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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

La espada leal (13 page)

—El Campo de Fuego debe parecerse a esto —dijo Ser Eustace—. Fue allí donde comenzaron nuestras desgracias, hace doscientos años. El último de los reyes verdes murió en aquel campo, con las más hermosas flores del Dominio a su alrededor. Mi padre decía que el dragón de fuego quemaba tanto que sus espadas se derretían en sus manos. Después, las hojas fueron reunidas, y pasaron a formar parte del Trono de Hierro. Altojardín pasó de tener reyes a tener administradores, y los Osgrey cayeron y se diseminaron, hasta que los Alguaciles de la Frontera Norte no fueron más que caballeros con tierras atados por feudalidad a los Rowan.

Dunk no tenía nada que decir sobre aquello, así que cabalgó en silencio durante un rato, hasta que Ser Eustace tosió, y dijo:

—Ser Duncan, ¿recordáis la historia que os conté?

—Puede, Ser —dijo Dunk—. ¿Cuál?

—El Pequeño León.

—La recuerdo. Era el más joven de cinco hijos.

—Bien. —Volvió a toser—. Cuando mató a Lancel Lannister, los hombres del oeste se retiraron. Sin rey, no hay guerra. ¿Entendéis lo que estoy diciendo?

—Sí —dijo Dunk, reticente. ¿Sería yo capaz de matar a una mujer? Por una vez, Dunk deseó ser tan duro como la muralla de un castillo. No se debe llegar a eso. No dejaré que las cosas se pongan así.

Unos pocos árboles verdes aún seguían de pie allí donde la senda del oeste se cruzaba con el Jaquel. Sus troncos estaban chamuscados y negros por un lado. Justo un poco más allá, el agua brillaba, amenazante. Azul y verde, pensó Dunk, pero ya no hay oro. El humo había tapado el sol.

Ser Eustace se detuvo al alcanzar la orilla del arroyo.

—Hice un juramento sagrado. No cruzaré esta corriente. No mientras las tierras de la otra ribera sean suyas. —El viejo caballero llevaba coraza y cota de malla debajo de su túnica amarillenta. Llevaba la espada en un costado.

—¿Y si ella no viene, Ser? —preguntó Egg.

Con fuego y espada, pensó Dunk.

—Vendrá.

Lo hizo, y en menos de una hora. Primero oyeron sus caballos, después el vago sonido metálico de sus armaduras que iba creciendo. El humo acumulado hacía difícil determinar lo lejos que estaban, hasta que su portaestandarte apareció entre la cortina de jirones de niebla. El pendón estaba coronado par una araña de hierro pintada de blanco y rojo, con el estandarte negro de los Webber colgando debajo, lánguido. Cuando los vio al otro lado de las aguas, se plantó en la orilla. Ser Lucas Inchfield apareció medio latido de corazón después, armado de la cabeza a los pies.

Solo entonces apareció la mismísima lady Rohanne, a horcajadas de una yegua negra como el carbón y ataviada con ropas de seda plateada, como una telaraña. La capa de la Viuda estaba confeccionada con el mismo material. Ondeaba desde sus hombros y sus muñecas, ligera como el aire. También tenía armadura, de verdes escamas esmaltadas repujadas con oro y plata. Se ajustaba a su figura como un guante, y le hacía parecer como si fuera ataviada con hojas del estío. Su larga trenza pelirroja daba saltos mientras cabalgaba. El septon Sefton montaba a su lado, con el rostro congestionado, sobre un enorme caballo gris. Al otro lado iba su joven maestre, Cerrick, sobre una mula.

Detrás venían más caballeros, media docena, atendidos por otros tantos escuderos. Una columna de ballesteros montados formaba la retaguardia, y se desplegaron a ambos lados del camino cuando alcanzaron el Jaquel y vieron a Dunk esperando al otro lado. Eran treinta y tres hombres de armas en total, excluyendo al septon, el maestre y la propia Viuda. Uno de los caballeros captó la atención de Dunk; un hombre calvo y rechoncho como un barril, cubierto de malla y cuero, con un rostro iracundo y un feo bocio en el cuello.

La Viuda Escarlata condujo su mula hasta la orilla del río.

—Ser Eustace, Ser Duncan —les llamó desde el otro lado—, vimos vuestro fuego ardiendo en la noche.

—¿Visteis? —respondió a voces Ser Eustace—. Sí, lo visteis… después de provocarlo.

—Eso es una vil acusación.

—Para un vil acto.

—Anoche estaba durmiendo en mi cama, con mis damas a mi alrededor. Los gritos desde las murallas me despertaron, como a la mayoría de todo el mundo. Los ancianos treparon las inclinadas escaleras de la torre para observar, y los bebés de pecho vieron las luces rojas y lloraron de miedo. Y eso es todo lo que sé de vuestro fuego, Ser.

—Era vuestro fuego, mujer —insistió Ser Eustace—. Mi bosque se ha perdido. ¡Perdido, os digo!

El septon Sefton se aclaró la garganta.

—Ser Eustace —bramó—, también hay incendios en los bosques del Rey, e incluso en la selva. La sequía ha convertido todos nuestros bosques en astillas.

Lady Rohanne levantó un brazo y apuntó.

—Mirad mis campos, Osgrey. Lo secos que están. Sería una estúpida si encendiera un fuego.

Si el viento hubiera cambiado de dirección, las llamas podrían haber saltado el río, y quemado todos mis cultivos.

—¿Podrían? —gritó Ser Eustace—. Fueron mis bosques los que ardieron, y vos quien los quemó. ¡Lo más probable es que lanzarais algún conjuro de brujería para dirigir el viento, igual que empleasteis las artes oscuras para matar a vuestros maridos y hermanos!

El rostro de lady Rohanne se endureció. Dunk había visto aquella expresión en Fosafría, justo antes de que le abofeteara.

—Chismorreos —le dijo al anciano—. No gastaré más saliva con vos, Ser. Entregad a Bennis del Escudo Pardo, o iremos nosotros a por él.

—Eso no lo haréis —declaró Ser Eustace con tono chillón—. No lo haréis nunca. —Su mostacho se crispó—. No deis ni un paso más. Esta orilla del arroyo es mía, y no sois bienvenida. No obtendréis hospitalidad por mi parte. Ni pan ni sal, ni siquiera sombra ni agua. Seréis considerada una intrusa. Os prohíbo poner pie en tierra de Osgrey.

Lady Rohanne se echó la trenza por encima del hombro.

—Ser Lucas —fue todo lo que dijo. Dosmetros hizo un gesto, los ballesteros desmontaron, cargaron sus ballestas con ayuda del gancho y el estribo, y colocaron virotes de sus aljabas—. Ahora, Ser —gritó su señoría, cuando todas las ballestas estuvieron cargadas, apuntadas y listas—, ¿qué era lo que me prohibíais?

Dunk ya había escuchado suficiente.

—Si franqueáis el cauce sin permiso, estaréis quebrantando la paz del Rey.

El septon Sefton hizo avanzar un paso a su montura.

—El rey ni lo sabrá ni le importará —afirmó—. Todos somos hijos de la Madre, Ser. En su nombre, haceos a un lado.

Dunk frunció el ceño.

—Yo no sé mucho de dioses, septon… ¿pero no somos también hijos del Guerrero? —Se frotó la nuca—. Si tratáis de cruzar, os detendré.

Ser Lucas Dosmetros rió.

—Aquí tenemos a un caballero errante que quiere ser un puercoespín, mi señora —le dijo a la Viuda Escarlata—. Decid una palabra, y se le clavarán una docena de virotes. A esta distancia, atravesarán esa armadura como si estuviera hecha de saliva.

—No. Aún no, Ser. —Lady Rohanne le estudió a través del cauce—. Sois dos hombres y un muchacho. Nosotros somos treinta y tres. ¿Cómo os proponéis evitar que crucemos?

—Bien —dijo Dunk—, os lo diré. Pero solo a vos.

—Como deseéis. —Golpeó con los talones el costado de su montura y se metió en el agua. Cuando el agua alcanzó el vientre de la yegua, se detuvo, a la espera—. Aquí estoy. Acercaos, Ser. Prometo no meteros en un saco.

Ser Eustace aferró el brazo de Dunk antes que pudiera responder.

—Id con ella —dijo el anciano caballero—, pero recordad al Pequeño León.

—Como digáis, mi señor. —Dunk guió a Trueno hasta el agua. Llegó hasta ella y dijo:—. Mi señora.

—Ser Duncan. —Levantó la mano y posó dos dedos sobre su maltrecho labio—. ¿Os hice yo esto, Ser?

—Nadie más me ha abofeteado la cara últimamente, mi señora.

—Estuvo mal por mi parte. Una violación de la hospitalidad. El buen septon me ha estado regañando. —Miró por encima de las aguas a Ser Eustace—. Apenas recuerdo ya a Addam. Se fue hace más de la mitad de mi vida. Sin embargo, recuerdo que le amaba. No he amado a ninguno de los otros.

—Su padre le enterró junto a las moreras, con sus hermanos —dijo Dunk—. Le gustaban las moras.

—Lo recuerdo. Solía recogerlas para mí, y las comíamos con un tazón de crema.

—El rey perdonó al anciano por lo de Daemon —dijo Dunk—. Ya es hora de que lo perdonéis por lo de Addam.

—Entregadme a Bennis, y lo consideraré.

—Bennis no es de mi propiedad, para poder entregarlo.

Ella suspiró.

—Preferiría no tener que mataros.

—Preferiría no tener que morir.

—En tal caso, dadme a Bennis. Le cortaremos la nariz y lo devolveremos, y eso será el fin de todo.

—Sin embargo, no será así —dijo Dunk—. Aún hay que tratar el tema del dique, y el incendio. ¿Nos entregaréis los hombres que lo provocaron?

—Había luciérnagas en ese bosque —dijo ella—. Quizá ellas lo provocaron, con sus pequeñas linternas.

—No más burlas, mi señora —le avisó Dunk—. No es momento. Echad abajo el dique, y dejad que Ser Eustace tenga agua para el bosque. Eso es justo, ¿no?

—Podría ser, si yo hubiese quemado el bosque. Lo cual no hice. Estaba en Fosafría, metida en la cama. —Bajó la vista hacia el agua—. ¿Qué es lo que evitará que atravesemos el arroyo? ¿Habéis dispuesto arqueros entre las rocas? ¿Ballesteros ocultos en las cenizas? Decidme que es lo que pensáis que va a detenernos.

—Yo. —Se sacó un guantelete—. En Lecho de Pulgas siempre era más grande y fuerte que los demás chicos, así que solía pegarles y robarles. El anciano me enseñó a no hacerlo. Está mal, me decía, a veces los niños pequeños tienen hermanos mayores. Echadle un vistazo a esto. — Dunk se sacó el anillo del dedo y se lo alargó. Ella tuvo que dejar suelta su trenza para cogerlo.

—¿Oro? —dijo, cuando sintió su peso—. ¿Qué es esto, Ser? —Le dio la vuelta—. Un sello. Oro y ónice. —Sus ojos verdes se estrecharon mientras estudiaba el sello—. ¿Dónde encontrasteis esto, Ser?

—En una bota. Envuelto en trapos y encajado entre los dedos.

Los dedos de lady Rohanne se cerraron a su alrededor. Miró a Egg y al viejo Ser Eustace.

—Os arriesgáis mucho al enseñarme este sello, Ser. Mas, ¿en qué os avala? Si ordenara a mis hombres que cruzaran…

—Bueno —dijo Dunk—, eso significaría que tendría que combatir.

—Y morir.

—Muy probablemente —dijo—, y entonces Egg regresaría al lugar del que viene, y contaría lo que ha pasado aquí.

—No si también muere.

—No creo que asesinarais a un chiquillo de diez años —dijo, deseando no equivocarse—. No a este chiquillo de diez años. No lo creo. Tenéis treinta y tres hombres aquí, como dijisteis. Los hombres hablan. Ese gordo de ahí en especial. No importa lo profundas que cavéis las tumbas, la historia saldrá a la luz. Y entonces, bueno… Puede que el mordisco de una araña moteada pueda matar a un león, pero un dragón es una clase de bestia diferente.

—Preferiría ser amiga del dragón. —Intentó ponerse el anillo en el dedo. Era demasiado grande incluso para su pulgar—. Dragón o no, debo tener a Bennis del Escudo Pardo.

—No.

—Sois dos metros diez de testarudez.

—Más otro centímetro.

Ella le devolvió el anillo.

—No puedo regresar a Fosafría con las manos vacías. Dirán que la Viuda Escarlata ha perdido su picadura, que es demasiado débil para imponer justicia, que no puede proteger a sus plebeyos. No lo entendéis, Ser.

—Puede que sí. —Mejor de lo que imagináis—. Recuerdo cierta ocasión en que algún lord menor de las tierras de la tormenta tomó a Ser Arlan a su servicio, para que le ayudara a luchar contra otro lord menor. Cuando le pregunté al viejo por el motivo de la contienda, me dijo: «Nada, muchacho. No es más que un concurso a ver quien mea más lejos».

Lady Rohanne le dirigió una mirada sorprendida, pero no fue más que durante medio latido de corazón, antes de volver a sonreír.

—Había oído un millar de descortesías en mi vida, pero vos sois el primer caballero que dice
mear
en mi presencia. —Su cara pecosa se ensombreció—. Esos concursos de mear son el modo en que un lord calcula la fuerza de otro, y demuestran a todo el mundo quién tiene una debilidad. Una mujer tiene que mear dos veces más lejos, si espera gobernar. Y si ocurre que esa mujer es bajita… Lord Stackhouse codicia mis Colinas de la Herradura, Ser Clifford Conklyn tiene una antigua reclamación sobre Lago Frondoso, esos desleales de los Durwell viven de robar mi ganado… y bajo mi propio techo tengo a los Longinch. Todos los días me levanto preguntándome si ese será el día en que se case conmigo por la fuerza. —Su mano se aferró en torno a su trenza, tan fuerte como si fuera una cuerda y colgara de un precipicio—. Es su deseo, lo sé. Le retiene el miedo a mi ira, al igual que los Conklyn, los Stackhouse y los Durwell cuando se meten en los asuntos de la Viuda Escarlata. Si por un solo momento cualquiera de ellos pensara que me he vuelto débil y blanda…

Dunk se volvió a poner el anillo en el dedo, y desenfundó su daga.

Los ojos de la Viuda se abrieron como platos a la vista del acero desenfundado.

—¿Qué estáis haciendo? —dijo—. ¿Habéis perdido el juicio? Hay una docena de ballesteros que os apuntan.

—Queríais sangre por sangre. —Puso la daga contra su propia mejilla—. Os informaron mal. No fue Bennis quien cortó al excavador, fui yo. —Apretó el filo de acero sobre su rostro, y tajó hacia abajo. Cuando sacudió la sangre de la hoja, una parte salpicó la cara de ella. Más pecas, pensó—. Ya está, La Viuda Escarlata tiene su pago. Mejilla por mejilla.

—Estáis loco de remate. —El humo había llenado sus ojos de lágrimas—. Si tuvieseis mejor cuna, me desposaría con vos.

—Sí, mi señora. Y si los cerdos tuvieran alas y escamas y escupieran fuego, serían tan poderosos como dragones. —Dunk deslizó el cuchillo en su vaina. Su rostro había empezado a dar punzadas. La sangre corría mejilla abajo y goteaba sobre la gola de su armadura. El olor hizo que Trueno resoplara, y pateara el agua—. Entregadme a los hombres que quemaron el bosque.

—Nadie quemó el bosque —dijo—, pero si alguno de mis hombres lo hubiera hecho, sería para complacerme. ¿Cómo podría entregaros a ese hombre? —Volvió la vista hacia su séquito—. Sería mejor si Ser Eustace se retractara de su acusación.

—Esos cerdos tendrían que exhalar fuego primero, mi señora.

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