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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #Romántico, #Humor

La felicidad es un té contigo (16 page)

BOOK: La felicidad es un té contigo
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Fue un beso memorable, aquel primero, contra el muro de la iglesia de San Ginés, no muy lejos de la oficina. César había dejado el casco sobre el asiento de la moto en la que le había llevado a dar una vuelta, como si tuvieran veinte años, como si María no hubiera pasado ya por eso, la salida del instituto, el novio esperándola en la puerta, la carpeta, los libros, la despedida en el portal. Pero no eran veinte, sino treinta y cinco, y un marido, tres hijos, una casa, la lista de la compra, el cargo de conciencia.

Al principio, María se había jurado a sí misma que su historia con César Barbosa no duraría más de un fin de semana, el que se separaba cada año de Bernabé para que él pudiera ir a Zamora a visitar a su madre, que no la aguantaba y no quería verla ni en pintura porque decía que lo había cazado a lazo, a su hijo, con el futuro tan prometedor que tenía. Pero pasó el domingo y el lunes se presentó César Barbosa en la oficina de
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con una factura nueva y una nueva invitación.

Así que comenzaron a verse a escondidas, en un hotelito discreto, a la hora de comer. Dos o tres veces por semana, si no más. Y a lo tonto, a lo tonto, habían pasado ya nueve meses de aquel primer beso tan cauteloso.

La primera que se fijó en el labio inflamado de María fue Gaby, porque la tenía enfrente, mesa contra mesa, y porque desde su conversación con Berta no había podido quitarle los ojos de encima. No la observaba: la escrutaba. Ella jamás engañaría a Franklin Livingstone. Ni por toda la lujuria ni por todo el oro del mundo.

—Asunción, ¿te has fijado en cómo trae el labio María?

Asunción le había pedido tantas veces perdón por la metedura de pata del biberón y el chupete que ya sólo le faltaba flagelarse en la plaza pública. Gaby había recibido flores, bombones, regalos, disculpas, abrazos, lagrimones… Por supuesto, la había perdonado de inmediato. Pobrecita, la había consolado, ¿tú cómo ibas a saber lo que se estaba cociendo? Deberíamos habértelo contado desde el principio, es culpa nuestra, no llores. Luego, Berta y ella le habían descubierto el pastel, con todo el tacto del mundo: que María le pone los cuernos a Bernabé, que desde hace nueve meses, que mírala lo tranquila que parece, que encima dice que es por su bien.

—¿El labio? —Asunción se asomó a la puerta de la cocina, donde se había reunido discretamente con Gaby después de que ésta le enviase un
e-mail
dándole cita delante de la cafetera.

—Parece Angelina Jolie, mírala.

Asunción no tuvo más remedio que darle la razón a Gaby. Berta no se había percatado de nada. Desde hacía varios días parecía tener la cabeza en otra parte. Estaba alelada, distraída. Las chicas lo achacaban a la preocupación por la situación de
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, aunque habían comprobado que de vez en cuando apartaba la mirada de la pantalla del ordenador para dirigirla a la ventana y que entonces, de repente, suspiraba y sonreía.

—Pues sí que lo tiene hinchado, sí —respondió Asunción—. ¿Le preguntamos qué le ha pasado?

—Ni se te ocurra —dijo Gaby—. Debe de ser un mordisco.

—¿De quién? ¿De su amante?

—Hombre, claro, no va a ser de Bernabé, a estas alturas. Un mordisco a los quince años de infeliz matrimonio no tiene ninguna lógica.

—A no ser que sea un mordisco de los de violencia de género.

En cambio, la primera que unos días después notó lo del moratón en el ojo derecho fue Berta, porque fue la que le abrió la puerta a María, que entró en la oficina llorando a mares. Como para no darse cuenta de lo que ocurría. El ojo estaba tan negro que parecía el de un oso panda.

Le pusieron hielo, le dieron un vaso de agua, la sentaron en la mecedora del despacho de Berta y esperaron en silencio a que María les contara que César Barbosa era, en realidad, el hijo de puta más bestia de todos los tiempos.

—Ahora, ¿qué le digo a Bernabé? —se lamentó María con las manos en la cara.

—¡Que te he pegado yo! —se ofreció voluntaria Asunción—. Por accidente, claro —añadió enseguida, arrepentida de su arrebato.

La aventura amorosa había comenzado a torcerse en el instante mismo en el que a María se le había ocurrido contarle al Pirata que el señor Craftsman había venido a España con la intención de cerrar la revista y despedirlas a todas. Esta noticia, que al fin y al cabo debería resultarle ajena a Barbosa, lo había enfurecido de una manera tal que esa misma noche, en la terraza de la taquería de la calle del Alamillo, le había propinado a María un cachete en la cara. Le había reprochado cruelmente su incapacidad para conservar aquel empleo, o cualquier otro. Era una estúpida, le había dicho, que no valía para nada.

Ella le había dado la razón.

El cachete le había dolido. Pero más la certeza de estarse convirtiendo en una carga para Barbosa y el miedo a quedarse sin él. ¿Qué podía ofrecerle ella? Ya no era una jovencita con un cuerpo irresistible, ni una mujer madura interesante y rica que pudiera satisfacer sus caprichos. No era más que un ama de casa desesperada, una Francesca de pacotilla que no había sabido detener a tiempo la intensidad de aquella relación y la había permitido crecer hasta convertirse en una adicción. Si César Barbosa la abandonaba, María perdía su centro de gravedad. Si además se quedaba sin trabajo, lo más probable era que jamás volviera a levantar cabeza.

Desde aquel primer cachete, en muchas ocasiones, después de hacer el amor, el Pirata se revolvía contra ella igual que una serpiente: a mordiscos. Unas veces sólo la amenazaba diciéndole que un día la iba a matar. Otras empezaba a matarla poquito a poco, a golpes, a zarpazos, y ella notaba que el alma se le escapaba por las heridas y era tan ligera como el aire que se fuga de un globo pinchado.

Ella le daba la razón por pegarla. Le decía a Barbosa que se lo merecía y a Bernabé que se había apuntado a un cursillo de defensa personal.

Pero la paliza de aquella tarde había sido la peor. Se habían encontrado en el hotel de siempre, ella se había desnudado y él se le había lanzado encima derribándola sobre el colchón de aquella cama tan anónima. Luego había forcejeado con su propia urgencia hasta dejarla derrotada entre las sábanas. Por último, se había vestido, los vaqueros lo primero, el cinturón con hebilla, las botas con puntera, y había comenzado a pegarla con los puños cerrados. Traía la espalda cubierta de magulladuras, la cara deformada, la piel a tiras.

—Hay que denunciarlo inmediatamente —afirmó Berta—. Voy a llamar al inspector Manchego, que venga y que te vea antes de que se te cierren las heridas.

—¡No, por Dios! ¡No, por Dios! —le suplicó María—. Todo menos que se entere Bernabé.

—Bernabé no tiene que enterarse —replicó Berta—. Pero a este animal hay que meterlo en la cárcel.

—No, Berta, por favor te lo pido —dijo María llorando—. No le quiero denunciar. Es culpa mía.

Tanto les rogó María que le guardaran el secreto que sus tres compañeras no tuvieron otro remedio que doblegarse a su voluntad. Si ella se negaba a tramitar la denuncia, no podían hacer nada contra César Barbosa.

—Pero eso sí —anunció Berta—: Si ese sinvergüenza se atreve a volver a asomar su cara de malnacido por esta oficina, yo misma le lanzaré un pisapapeles a la cara.

—Y yo las tijeras —añadió Asunción.

María llamó por teléfono a Bernabé y le contó que debido a la ausencia de Soleá, que estaba haciendo un reportaje en Granada, ella tenía que irse urgentemente a Barcelona para asistir a la semana cultural y que no regresaría hasta dentro de cuatro días. Bernabé le preguntó si podía dejar a los niños en la oficina después de clase. Ella dijo que sí y luego se marchó con Berta, que le había ofrecido su casa para recuperarse de la paliza.

—¿Y a ti qué te pasa? —le soltó Asunción a Gaby en cuanto María y Berta salieron por la puerta.

La capacidad de Asunción para atender a varios reveses amorosos a la vez era realmente asombrosa. En medio de aquel lío, no sólo había estado pendiente de la desgracia de María, sino que por el rabillo del ojo había vigilado a Gaby y se había percatado de su decaimiento y de su extraño silencio. Ella, que era curiosa por naturaleza, no había intervenido ni una sola vez en aquella conversación. Se había mantenido al margen, como una observadora de la ONU, sin hacer preguntas ni comentarios, cabizbaja y un poco distraída, dejándose arrastrar por la corriente y fingiendo un interés que realmente no sentía.

—¿A mí qué me va a pasar? —respondió Gaby dando un respingo.

—Algo te pasa. No me digas que no, que te conozco.

Entonces, Gaby se derrumbó como el World Trade Center, con todo el peso de un millón de escombros, levantando una polvareda capaz de invadir Manhattan, con cientos de víctimas y familias destrozadas. Así fue su caída.

Asunción se mordió la lengua, se arrepintió de haberse metido donde no la llamaban: la vida de cada cual es de cada cual, Asunción, que pareces nueva, que no acabas de arreglar la metedura de pata del embarazo y la vuelves a meter, más gorda.

Después de una eternidad de llantos y disculpas, Gaby logró contarle entre sollozos que Franklin quería volverse a Argentina.

—Pues vete con él, mira tú qué bobada —replicó Asunción—. El momento no puede ser mejor, hija. Estás a punto de perder tu empleo, eres libre, no tienes niños que te aten a Madrid. ¿Qué te lo impide?

—Me lo impide Franklin. Dice que se quiere ir solo.

—¿Sin ti?

—Claro que sin mí. En nuestro caso, «solo» quiere decir sin mí.

La tragedia había ocurrido aquella misma mañana antes de salir hacia la oficina. Como todos los días de su vida en común, Franklin se había levantado primero, había encendido el horno para tostar el pan, había preparado café, había calentado leche y había regresado a la cama para despertar a Gaby con un beso de buenos días.

Y se la había encontrado llorando.

Entonces, ella le había contado que acababa de soñar con su bebé. Que eran lágrimas de felicidad porque estaba segura de que ese sueño era premonitorio, que estaba claro que su cuerpo sabía que pronto, muy pronto, se iba a quedar embarazada. Después lo había abrazado, aún llorando, y le había vuelto a decir cuánto lo amaba.

—Y entonces Franklin, así, sin más, va y me dice: «Mira, flaca, yo creo que lo mejor para los dos es que yo me vuelva a la Argentina».

—¡Pero cómo va a ser eso lo mejor para los dos!

—Eso le he dicho yo, Asunción, que de qué coño estaba hablando.

Franklin Livingstone sabía que su futuro en Argentina, lejos de Gaby, era una calle fría y solitaria, dos o tres cajas de cartón, una botella de licor barato y una muerte en vida, lenta y dolorosa, plagada de recuerdos que al final hubiera confundido con sueños de borracho. Pero también sabía que había llegado la hora de separarse de Gaby para que ella pudiera ser madre.

Él también lloró.

—¿Pero vosotros dos sois idiotas o qué os pasa? —estalló Asunción, envalentonada después de la reprimenda a María—. Nunca he conocido a una pareja que se quiera tanto como Franklin y tú. Podríais estar disfrutando tranquilamente de vuestro amor y, sin embargo, no hacéis otra cosa que buscar problemas donde no los hay. ¿Queréis niños? Pues los adoptáis, guapa, que el mundo está lleno de criaturas esperando a unos padres que los quieran, a ver si te crees que los hijos siempre llegan por el mismo conducto. No, señora, los hijos le caen a una en la vida por diversos motivos. Mi tía Paca, por ejemplo, soltera y feliz, se hizo cargo de mí y de mis hermanos cuando se murieron mis padres. Ea, se le acabó la tranquilidad. Y ha sido una segunda madre fantástica, ella que jamás se había planteado lo de formar una familia.

—Es que a mí lo que me pasa es que tampoco quiero tener hijos por tenerlos —respondió Gaby—. Yo quiero tener los hijos de Franklin.

—Serán de Franklin, Gaby, igual que tuyos. Tendrán sus modos y manías. Hasta acento argentino, boba.

Las lágrimas de Gaby perdieron su caudal. Se levantó de la silla, le dio un beso bien apretado a Asunción y salió a la calle en busca de Franklin Livingstone, el amor de su vida.

Asunción apagó las luces de la oficina, desenchufó la impresora y tiró el café al fregadero. Estaba claro que la jornada laboral de aquel día había llegado a su fin. Eran las diez y media de la mañana y no tenía nada que hacer. Qué rápido crecen los niños, se lamentó, y después recordó que en un par de días era el cumpleaños de la hermanita de sus hijos. Decidió acercarse al Corte Inglés y comprarle una muñeca de las que tanto le gustaban a ella de niña. «Decidle que es de parte de su tía Asunción, que la quiere mucho y le manda muchos besitos», les diría como siempre, anhelando secretamente el día en que su exmarido y su nueva mujer se separaran, cosa que acontecería, seguro, tarde o temprano, y dada la inutilidad del padre de sus hijos para atender a una niña, ella pudiera ocuparse de la pequeña los fines de semana alternos.

Un primo de Soleá —así lo llamó ella, «primo», aunque Atticus comenzaba a sospechar que aquel tratamiento era más una costumbre que una realidad entre los miembros del clan— dirigía un negocio en el Sacromonte. Se trataba de un espectáculo de flamenco para turistas y se ubicaba en una de las cuevas que horadaban la colina, convenientemente encalada y decorada con su pequeño tablao y sus mesitas de madera pintada de verde y flores.

—Ahí, fíjese
usté
lo que le digo, vivieron mis bisabuelos —le explicó Soleá a su jefe señalándole el lugar—. Tuvieron quince hijos, sobrevivieron nueve y la más grande fue mi abuela Remedios. Al fondo estaba la lumbre, en medio las esteras para dormir y agua no había. La subían en dos tinajas, las que tiene mi madre a los lados de la puerta de casa, en las alforjas de un burro, desde el río, todo el día sube y baja, baja y sube. Se llamaba Jenaro.

—¿Su bisabuelo?

—¡No! ¡El burro! —Soleá se rio de buena gana.

No había dejado de reírse desde que había llegado a su tierra. Era como una planta cuyas raíces hubieran encontrado un tesoro de agua subterránea y ahora se nutriera de ella y floreciera.

—Vivió quince años en la casa —continuó—. Era el juguete de todos los niños; sobre todo de mi abuela Remedios, que lo quería como si fuera una persona, ¿sabe? Y resulta que un día el Jenaro se hizo viejo y ya no valía para acarrear el agua y entonces mi bisabuelo lo cambió por uno más joven. Por lo visto, pasaron por aquí unos feriantes que iban para Madrid en unas carretas e hicieron un trato: burro por burro y unos cabritos y no sé qué más. Total, que mi abuela, la pobre, lloraba desconsolada por su Jenaro del alma y no quería ni ver al burro nuevo, que era negro como el carbón.

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