Authors: Antonio Garrido
Theresa no supo qué pensar. Los que acababan de acceder parecía que escaparan del fin del mundo y, sin embargo, toda esa gente no representaban ni la décima parte de los que permanecían fuera. Cuando se lo comentó al hombre, éste le respondió que no todos confiaban en un ataque inminente.
El miedo hizo que Theresa decidiera regresar. Pasó de nuevo por la taberna de Helga
la Negra
por si hubiese regresado a su antigua casa, pero ésta continuaba abandonada, de modo que se dirigió al obispado. Antes de acostarse decidió echar un nuevo vistazo a las cocinas, pero sólo encontró a Favila, quien le recriminó el que hubiese traído una prostituta al cabildo.
—Sabía que a la primera nos la jugaría —sentenció sin darle oportunidad de abrir la boca.
La muchacha se despidió sin replicar. Ya en la cuadra, pensó sobre lo sucedido: una joven asesinada, decenas de aldeanos envenenados, un fraile en quien no sabía si confiar, y su única amiga desvanecida como por ensalmo. Rezó sus oraciones en las que recordó a su familia, a Hóos y Helga. Después se acomodó entre las balas de paja y esperó a que amaneciera.
A media noche la despertó una inesperada algarabía. Por todos los rincones se escuchaban gritos, pasos apresurados y carreras. Varios clérigos entraron en la cuadra portando antorchas para ensillar un par de animales. Theresa se levantó asustada y corrió hacia las estancias de Favila, donde encontró a la mujer deambulando de un lado para otro, con las carnes bailoteándole debajo de una simple sarga. Iba a preguntarle qué ocurría, cuando el repicar de unos tambores la dejó sin palabras. Entonces las dos corrieron escaleras arriba hasta la azotea desde la que se dominaba la ciudad, para encontrarse de bruces con un hecho sorprendente: por la calle principal, entre vítores y aplausos, avanzaba una comitiva de jinetes encabezada por un hombre enguantado en acero y escoltado por un grupo de tamborileros. Pese a lo entrado de la noche, decenas de personas saludaban a los caballeros como si se tratara del mismísimo Dios y sus cohortes. Favila se santiguó y corrió escaleras abajo gritando de alegría. Theresa la siguió sin comprender nada.
Ya en la cocina, mientras encendía los fogones, Favila se lo dijo.
—Pero ¿aún no lo conoces? Ha llegado el más grande. Nuestro rey Carlomagno.
Theresa nunca habría imaginado que la presencia de un monarca ocasionara tanto revuelo. Aquella misma noche hubo de abandonar las caballerizas porque los clérigos las emplearon para alojar a la servidumbre. Ella se trasladó a la estancia que ocupaba Favila en los almacenes del palacio. Sin embargo, al poco de acostarse, los guisanderos reales invadieron las cocinas llenándolas de ánades, faisanes y patos enjaulados que graznaron como demonios durante el resto de la noche.
A la mañana siguiente, el cabildo despertó hecho un auténtico hervidero. Los clérigos corrían de un lado para otro cargados de plantas con las que adornar la catedral para los santos oficios, en las cocinas bullían las fuentes con asados, verduras y dulces primorosamente elaborados, las domésticas limpiaban hasta el último rincón y los acólitos de Lotario se afanaban en ubicar las pertenencias del obispo en una habitación contigua, ya que la suya sería ocupada por Carlomagno.
De nada le sirvió a Theresa alegar ante Favila que sólo recibiría órdenes de Alcuino. La cocinera hizo oídos sordos y de un empellón la envió con las demás sirvientas a ayudar al refectorio. Cuando Theresa entró en el comedor lo encontró engalanado con tapices religiosos en los que el púrpura y el azul prevalecían sobre el resto. La mesa central había sido sustituida por tres tableros largos instalados sobre caballetes en forma de U, alineados con las tres paredes opuestas a la entrada. Theresa depositó una hilera de manzanas verdes sobre los vistosos manteles de lino, adornados previamente con centros de ciclámenes, macasares y violetas, las flores de invierno que se cultivaban en el huerto. Varias filas de taburetes flanqueaban ambos lados de las mesas, a excepción de la zona central, despejada para albergar el trono y los sillones en los que se acomodarían el rey y sus favoritos.
Los cocineros habían preparado un festín para una legión de hambrientos, en el que no faltaban capones y patos aún emplumados, huevos de faisán revueltos, carne de buey braseada, paletillas de cordero, costillas y filetes de cerdo, riñonadas, asaduras, acompañamientos de coles, nabos y rábanos aliñados con ajo y pimiento, alcachofas guisadas, toda clase de longanizas y embutidos, ensalada de legumbres, asados de conejo, codornices escabechadas, tortas de hojaldre y una miríada de postres elaborados con miel y harina de centeno.
De regreso a la cocina, Theresa escuchó cómo el jefe de los cocineros preguntaba a Favila si disponía de
garum
y ésta negaba con la cabeza. Por lo visto, al monarca le encantaba el condimento, pero la expedición lo había olvidado en Aquis-Granum.
—¿Y por qué no lo elaboran de nuevo? —sugirió Theresa.
El jefe de los cocineros les comentó que la única persona que sabía hacerlo no había viajado con la expedición. Theresa recordó que durante su estancia en las cuevas, la mujer de Althar le había enseñado a elaborarlo y se ofreció para ello.
—Si me lo autoriza, claro.
Antes de que el hombre pudiera rechistar, Theresa corrió a la despensa y regresó cargada con los ingredientes necesarios. Dejó el aceite, la sal y las tripas secas de pescado sobre uno de los bancos, y sacó un frasco del que vertió un líquido en un cucharón que ofreció al cocinero.
—Lo preparé hace un par de días. —Miró a Favila avergonzada porque le había asegurado que lo había hecho Helga
la Negra
. El hombre lo probó y la observó con asombro.
—¡Por todos los diablos! ¡El rey estará contento! A ver, vosotros —se dirigió a un par de domésticos—. Dejad esos aliños y ayudad a la muchacha a preparar más
garum
. Desde luego, como guises igual que aderezas, seguro que encuentras un marido acaudalado.
Theresa confió en que ese marido fuese Hóos Larsson. No sabía si dispondría de dinero, pero no conocía a otro tan apuesto.
Cuando el cocinero le comunicó a Favila que Carlomagno deseaba felicitar a la autora del condimento, la cocinera se echó a temblar como si fuera a ella a quien hubiera llamado. La mujer atusó el pelo a Theresa, le pellizcó las mejillas hasta encendérselas como a un recién nacido y le colocó un delantal limpio. Luego la despidió llamándola bribona. Sin embargo, Theresa la agarró de la mano para que la acompañara.
En las inmediaciones del refectorio se quedaron sorprendidas por el número de camareros, domésticos, siervos y mozos que deambulaban junto a la entrada. El cocinero que les abría paso apartó a unos mirones y les hizo hueco hasta el acceso al comedor. Luego les indicó que esperasen a que el
lectorero
recitara los salmos.
Mientras el clérigo leía, Theresa se fijó en la colosal estatura de Carlomagno. El monarca se hallaba de pie en el centro de la estancia, escoltado por una joven que a su lado parecía enana. Vestía una capa corta que sobre su enorme cuerpo se asemejaba a una servilleta, un sobretodo de lana y pantalones bombachos rematados por botas de cuero. Su cara, rapada al estilo de los francos, lucía un grueso bigote que contrastaba con su cabello recogido en una larga coleta. Detrás de él, Alcuino y Lotario aguardaban pacientes por delante de su séquito, en el que destacaba una cohorte de prelados elegantemente ataviados. Cuando el
lectorero
terminó, todos se sentaron y comenzaron a desayunar, instante que el cocinero aprovechó para rogarle a Theresa que le siguiera. Atravesaron la sala y le presentó al rey, a quien la muchacha reverenció con un ridículo encogimiento. Carlomagno la miró como si no entendiese lo que sucedía.
—La autora del
garum
—le informó.
Carlomagno abrió los ojos, sorprendido por su juventud. Luego la felicitó y siguió comiendo como si tal cosa.
Theresa se quedó callada hasta que el cocinero la agarró por un brazo y tiró de ella hacia la salida.
Se disponía a regresar a las cocinas cuando Favila le propuso aguardar y aprovechar para ayudar en el traslado de la loza sucia. Las dos mujeres se apartaron a un extremo de la sala y se dedicaron a observar a los comensales, que devoraban las viandas como si fueran las primeras que comieran en su vida. Mientras los invitados desayunaban, decenas de vasallos, terratenientes y artesanos desfilaron por el refectorio para reverenciar al monarca.
Entonces Theresa advirtió la entrada de un hombrecillo refinado a quien reconoció como el comprador del oso de Althar. Le seguía un siervo rubicundo que, como si de un plato de pitanza se tratara, portaba sobre una bandeja la cabeza de la bestia que ella misma había cazado durante su estancia en las oseras. El hombrecillo atravesó la sala y se inclinó ante el rey. Después de una presuntuosa explicación, se apartó para que su siervo depositara la cabeza del animal entre las fuentes de comida. Carlomagno se levantó para admirar la belleza de la testa. Comentó algo sobre los ojos del animal, a lo que el hombrecillo respondió con nuevas inclinaciones. El rey le agradeció el agasajo, que hizo situaran en un extremo de la mesa, y despidió al hombre, que se retiró de espaldas doblando una y otra vez el espinazo.
Comoquiera que la cabeza del oso quedara cerca de Theresa, ésta decidió examinarla para averiguar qué había llamado la atención de Carlomagno. Al aproximarse, comprobó que uno de los ojos había cedido en su alojamiento, restándole fiereza a su aspecto. Pensó que no le costaría mucho repararlo, de modo que se apropió de un cuchillo, y sin esperar a que la autorizaran comenzó a cortar la costura que enfilaba hacia la cuenca del ojo estropeado. Prácticamente la había abierto cuando alguien le aferró el brazo.
—¿Se puede saber qué demonios pretendes? —Era el hombrecillo acaudalado, gritando para que lo oyeran.
Theresa le aclaró que intentaba arreglar el ojo, pero el hombre le sacudió una bofetada que la hizo caer al suelo. Uno de los cocineros corrió hacia ella para sacarla a rastras, pero cuando se disponía a emprenderla a golpes con la muchacha, el rey se alzó y pidió que la levantaran.
—Acércate —le ordenó.
Theresa obedeció temblando.
—Yo sólo pretendía… —dijo, y calló avergonzada.
—Pretendía joder mi cabeza —intervino el hombrecillo.
—Querréis decir, mi cabeza —le corrigió Carlomagno—. ¿Es cierto eso? ¿Querías joderla? —preguntó a Theresa con voz calma.
Cuando la joven intentó responder, tan sólo le brotó un hilo de voz.
—Sólo intentaba colocar el ojo en su sitio.
—¿Y para eso le rajabas el rostro? —se extrañó el rey.
—No lo rajaba, mi señor. Liberaba la costura.
—¡Y además, embustera! —terció el hombrecillo. En ese instante, Alcuino susurró algo al rey, y éste asintió con la cabeza.
—Liberar la costura. —Carlomagno examinó la cabeza con detenimiento—. ¿Cómo podrías liberarla, si ni siquiera se aprecia?
—Sé dónde se esconden porque fui yo quien las cosió —aseguró ella.
Al oír su respuesta, todos menos Alcuino prorrumpieron en carcajadas.
—Veo que al final habré de darte la razón —dijo el rey al hombrecillo que la había tachado de embustera.
—Os aseguro que no miento. Primero cacé al oso y luego lo cosí —insistió Theresa.
Las risas desaparecieron para tornarse en estupor. Ni siquiera un cercano al rey se atrevería a proseguir con semejante burla. El propio Carlomagno mudó su semblante condescendiente.
—Y puedo demostrarlo —añadió.
El monarca enarcó una ceja. Hasta entonces la joven le había resultado simpática, pero su atrevimiento comenzaba a rayar la insensatez. Dudó entre mandar que la azotaran o simplemente despedirla, pero algo en su mirada le detuvo.
—En ese caso, veámoslo —dijo, y ordenó silencio. En la sala sólo se oyó el masticar de los alimentos.
Theresa miró a Carlomagno con determinación. Luego, ante los rostros atónitos de los presentes, narró los pormenores de la cacería en que había ayudado a Althar a abatir el animal. Cuando terminó la historia, en la sala no se oyó ni un regüeldo.
—¿De modo que lo mataste disparando una ballesta? Debo reconocer que tu fábula es realmente fantástica, pero lo único que demuestra es que mientes como una bellaca —sentenció Carlomagno.
Theresa comprendió que si no lo convencía pronto, la sacarían a empellones. Al instante cogió la cabeza del animal y la sostuvo entre los brazos.
—De ser falso lo que afirmo, ¿cómo podría saber lo que contiene?
—¿Dentro? —preguntó Carlomagno intrigado.
—En el interior de la cabeza. Está rellena con una piel de castor.
Sin esperar a que lo autorizara, rompió el cosido y extrajo una maraña de pelo que dejó caer sobre la mesa. A continuación extendió la pelota hasta convertirla en una piel de castor estropeada. Carlomagno la miró con seriedad.
—De ahí a que fueses tú quien lo matara…
Theresa se mordió el labio. Miró alrededor hasta descubrir el lugar donde los oficiales habían depositado sus armas. Sin mediar palabra, atravesó la sala y se apoderó de una ballesta que descansaba sobre un arcón. Un soldado desenvainó su espada, pero Carlomagno lo detuvo con un gesto. Theresa supo que sólo dispondría de esa oportunidad. Recordó cómo tras la caza de los osos, había practicado con Althar hasta adquirir cierta destreza en su manejo. Sin embargo, nunca había logrado cargarla sola. Apoyó el extremo contra el suelo y pisó el arco con decisión. Luego apalancó la cuerda y la tensó con todas sus fuerzas. Faltaba un suspiro para asegurarla cuando la cuerda le resbaló. La gente exclamó, pero ella no esperó a que reaccionaran. Volvió a engancharla y tiró sintiendo cómo las fibras se clavaban en sus falanges. Pensó en el incendio del taller; en Gorgias, su padre; en Althar; en Helga
la Negra
y en Hóos Larsson. Demasiados fallos en su vida. Apretó los dientes y estiró aún más. Entonces la cuerda se soltó en un estallido quedando prendida del seguro.
Al comprobarlo sonrió con satisfacción. Finalmente cargó una saeta y miró al rey esperando su aprobación. Cuando la obtuvo, elevó el arma, apuntó con cuidado y apretó el gatillo. La saeta segó el aire de la habitación y fue a incrustarse en el suelo entre las mismísimas botas del hombrecillo acaudalado. Un murmullo de asombro recorrió el refectorio. Carlomagno se levantó y llamó a la muchacha.