. Sin decir nada, se giró, sacó las llaves del bolsillo y abrió el portal.

Tiró el cigarro a la acera, subió los peldaños de las escaleras de dos en dos y entró a su nuevo piso, abriendo de inmediato las ventanas. Primero las del salón, luego las de una pequeña habitación, casi un trastero, que daba al patio de luces y que estaba junto a la cocina. Quizá sería un buen sitio donde poner a secar los cuadros. Se asomó al patio y enfrente vio una pared y unas ventanas sucias, dejadas de la mano de Dios. El único indicio de vida eran unas bragas ya tiesas por haber pasado demasiados días a la intemperie. Pensó que de allí podría sacar un buen cuadro.

Volvió sobre sus pasos y comenzó a indicarles a los hombres dónde ir dejando las cosas. Al final subieron una mesa con unas sillas que no hacían juego, un sofá y el somier con el colchón, que ubicaron en la habitación más grande del piso. Andrés les preguntó si quedaba algo abajo. Los hombres negaron moviendo la cabeza. En el descansillo de la escalera sacó unos billetes del bolsillo y les pagó. Los hombres no contaron el dinero y él no dio las gracias.

Andrés cerró la puerta tras de sí y se acercó a uno de los lienzos apoyados en la pared. Lo levantó y entrecerró los ojos como intentando ver a través del plástico, pero de inmediato, dejándolo descansar sobre la mesa, se lo sacó. Todavía estaba fresco y las manchas rojas relucían frente a sus ojos. Desembaló uno de los trípodes apilados junto al sofá y lo armó con tres movimientos más precisos que ágiles. No necesitó recorrer de nuevo la casa para saber dónde ubicarlo. Cruzó el umbral sin puerta del pequeño cuarto y puso el atril en el espacio que quedaba frente al ventanal que daba al patio interior. Después cogió el lienzo y lo acomodó en el atril. Se alejó unos metros y lo miró nuevamente. Lo llenó un pequeño estremecimiento. Se sentó en el sofá. Todavía entraba luz por las ventanas y el calor no dejaba de ser asfixiante.

Bostezó intentando quitarse la modorra que poco a poco comenzaba a invadir sus extremidades y se pasó las manos por los pómulos, por debajo de las gafas, por la nuca y las orejas. Miró entonces a su alrededor. Se fijó en las paredes. Y pensó que detrás del blanco se ocultaba algún color, probablemente alguna mancha de sangre o de sudor o de semen. Sabía que lo neutro no existía. Nada estaba limpio. Ni las paredes, ni sus manos, ni sus cuadros; el jabón o los colores que se acumulaban sobre ellos no eran más que una pantomima para no mirar de frente los propios temores, los errores, todas las acciones llevadas a cabo sin haber pensado previamente y que se iban acumulando como frutas podridas.

Se miró las manos y vio que comenzaban a temblar. Conocía el movimiento y también sabía lo que tenía que hacer para evitarlo. Se levantó, entró en el baño y se mojó la cara. Luego, sin secarse, comprobó las llaves, el dinero en sus bolsillos y bajó a comprar. Cambiar de rumbo, cambiar de pensamientos, olvidarse por un instante de su pasado y mirarse como una persona normal que trabajaba ocho horas en su taller, que caminaba por las calle mirando los escaparates, que compraba el pan y se paseaba por los pasillos del supermercado comparando precios, eligiendo productos, dejándose tentar por las golosinas y los pasteles, lo ayudaba a olvidarse del único tiempo que condicionaba su vida: la imagen de un pasado lleno de violencia en la que no le gustaba verse reflejado, pero que no podía evitar aceptar como su verdad, la única, la inmutable, la que lo hacía el hombre que era.

Cruzó la plaza sin mirar a los críos que seguían jugando a la pelota y se escabulló dentro del supermercado.

 

 

 

 

Andrés empujó el pincel cargado de azul, gris y marrón en dirección a la tela. Se alejó unos pasos y comprobó que las manchas iban poco a poco engañando al ojo hasta parecer una pared, un tubo de desagüe, unos cables desplazándose en medio del vacío para unir las orillas del acantilado. Resaltaba el blanco que hacía de marco de la ventana y sobre él la aguada del cristal que transparentaba un mueble, quizá la sombra de alguien, solo el deseo de un cuerpo.

Miró las diferentes fotografías que tenía alrededor del cuadro, un pequeño rompecabezas de todo aquello que durante los días había ido cobrando consistencia gracias a su desvelo, al insomnio que lo invadía cada vez que se desafiaba a concluir una nueva pintura.

Una leve brisa le llegó desde el balcón abierto y clavó las pupilas más allá de la calle Valencia. Presintió ese mar imaginario que solo estaba en las cabezas de los vecinos, pero también su propio océano y la desembocadura de un río todavía rojo en la memoria. Una punzada de dolor cruzó por su esófago y los ojos se le inyectaron en sangre. Sujetó su mano derecha a la balaustrada y pudo ver los camiones militares, los soldados movilizándose como hormigas, subiendo los cuerpos a las lanchas motoras y luego arrojándolos al vacío del mar como si fueran alimento para cardúmenes. Y él había estado allí y él seguía vivo.

El ruido del camión de la basura lo sacó de su ensoñación. Al final de la calle los empleados de la taberna aragonesa cerraban las cortinas del local y se despedían, mientras los basureros reunían los cubos al lado del camión detenido. Deseó que no se tratase más que de su imaginación, de un recuerdo que nunca había sucedido y, creyéndose la mentira, se centró nuevamente en ese oscuro patio de luces al que ya le había puesto nombre: Memoria.

Untó el pincel de gris y retocó algunas esquinas. Sintió que estaba a punto de concluirlo. Solo le faltaban las bragas resecas. Se había dicho que tenían que parecer un ahorcado o un cuerpo amarrado en el desierto: un atisbo de humanidad en medio de esa nada asfixiante, pero una humanidad herida, calcificada, arqueológica.

Buscó en la caja de los óleos el rojo y el azul. Quería que su particular muerto destacara, que en vez de ser una braga reseca fuera el símbolo de una bocanada de aire. Él la necesitaba. Un poco de vida, el sinónimo de esa sombra que apenas se dejaba ver tras las ventanas. Andrés, presionando los tubos, dejó caer un poco de rojo y luego de azul en una parte limpia de la paleta. Volvió a empuñar el pincel y en un nuevo rincón fue mezclando los dos colores hasta lograr un violeta que no rompiera la unidad a pesar de centrar todas las miradas. Con algo de temor, levantó el pincel y manchó con dos diagonales el vacío y supo que ya estaba, que cualquier gesto, una línea más, otro color, quebrarían esa magia expectante, ese silencio elocuente que acababa de lograr.

Cuando dejó el pincel en el bordillo del atril, todo el cansancio acumulado de dos semanas cayó sobre sus manos. Sintió que comenzaban a temblar, pero antes de descansar debía trasladar la pintura. Primero se acercó al cuadro rojo que, después de secarse, ya con las persianas cerradas, había quedado ahí por inercia, y lo retiró apoyándolo de cara a la pared. Cogió el nuevo, presionando los costados con sus palmas abiertas, y lo trasladó hasta dejarlo mirando hacia las batientes que daban paso a su semejante en la realidad. Pensó en mantener las ventanas cerradas y así suplantar la realidad por un momento, hasta que sus ojos se acostumbraran al cuadro y su nariz a los olores. Quería creer que, al abrirlas, sentiría que esa pared, esos tubos mugrientos, esa ventana sin limpiar no eran más que una mala copia de su obra, el símbolo de un símbolo sin su peso, sin su significado, sin su insustituible verdad.

Un sudor frío comenzó a cubrir su espalda y ya no pudo dominar el temblor de las manos. Mierda, pensó, y estuvo a punto de darle un puñetazo al cuadro recién concluido. Había sido su cuerpo el primero en darse cuenta, su fisiología dominada por los recuerdos que se colaban en cualquier instante, en cualquier circunstancia. Sus manos se entrelazaron y, sin querer, comenzó a tirar de sus nudillos: clac-clac-clac. Pero ya no escuchaba. Su cabeza estaba en otra parte. Recluida en una habitación con una sola luz en el centro, esperando en un rincón, sentado en un pequeño taburete de madera. Tenía que llegar alguien. No sabía quién. Y a pesar del miedo, no podía renunciar a su tarea. Las manos también le temblaban y el sudor también bajaba por su espalda, por sus piernas, por sus sienes. Había tocado la textura rugosa de los ladrillos y olido la sangre en la oscuridad. Permanecía allí, oculta, bajo las baldosas; se presentía su latido. Y esa habitación era la verdad y ese taburete era la verdad y esa silla justo en el centro era la verdad y esos ladrillos eran la verdad y esa sangre era la verdad. Al abrirse la puerta y ver aparecer a los dos soldados arrastrando a la prisionera, había entendido que así era y que así sería por un largo tiempo. Había observado desde su rincón cómo la tiraban sobre la silla, cómo la amarraban de pies y manos, cómo la desamordazaban y cómo se iban, dejando la habitación aún más sola que antes.

Andrés miró el cuadro y abrió la ventana. Al otro lado, como un espejo, asomó la imagen gemela. Las manos aún le temblaban, pero ya estaba tranquilo. Entendió que la pintura no lo podría salvar y que ese patio interior que le lanzaba a las narices el olor a trementina y un fogonazo violeta era el fin de una mentira que él mismo había querido creer: no había advenimiento posible; el juego de la impostura, de la sustitución había sido un castillo de arena que se desmoronaba. Ninguno de sus cuadros lo hacía más humano, ninguno mostraba la verdad de sí mismo, con excepción de esas manchas rojas que habían caído una a una, como las heridas en el cuerpo de un fusilado, la noche antes de mudarse.

Asomó la cabeza al vacío y respiró profundamente. Después se dio media, cogió el cuadro de las manchas rojas y caminó hasta el salón. Lo puso sobre el atril que daba a la calle y lo observó. Fue como si nunca lo hubiese sacado de su memoria, a pesar de estar casi catorce días totalmente volcado en otro. Con él anclado a la mirada llegó al baño, abrió el grifo, se mojó la cara, los ojos por debajo de las gafas, la cabeza. Pensó que esa era la zanja que tenía que excavar; profundizar en cuadros que fueran recuerdos, en recuerdos que fueran heridas aún no cicatrizadas. Solo así separaría la infección de la sangre o al menos eso creía.

A pesar del cansancio, cuando retornó al salón, cogió la cartera y las llaves de encima de la mesa y salió a la calle. Necesitaba caminar, despejarse, sentir en su piel otra piel; saciar su miedo y su rabia. Buscar algo o alguien que lo hiciera olvidar su culpa.

 

 

 

 

Al retornar, lo primero que hizo fue acercarse al cuadro. No le gustaban las putas, pero sabía que el sexo era lo único que lo calmaba, y el sueño que venía después, el único que no se poblaba de pesadillas. Por eso, apenas había salido se acercó a una cabina telefónica y llamó a un viejo anuncio de periódico que guardaba en la cartera. Era la puta de siempre, el trato de siempre, el lugar de siempre. Ella ni siquiera lo molestó cuando se quedó dormido: lo dejó reposar hasta que quince minutos después se despertó más descansado y con una paz que sabía no conservaría por mucho tiempo.

Bajó del piso aún somnoliento, pero el tráfico de La Castellana lo había terminado por despabilar. De inmediato bajó al metro y sin darse cuenta del todo hizo transbordo y luego se bajó en Lavapiés. Al salir del túnel se sintió como en casa, así que sacó un cigarro, lo encendió y caminó tranquilo los pocos pasos que lo separaban de su edificio. Concluyó de fumarlo a bocanadas largas en el portal. Tiró la colilla, la aplastó y subió hasta su apartamento.

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