Authors: Antonio Garrido
—Impresionante. Veo que Alcuino acertó al aconsejarme que te creyera. —Miró a la mujer que se sentaba a su derecha—. Después del desayuno pasa por mis aposentos: será un placer presentarte a mi hija.
En ese instante, Lotario se levantó pidiendo silencio. Se colocó la mitra, y elevó su copa con gesto solemne.
—Creo que ha llegado el momento de un brindis —propuso. El resto de los comensales izaron sus bebidas—. Siempre es un honor contar con la presencia de nuestro amado monarca Carlomagno, a quien como todos sabéis, me unen lazos de sangre y amistad. Y también nos honra la legación romana encabezada por su eminencia Flavio Diácono, el santo prelado del Papa. Por tal motivo, creo oportuno anunciar que, como ejemplo de respeto y lealtad a la fortaleza humana —se inclinó ante Carlomagno—, y sometimiento incondicional a la justicia divina —hizo lo propio ante la curia romana—, esta tarde, por fin tendrá lugar la ejecución del Marrano.
A la conclusión del parlamento, los presentes brindaron sin entrechocar las copas, detalle que intrigó a Theresa. Favila le explicó que la costumbre del golpeo procedía de una antigua tradición germana que tenía su origen en la desconfianza mutua.
—Antaño, cuando un rey pretendía dominar nuevos territorios, casaba a su hijo con la princesa del reino codiciado, e invitaba al padre de la novia a una fiesta en la que le ofrecía un vaso de vino envenenado. Para evitarlo, el rey agasajado entrechocaba su copa con la del anfitrión, con la intención de que los vinos se mezclaran, de forma que si él hubiera de morir, no lo hiciera en solitario. Por eso, aquí en Fulda, como señal de confianza siempre evitan el golpeteo —añadió.
Theresa miró hacia donde permanecía Alcuino. Se sentía avergonzada, sabedora de que le había traicionado. En ese momento, el fraile se disculpó ante Lotario y a continuación se dirigió hacia ella. Cuando llegó a su altura la saludó con naturalidad.
—Ignoraba tu pericia con los aliños. ¿Hay algo más de ti que deba saber y aún no me hayas contado?
Theresa se quedó helada al comprobar que Alcuino le leía él pensamiento. El fraile la conminó a conversar en privado.
—No parece que sea un buen día para acudir al
scriptorium
—contemporizó Theresa mientras avanzaban por el pasillo—. Lo digo por lo de la ejecución.
Alcuino concedió sin contestar. Theresa advirtió que el fraile dejaba atrás el
scriptorium
en dirección a la catedral, atravesaba el crucero y se dirigía a la sacristía. Una vez allí, extrajo una llave de una hornacina con la que abrió la reja que daba acceso a una estancia presidida por un enorme crucifijo. Dentro hedía a humedad. Alcuino tomó asiento sobre el único banco e invitó a la joven a hacer lo mismo. Luego esperó a que Theresa se calmara.
—¿Cuándo te confesaste por última vez? —preguntó el fraile con voz queda—. ¿Hace un mes? ¿Más de dos meses? Demasiado tiempo, si casualmente te sucediera algo.
Theresa se asustó. Miró hacia la puerta, pero imaginó que si intentaba huir, Alcuino se lo impediría.
—Naturalmente, supongo que habrás mantenido tu promesa —continuó el fraile—. Me refiero a los secretos que te he estado confiando. ¿Conoces lo que les ocurre a quienes quebrantan sus juramentos?
Theresa negó con la cabeza y rompió a llorar. El fraile le ofreció un pañuelo, pero ella lo rechazó.
—Tal vez desees confesarte…
Theresa aceptó entonces el paño, que frotó contra sus parpados hasta dejarlos encarnados. Cuando halló el ánimo suficiente comenzó a hablar. La joven omitió los incidentes del incendio en Würzburg. Sin embargo, le habló del pecaminoso ayuntamiento mantenido con Hóos. El fraile lo reprobó, pero cuando ella le confesó que había acudido al obispo, Alcuino llegó a enfurecerse.
—Os ruego me perdonéis. Eran tantos los enfermos, tantos los muertos… —lloró de nuevo—. Y luego lo de Helga
la Negra
. Sé que era una prostituta, pero ella me quería. Cuando enfermó y desapareció… Yo no deseaba engañaros, pero no podía seguir impasible.
—Y por eso acudiste a Lotario con lo que yo había averiguado.
La joven lagrimeó. A Alcuino no pareció afectarle.
—Theresa, atiéndeme. Es preciso que me contestes con la mayor exactitud. ¿Le dijiste a Lotario de quiénes sospechaba?
—Sí. De Beocio, el abad, del prior Ludovico, y de Kohl, el molinero.
Alcuino apretó los dientes.
—¿Y la causa del envenenamiento? ¿Le hablaste del cornezuelo?
Theresa negó con la cabeza. Le explicó que le había informado sobre la existencia de un veneno, pero en aquel momento no había logrado recordar el nombre del hongo.
—¿Estás segura?
Lo afirmó con rotundidad.
—De acuerdo. Ahora cierra los ojos mientras te absuelvo.
Cuando Theresa los abrió, tan sólo tuvo tiempo de ver cómo Alcuino salía por la puerta y la encerraba en la sacristía.
Pronto se convenció de que nadie la liberaría. Intentó manipular la cerradura empleando su eslabón de acero, pero sólo consiguió despuntar el útil y lastimarse los dedos. Tras guardarse la herramienta, volvió al banco y miró alrededor. La sacristía ocupaba un pequeño ábside lateral que comunicaba con el deambulatorio del transepto a través de un pasillo clausurado por una segunda puerta. Observó que disponía de una ventana circular tabicada en alabastro, que por su peculiar aspecto debía de dar al exterior, ya que había advertido una forma similar desde la plaza. En su parte inferior, el alabastro parecía roto por el impacto de una piedra, así que aproximó el banco y se encaramó para mirar a través del hueco. Desde allí comprobó que, en efecto, el muro lindaba con la plaza principal, otorgándole el papel de espectadora privilegiada. Luego se bajó y volvió a sentarse a esperar a que la soltaran.
Mientras aguardaba, se dedicó a especular sobre el comportamiento de Alcuino. Hóos ya le había advertido sobre él, y actos como el de encerrarla, o negarse a informar a Lotario sobre la causa de la enfermedad, no hacían más que corroborar sus sospechas.
No sabía qué pensar.
El fraile la había ayudado, y aunque de mala gana, también se había encargado de que Helga consiguiera una ocupación en las cocinas. Pero ¿de qué le había servido? La última vez que vio a Helga, ésta ya presentaba los signos de la enfermedad, y en aquel momento ni siquiera sabía dónde se encontraba.
¿Por qué la habría encerrado?
En ese instante las campanas comenzaron a repicar anunciado la proximidad de la ejecución. Por el hueco de la ventana observó cómo decenas de personas empezaban a congregarse en torno al mismo agujero donde la semana anterior habían tratado de enterrar vivo al Marrano. La mayoría eran ancianos que acudían cargados de alimentos para asegurarse los mejores sitios, pero también abundaban mozuelos con poco trabajo y los que solían pordiosear en la plaza y sus aledaños. A pocos pasos del muro, casi debajo de ella, habían dispuesto sillas y taburetes que sin duda acogerían a los altos dignatarios, entre los que supuso se encontrarían Carlomagno y la delegación romana.
Era temprano. Estimó en unas tres horas el tiempo para la ejecución.
Bajó del banco y husmeó entre el mobiliario. En unos arcones descubrió un almacén de indumentaria litúrgica: paños de altar recamados, velos para la entrada del presbiterio, tapetes, mucetas y cobertores, sudarios, capas, túnicas, hábitos de Pascua y Pentecostés, y un sinfín de prendas menores con las que podría engalanarse toda la congregación catedralicia.
Ordenó la indumentaria y esperó el regreso de Alcuino, pero como el tiempo transcurría, volvió a los arcones y se probó un hábito púrpura con ribetes dorados. Le agradó el olor a incienso, pero se lo quitó porque pesaba como si lo hubieran empapado en agua. Dejó la sotana sobre el arcón y se tumbó sobre el banco.
Pensó en su padre y en qué estaría haciendo. Tal vez debería regresar a Würzburg. Luego cerró los ojos y se dejó llevar.
No reparó en que se había dormido hasta que el repicar de los tambores la avisó de que el espectáculo estaba por comenzar.
Corrió a la ventana. Entre el gentío que atestaba la plaza divisó la silueta del Marrano aguardando el suplicio al borde del agujero. Abajo, a tiro de piedra, Carlomagno y su séquito ocupaban sus asientos. Distinguió a Alcuino y Lotario, pero no al molinero Kohl.
Iba a retirarse cuando observó cómo Alcuino se levantaba y andaba un trecho en dirección a una mujer con la cabeza gacha. Habló un instante con ella y luego regresó. Cuando la mujer alzó la cabeza, Theresa reconoció a Helga
la Negra
, caminando como si nunca hubiese estado enferma.
No se había recuperado de la sorpresa cuando oyó unas voces. De inmediato corrió a la reja y observó cómo dos clérigos limpiaban en el transepto. Al retroceder tropezó con el banco y el estruendo resonó en toda la iglesia. Se asomó de nuevo y comprobó que los novicios se acercaban extrañados.
Pensó en esconderse, pero no encontró dónde. De repente tomó la sotana púrpura que se había probado, se la enfundó deprisa y se arrojó al suelo boca abajo con la capucha echada sobre su nuca. Cuando los clérigos se asomaron a la reja, tan sólo distinguieron la figura de un sacerdote desmayado. Alarmados, intentaron despertarle, pero Theresa no se movió. Entonces sucedió lo que ella esperaba: al ver que no respondía, uno de los clérigos acudió a la hornacina y metió la llave en la cerradura. Theresa esperó a que el hombre abriera la puerta y se inclinara sobre ella. Entonces se incorporó de un salto, empujó al primer clérigo y se escabulló del segundo con tal rapidez que los dos hombres pensaron que habían visto al diablo.
Alcanzó pronto la salida, porque a excepción de aquellos dos clérigos, todo el mundo estaba en la plaza. Una vez entre la muchedumbre, se abrió paso ayudada por lo llamativo de su vestimenta; sin embargo, al aproximarse al patíbulo, un soldado le dio el alto. La joven se quedó petrificada. Si la prendían vestida de cura, la acusarían de herejía. Sin pensarlo, se despojó del hábito y lo dejó caer al suelo, provocando que varias mujeres se abalanzaran sobre la prenda para disputársela como fieras. Theresa aprovechó el tumulto para ocultarse tras un campesino que abultaba dos veces lo que ella. Para cuando el soldado consiguió apartar a las mujeres, de la joven hereje no quedaba ni huella.
Poco después, Theresa alcanzaba el estrado de los dignatarios, pero para su sorpresa, estaba abandonado.
—De repente se levantaron y se marcharon zumbando —le informó un vendedor de salchichas que parecía muy al tanto.
Theresa le compró media salchicha, y el comerciante añadió que Lotario y un fraile delgado se habían enzarzado en una discusión que había terminado con la paciencia del rey.
—El monarca se levantó indignado y les ordenó que solventaran sus diferencias en otro lugar. Luego abandonó el estrado y todos le siguieron como borregos.
—¿Y adonde han ido?
—A la catedral, creo. ¡Malditos sean! Como no vuelvan pronto no sé a quién voy a vender las condenadas salchichas. —Y se dio media vuelta para continuar voceando la mercancía.
Theresa miró hacia la catedral, donde de nuevo identificó a Helga. En esta ocasión el reconocimiento fue mutuo. Al advertirlo, Theresa intentó avisarla, pero Helga bajó la cabeza y se escabulló por una entrada que daba acceso al palacio catedralicio. Aunque Theresa corrió tras ella, sólo llegó a tiempo de comprobar que había echado el cerrojo a la puerta.
Tal vez hubiera debido esperar fuera, pero algo la impulsó a saltar por una ventana. Una vez dentro, oyó los pasos de Helga perderse por el fondo. Pensó que la alcanzaría si atajaba a través del coro, de modo que abrió la portezuela que daba acceso al mirador y ojeó el interior. Desde el balcón se vislumbraba el altar, ocupado por una tropa de clérigos que discutía acaloradamente. Distinguió a Lotario y Alcuino de pie frente a los frailes. A la izquierda de ambos, la figura de Kohl amordazado y detenido, con signos de haber sido torturado.
Aquello la impresionó tanto que olvidó a Helga y gateó hasta un rincón para escucharles. Creyó apreciar que Alcuino defendía al molinero, cuando de repente Lotario se levantó y le interrumpió con vehemencia.
—Ya basta de monsergas: con la venia del rey, con la del vicario de la Santa Sede, con el beneplácito de Dios. —Se adelantó un paso más hasta situarse por delante de Alcuino—. Lo único que en verdad sabemos, es que decenas de personas han fallecido a causa de un mal para el que ni nuestros físicos ni nuestros rezos han encontrado remedio. Y lo relevante del suceso no es que el causante de esa plaga, que cualquiera en su sano juicio habría atribuido al mismísimo diablo, sea en realidad un abominable ser de carne y hueso. —Se detuvo y señaló a Kohl con el dedo—. No. Lo realmente trascendente es que esta escoria humana sea defendida por un fraile, Alcuino de York, sobre cuyas espaldas recae la salvaguardia de nuestra Iglesia.
Un murmullo de asombro recorrió el templo. El obispo continuó.
—Como ya he anunciado antes, esta mañana un ministerial encontró escondida en las propiedades de Kohl una partida de cereal que, según parece, es la causa del emponzoñamiento. Un grano del que Kohl no ha sabido dar explicaciones hasta que el sabor de la tortura ha saciado su abominable espíritu. Pero ahora, una vez confesado el nefando crimen, yo me pregunto: ¿hasta dónde llega la culpabilidad de un molinero? Un hombre simple, acostumbrado a la suntuosidad y la riqueza, sin mayor instrucción que la aprendida en el trabajo del campo. Porque podríamos comprender que la avaricia se apodere de un espíritu ignorante como el de Kohl. Incluso admitirlo y exonerarle en atención a las numerosas donaciones que con asiduidad ha efectuado a esta congregación, y que con toda seguridad continuará haciendo. Pero ¿cómo aceptar que un hombre instruido, un fraile como Alcuino de York, prevaliéndose de su influencia, de su conocimiento y su cargo, pretenda contrariar lo que las pruebas y la razón avalan como evidente?
A Theresa le extrañó que Lotario atacase más a Alcuino que al propio Kohl, pero se alegró de que, al menos, alguien revelara la identidad del culpable.
—Como oís, venerables hermanos —prosiguió—: Kohl, un asesino, y Alcuino, su protector. Y siendo cierto que Kohl ha comerciado, se ha enriquecido y ha envenenado con la venta de su trigo, no lo es menos que Alcuino ha manipulado, entorpecido y tergiversado cuanto de verdad conocía sobre todas esas muertes para, ahora, no sé si en un desesperado intento por encubrir su propia participación, erigirse en adalid de este criminal confeso.