—¿Qué pasa? —logró pronunciar, algo aturdida.
Pero Berta y Manchego no respondieron. Ambos escrutaban la oscuridad de la noche desde la ventana, esperando a que de un momento a otro apareciera la figura del maltratador entre la niebla.
Eso fue exactamente lo que ocurrió a continuación. Bajo la farola de la acera de enfrente se dibujó un bulto algo desgarbado que poco a poco fue tomando la forma de un ser humano, la barba de dos días, los andares marineros, el tatuaje, seguro, bajo la cazadora de cuero, el cigarro encendido.
—¡Barbosa! —lo reconoció Berta, aterrada.
—¡El cerrajero! —exclamó Manchego al mismo tiempo, todavía incapaz de comprender lo que unos minutos más tarde, cuando pudo pensar con calma, estuvo más claro que el agua: que César Barbosa y Lucas, el falso cerrajero, eran una misma y delincuente persona.
Manchego abrió la ventana, sacó la pistola, apuntó a la farola y gritó «¡alto!» sin calcular las posibilidades de escapatoria que poseía el Pirata, veinte años más joven que él y que sus muchachos, el cual salió corriendo como una liebre, esquivando al Macita y al Josi, que se lo encontraron de frente, por sorpresa, y desapareciendo en dirección contraria por la calle del Alamillo. La misma calle en la que vivían Berta Quiñones, la señora Susana y su inquilino Atticus Craftsman, en paradero desconocido desde finales de mayo.
O semejante escenario era el resultado de una casualidad cósmica de dimensiones sobrenaturales o todos aquellos acontecimientos estaban conectados de alguna manera mucho más lógica que esa misma noche los siete implicados en la trama estaban a punto de descubrir sentados todos en el salón de Berta, con el pulso disparado, la lengua muy suelta y la noche muy larga.
—La solución era, una de dos, o diversificar el producto o especializarse, que es lo que acordamos, porque a mí siempre se me habían dado muy bien los melones y muy mal las naranjas, así son las cosas, qué le vamos a hacer.
Arcángel era un hombre muy hablador. De esto se dio cuenta Atticus sobre todo por oposición a su propia sobriedad de palabras, heredada de su padre, Marlow: «Tú hablas, yo escucho y, a cambio, me enseñas a tocar la guitarra», fue el trato que el primo de Soleá aceptó encantado porque, además, según le dijo, hasta que se maduraran los melones del próximo camión para Madrid no había mucho que hacer, aparte de tocar por la noche en la cueva de la Dolores, la madre del Potaje, que finalmente había resultado ser tío de Soleá y no su primo.
Arcángel era nieto de Consuelos, otra hermana de la abuela Remedios, el mayor de los sobrinos de Manuela y en el que recayó la responsabilidad del negocio de frutas de Pedro Abad, el padre de Soleá, cuando, a la muerte de éste, Tomás les anunció a su madre y a sus hermanas que se iba a dedicar profesionalmente al cante porque a él el tema de la horticultura le cortaba las alas y le secaba el alma, y Manuela, viuda joven, con cuatro hijas solteras, comprendió que más le valía venderle la tierra y los camiones a alguien de la familia para que, al menos, el nombre del negocio siguiera siendo el mismo, cosa que no respetó el Arcángel y por ello aquel suceso era todavía espinoso, mejor no tratarlo, míster, para qué.
La tía Consuelos tenía poderes analgésicos. La bisabuela decía que desde el mismo momento en que vino al mundo la niña le desaparecieron los dolores del parto y los entuertos del «reparto», que se le relajó el cuerpo entero y se le acompasaron los latidos de su corazón con los de la criatura. Eso era cierto. Un fenómeno inexplicable: ser humano que se acercaba a menos de quince centímetros del pecho de la tía Consuelos, ser humano que notaba cómo su pulso se ralentizaba —porque la mujer tenía el ritmo cardiaco de una lagartija en reposo— y le desaparecían poco a poco todas las angustias y los estreses.
Durante algunos años había sido famosa en Granada con el sobrenombre de «la mujer de los dolores», título que a ella le disgustaba bastante porque, según decía, se refería al problema, no al remedio, y su propio nombre, «Consuelos», que se lo puso su madre, precisamente por referencia a su don, hubiera servido perfectamente para definirla, pero, en fin, así es la gente, qué le vamos a hacer. Cuando llegó a los setenta cerró el consultorio que había abierto en el Camino del Monte por miedo a morirse en medio de una sesión y arrastrar con ella al paciente. Pero ahora ya había cumplido los ochenta y veía que su vida se alargaba como la de un ficus milenario, con lo cual poco a poco estaba perdiendo el miedo a morirse y dándole vueltas a la idea de volver a la curandería el tiempo que le quedara, porque la gente con un don como el de la abuela Consuelos es posible que no se muera nunca, o que su vida, al ralentí, se alargue hasta el infinito, como el bolero de Ravel, ¿sabe
usté
?, que uno puede estarlo tocando el día entero, porque empieza donde termina y viceversa. ¿Se lo toco un poquillo, míster?
Las clases las impartía Arcángel en el patio de la casa de Soleá y las recibía Atticus, con el pelo revuelto y las uñas largas, entre las doce de la mañana y las dos de la tarde, según el menú del día. Esta dependencia gastronómica del horario de clase se debía a que el inglés había desarrollado un gusto enfermizo por los guisos que preparaba la abuela Remedios en la cocina de leña, cuya ventana se abría al patio. En cuanto el aceite empezaba a calentarse y la cebolla a dorarse, el cerebro de Atticus Craftsman perdía el interés por los acordes de la guitarra para pasar a obsesionarse con la bendición del puchero y Arcángel comprendía que era mejor dejar la clase para el día siguiente, se levantaba de la silla y decía: «Tiene
usté
mucho arte, míster», mientras le daba una palmadita en la espalda. Entonces, Atticus entraba en la casa, seguía el rastro de la fritanga hasta la cocina, saludaba a la abuela Remedios y ella le respondía: «Ya estás aquí otra vez, Tico, niño», y le daba un cuchillo afilado para que la ayudara a picar las verduras.
A veces hacía falta pelar las habas y entonces se sentaban los dos frente a frente en una mesa pequeña y se pasaban el rato charlando de cosas serias. La abuela Remedios hacía tiempo que le había perdido el respeto y le había apeado del tratamiento de míster que le concedían los demás. Le encantaba su manera de hablar, con ese acento tan guiri, le solía pedir que le contara cosas de su casa, de su familia, de su campo, y le escuchaba atónita, a veces consternada, como cuando se enteró de que había pasado su niñez interno en un colegio, o cuando Atticus le comentó de pasada que no recordaba que su padre le hubiera cogido en brazos ni una sola vez en toda su vida.
—¿Tú crees en Dios, Tico?
—Creo que esto es lo que tenemos, esta vida, y que debemos estar agradecidos por ella.
—¿Agradecidos? —La abuela Remedios tenía la habilidad de darle la vuelta al significado de todo aquello con lo que no estaba de acuerdo para lograr encajarlo en sus convicciones—. Entonces está claro que crees en Dios, Tico, niño, piénsalo, ¿a quién le agradeces?
—A la vida.
—No le puedes agradecer la vida a la vida: sería como darle las buenas noches a la noche. Un mamarracho, lo mires por donde lo mires.
—Entonces debe de ser que sí creo en Dios.
—Digo. Oye, Tico, tú te quieres casar con mi Soleá, ¿verdad?
—Nunca he pensado en casarme, abuela. —Para contrarrestar las artes dialécticas de la abuela Remedios, Atticus había desarrollado la capacidad de responder con ambigüedad.
—No te he preguntado si te quieres casar, así, en abstracto, como quien pregunta si te quieres divertir o si quieres conocer mundo, Tico, niño. Lo que te he preguntado es si te quieres casar con mi Soleá.
—Es que Soleá es mucha Soleá.
—Oye, Tico. —La abuela se impacientaba—. ¿Tú sabes lo que es pelar la pava?
—No.
—Pues pelar la pava es lo mismo que pelar las habas, pero en lugar de con la abuela, con la nieta, ¿entiendes?
Lo cierto era que habían pasado ya dos meses desde su llegada a Granada, que julio llegaba a su fin y que agosto se presentaba caluroso. Que Soleá estaba cada día más guapa, que cada tarde salían a dar un paseo, que ella le seguía llamando señor
Crasman
y hablándole de usted y que Atticus luchaba a diario contra el instinto animal de devorarla antes de que saliera la luna.
Las señales que le enviaba Soleá eran confusas. Por una parte, lo trataba con una familiaridad asombrosa, en nada diferente a la manera como se comportaba con sus primos: las mismas bromas, los mismos reproches, las mismas confidencias, pero, en cambio, no permitía que él la respondiera del mismo modo. Muy sonada fue la bofetada que se llevó Atticus el día en que se atrevió a pellizcarla simpáticamente el trasero, tal y como hacían siempre los hombres de la casa con todas las mujeres sin excepción, incluidas las abuelas, y que ellas rechazaban con una risa divertida y un empujón. Aquel día, Soleá le cruzó la cara de lado a lado y se quedó esperando su reacción, por ver si le bastaba con la expresión de perro apaleado, las disculpas en inglés, el torpe restablecimiento del equilibrio perdido y la súplica, no le digas nada a Tomás, te lo ruego, que me mata, que fue lo único que ablandó su corazón de piedra.
Por otra parte, también le resultaba difícil adivinar su estado de ánimo y descifrar lo que realmente esperaba de él. Si lo descubría mirando a otra chica, Soleá se enfurruñaba, lo abandonaba en medio de la calle y pasaba un par de días sin dirigirle la palabra. Pero si lo sentía muy pendiente de ella, si le parecía que Atticus la seguía como una sombra por las calles sedientas o si se lo encontraba de frente por un pasillo y él le sostenía la mirada, entonces le hacía entender que su presencia la estorbaba y le recomendaba que saliera a que le diera un poquillo el aire, míster
Crasman
, que aquí dentro está el ambiente muy recargado, y lo echaba de casa, como si fuera un mendigo incómodo.
Entonces Atticus abrazaba su guitarra, se alejaba del carmen de las Heredia, por la calle abajo, por la calle arriba, y en cualquier esquina se sentaba a practicar su nueva y solitaria pasión. Algunas veces, los turistas le dejaban monedas en el sombrero al contemplar la pena con la que desgarraba las cuerdas de su amante de madera.
Luego estaba la cuestión del alojamiento. Soleá seguía negándose en redondo a que Atticus se instalara en un hotel, pero él consideraba que si su estancia se alargaba, cosa que evidentemente estaba sucediendo, debía contribuir de alguna manera al sostenimiento de aquella familia. El problema era que su dinero no era bien recibido por nadie. Se lo planteó a Manuela, la madre, y ella se ofendió muchísimo. Se lo consultó a Tomás, el hijo, y él le retiró el saludo. Al final, Soleá le pidió encarecidamente que dejara de avergonzar a su familia con aquel sobre lleno de billetes del que tanto se pavoneaba, y él fue incapaz de hacerle entender que la intención no era presumir, sino todo lo contrario, parece mentira, Soleá, que pienses una cosa tan fea de mí.
Al final resolvió que el único modo de librarse de la insoportable sensación de vivir a la sopa boba era comprar cada noche una entrada a precio de turista en la cueva de la Dolores, asistir al espectáculo y dejar propina.
—A
usté
le gusta alguna de las niñas —le dijo una noche Soleá con los ojos entornados.
—¿A mí?
—Dígame por qué si no viene toditas las noches a la cueva.
—Pues para verte a ti, Soleá —respondió él.
—Menos guasa, míster
Crasman
, que ya nos vamos conociendo.
Esta situación de tensión y desencanto la percibía la abuela Remedios, más sabe la vieja por vieja, y sentía que al guiri no le vendría mal un empujoncito para ayudarlo a conquistar el fuerte, que, por otro lado, bien sabía la vieja, tenía todas las papeletas para ser conquistado, no había más que ver cómo bajaba Soleá de guapa todas las mañanas preguntando por él, que dónde está míster
Crasman
, que si ya se ha levantado… Así que esperó agazapada hasta que se presentó la ocasión de intervenir en el destino de su nieta.
La primera semana de agosto, Atticus recibió una llamada de Inglaterra. Su padre quería saber qué tal iban los asuntos que le había encomendado. Atticus no tuvo más remedio que mentir. Inventó una explicación engorrosa sobre un estudio de negocio inexistente y le aseguró que en breve tendría buenas noticias que darle. Después le preguntó si conocía algún punto de venta de té Earl Grey de la marca Twinings, que era su preferida, en España, porque si no iba a tener que hacer un pedido a Inglaterra, lo cual era bastante complicado. Su padre le prometió que lo investigaría y después colgaron.
Como esta conversación tuvo lugar en el patio de la casa, Manuela, Remedios y las niñas no tuvieron más remedio que escucharla a través de la ventana de la cocina y pedirle a Soleá que les tradujera, por favor, lo que el míster estaba contándole a su padre de ellas.
—No tiene nada que ver con nosotras —les explicó—, parece ser que se le ha acabado el té y no sabe dónde comprarlo.
—¡Dile que por el camino de Antequera vive una mujer que hace infusiones! —exclamó de pronto su abuela.
—Pero, mama Remedios —respondió Soleá extrañada—, en cualquier supermercado de la ciudad venden esa marca de té.
—Tú, díselo —replicó la anciana—, luego te explico cómo se llega. ¡Tico, niño! —gritó por la ventana—. ¡Ven, que te digo dónde hacen un té muy rico!
Dos días después, exactamente el 10 de agosto a las ocho de la tarde, Atticus Craftsman se embarcó en la aventura más pintoresca de su existencia, al volante de la furgoneta de Arcángel, con Soleá abanicándose a su lado y el retrato de Camarón mirándolos extrañado desde el salpicadero mientras su voz lograba a duras penas escucharse por encima de los ruidos del motor. Antes de ponerse en camino Atticus sacó el móvil, llamó a casa, esperó la señal y, al ver que saltaba el contestador automático, se decidió a dejar un mensaje para que su padre, Marlow, no persistiera en su ardua tarea de investigación sobre la distribución de tés en España: «Papá, déjalo en mis manos. Lo tengo todo bajo control».
La
señá
Candela había descubierto los efectos tranquilizantes de la valeriana, los alucinógenos del estramonio, los digestivos de la manzanilla y los terapéuticos de la quinina mucho antes de que se pusieran de moda los herbolarios, las píldoras de alcachofa y la tónica Schweppes. Lo único que la pilló por sorpresa fue la aparición de la Coca-Cola, tan parecida a la zarzaparrilla de toda la vida y, sin embargo, tan exitosa. A ella, que llevaba tantos años dedicada a investigar las propiedades terapéuticas de las hierbas silvestres, jamás se le había ocurrido que pudieran obtenerse semejantes beneficios con su venta al por mayor. Lo único que pedía por sus fórmulas magistrales era la voluntad, y la cola que se formaba a la puerta de su casa daba la vuelta a la manzana. Su marido, Agustín, vigilaba aquella fila de personajes dispares, doloridos unos, descorazonados otros, y él sí sacaba un buen provecho de los clientes, a los que colocaba, no en orden de llegada —que hubiera sido lo justo—, sino en relación a la propina que se embolsaba, de modo que siempre los ricos iban antes que los pobres. La
señá
Candela hacía la vista gorda, no fuera a abandonarla el Agustín a estas alturas de la vida, cumplidos ya los ochenta, pero como venganza dedicaba a los primeros muchísimo menos tiempo y energía que a los últimos.