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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #Romántico, #Humor

La felicidad es un té contigo (31 page)

Nadie escuchó la música ni los poemas que adornaron la ceremonia. Lo único que se oyó en todo el día con nitidez de silencio roto fue el latido persistente y rítmico de sus dos corazones al galope y nadie saboreó los manjares que llegaron a las mesas, ni atendió a los discursos del padrino, ni apreció la calidad del
champagne
ni la dulzura del merengue, porque todos los sentidos giraron únicamente en torno a la órbita de Soleá y Atticus; una fuerza gravitatoria de dimensiones sobrenaturales, una descarga eléctrica en toda regla que cuando a eso de las doce por fin se liberó en forma de ortogénesis explosiva, seísmo de grado nueve, tsunami escalofriante, atrapó a todo el mundo sin poder explicar cómo ni por qué.

La única que supo a ciencia cierta lo que había sucedido fue Moira, pero, por muchos años que pasaron y muchos avatares posteriores que trajo consigo la vida, fue capaz de guardar el secreto hasta el día de su muerte y poner cara de tonta cuando alguien le preguntaba, en secreto, claro, qué fue lo que puso en la comida para que todo el mundo experimentara el mismo orgasmo al mismo tiempo, circunstancia especialmente chocante, por ejemplo, en parejas que llevaban años sin dormir juntos.

—Sería una alucinación colectiva —respondía ella, azorada, mientras trataba de borrar de su cabeza la escena a la que asistió por casualidad y jamás pudo asimilar por muchas sesiones de terapia intensiva a las que se sometió en su vida.

La cuestión fue que, al filo de la medianoche, hartos de
champagne
y baile de bodas, Atticus y Soleá se escabulleron juntos de la fiesta y amparados por la oscuridad de la noche se refugiaron en la biblioteca de la casa de Kent. Como habían llegado con el tiempo justo, esa misma mañana, despeinados y sudorosos al volante del descapotable obsequiado por la abuela Craftsman, no habían tenido ocasión de explorar la casa con detenimiento. Moira los estaba esperando en la rotonda, con los nervios de punta, la peluquera, la modista, el decorador, el fotógrafo, el pequeño Oliver disfrazado de soldadito de plomo, las azafatas vestidas de doncellas decimonónicas y una desesperación que no pudo disimular por mucha sonrisa forzada que lograra lucir en su cara de disgusto. Secuestró a Soleá nada más bajarse del coche y la subió a trompicones hasta la habitación de Atticus, en el segundo piso, donde la esperaban su vestido blanco colgado de la lámpara del techo para evitar que se arrugara, y sus zapatos, y su diadema, y hasta su ropa interior, de lencería fina, comprada en una reconocida tienda de Regent Street. Al principio, se opuso a que la novia luciera el espantoso crucifijo de oro que por alguna razón inexplicable se negaba a quitarse del cuello, pero cuando Soleá la amenazó con salir huyendo, descalza por los campos de labranza que rodeaban la finca, tuvo que rendirse ante la única condición impuesta por la dócil y resignada muchacha.

—Lo de hoy es una prueba de amor hacia ti, Tico de mi alma —le había advertido Soleá a su ya marido cuando enfilaron la avenida de castaños que llevaba a la casa—. Haré todito lo que me pida tu madre, seré como un borreguito manso, pero prométeme que en cuanto podamos nos iremos por donde hemos venido, antes de que me vuelva loca.

—Prometido —respondió Atticus—. Por éstas —añadió, y se besó la punta de los dedos como había visto hacer a los gitanos del Albaicín.

Así que el corazón literario de aquella casa —la biblioteca de los ocho mil libros, con su chimenea de leña, su sofá de terciopelo y la butaca en la que Atticus convaleció de su lesión de remo, la misma en la que aprendió a amar gracias a Duras, Lawrence, Miller, Nabokov y Sade— había permanecido cerrado, en intrigante oscuridad hasta ese momento.

Atticus condujo a su novia a toda prisa por el pasillo, bajo los retratos de los abuelos Craftsman hasta la puerta de la estancia, la abrió, acomodó a Soleá en el sofá, la llenó de besos y luego fue a prender el fuego que, inmediatamente, comenzó a arder con llamas doradas.

Ella se levantó silenciosa para acariciar los volúmenes encuadernados en cuero. Su sueño había sido siempre el de vivir rodeada de libros como aquéllos, algunos de los cuales eran incunables con varios cientos de años de antigüedad, deseo que compartía con todas sus compañeras de
Librarte
.

—Algún día —solía decir Berta— vamos a levantar entre todas una biblioteca magnífica. Reuniremos en ella todos los libros de nuestra vida. Será como la de Borges, una metáfora del universo: circular, con paredes hexagonales e infinita. Y aunque se acabe el mundo y se extinga la especie humana, nuestra biblioteca perdurará «iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta».

Las demás cerraban los ojos e imaginaban un lugar que para cada una era diferente y para todas idéntico: exactamente igual a la biblioteca de la casa de Kent.

Mientras Atticus encendía el fuego, Soleá vagaba por la sala, las manos rozando con suavidad el lomo de aquellos volúmenes, hasta que uno en especial llamó su atención por la alta temperatura de su cuero rojo.

—Este libro quema —dijo asombrada.

Atticus dejó el atizador en el suelo y se acercó a donde estaba su mujer.

—Déjame verlo —le pidió con un temblor raro en la voz.

En medio de dos inocentes novelas de Jack London latía un librito sin título, igual de rojo e igual de furtivo que sus cinco hermanos eróticos.

—Nunca te he hablado de mi biblioteca íntima, ¿verdad?

—¿Los cinco libros que tienes apilados en la mesilla?

—Ésa —reconoció Atticus—. Pues resulta que acabas de encontrar el sexto.

Juntos lo abrieron, abrasándose las yemas de los dedos, y descubrieron sin sorpresa que se trataba, ni más mi menos, de la traducción del
Kama Sutra
de Richard Francis Burton, con ilustraciones dibujadas a mano y añadidas al libro en pequeñas cartulinas arrugadas.

—El dueño de esta colección era, además de un ávido lector, un gran artista —logró decir Atticus.

—O la dueña —respondió Soleá en un susurro.

Pero Atticus ya le había arrancado el vestido y lo había dejado caer sobre la alfombra. Y Soleá se había tumbado encima, frente al fuego, se había soltado el pelo, deshecho de los zapatos y de las medias, y había adoptado una de aquellas posturas catalogadas por el hindú Vatsiaiana allá por el año trescientos de la era cristiana. Y Atticus estaba tratando de adaptarse a sus movimientos cuando, inesperadamente, se abrió la puerta de la biblioteca y Moira Craftsman asomó su cara de estatua griega, de cariátide marmórea que nunca perdió la rigidez de su estructura. Los había estado buscando por todas partes, indignada al descubrir su ausencia entre la gente, y los había seguido a tientas, con la única ayuda de su instinto de funcionaria de prisiones, hasta la biblioteca.

Ni Soleá ni Atticus supieron jamás que aquella noche Moira contempló, por primera vez en su vida, a una pareja tan enredada que hubiera resultado imposible separar a uno del otro o identificar las partes correspondientes a una u otra piel. Que si en ese momento el fuego se hubiera descontrolado y ambos hubieran muerto abrasados, no habría habido otro modo de distinguirlos que haciendo infinitas pruebas de ADN sobre la carne asada, y dado lo difícil de semejante tarea, habría sido mejor meterlos juntos en la misma urna de cenizas y llorarlos a la vez, ironías de la vida.

Moira Craftsman, paralizada con la mano en el pomo de la puerta, observó que en un rincón de la biblioteca un hombre de unos ochenta años y cara de sabio, que fumaba en pipa y se hacía acompañar por un Hobbit chiquitín, la saludaba afablemente, levantándose el sombrero: «Cuánto tiempo sin verla, querida Moira —le dijo sin palabras—. Cómo hemos cambiado desde los tiempos lejanos en que Marlow y tú compartíais amoríos secretos en la habitación de Exeter College y erais capaces de alcanzar la gloria en diez minutos exactos sólo con leer en voz alta algunos pasajes de los seis libros eróticos que él te regaló, pequeña inexperta, cuando se dio cuenta de tu falta de imaginación y tu exceso de deseo. Cómo disfrutábamos los tres de aquellos juegos prohibidos, Moira Craftsman, qué lástima lo rápido que se olvida lo excitante que puede llegar a ser el amor en cuanto se sale de la clandestinidad. Pobre Marlow, pobre tú. Hace tiempo que no os visito porque me aburrís mortalmente. Ahora mi Hobbit y yo preferimos a estos dos, son purasangres, son fórmulas uno, son ollas a presión».

Moira no quiso quedarse hasta el final de la escena. Tolkien había perdido el interés en ella y se concentraba en los amantes que se retorcían sobre la alfombra. Cerró con cuidado la puerta de la biblioteca y, sofocada, experimentó, en medio del pasillo, el mismo éxtasis que sorprendió a todos y a cada uno de los invitados aquella noche estrellada y que ninguno pudo olvidar jamás, por muchos años, muchos amantes y muchos placeres que siguieron a lo largo de sus cortas o longevas existencias.

Atticus y Soleá, rendidos y encajados, pegados el uno al otro con hormigón armado, vivieron cien años ocupando un solo cuerpo, una sola carne, unidos para siempre, hombre y mujer, tal y como Dios los imaginó, los amasó y los escupió a la vida: a su imagen y semejanza.

MAMEN SÁNCHEZ, es licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Ha cursado estudios en las Universidades de La Sorbona, Londres y Oxford. Es directora adjunta de la revista
Hola
.

Sus obras hasta este momento son:

La felicidad es un té contigo (2013)
http://epubgratis.me/node/30463
, Juego de damas (2011)
http://epubgratis.me/node/12757
, El gran truco (2011), Agua del limonero (2010)
http://epubgratis.me/node/6560
, La estrella de siete puntas (2008) y Gafas de sol para días de lluvia (2007 - 2010).

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