María no se fijó en el Pirata hasta pasados dos años de saludos tímidos —«buenos días, buenos días, la factura, gracias, en un mes te lo ingresamos, adiós, adiós»—, y cuando lo hizo fue por una equivocación muy tonta y muy desagradable, achacable a las anginas de los niños, «no sé dónde tengo la cabeza, de verdad, qué cosas, ven a la oficina cuando puedas y lo arreglamos, César», porque le había pagado dos veces el mismo trabajo, una sesión de fotos a una autora muy fea, qué risa, la pobre, un espanto.
—Pues no me había dado cuenta —mintió él, que esperaba cada pago con sudores fríos—. Lo mismo me lo he gastado ya.
—Pues la próxima vez trabajas gratis —respondió María, pragmática.
Pero César se presentó en la revista con el sobre del dinero y se lo entregó a María con la misma dignidad que entregó Boabdil las llaves de Granada a los Reyes Católicos.
—Te invito a una copa, ea —dijo luego el Pirata.
Y se la llevó derechita a la escena esa en la que Meryl Streep, mientras el fotógrafo del
National Geographic
se ducha en el cuarto de baño de arriba, saca de un arcón muy viejo un vestido de flores y se lo planta, y parece Laura Ingalls de
La casa de la pradera
con cincuenta años más, y entonces Clint Eastwood se la queda mirando atónito, sin saber a qué viene semejante pinta de recatada, porque él, desde el principio, sabe que se la va a ligar, desde el mismito principio, cuando le pregunta debajo del puente de Madison que cómo se va al pueblo más cercano.
Pero eso a María le dio igual. César Barbosa la invitó a copas, la escuchó hablar de sí misma durante horas enteras, la llevó en moto hasta la esquina de su calle y al despedirse de ella le dijo lo del culo de infarto.
Ya no hubo marcha atrás.
Una semana después de llegar a Madrid, Atticus se había instalado de manera provisional en el piso de la calle del Alamillo y le había pagado seis meses por adelantado a la señora Susana; cantidad que, según sus cálculos, equivalía a menos de una semana viviendo a cuerpo de rey en el lujoso hotel en el que lo había registrado su padre.
No era cierto que la vida de hotel le disgustara. Al contrario. Atticus defendía que no hay nada más agradable en este mundo que la despreocupación total del huésped: la lavandería discreta que nunca pide explicaciones, las trasnochadas sin remordimientos, la permanente disponibilidad del minibar y del servicio de habitaciones, las toallas limpias, las flores frescas…
Pero una conciencia inflexible, como de gente solidaria, había comenzado a remorderle las entrañas desde el mismo instante en que puso un pie en la oficina de
Librarte
y conoció a las cinco víctimas del descalabro económico de la revista.
Si obedecía a los consejos de su padre, su actitud no debería ser otra que la del empresario sin escrúpulos que es capaz de dejar de lado todo sentimentalismo a la hora de defender sus intereses. Del fracaso de
Librarte
no había más culpables que aquellas mujeres, «no lo olvides, hijo, a las que se les dio la oportunidad de triunfar y no supieron aprovecharla. Se les proporcionaron los medios, se las protegió, apoyó y tuteló, igual que se hizo con los alemanes de Krafts, y mientras que aquéllos lograron colocarse en el primer lugar en las listas de ventas, éstas sólo consiguieron hundir el negocio».
—Han alcanzado, eso sí, el grado de obra maestra en el arte de hacer ruinas.
En cambio, si en lugar de seguir las frías instrucciones de su padre, se dejaba guiar por los cálidos latidos de su corazón de hojalata, a Atticus no le quedaba otro remedio que compadecer a esas cinco mujeres que estaban a punto de perder su empleo.
Ya tenían nombre, ya tenían rostro, y se le aparecían en los recovecos de su hotel de lujo, señalándolo con el dedo, «tú me desahuciaste, tú me abandonaste, tú eres el culpable de que haya acabado viviendo debajo de un puente, pescando carpas apestosas para poder alimentar a mis hijos, lavando mi ropa con agua sucia del Manzanares, porque mientras te fui rentable me utilizaste y cuando dejé de serlo me arrojaste al río».
También se encontraba algunas veces con el fantasma de Karl Marx, a pesar de que con toda seguridad aquel señor, en vida, jamás se había alojado en aquel hotel, lo cual le hacía dudar de los verdaderos motivos por los que en su habitación de Oxford le visitaba el espíritu de Tolkien. Si tales visiones no se debían al espacio físico, como había dado por hecho hasta entonces, estaba perdido, se lamentaba, ya que el día menos pensado se le podía aparecer James Joyce furioso con él por llevar media vida fingiendo que se había leído el
Ulises
de cabo a rabo cuando en realidad sólo había hojeado por encima la guía de lectura de Longman.
Divagaciones literarias y temores infundados aparte, lo cierto era que Atticus Craftsman había considerado de mal gusto el hecho de continuar disfrutando de los placeres de aquel ostentoso hotel mientras las chicas de la oficina sufrían por su suerte. Si finalmente había que despedirlas a todas, estar alojado en semejante oasis de abundancia le pareció un recochineo innecesario.
De ahí la idea de alquilar un estudio en algún edificio cercano a la redacción de
Librarte
. De ahí su falta de exigencias con respecto a los inconvenientes del inmueble de la calle del Alamillo, que, por otra parte, había que reconocer que tenía su encanto.
La señora Susana había resultado ser un ama de casa entregada a la causa del ganchillo y el croché, las flores secas, el menaje del hogar, los cubiertos de acero inoxidable y los vasos de Duralex de color ámbar, que, misteriosamente, en lugar de romperse como cualquier otro miembro de su especie vitral, al golpearlos con fuerza contra alguna superficie contundente, quedaban reducidos a miles de cristalitos diminutos, tan parecidos al confeti, que Atticus, sólo por gusto, había estampado media docena en el suelo de la cocina y había disfrutado del espectáculo como un niño.
Luego no había tenido tiempo de admirar detenidamente los forros de los cajones, de flores, ni el fondo de los armarios, de papel pintado, ni el gotelé del pasillo, ni la colección de figuritas de porcelana de la vitrina del recibidor, porque aquel terremoto de Soleá Abad Heredia lo había convencido para partir de inmediato hacia Sierra Nevada, en cuyas faldas, juraba la chica, había un tesoro escondido desde hacía setenta años, esperando a que Atticus Craftsman lo sacara a la luz.
—No traiga muchos papeles, señor
Crasman
—le había advertido—, porque no le va a dar tiempo a trabajar. Mi familia es muy intensa, ya verá, no lo van a dejar en paz ni un minuto.
—¿Cree que debo llevar la gabardina?
—¡Pero qué dice, alma de cántaro, con la calor que hace en Granada!
Así que con la pequeña maleta de viaje llena de ropa, los útiles de aseo, su almohada, la
kettle
eléctrica y Earl Grey en abundancia, Atticus consideró que su equipaje estaba completo. Esta vez dejó atrás la biblioteca erótica porque no le pareció apropiado cargar con semejante arsenal de lujuria, dado el rumbo que estaban tomando los acontecimientos.
—Nos lleva mi primo Arcángel, si no le parece mal, que ha venido a Madrid por negocios y se vuelve mañana con la furgoneta vacía —le había propuesto Soleá con una ilusión que no se atrevió a contradecir, a pesar de que él había pensado alquilar un coche descapotable, biplaza, más a tono con las curvas de la chica.
A las ocho de la mañana del miércoles, Arcángel y Soleá hicieron sonar la bocina de la furgoneta y bloquearon la calle del Alamillo mientras esperaban a que Atticus bajara al portal. La furgoneta tenía un rótulo en el costado que decía: «Melones Arcángel, Granada», y en su interior olía a frutería de pueblo, cosa que el inglés ignoraba, ya que era la primera vez que respiraba un aroma parecido. Tampoco había estrechado jamás una mano como la del primo de Soleá, con las uñas largas —para tocar la guitarra, ya
sabeusté
— y pelos en los nudillos de los dedos.
Vestía una camisa negra abierta hasta muy cerca del ombligo y le colgaba un crucifijo de oro del tamaño de la medalla de la Orden de la Jarretera. Lucía un reloj de oro, dos o tres sortijas, un par de cadenas más alrededor del cuello y zapatos de punta. Era estrecho de piernas y ancho de hombros; más o menos de la edad de Soleá, más o menos de su mirada profunda, más o menos de su actitud a la vez reservada y escandalosa, mezcla sólo posible entre los miembros de aquella familia, que por una parte parecían estar dispuestos a ser amigos del alma de cualquier desconocido y por otra permanecían en guardia, siempre atentos a la menor ofensa o la mínima falta de respeto, para perder la cabeza y liarse a golpes. Tendría que ir con cuidado, se recordó Atticus, si no quería acabar envuelto en una refriega como la que había tenido con Soleá el día en que la conoció.
Con toda naturalidad, se sentaron los tres en la parte delantera de la furgoneta; Arcángel al volante, Atticus en la ventanilla y Soleá en medio de los dos hombres, un poco atrapada entre sus piernas, eso sí. Al inglés, aquella cercanía le resultaba un tanto violenta. Él no estaba acostumbrado a que una mujer invadiera su espacio vital. Tampoco a saludarse con un par de besos sonoros, uno por mejilla, con el cruce de las bocas a medio camino, entre beso y beso, el aliento, el olor a flores. En cambio, para los primos, lo raro hubiera sido pasar las cuatro horas de viaje en asientos separados. Se trataban con una familiaridad de bromas, pellizcos y cachetadas, se reían mucho y, a veces, a mitad de una conversación o cuando se hacía el silencio, rompían a cantar.
—¿Este señor es su padre, Arcángel? —preguntó Atticus señalando la fotografía de un hombre maduro, sin muchos dientes, que le miraba desde un marco de metal redondo adherido al salpicadero del coche.
Soleá y su primo se echaron a reír.
—Ese hombre es Camarón —respondió Arcángel, con mucho más orgullo del que habría sentido si aquella fotografía realmente hubiera sido un retrato de su padre—. Niña —le pidió a Soleá—, ponle el CD de la guantera.
Soleá se reclinó sobre las piernas de Atticus para alcanzar el disco. Atticus se estremeció. Estuvo a punto de levantar la mano y acariciarle el pelo, pero un peso, como de plomo, que le mantenía pegado al asiento, se lo impidió.
Ella encendió la radio, insertó el compacto y el requiebro de una guitarra española rompió el aire.
—Éste sí es el de la foto —dijo Arcángel.
Luego se puso a cantar a voz en grito, acompañando al cantaor flamenco en su desgarro. Soleá daba palmas y Arcángel golpeaba el volante de la furgoneta como si fuera un tambor.
—¿Usted no canta? —le preguntó Atticus a Soleá.
—Yo canto muy malamente —reconoció ella.
Y Atticus, respetando el rubor que le había coloreado las mejillas, no quiso insistirle más.
Después de un par de horas, Soleá se quedó dormida con la cabeza sobre el hombro de su primo. Atravesaban el puerto de Despeñaperros, entre curvas y encinares, cuando Arcángel, súbitamente, retiró la vista de la carretera para clavarla en los ojos de Atticus.
—Yo no me meto en las intenciones o en los pensamientos de nadie —dijo—, pero si le toca un hilo de la ropa a mi prima —amenazó—, le juro por lo más sagrado que le corto las orejas.
Atticus tragó saliva. Venía una curva muy cerrada.
—Por favor —le suplicó—, mire hacia delante, Arcángel. Conmigo puede estar tranquilo —mintió con voz temblorosa—. No es mi intención hacerle la corte a su prima.
—Que la corteje me parece bien —respondió el otro—. Pero como me entere de que le ha rozado un centímetro de la piel, mire lo que le digo: le mato.
—Entendido.
—¿Está
usté
casado, míster
Crasman
?
—No.
—¿Tiene
usté
novia, míster
Crasman
?
—Tampoco.
—Entonces puede hablarla. Eso sí puede. Pero nada de tonterías. ¿Comprende lo que le digo?
—Que como me porte mal con Soleá, me las tendré que ver con usted.
—Ea.
Una vez zanjada la cuestión, Arcángel volvió a atender a la carretera. Camarón siguió cantando a dúo con el dueño de la furgoneta y Soleá continuó durmiendo un sueño plácido, ligero, sonriente.
A eso de las nueve de la noche, después de haberlo intentado primero con Shakespeare, luego con Stendhal, después con las Brontë, para acabar refugiándose, a la desesperada, en los brazos de Corín Tellado, sin éxito, Berta Quiñones se reconoció a sí misma que hay disgustos que no se curan sólo con los libros.
Esta vez no podía presentarse en casa de Asunción y contarle lo del
affaire
de María. No solía tener secretos con su amiga. De haberse tratado de cualquier otro problema —de trabajo, de salud o de soledad—, habría ido corriendo a desahogarse con ella, pero siendo una cuestión de infidelidad matrimonial, le había parecido mejor guardarse para ella la desazón en lugar de contagiársela a Asunción, a quien bastante esfuerzo le había costado superar la propia como para irle ahora con la ajena. Aunque nunca hablaban del tema, sabía que Asunción hacía de tripas corazón para no echarse a llorar cada vez que se acordaba de su exmarido y la azafata de Iberia.
Al final, una vez descartada la opción de su mejor amiga, resolvió presentarse en casa de Gaby con la intención de mendigar una taza de té y consuelo. A los ojos de Berta, Gaby y Franklin formaban la pareja ideal. Se adoraban.
—Pasa, Berta, por favor, qué sorpresa.
—¿Está Franklin?
—Qué va. Llega tardísimo. Le han encargado un mural para la entrada del Museo Naval. No sabes lo bonito que está quedando.
—Pues mejor, hija, porque vengo con un disgusto…
—Ya veo. Estás pálida, Berta. ¿Te pongo un vino?
Se sentaron las dos en el pequeño sofá naranja de la sala de estar. Aquel sofá y una mancha como de fruta estampada, un vinilo, contra la pared del fondo, eran las únicas notas de color de la habitación. Todo lo demás —la alfombra de pelo largo, la mesa del centro, la lámpara de pie con forma de cilindro luminoso y la escultura a tamaño natural de un galgo de plástico— era blanco como la nieve.
—¡Ay, Gaby…! Es que no sé si contarte una cosa muy desagradable. Me da pena, con lo feliz que eres tú, criatura, venir a estropearte el cuento.
—Todas estamos preocupadas, Berta. Lo más probable es que Atticus Craftsman nos despida a todas. Ya lo sabemos. Pero no es por tu culpa, son cosas que pasan.