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Authors: Julio Espinoza Guerra

La fría piel de agosto (11 page)

BOOK: La fría piel de agosto
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Al acercarse al lienzo presintió a alguien detrás de la persiana. Como queriendo jugar, como queriendo decirle mírame, estoy aquí y quiero saber quién eres, qué haces, por qué miras, sacó un nuevo cigarrillo del paquete y se lo puso, sin encender, en los labios. Se quedó así, dirigiendo sus ojos hacia la sombra de detrás de la ventana, hasta sentir un cosquilleo avanzando por su brazo. No recordaba que se le erizara la piel de esa forma desde la última mujer que había tenido que torturar. Ella era apenas una adolescente y él llevaba semanas pidiendo que lo cambiaran de puesto. Cuando la vio desnuda e indefensa, una presa entre sus manos, comenzó a sudar. Era delgada y, aun antes de hacerle nada, se sintió culpable, pero después de aplicarle las descargas eléctricas ya era otro y otro el que la violaba. Eso había sido hacía mucho tiempo. Y este instante, este juego absurdo se la había traído a la memoria.

Andrés sacudió la cabeza y se quedó quieto, como si una fuerza más poderosa que su voluntad lo pegara al suelo, lo obligara a mirar y disfrutar lo sentido. Cuando escuchó el chillido de los vencejos, ya habían pasado quince minutos y hacía por lo menos diez que la mujer —porque sí, era una mujer— ya no estaba. Fue al baño, se sacó las gafas y se mojó el rostro. Se propuso hacer lo posible por olvidar, aunque había algo atractivo en ese marco mugriento, en ese fantasma que desde el otro lado del vacío le devolvía su propia imagen.

Estuvo a punto de cruzar el rellano y llamar a su timbre, pero el miedo a tocarla y repercutir en ella todo el mal, el dolor que llevaba dentro, lo contuvo. Por la tarde, de nuevo se sentó frente a un lienzo en blanco y estuvo observándolo durante horas. Hubiese querido pintar su presencia, pero sabía que mientras no pudiera enfrentar sus recuerdos, todo intento sería vano. No podía olvidar ese relámpago de conciencia que hacía pocas horas lo había perturbado hasta hacerle darse cuenta de que la única expiación posible estaba, de alguna manera, en convocar a sus muertos a la vida por medio de la pintura.

Se miró los dedos y se tocó la frente y los párpados; se estiró la piel de la cara y recordó la sala de torturas, a veces solo una silla. La misma silla en la que había atado a la adolescente, la casi niña que hacía unos instantes había vuelto a colarse en sus recuerdos. ¿Cuántas mujeres habían pasado por sus manos? Andrés se levantó, cogió los óleos, los pinceles y manchó el lienzo con rabia.

 

 

 

 

Pintó toda la noche una silla de mimbre rodeada de vacío: solo manchas, signos de la mutilación, espíritus que siempre estaban allí, que lo perseguían. Únicamente se detenía a beber. Caminaba a la cocina, se sacaba las gafas, se mojaba el rostro y se acercaba el agua a los labios directamente desde el grifo. Luego volvía al salón acomodándose las gafas. Con dolor, pero también con voluntad, insistía en asir el pincel.

Concluyó dos noches más tarde, cuando todavía estaba oscuro. El agotamiento llenaba todos sus huesos, pero decidió quedarse contemplando la pintura hasta que amaneciera. Una fuerza que desconocía se apoderó de su cuerpo y le pareció que esa silla en la memoria era más un animal bombeando vida a su costado que un simple recuerdo. Tener el cuadro allí, frente a sus ojos, lo hizo hundirse en el fango. Proyectó sus extremidades revolcándose en él, su nariz respirando la podredumbre, el dolor de las llagas abiertas por la electricidad y las colillas de cigarrillos. Y le dolió, pero menos que cuando se le presentaba en el sueño.

Al asomarse las primeras luces por el patio empujando las sombras, lo invadió la tranquilidad del trabajo bien hecho, del hueso bien soldado. Se sintió casi feliz, como si algo dentro de él, lo peor, se hubiese lavado durante esas noches. En vez de caer rendido sobre la cama, salió a caminar por El Retiro. La luz, los árboles, el canto de los pájaros lograron que la tranquilidad se transformara en un sentimiento más denso, casi concreto. Cuando llegó a la laguna, Andrés entendió del todo que sus fantasmas no morirían, que se quedarían con él hasta el final, como las barcas que cada noche anclaban allí, en el lago; y que eso no era malo, sino algo natural, como el polvo que se acumulaba en los zapatos, que se transformaba en las arrugas del cuero y que permanecía allí aunque se lustraran.

Cuando iba de regreso a su piso pensó que, a pesar del cansancio, hacía tiempo que no se encontraba tan bien y sonrió. Así que fue acelerando el ritmo hasta pasar casi corriendo frente al Museo Reina Sofía y por toda la calle Argumosa, sin ya prestar atención a los edificios, los árboles, la tranquilidad de esa hora. Al llegar a la esquina de la Plaza de Lavapiés, las dos noches de insomnio cayeron sobre su espalda. Había pensado en comprar algo, cocinar, pero era más poderosa la necesidad de dormir. Así que inmediatamente después de llegar a su habitación, se tiró a la cama sin siquiera sacarse la ropa. Todavía no eran las doce del mediodía.

Despertó veinticuatro horas más tarde con el sol quemándole el rostro. No había soñado y, además, conservaba el buen humor de la mañana anterior. Se desnudó con rapidez y calmó la fiebre de su cuerpo con una ducha de agua fría. Luego, después de secarse superficialmente, abrió el armario y se puso una muda idéntica a la ropa sucia que yacía sobre el suelo: bóxer y camisa blancos, y el pantalón negro. Se arremangó, se calzó las sandalias y salió a la calle.

Cruzó la plaza y entró sin pensarlo en el supermercado. Se detuvo en la pescadería y compró dos doradas para celebrar la tregua con las imágenes de sus recuerdos. Al pasar por el costado de la frutería, cogió una caja plástica de tomates cherry, lechuga, unas ramas de perejil y patatas, y de una estantería cogió dos kilos de sal gorda y medio litro de aceite de oliva. No necesitaba más para él solo.

Cuando pagaba se propuso dormir después de almorzar. Pero una vez pisó la acera vio a una mujer blanca, de pelo negro y lacio, bajar cargada de bolsas de un taxi. La mujer, asiéndolas con dificultad, avanzaba con lentitud hacia la puerta del edificio. Un impulso eléctrico lo llevó a correr hasta alcanzarla y abrir el portal justo antes de que dejara por tercera vez las bolsas en el suelo. Al coger unas cuantas para ayudarla, supo que era la sombra que había visto tras las persianas hacía tres días. Soy Andrés, le dijo, agregando que al parecer eran vecinos. Casi no escuchó su nombre, pues su figura, que apenas era cuerpo, había capturado toda su atención. Sujetando las bolsas de Olga y las suyas, subió los peldaños sin detenerse, más que nervioso, expectante, repitiendo el nombre para que no se le olvidara: Olga.

Cuando en el rellano se las entregó, murmuró que era chileno y dos cosas más; luego entró a su piso sin despedirse, haciendo sonar el plástico de sus propios bultos al chocar contra la pared. Después de dejar las compras en la cocina, se sentó en el sofá. Estirando toda su espalda en el respaldo, volvió a pensar en sus muertos y de inmediato recordó la fragilidad de la mujer que acababa de conocer. Un flujo denso y cálido recorrió sus venas. Fantaseó un segundo pensando que era algo parecido al amor. Sin embargo, lo sabía, era esa compasión que un día había tenido, pero que, siendo poco más que un niño, había perdido en la sala de torturas.

Sentado en el viejo sillón, la adolescente de la silla y la mujer de la escalera se hicieron la misma. Su blancura, sus pequeños huesos que le pedían a gritos algo de piedad, sus ojos perdidos y la respiración que agitaba las aletas de la nariz, como entrando apenas, saliendo como un invitado indeseado, abriéndole las puertas a la muerte sin que su dueña lo notara.

Andrés entendió que, aunque no era parte de su pasado, tenía una deuda con ella. Por eso unos minutos más tarde se plantó frente a su puerta y, escudado en la falsa excusa de la sal, presionó su timbre.

 

 

 

 

De vuelta en su cocina, Andrés intentó olvidarse de todo mientras iba calentando el horno, lavando las doradas, acostándolas en su nicho de sal, clavándoles el pequeño palillo conmemorativo, para identificar por su jugo cuando estuvieran en el punto adecuado para sacarlas. Después tomó las frutas que tenía hacía días en la nevera y las limpió, les quitó la piel, sacó las pepitas de la sandía, cortó todo en pequeños trozos, que dejó en una fuente transparente, y las espolvoreó de azúcar para que maceraran en su jugo. A continuación peló las patatas y las cortó en trozos circulares, preparó la sartén con el aceite y esperó que se calentara al máximo. Poco a poco depositó los aros, que fritura tras fritura cayeron crujientes en los platos. Apenas terminó, movió todos los óleos de la mesa. Buscó en una de las cajas de su habitación mantel y sobremanteles, y sin fijarse en el color puso primero uno y luego los otros. Acarreó vasos, servilletas de papel y agua. Para finalizar sacó del armario un vino chileno que había guardado para una ocasión especial. No sabía por qué era esta, pero lo era. Lo miró con detenimiento. Novas, Chardonnay, 2004. Caminó hasta el salón y lo dejó sin abrir sobre la mesa. De nuevo en la cocina y justo cuando comprobaba si las doradas estaban listas, oyó el timbre.

Casi sin querer se miró a sí mismo. No se encontró muy atractivo con el pantalón negro y la camisa blanca de siempre. Pero no tenía otra cosa. Recordó vagamente el día que decidió vestirse siempre igual para no gastar tiempo en una elección tan superflua como la ropa. Se acomodó el pantalón después de sacarse el delantal, que dejó arrugado sobre la encimera, y se encaminó al recibidor. Estaba nervioso, así que no le extrañó escuchar con claridad sus pasos sobre el parqué y antes de abrir, su pulso rebotando sobre su cuello.

Lo primero que hizo, incluso antes de saludarla, fue pedirle disculpas por el desorden y luego, cuando llegaban a la sala, por el olor. Era instintivo. A casi nadie le gustaba el aroma de los oleos y la trementina. Pero Olga le dijo que no importaba; que a ella le encantaba. Eso le gustó. Fue como si su presentimiento sobre ella cogiera fuerza y forma. Entonces la invitó a esperarlo un segundo. Puedes ver lo que quieras, le dijo, y se encaminó, disimulando su nerviosismo, hacia la cocina. Allí se agarró de la encimera e intentó calmarse. La encontraba tan parecida a su primera víctima. Delgada, indefensa, tan natural vestida con sus vaqueros y su camisa blanca. ¿Por qué?, pensó.

Abrió el grifo y bebió con las manos. Se secó con el puño de la camisa y respiró profundo. No puede ser casualidad, siguió reflexionando. Era como si su pasado le estuviese dando la posibilidad de expiar sus faltas, perdonarse. Eso lo hizo sentirse mejor. Se sacó las gafas y presionó sus manos sobre el rostro. La frescura terminó de calmarlo.

Ya más tranquilo, sacó las doradas del horno y con un martillo que guardaba junto a los cubiertos rompió la pirámide de sal que las cubría: no otra cosa que su tumba. Cuando las pudo ver, la piel relucía como las pinturas de los sarcófagos: más hermosas incluso que cuando fueron hechas. Las tomó con cuidado y las dejó al lado de las papas fritas de cada plato. Luego, adornó todo con dos ramitas de perejil, unos tomates cherry y un chorro de aceite de oliva. Puso ambos platos en una fuente transparente y se dirigió al salón.

Encontró a Olga de pie al lado del cuadro de la silla. Antes de que pudiera pedirle que se sentara o que contemplara la obra de arte que eran sus doradas, ella le pidió que lo girara. Se quedó mirándola solo un instante, pero ella algo debió advertir en sus ojos, pues casi de inmediato se justificó diciendo que no era que no fuera bello, pero le recordaba cosas; que por favor la disculpara.

Andrés lo hizo en silencio. Ya no podía ser una casualidad. Esa primera mujer y esta última eran la misma. Había algo en el aire, algo en el lado misterioso del mundo, que las unía. Las preguntas, tal como un globo de cumpleaños, fueron creciendo en su cabeza. Cuando se sentaron a comer no había punto de retorno. Ni las maravillosas doradas, ni lo crujiente de las patatas, ni la mejor ensalada que había hecho en los últimos tiempos lo pudo sacar de su enajenación. La imagen de los peces cubiertos de sal, su persistencia en el tiempo después de una hora dentro del horno aún lo perturbaban. Muerte y resurrección, se dijo para sí. Sus muertos se habían entrometido en el único momento de placer que había tenido en mucho tiempo, sentándose a su mesa, jugando con sus cubiertos, haciéndose más visibles que nunca en la pintura. Había sido una comida extremadamente silenciosa. Aunque quizá ese momento los hacía cómplices en la tristeza.

Fue mientras comían callados, cada uno en su propio mundo, que presintió que Olga estaba de luto, que toda ella, a pesar de su blancura, era un trapo negro que la cubría desde los tobillos hasta los ojos. Creyó que aunque la ruta no era la misma, los muertos de ambos tutelaban sus días, porque si no, ¿por qué el cuadro le había afectado tanto? En el instante en que se llevaba un trozo de ensalada a la boca, algo se movió en su interior y dejó de compadecerse de sí mismo para hacerlo de ella. Y creyó, mientras le daba el último sorbo al Chardonnay, que tenía algo que decirle, una pequeña sabiduría con que salvarla de esa muerte viva que latía tras sus ojos.

Cuando Olga rompió el silencio diciéndole que la comida había estado muy buena, Andrés agradeció callado su buena educación, pero no supo qué hacer. Ella insistió, así que haciendo acopio de las fuerzas, que caprichosamente se iban o regresaban, plantó su mejor cara y diciéndole que si la comida estaba buena, mejor estaría el postre. Al llegar a la cocina, de nuevo se sintió mejor. La compañía era algo que de por sí no llevaba bien, pero con Olga a su lado era imposible no sentir, además de su pasado, una especie de perdón saliendo a flote.

Cogió dos platos pequeños y en cada uno depositó cuatro cucharadas de macedonia. Luego, sacó el helado de vainilla, lo puso encima de la fruta y lo cubrió con un manto de nata. Lo remató con el chocolate líquido que había fundido momentos antes. Se veía bien.

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