Sin embargo, una circunstancia inesperada —eso dijo Craftsman— le aconsejaba emprender un corto viaje de investigación al sur de España. Pasaría algunos días resolviendo ciertos asuntos que no eran de su incumbencia, «no se ofenda, señora Quiñones», y por ese motivo la suerte de
Librarte
no se decidiría hasta su regreso. Durante su viaje deseaba ir elaborando un informe sobre los motivos del fracaso empresarial. Necesitaba, por lo tanto, «apunte, por favor: los libros de cuentas, los justificantes de pagos, las cifras de gastos e ingresos, las listas de anunciantes, el precio del papel traducido a libras esterlinas, los datos de distribución, los resultados del estudio general de medios, etcétera, etcétera».
—Ah, por cierto —añadió el joven—. Si voy a pasar una temporada en España, preferiría alquilar un pequeño estudio cerca de la oficina. No me gusta la vida de hotel. Es muy impersonal. Espero que usted pueda ayudarme a encontrar un lugar apropiado.
—Claro que sí —respondió Berta con voz maternal—. Conozco un pisito en la calle del Alamillo, justo al lado de mi casa. Si quiere, nos pasamos luego por allí y se lo enseño. Es muy coqueto.
En aquel momento la puerta del despacho se entornó levemente. A contraluz se dibujó la silueta de Soleá. Su cintura redonda, su pecho pequeño y su pelo negro.
—Le pido disculpas, señor
Crasman
—dijo en un susurro—. Se me ha ido la cabeza porque mi familia es sagrada para mí, no sé si me entiende, pero no volverá a pasar. Por éstas se lo juro que no volveré a levantarle la voz.
Adivinando en ese momento que aquélla sería la mentira que lo acompañaría el resto de su vida, Atticus Craftsman logró articular la más pura de las verdades:
—Ha sido culpa mía, Soleá. Es que soy inglés.
Lo que siguió a la conversación telefónica entre el inspector Manchego y el cerrajero Lucas fue un allanamiento ilegal perfectamente planeado que a los dos habría de reportarles un buen provecho. El policía se comprometió a pagar por adelantado doscientos cincuenta euros al cerrajero y éste a perpetrar el golpe sin levantar sospechas, a guardar silencio y a continuar con su vida sin temor a futuras inspecciones policiales. Pusieron fecha para un par de días más tarde. Manchego hizo entrega del dinero y zanjaron el asunto con un apretón de manos.
La noche de autos resultó húmeda y desapacible, como corresponde a los últimos días de noviembre. Eran las doce en punto y hacía un frío insoportable. En su fuero interno el inspector admitió que tal vez hubiera sido mejor darse cita a las ocho de la tarde, como le había sugerido el cerrajero, puesto que la oscuridad habría sido la misma, pero, pensó, cuando uno va a cometer un crimen, lo suyo es quedar a medianoche: la hora punta de los actos delictivos.
El plan era sencillo. Se encontraría con el Lucas a pocos metros del portal, le saludaría con un rápido movimiento de cabeza, para no levantar sospechas, y se quedaría vigilando la calle mientras el otro abría la puerta del número 5 con sigilo profesional. Después, esperaría en la esquina hasta que su cómplice le hiciera una llamada perdida al móvil. Eso significaría que ya estaba dentro, que no había moros en la costa y que podía entrar a registrar el piso sin miedo a ser descubierto.
Lucas llegó puntual. Traía una caja de herramientas bastante sospechosa bajo el brazo y mucha pinta de delincuente. Se cubría la cara con una bufanda, la cabeza con un gorro de lana, las manos con guantes de cuero y el resto del cuerpo con la ropa que usaría el villano de cualquier película policíaca.
A Manchego le pareció un atuendo más o menos apropiado para asaltar una vivienda, aunque hubiera preferido un poco más de discreción, tal vez unas botas menos sólidas o alguna prenda que no fuera de camuflaje —Lucas parecía un cruce entre motero y cazador furtivo—, pero así, en conjunto, el aspecto de su cómplice no estaba mal.
Le saludó, según estaba planeado, con una leve inclinación de cabeza.
Lucas pasó de largo, como si no le hubiera visto. Se acercó a la casa, sacó una ganzúa de fabricación casera, golpeó la puerta, la abrió violentamente y entró de una patada haciendo un ruido de mil demonios.
En algunas ventanas se encendieron luces. Una vecina muy anciana gritó con voz temblorosa: «¿Quién va?». Y luego amenazó con que iba a llamar a la policía.
Se abrieron más persianas, algunos rostros se asomaron a la calle.
El inspector Manchego sintió pánico: aquello no era lo que había planeado. Su allanamiento tenía que ser silencioso, prudente, inocuo; un entrar y salir sin ser vistos. Así se lo había explicado al cerrajero, vaya incompetente, vaya ladrón de mierda, que lo más importante era la discreción.
—Pero tú eres policía —le había respondido el tal Lucas—. Si nos oye alguien, bastará con enseñarles la placa y decir que casualmente pasabas por allí.
—Hombre, sí —había reconocido Manchego—, pero es preferible no tener que actuar, tú ya me entiendes, a no ser que sea estrictamente necesario.
La vieja seguía gritando: «¡Guardias, guardias!», y su voz aguda retumbaba en las paredes de la calleja.
De pronto, sonó el móvil. Ese patán del cerrajero estaba haciendo la llamada planeada. La que debía hacer si todo iba según lo previsto, sin ser descubiertos.
—¡
Mecagonlaleche
! —le gritó Manchego, descolgando el teléfono al tercer timbrazo—. Has entrado como un elefante en una cacharrería, has despertado a toda la calle y encima me llamas y no cuelgas, idiota.
—Hay que pasar al plan B, Manchego. Hay vecinos en la escalera —respondió el cerrajero con una voz excesivamente serena. Tenía los nervios de acero el Lucas.
El inspector Manchego sacó la placa y el arma reglamentaria y empujó la puerta del número 5 de la calle del Alamillo.
—¡Policía! —exclamó a voz en grito.
El hueco de la escalera era estrecho, el portal estaba oscuro. Varias cabezas, todas pertenecientes a personas de avanzada edad, se asomaron a la barandilla de madera. Alguien dio la luz y una bombilla de poca intensidad se encendió en lo alto del rellano.
De pronto, apareció la inconfundible figura del Lucas trotando escalera abajo, con la caja de herramientas en una mano y un par de libros en la otra. Al pasar junto a Manchego le propinó un fuerte empujón con el brazo derecho, el de los libros.
El inspector se tambaleó. Dudó por un instante si debía apuntar a su compinche con la pistola, para hacer la escena más convincente, o dejarlo escapar sin más amenaza que la verbal.
—¡Alto, alto, en nombre de la ley! —exclamó finalmente. Y según se alejaba el otro calle abajo, le pareció escuchar una risilla procedente de la estúpida boca del cerrajero.
Los vecinos se congregaron en el portal, bajo la tambaleante luz de la bombilla. Todos ellos, siete en total, tenían el pijama puesto; la bata, las zapatillas, la dentadura postiza y las gafas de ver de lejos.
Manchego los tranquilizó:
—Ya pasó señores, vuelvan a sus casas, el ladrón se ha ido, sería un drogadicto, no le ha dado tiempo a robarles nada. Suerte que casualmente yo estaba cenando en la taquería de abajo, que he oído sus gritos y me he personado aquí ipso facto. Voy de paisano, sí, pero no me separo de mi arma reglamentaria ni para mear.
—¡Ha entrado en el segundo derecha! —gritó la vieja—. ¡Donde el inglés!
Los siete vecinos y el inspector Manchego subieron en procesión los dos tramos de escalera que los separaban del apartamento de Atticus Craftsman.
—Es un chico joven —le explicó la vecina mientras ascendían—. Un caso muy raro —añadió—. Alquiló el piso antes del verano, durmió aquí un par de noches y luego desapareció. No hemos vuelto a verle desde mayo.
La puerta estaba abierta; desencajada, golpeada. «Qué cagada de cerrajero», pensó Manchego. La luz estaba encendida.
En el interior de la casa olía penetrantemente a cerrado. Daba la sensación de que nadie había ventilado aquel piso desde hacía meses. Las persianas estaban bajadas y los muebles cubiertos por una fina capa de polvo.
Sobre una mesa de madera, la única de la casa, había un montón de libros, papeles, carpetas y otros documentos desordenados. Se diría que alguien había estado trabajando en ellos y los había abandonado allí deprisa y corriendo.
Por lo demás, no había indicios de violencia, la cama estaba hecha, la nevera vacía, y el inspector no encontró ningún cadáver descomponiéndose dentro de ningún armario, ninguna nota de suicidio, ninguna pista sobre el paradero del misterioso inquilino que, según le comentó la vecina, había dejado pagados seis meses de renta por adelantado y ya estaba a punto de expirarle el contrato.
—Quisiera hablar con el propietario del piso.
—Yo misma —respondió la vecina—. ¿Cómo cree si no que sé lo de la renta? El piso lo usa mi hijo Gabriel, pero ahora está en Londres. Trabaja en un banco.
Manchego se rascó la nuca.
—Entiendo.
—Lo compramos mi difunto marido y yo, para el niño, ya sabe.
—¿Y cómo conoció al inquilino? —Estuvo a punto de pronunciar el nombre de Craftsman, pero se detuvo a tiempo. Hubiera levantado sospechas de haberlo hecho. Supuestamente, su presencia allí se debía a la más pura de las casualidades y, por lo tanto, debía disimular.
—Me lo recomendó mi amiga Berta Quiñones —respondió la casera—. Es una chica muy maja que vive aquí al lado, en el número 9.
—Entiendo.
—Es inglés —añadió—. Alto, rubio, muy bien plantado. Muy joven para ser el jefe de Berta.
—Pues habrá que avisarle —dijo el inspector con la esperanza de que aquella mujer pudiera ponerle sobre la pista de su objetivo.
—Es que no sabemos a dónde ha ido —le confesó—. Ni Berta ni yo hemos vuelto a verle.
—¿No le dejó ninguna dirección o un número de teléfono?
—No. Ni siquiera vino a despedirse.
—Entiendo.
El inspector Manchego aún se entretuvo una hora más registrando el piso. Fue pieza por pieza —cocina, dormitorio, cuarto de baño y sala—, abriendo cajones y cerrando puertas, sin encontrar ninguna prueba que pudiera ayudarle en su investigación. La conclusión a la que llegó fue sencilla: Craftsman había alquilado aquel piso con la idea de habitarlo durante al menos seis meses y, sin embargo, sólo había pernoctado en él dos o tres noches. Se había llevado consigo, a donde quiera que hubiera ido, sus productos de aseo y toda su ropa, a excepción de dos pares de calcetines de lana y una gabardina que aún colgaba de una percha en el armario, pero había dejado atrás un montón de documentos que, según pudo comprobar, se referían al estado financiero de la revista
Librarte
.
Es decir, que Craftsman había emprendido un viaje de carácter personal, puesto que se había llevado la colonia y, en cambio, había abandonado los papeles de trabajo en la casa, lo cual le hacía sospechar que la intención del inglés era regresar pronto y continuar con su labor en Madrid. Y eso no casaba con una desaparición de más de seis meses.
Al final, iba a tener razón el tal Marlow: A Atticus Craftsman lo habían secuestrado, y, sinceramente, tenía que reconocerse a sí mismo que no existía ningún indicio que lo conectara con el tráfico de drogas.
—
Not in the house, mister
—le diría por teléfono en cuanto amaneciera—.
Not muerto in the house
.
Fue aquel mismo lunes, el del recibimiento a base de chocolate con churros, Berta lo recordaba perfectamente, después del trabajo, a eso de las siete y media de la tarde.
Como la distancia desde la oficina al piso de la calle del Alamillo era corta, Atticus Craftsman prefirió ir a pie en lugar de coger un taxi. Se quitó la chaqueta y la corbata. Se remangó la camisa y se desabrochó los dos primeros botones. Se despeinó el pelo rubio, cortado a la inglesa, es decir, sin ton ni son, se embadurnó con agua de lavanda y, al salir a la calle, tomó una buena bocanada de aire y tosió.
Berta lo acompañó caminando a su lado por la acera estrecha y los callejones hasta el edificio antiguo en el que ya los esperaba la señora Susana con la ropa del domingo y las llaves del piso de su hijo Gabriel, dispuesta a enseñarles la casa, coqueta, acogedora, fresquita y con dos balcones, «una ganga, señor
Crasman
», que había arreglado con esmero de abuela para que resultara del agrado del inglés.
En el aire, quieto, donde bailaban pequeñas partículas de polvo al contraluz, al olor a verduras hervidas de la escalera se sumaba el del pino mediterráneo del ambientador que había colocado la señora Susana en el descansillo, no fuera a ser que al extranjero le resultara chocante aquella inevitable pestecilla del repollo.
Pero Atticus Craftsman se mostraba inmune a cualquier contrariedad. Aquella tarde traía un no sé qué en la mirada, como de persona pasmada, o hechizada, y todo le parecía bien. Bien que a veces se bajaran los plomos y hubiera que subirlos con el palo de la escoba. Bien que las tuberías fueran de hierro y el agua, a primera hora de la mañana, saliera del color del pis. Bien que no hubiera ascensor, ni portero, ni garaje. Bien que crujiera la madera y que la cocina fuera de gas. Bien que hubiera que encargar de vez en cuando una bombona de butano e instalarla debajo del fregadero. Todo bien. Hasta el precio del alquiler.
Berta y la señora Susana decidieron ir a celebrar el negocio al bar de abajo, después de despedirse de Atticus y depositarlo en un taxi todavía con pinta de aturdido, con la cabeza en otra parte: quién sabe si en algún rincón de la geografía montañosa de Soleá o en el charco de sus ojos de gata.
Estaban recorriendo las dos, charlando animadamente, los doscientos metros que las separaban del pincho de tortilla, cuando, al pasar por delante de la taquería El Alamillo, Berta se paró en seco.
—¿Qué pasa? —le preguntó la señora Susana al verla palidecer de repente y detenerse en seco en medio de la acera.
—Nada, nada —respondió la otra.
—Pues parece que has visto un fantasma.
Y la verdad era que Berta sí había visto algo. Ni más ni menos que a una pareja, hombre y mujer, que jamás debería haber estado allí ni en ninguna otra parte: ella era María. Él no era su marido.
Un calor como de síntoma de la gripe se le metió a Berta en el cuerpo y le hizo palpitar la nuca. La señora Susana, que a pesar de ser una vecina solitaria, era discreta a su manera, decidió no hacer preguntas. En su lugar, al llegar al bar se puso a parlotear de otras cosas, con el objetivo de aliviar el evidente malestar de Berta, la cual lo único que deseaba era terminarse de una vez el chato de vino y la tortilla y regresar corriendo a casa, a sus libros, en los que el verdadero amor aún era una quimera posible.