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Authors: Julio Espinoza Guerra

La fría piel de agosto (9 page)

Le ayuda a desvestirse en el instante en que se besan, pero no sabe si quiere o no acercarse a su cuerpo. Una sensación de indefensión acaba de atenazarla ante la posibilidad de no volver a verlo, pero también ha sido una sensación de dominio. No le importa cómo. Sabe que lo ha retenido y si lo ha hecho es porque a él le importa. Te amo, ha dicho más de una vez. Y es el escuchar esas dos palabras pegadas a su cuello, cuando Andrés pasa su lengua por el comienzo del rostro, el mentón, los labios, que Olga se olvida de todo y desea que ese hombre delgado y calvo, que solo se quita las gafas para dormir, la abra completa, haga lo que quiera con su cuerpo. Con su vida.

Andrés baja hasta su coño y lo lame tragando su flujo, estirando los brazos, las manos, hasta tocarle los senos, apretándoselos y, por la presión, hundiendo aún más la boca en su vagina. Ella cierra los ojos y, cuando los abre, lo observa subir por su cuerpo hasta pegar su rostro al suyo. Olga busca con la mano su polla erecta. Lo primero que palpa son gotas de líquido seminal. De inmediato, como si los flujos de él y de ella fueran lo mismo, su coño se abre un poco más. Comienza a masturbarlo. Andrés la besa en la frente, en los pómulos y, luego, largamente en la boca. Olga pasa su lengua por su pecho y sus hombros, que saben a alcohol y sudor. Cuando hunde la cara en su cuello, siente uno de los dedos de Andrés abriéndose paso a través de sus labios mayores. Ambos están tendidos en la cama cuan largos son. Sus cuerpos resplandecen, son el negativo de las sombras que a esa hora se cuelan por la ventana, el negativo de otros cuerpos que duermen esperando que den las seis para levantarse y acudir al trabajo sin tiempo a pensar en el sexo, sin tiempo para las caricias, para ese amor sin urgencias que Andrés y Olga se prodigan tal cual lo acabaran de descubrir.

Cuando han dejado de sentir los pocos ruidos provenientes de la calle, cuando ya no hay colores ni habitación ni cama ni sábanas, cuando la mano de Olga ya no puede abarcar el sexo de Andrés y el dedo de Andrés apenas puede aguantar el ritmo sobre el sexo de Olga, el tiempo se detiene en un espasmo agudo y repetido; dos gritos que se acompasan, que son el mismo, para luego acallarse y fundirse, hacerse la misma sombra, el mismo silencio profundo que imprime el verano a la noche de Madrid.

 

 

 

 

Olga despierta sudando. Apenas la cubren las sábanas arrugadas, aún con olor a semen. Busca a tientas el cuerpo de Andrés que no encuentra. Aguza el oído por si estuviese aún en el piso. Se complace pensando que puede estar en la cocina, preparando el desayuno. Pero no se escucha ningún ruido. Se da la vuelta y mira al techo. Azul. El techo es azul, como el cielo. Despejado. Sin nubes negras. Olga no tiene miedo.

Pasa su palma derecha por uno de sus muslos. Está cálido. La mano se moja con la transpiración. Piensa en que le sentaría bien una ducha y se sienta en el bordillo, empujando hacia atrás las sábanas. Deja caer sus pies en el suelo, se levanta y camina hasta el baño.

Una vez bajo el agua, tiene la certeza de que Andrés no está, pero no le importa, porque sabe que no puede ir muy lejos, que él también la necesita. La parsimonia de sus gestos al enjabonarse no tiene nada que ver con la violencia de la noche anterior. Se toca nuevamente, pero sin lograr darse cuenta de los límites de su cuerpo. Lo único que sabe es que algo le dice que confíe en él, que nunca le pedirá más de lo que pueda, que por el placer oculto tanto tiempo, bien vale la pena cruzar algún que otro límite.

En el momento que Olga enjuaga su pelo en el chorro de la ducha recuerda por un instante a Luis. No se le parece en nada, piensa, y se le viene a la memoria la imagen de las noches a su lado, con el sexo como rutina, casi siempre cuando él quería, como él quería.

Deja que el agua le moje la cara, corta el grifo y aprieta sus manos sobre los ojos. Cuando los abre, Luis ya no está. Se pone el albornoz y con los pies húmedos camina hacia su cuarto. Sin pensarlo abre la persiana y mira a la Plaza de Lavapiés. Un pequeño murmullo de gente viva llega a sus oídos. Levanta los ojos al cielo y allí está, despejado, caluroso, casi idéntico al de su habitación. El mismo cielo, piensa y sonríe.

Le entran ganas de desayunar en la calle, así que se pone un pantalón limpio, una camiseta y las zapatillas de lona. Cruza la habitación y, sin mirar, pasa por el salón y la cocina. Avanza hasta la puerta de su piso. La abre y sale. En el rellano se detiene. Mira hacia el final de la escalera y presiente, allá en el fondo, un abismo o el hocico de un animal. Por un segundo le teme a su propio cuerpo, aunque ya le haya ganado unas cuantas batallas. Suspira hondo y comienza a descender.

Cuando por fin abre la puerta de calle, observa por un segundo el espacio lleno de gente, las voces de los niños y las gitanas, los colores de los trajes de los subsaharianos, como si se tratase de algo extraño, algo que pasa en la pantalla de un televisor, una ficción de la que no forma parte. Tanta alegría no puede pertenecerle. Pero Olga piensa que el azul de su techo es el mismo que la cubrirá una vez salga de esa cárcel que solo le pertenece a ella.

Temblando avanza hasta detenerse en el umbral; su cristal y su hierro es el límite natural entre su oscuridad y la luz, entre su miedo y la esperanza. Vuelve a mirar a su alrededor, creyendo que todos se detendrán a escrutarla, pero el mundo pasa a su lado sin parar, sin plantearse siquiera si respira o deja de hacerlo, como si fuera un organismo vivo del cual cada ser humano solo es una célula más de piel, un leucocito, una abeja necesaria pero no imprescindible para la vida del panal. Esa indiferencia le da confianza. Prefiere no ser nadie, que nadie la mire, pasar inadvertida, poder observar lo que allí ocurre sin que nadie se le acerque, sin que nadie le pregunte.

Posa un pie fuera del portal, luego otro y camina deteniéndose cada dos pasos, insistiendo en mirar y respirar, no porque le falte el aire, sino porque le falta la vida y no se da cuenta. Mira el escaparate de la ferretería y se asombra frente a las cafeteras, los cortaplumas, los taladros. Dentro, los hombres intercambian bienes. Fuera hacen competencia los repartidores de refrescos, de ropa, de abalorios, que a esa hora de la mañana toman la calle en un esfuerzo inútil por hacer significativa su presencia. No hay nada más que el músculo de la vida, piensa Olga y camina un poco más, hasta la esquina de la calle Argumosa. Se asombra del gran mazacote que han puesto en la esquina. Pero es mejor ese teatro que el baldío. O no. Porque no todo lo vacío está vacío, piensa haciendo un esfuerzo por no identificarse.

Camina por la acera de la izquierda buscando un café que a esa hora ya esté abierto, ya haya sacado las mesas a la calle. En el esfuerzo recuerda la suma de noches acumuladas junto a Luis. A él no le gustaba Lavapiés ni los muchachos sentados en la banca fumándose algún porro, bebiendo cervezas, cantando algo de Silvio Rodríguez o de algún otro cantautor latinoamericano incapaz de olvidar el 59, el 68 o a Allende. Nostálgicos del copón, les decía y ella callaba, porque en más de una ocasión le hubiese gustado unirse a ellos, tomarse algún sorbo de vino en caja, sentarse en el cemento sucio y preguntarles por qué estaban allí, qué los llevaba noche tras noche a repetir la cita.

No se da cuenta cuando ya está frente al Automático, que recién abre puertas y acomoda mesas. Le pregunta a la chica que está arreglándolo todo si puede sentarse. Claro, le dice, seca. Y Olga se sienta debajo de un platanero, respirando ese aire que por las mañanas y en especial allí, en esa parte del Madrid más castizo, más obrero, más inmigrante, parece limpio de verdad.

Pide un café con leche y un cruasán a la plancha. Lo come con tranquilidad, disfrutando cada trozo de masa con mermelada que se enreda en su lengua. No recordaba lo bueno que era algo tan simple como un cruasán ni lo bueno que estaba un café con leche, de esos de máquina, de esos que nunca se pueden beber en casa. Es en ese instante cuando se siente como aquel prisionero de
La hora veinticinco
, que aún comiendo un trozo de pan duro era capaz de ver el milagro de la vida multiplicándose para su supervivencia. Un ritual, se dice Olga, mientras masca otro trozo de cruasán y bebe otro sorbo de café.

De pronto el túnel muestra su luz. Porque no es que la vida sea mejor que antes. Olga sabe que no es así. Sino que la oscuridad tiene reflejos que la hacen bella, translúcida a veces; un caleidoscopio que se llena de figuras verdes, rojas, grises, y de olores. A veces Olga no se entiende, porque diez días atrás, paseando por la Gran Vía sintió lo mismo. Luego la luz desapareció. Lo comprende en el mismo momento en que el último trozo de miga baja por su esófago, todavía dulce, aunque es el amargor el que permanece en su boca. Pero no hay nada por lo que llorar. La vida es así. Una montaña rusa que en ocasiones nos da momentos de paz para luego lanzarnos al vacío con una sonrisa o con el vértigo, la náusea a punto de salírsenos por la boca.

Reflexiona como no lo ha hecho hace mucho. Quizá haya macerado el dolor y ahora todo sea más hondo, menos evidente. Se pregunta qué lugar ocupa Andrés y siente que no lo ama, pero que lo necesita. La violencia de los golpes en su cuerpo, la exigencia del amor que no es amor, la seguridad que le otorga tenerlo a su lado, le han dado ojos para mirar más allá de sus heridas. Es entonces que descubre el sexo como una entrada al mundo, una droga que le permite cambiar su aflicción por placer.

En el mismo momento en que bebe el último sorbo de café deja de soplar la brisa. Aún queda media hora larga para el mediodía, pero el sol se torna insoportable. Las calles están casi vacías. Olga paga y deja cincuenta céntimos de propina. Camina y disfruta las gotas de sudor que se deslizan por su espalda. Mira los escaparates, los anuncios y rayados de las paredes. Piensa en la perpetuidad, en el para siempre, y mueve negativamente la cabeza. Cuando pasa por la boca del metro, se detiene un momento. Las manos le han comenzado a sudar; siente un leve mareo. Se apoya en la balaustrada y observa escaleras abajo, deseando que alguien aparezca, la coja de la mano, la ayude a subir a su piso. Tiene la boca seca y su corazón se mueve con violencia detrás de las costillas: es el latido del miedo apoderándose de su torso, de su espina dorsal.

La gente pasa por su lado, pero ella parece no darse cuenta. Tiene las manos blancas por la presión que ejercen sobre la reja. Cierra los ojos. Se siente sola y extraña en ese lugar; un no pertenecer a ese cemento. Nada queda de la brisa, del aroma a café, del cruasán tan delicioso que acaba de servirse. Un escalofrío recorre su brazo y abre los ojos.

Olga piensa que no, que esta vez logrará superarlo, que no caerá a tierra, que no teme no tener a nadie que la rescate. Que, por último, ella sí que puede sola con la vida. Entonces se suelta y camina, camina como si fuera un niño dando sus primeros pasos, sin lograr distinguir las siluetas, como si solo midiera cincuenta centímetros y el mundo fuera un todo indescifrable dispuesto a abalanzarse sobre ella, dispuesto a aniquilarla, a cubrirla con toda esa oscuridad que ahora le ciega los ojos aunque estén abiertos.

Pasa por el frente del banco, por el frente de la zapatería, por el frente de la ferretería, pero los objetos que la maravillaron hace apenas una hora ya no están: delante hay una ruta fija, una pequeña senda donde la salvación limita con la caída y no hay tiempo que perder, porque en cualquier momento la oscuridad puede cubrir el camino, en cualquier momento sus zapatillas pueden perder pie.

Olga se sujeta de las paredes. Siente que lleva caminando demasiado tiempo y que su casa, su sofá, su balsa deberían estar mucho más cerca. No sabe muy bien en qué momento, empujada por la ceguera, palpa su portal y encuentra el cerrojo donde incrustar la llave. Entra a trompicones, cerrando de golpe y apoyando la espalda sobre la puerta. Respira profundo una, dos, tres, cuatro, hasta cinco veces, y recién entonces enciende la luz.

Tiene la sensación de que en el mismo momento en que lo hace, sus ojos despiertan de un sueño profundo, una pesadilla. Está mareada, como si hubiese cruzado una tormenta a nado. Ahora solo tiene que subir los cincuenta peldaños que la separan de tierra firme.

Olga toma aliento y removiéndose del abrazo de la puerta se lanza hacia la escalera. Sus dedos arañan el pasamanos: astillas inexistentes se clavan en su palma. Avanza despacio. Las piernas apenas le responden. Cuando por fin llega al rellano, la luz se apaga. Se queda quieta. Dándose un nuevo impulso, palpa la pared hasta dar con el interruptor e iluminarlo todo. Temblando, abre la puerta. Pasa el umbral y cruza el pasillo hasta el salón. El sol entra con fuerza. Se tiende en el sofá, y siente que retorna a la calma, al sueño, al útero.

 

 

 

 

Olga sueña que baja por la boca del metro. Sus pasos resuenan sobre las baldosas. La luz es baja, casi inexistente. Son las máquinas las que alumbran los pasillos con sus pantallas de colores. Las escaleras mecánicas avanzan con sus peldaños vacíos. Olga las observa desde arriba. Pareciera ser el comienzo de una garganta que la invita hacia el abismo. Todo está limpio y silencioso. No corre viento. Nunca ha corrido viento por los pasillos del subterráneo. Mira la hora. Son las cinco de la tarde. Imposible tanta soledad. Olga se sube a la escalera mecánica que, rechinando, acelera. Mira hacia arriba esperando que alguien aparezca. Pero no llega nadie. Entonces se mira. Está casi desnuda. Solo lleva sobre su cuerpo la camiseta blanca de algodón y unas bragas negras de encaje. No sabe si es real. Así que se toca, primero el muslo, luego las nalgas, sube por la cintura, los senos, el cuello, la cara, hasta tirarse del pelo. Y, en el sueño, le duele, pero no grita. Abre los ojos que ha cerrado por el dolor. Y vuelve a encontrarse sola. Los tornos están abiertos. Avanza y al pasar, las máquinas expendedoras de billetes se apagan. Todo queda a oscuras. Siente miedo. Pero a los pocos segundos se encienden las luces de emergencia. Continúa por el andén. Sabe que el tren no llegará. Prefiere que no llegue, aunque quizá venga con más personas como ella. Gente que la verá medio desnuda. Siente pudor. Y no sabe si es mejor estar sola que acompañada. Se deja caer sobre uno de los asientos de cemento pegados a la pared, en el rincón. No sabe qué espera. Los televisores están encendidos. Hablan de modelos, de comida, de ropa, de películas y políticos inaugurando nuevas estaciones. Olga piensa que todos deben estar allí. Entonces siente un viento que viene desde el túnel. Luego, escucha el ruido del metal sobre el metal. Se aproxima un convoy. Se levanta de un salto, busca un sitio para esconderse, pero no encuentra ninguno, ni siquiera puede huir por donde ha venido. Todas las entradas al andén están clausuradas. La llegada del tren es inevitable. En ese momento se mira de nuevo: está desnuda. Sin camiseta, sin bragas, mostrando su famélico cuerpo. El tren aparece por la boca del túnel. Pero no alcanza a ver al maquinista. Los vagones, vacíos, pasan lentamente frente a ella, hasta que se detienen. Se abren las puertas. Quieta, observa deseando que se cierren, que se marche. Pero no lo hace. Pasan los minutos y Olga, impulsada por la curiosidad, entra. Las puertas se cierran de inmediato y ella se pega un instante a una de las ventanas para mirar hacia el andén vacío. Uno a uno, los vagones van entrando en la oscuridad. El tren es un gran intestino oscuro. A lo lejos ve a un hombre que, sentado, lee un libro. Avanza hacia él. Ya no le importa estar desnuda. Sabe que nada puede ser real. Sabe que debe ser un sueño. El hombre también la ha visto. Se levanta y se acerca hacia ella. El tren acelera y Olga tiene que sujetarse para no caer. Lo mismo hace el hombre, que ahora sonríe. En ese momento lo ve. Es Luis. Están solo a un vagón de distancia. Tiene ganas de abrazarlo. Comienza a llorar. Él la saluda agitando la mano. Entonces retorna la luz. Han llegado a una nueva estación y antes de que puedan seguir avanzando, un tropel de personas entra llenando los vagones. Olga intenta correr. Va en contra de la corriente, dando pisotones y codazos al resto de los pasajeros. Busca a Luis, allí, en el otro extremo. Pero las oleadas de personas la empujan hacia atrás aunque no quiera. Se siente exhausta y cae sin perder el conocimiento. Casi a rastras logra llegar a una de las paredes del vagón. Cuando se levanta, el tren avanza dejando atrás la estación. Olga divisa a Luis que, de pie en el andén, se despide de nadie agitando la mano. Siente que se marea, que se asfixia y luego todo es oscuridad. Y en la oscuridad, un mar, una balsa y ella intentando sobrevivir. Sabe que ha soñado muchas veces con esta escena, pero aun así siente que la muerte está cerca, a punto de llevársela. Con las manos hundidas en el agua turbia intenta estabilizar la balsa, incapaz de resistir las olas. Una y otra vez el agua entra sin que pueda hacer nada por achicarla. Hasta que el movimiento cesa y una luz semejante a la de los atardeceres de invierno la ilumina. Ahora el mar es una pátina oscura e infinita. Y aunque inicialmente Olga se calma, después se desespera porque se da cuenta de que no hay nada. Es un desierto. Sabe que de allí no podrá salir nunca. En ese momento siente una mano que la sujeta de los hombros con fuerza. Abre los ojos. Aunque casi todo está oscuro, logra distinguir el rostro de Andrés. Olga piensa que ha despertado cuando él dice su nombre. Pero luego escucha sonidos, que son palabras, que son voces a su alrededor. Sigue en el metro, en el sueño. Andrés la levanta, la acomoda en uno de los asientos y la besa, llorando. Decenas de rostros, de cuerpos torturados la observan. Pero no siente miedo. Abraza a Andrés, lo acaricia y deja que sus manos toquen su cuerpo. Él comienza a pasarle la lengua por el cuello, por los brazos, por los senos. Y aunque todos esos seres cubiertos de heridas, sin ojos, también se abalanzan sobre ella, Olga no hace nada, sino que se hunde más y más en Andrés, hasta desnudarlo del todo y acoplarse a su cuerpo, a su sexo, más que en una danza, en una lucha frenética, que termina con él vaciado en ella, jadeando, y los demás cuerpos haciendo un círculo para contemplarlos mejor. No sabe cuál de los dos es el salvador ni cuál el salvado. Cuando se levanta del suelo, su cuerpo resplandece. Ayuda a Andrés, que lleva la misma luz. Entonces el convoy entra en una estación y ambos, tomados de la mano, se mueven para salir. Cuando por fin se detiene el tren y las puertas se abren, Olga avanza hacia el andén. No nota que en el último momento la mano de Andrés se desliza de la suya hasta separarse. Cuando se da la vuelta, las puertas del carro se han cerrado y él le hace un gesto de despedida desde la puerta. Sigue resplandeciendo rodeado de seres mutilados. Olga lo observa alejarse. Camina por el andén solitario hacia la salida. Los accesos están abiertos. Y no se asombra de estar en la misma estación de Lavapiés donde comenzó el viaje.

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