Authors: Antonio Garrido
—Bien. Parece obvio que el molinero es culpable —concluyó el monarca—. Le ha sido encontrada una partida de cereal con la simiente que al parecer produce el veneno, y eso es algo irrefutable, de modo que no veo razón para que vos, Alcuino, le sigáis protegiendo. A menos, claro está, que como insinúa Lotario, también estéis involucrado.
Alcuino lo miró con severidad.
—¿Desde cuándo el peso de la defensa recae sobre el inocente? ¿Dónde se encuentran los doce hombres necesarios para que su acusación se valide? Lo que ha dicho Lotario no son más que simplezas, sandeces y majaderías. Si me otorgáis unas horas os demostraré…
En ese instante, el impacto de un candelabro provocó que los presentes se giraran sorprendidos.
Theresa se agazapó tras la balaustrada. En su afán por enterarse de lo que ocurría, se había apoyado en una lámpara que había cedido desplomándose contra el suelo. Uno de los clérigos advirtió su escondrijo y, a su voz, dos auxiliares corrieron hacia el coro. Cuando comprobaron que se trataba de una mujer, la condujeron a empellones ante Lotario, quien la obligó a arrodillarse para pedir perdón por su conducta.
—Pero si es la cazadora de osos —se extrañó el monarca—. ¿Se puede saber qué hacías ahí arriba escondida?
Theresa besó el anillo real antes de implorar misericordia. Tartamudeando, explicó que buscaba a una amiga desaparecida; que pensaba que había muerto, pero que en realidad estaba viva; que no había escuchado de lo que discutían, y que lo único que pretendía era saber por qué Helga
la Negra
huía de ella.
Cuando la joven terminó de parlotear, Carlomagno la miró de arriba abajo. Por un momento pensó que había perdido el juicio, aunque por lo atropellado de su explicación, se dijo que tal vez no fuese una embustera.
—¿Y pensabas encontrar a tu amiga en el coro, ahí arriba?
Theresa se sonrojó.
—Es la ayudante de Alcuino, mi señor —intervino Lotario—. Quizá deseéis interrogarla.
—Mejor no. Ahora prefiero hacer una pausa. Tal vez orando encuentre una respuesta.
—Pero, majestad, no podéis… Este fraile precisa de un castigo inmediato —insistió.
—Después de rezar —zanjó el monarca—. Mientras tanto, que permanezca custodiado en su celda. —Hizo un gesto para que escoltaran a Alcuino, y se retiró por un lateral dejando a Lotario con la palabra en la boca. Al punto, el obispo olvidó a Theresa, y se dirigió hacia el centinela que debía conducir a Alcuino a su celda y asegurarse de que no saliera de ella.
—Si quiere evacuar, que lo haga por la ventana —le espetó.
Alcuino emprendió la marcha flanqueado por dos guardias, y Theresa siguiéndole a pocos pasos. Durante el trayecto la joven trató de disculparse, pero a cada intento el fraile respondió apresurando la marcha.
—No pretendía inculparos —alcanzó a decir.
—Pues según Lotario, parece que sí. —Alcuino caminaba sin devolverle la mirada.
Llegaron a la celda, con Theresa culpándose por su conducta y a la vez preguntándose el porqué de sus remordimientos, si al fin y al cabo el fraile la había utilizado para sus propósitos. Recordó que la había encerrado en una sala, y que de haber sido por él, aún no se sabría que el trigo era el causante de todos los fallecimientos. Además estaba aquella
folia
en la que de su puño y letra acusaba a Kohl, cosa que él nunca le había argumentado. Mientras luchaba por aclarar sus ideas, Alcuino entró en su celda. Antes de que el guarda lo encerrara, le dijo a Theresa en griego:
—Vuelve al
scriptorium
y revisa los polípticos.
Le tendió las manos, que la muchacha acogió entre las suyas, pero no supo qué decir. Cuando Alcuino las retiró, el guardián cerró la puerta y miró a Theresa con arrogancia. Entonces ella se dio la vuelta y corrió hacia las cocinas, apretando contra su pecho la llave que Alcuino acababa de pasarle sin que el guardia lo advirtiera.
Cuando llegó a los fogones, Theresa encontró a Favila peleando con un pollo.
—¿Tú también te has enterado? La verdad, no sé a qué esperan para ajusticiar a ese asesino —le dijo a Theresa sin dejar de arrancar plumas.
Ésta afirmó contemporizando, pero le molestó que Favila diera por sentado que el Marrano había matado a la hija del molinero.
—¿Has visto a Helga? —le preguntó con desgana. La mujer negó con la cabeza mientras despedazaba el ave—. Lo suponía —suspiró. Cogió un mendrugo y se despidió de la cocinera.
Hubo de esperar a que la congregación se reuniera en el refectorio para acceder al
scriptorium
sin que la vieran. Aunque había entrado en aquella sala docenas de veces, el miedo le atenazó la garganta. Introdujo la llave en la cerradura y la giró hasta que el cerrojo saltó de su alojamiento. Luego entró rápidamente y cerró a continuación. Le reconfortó el calor de la chimenea que aún ardía, alegrándose de que el obispo hubiese instalado aquel artefacto en una sala tan fría.
Sobre la mesa encontró desplegados varios documentos en los que parecían haber trabajado recientemente. Pasó un dedo por la tinta y comprobó que seguía húmeda. Unos diez minutos, calculó. Echó una ojeada pero no encontró nada importante, sólo varias
epistolae
firmadas por Lotario en las que exhortaba a otros obispos a seguir los preceptos de la regla de san Benito.
Dejó los documentos y se dirigió a las estanterías, donde localizó el políptico que tantas veces había repasado. Sin embargo comprobó que se hallaba encadenado a la repisa, de modo que lo extrajo como pudo y abrió las guardas para examinar su contenido. Apenas si podía pasar las hojas por la cercanía de los volúmenes contiguos, pero aun así localizó las reseñas de las transacciones de trigo satisfechas tres años atrás con el vecino poblado de Magdeburg.
Allí seguía el texto. Las mismas letras, las frases de siempre… Las leyó una y otra vez sin hallar nada nuevo, tan sólo los párrafos que alguien había suplantado para hacerlos pasar por los verdaderos. Ni siquiera podía examinar el texto oculto que había descubierto tras frotar el anverso con ceniza.
Mientras miraba repetidamente las páginas, se preguntó qué hacía en el
scriptorium
intentando ayudar a Alcuino. Ni siquiera sabía si el fraile era culpable o inocente. Si la descubrían, pensarían que estaba de acuerdo con él, que era cómplice de asesinato, y probablemente también acabaría en la hoguera. Decidió marcharse y olvidar cuanto antes el asunto.
Se disponía a cerrar el libro cuando inesperadamente lo vio como un fogonazo: «
in nomine Pater
.» Repasó las letras con la mayor atención. Las leyó despacio, una y otra vez.
«In nomine Pater.»
¿Por qué le llamaban la atención? No era más que la fórmula vulgar del encabezamiento de una carta.
De repente lo comprendió. ¡Dios santo! ¡Era eso! Dio un grito de alegría y corrió hacia los documentos extendidos sobre la mesa. A toda prisa buscó las epístolas firmadas por Lotario, las desplegó temblando y entonces lo comprobó.
«In nomine Pater.»
La misma inclinación… el mismo trazo… ¡la misma letra!
Las enmiendas trazadas sobre el políptico en que se reflejaban las ventas de trigo habían partido de la mano de Lotario. Se santiguó al averiguarlo, al tiempo que un escalofrío la hacía retroceder
.
Y si Lotario era el autor de las correcciones… tal vez fuera también el autor de los asesinatos
.
Se dijo entonces que debía llevar ante el rey la prueba que lo demostraba
.
Ordenó rápidamente los documentos de la mesa y regresó al políptico de la estantería, pero por más empeño que puso, no logró liberarlo
.
Estudiaba cómo soltarlo cuando oyó el chirrido de la puerta. Aterrada, se agachó entre los libros con el tiempo justo para divisar la gruesa figura de Lotario entrando en el
scriptorium
. Theresa dejó el políptico y gateó hasta el fondo de la biblioteca. Allí se ocultó tras un sillón. Lotario pasó frente a la mesa y miró los documentos. Luego se dirigió hacia el políptico y lo liberó de la cadena. Después se acercó a la chimenea, donde vaciló un instante. Miró a ambos lados como si temiera que le vieran, hojeó el códice y finalmente lo arrojó al fuego. Ardió en un suspiro como una bala de paja
.
Theresa salió de la estancia momentos después de que Lotario la abandonara. Necesitaba ver a Alcuino para contarle lo sucedido, pero cuando llegó a su celda averiguó que ya lo habían conducido a la iglesia. De camino al templo pasó por las cocinas, donde para su sorpresa se encontró con Helga
la Negra
.
Cuando salió de su estupor, Helga le solicitó silencio y la condujo a un almacén donde hablar con garantías.
—Pensé que habías muerto —le recriminó Theresa. Luego la abrazó con fuerza.
—De verdad lo siento. No deseaba preocuparte, pero Alcuino me obligó.
—¿Te obligó? ¿A qué? ¿Y tus piernas? ¿Cómo están? —Recordó haberlas visto amoratadas por la enfermedad.
—Era mentira —se avergonzó Helga—. Alcuino me obligó a untármelas con una tintura para que pareciesen enfermas. Me dijo que si no lo hacía, me arrebataría al niño en cuanto naciera.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé. Él quería que me vieras así y después que desapareciera. Ese hombre es el diablo. Te lo avisé.
Theresa se dejó caer abatida. ¿Por qué Alcuino habría exigido algo tan anómalo a Helga? Sin duda pretendía que ella la creyera enferma, pero ¿para qué? Alcuino no era la clase de persona que hiciera las cosas al azar, de modo que trató de imaginar una razón más o menos sensata. Recordó que, tras pensar que Helga había enfermado, su indignación la llevó a confesarse ante Lotario. ¿Habría sido ésa la intención de Alcuino? Y de ser así, ¿por qué habría querido el fraile que Lotario conociese sus planes?
Se levantó aún confundida, pero decidida a averiguar la verdad. Besó a Helga, y le pidió que se cuidara. Luego salió en dirección hacia la iglesia, donde suponía habrían conducido a Alcuino. A la entrada, un centinela le confirmó que se hallaban reunidos pero que no podía acceder a la iglesia. Theresa intentó convencerle, pero el guardia se mostró inflexible. En ese instante sintió una mano en su hombro. Al girarse se dio de bruces con Lotario, quien al parecer llegaba al cónclave en ese momento. Le atemorizó pensar que la hubiera descubierto, pero, por fortuna, el obispo esbozó una amable sonrisa.
—Tal vez desees acompañarnos —le sugirió.
Theresa intuyó cierta oscuridad en sus palabras, pero consideró que le brindaba una oportunidad para informar a Alcuino de la implicación de Lotario en la falsificación del políptico. Tras aceptar, el obispo le indicó que se acomodara. Los congregados ocupaban los mismos asientos que antes del receso, como en una pintura ya vista. Cuchicheaban sobre la responsabilidad de Alcuino, mientras éste, apartado, caminaba de un lado a otro como un animal acosado. Cuando el fraile la vio, pareció incomodarse. La saludó levemente y continuó paseándose mientras revisaba su tablilla de cera. Instantes después apareció Carlomagno, ataviado con la imponente coraza que solía lucir en las celebraciones de juicios sumarísimos. Todos se levantaron hasta que el monarca ocupó su asiento. Luego de autorizar a los demás a que hicieran lo propio, Carlomagno indicó a Alcuino que reanudara su testimonio. Sin embargo, éste continuó revisando su tablilla hasta que los carraspeos del monarca le señalaron su demora.
—Disculpad, alteza. Releía mis notas.
Carlomagno concedió con un gesto mientras el silencio se apoderaba de la iglesia. Luego Alcuino comenzó.
—Bien, ha llegado el momento de revelar la verdad. Una verdad difícil, incestuosa y malvada. Una verdad que en ocasiones me ha conducido por el sendero de la mentira, por los desfiladeros del pecado, de los que he debido apartarme para alcanzar la cumbre del discernimiento. —Hizo una pausa para escrutar los ojos de los congregados—. Como todos sabéis, extraños acontecimientos han golpeado la ciudad de Fulda. Cualquiera de los aquí presentes ha perdido un hermano, un padre o un amigo. Mi propio ayudante, Romualdo, un muchacho sano y fuerte, falleció sin que pudiera hacer nada por evitarlo, y tal vez por esa egoísta razón me juré averiguar qué estaba pasando. Analicé cada óbito; pregunté a cada enfermo; indagué sus hábitos, sus conductas y comportamientos. Todo en vano. Nada que relacionara unas muertes tan injustas como repentinas. Entonces recordé una antigua epidemia que asoló York en mis años de docencia. En aquella ocasión la causa fue el centeno, aunque aquí, en Fulda, los muertos no consumían ese cereal. En cualquier caso encaminé mis pesquisas hacia el trigo, imaginando que si los síntomas eran parecidos, tal vez las causas estuviesen vinculadas. —Hizo una pausa que aprovechó para releer sus anotaciones—. De todos es conocido que en Fulda existen tres molinos: el de la abadía, el del obispado y el que pertenece a Kohl. Revisé sin éxito los dos primeros, de modo que acudí a este último con la intención de proveerme de una muestra del trigo. Cierto es que propuse un trato a Kohl, pero sólo para averiguar si disponía del cereal contaminado.
—Todo eso está muy bien —comentó el monarca—, pero en nada altera la versión de Lotario.
—Si me permitís continuar…
—Adelante.
—Para mi sorpresa, en una muestra que me proporcionó mi ayudante, Theresa, descubrí los corpúsculos causantes de la enfermedad. He de admitir que culpé a Kohl de inmediato; sin embargo, aunque el trigo encontrado en su molino le señalaba como implicado, en realidad tales corpúsculos no identificaban al culpable.
—Perdonadme —intervino Lotario—, pero ¿qué tiene que ver todo esto con vuestras mentiras? ¿Con vuestro intento de envenenarme? ¿Con vuestra confesión escrita en la que reconocíais la culpabilidad de Kohl, y vuestra negativa a detener los envenenamientos?
—¡Por el amor de Dios… permitidme avanzar! —Alcuino buscó la aprobación de Carlomagno, que concedió con gesto impaciente—. Sabíamos que el trigo emponzoñado había transitado por el molino de Kohl…
—¡Estaba en el molino de Kohl! —precisó hábilmente Lotario—. ¿Acaso pretendéis obviar que un ministerial encontró todas las partidas escondidas en sus dominios?
—¡Oh, sí! ¡El ministerial! Lo había olvidado… Es este hombre que tenemos aquí enfrente, ¿verdad? —dijo Alcuino señalando a un hombrecillo apocado—. ¿Vuestro nombre, por favor?