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Authors: Antonio Garrido

La escriba (35 page)

—¿Qué es? —preguntó ella al verse sorprendida por el herrero.

—¿Eso de ahí? El corral donde encerraban a los animales antes de abrirles el gañote —dijo riendo—. Ten. Tu
scramasax
.

No le cobró nada por el afilado, aunque le advirtió que la próxima vez acudiese con dinero.

Cuando salió de la herrería, dio un salto de alegría. Había encontrado el ventanuco de entrada al matadero, y lo mejor era que aún permanecía abierto. Ahora sólo debía encontrar el modo de distraer al herrero.

Se disponía a mordisquear el trozo de pastel de manzana que había reservado cuando un mozalbete con cara de viejo se le plantó a un palmo. Aparte del flequillo, el chaval era un manojo de huesos.

—¿Quieres un pedazo? —le propuso.

Al muchachuelo le encantó poder auxiliar a una gran dama que viajaba disfrazada. Cogió un trozo de pastel con cara de bobo y corrió con el encargo hacia el taller del herrero. Luego salió acompañado por el tuerto en dirección al lugar donde Theresa le había indicado que habían quedado atascados su carruaje y sus lacayos. Cuando desaparecieron, Theresa voló hacia el interior del patio, pero al llegar al ventanuco se detuvo preguntándose si haría bien en penetrar en el matadero.

No estaba segura de hacer lo correcto. Podría ocurrir que el Marrano anduviese suelto y la atacara, e incluso existía la posibilidad de que Alcuino hubiera errado y realmente fuera un asesino. Sin embargo, algo la impulsaba a continuar. Deseaba sentirse útil, averiguar quién era el culpable. Volvió la cabeza, temerosa de que el herrero regresara.

Escrutó a su alrededor hasta detenerse en las herramientas que colgaban de la pared. Se fijó en una maza pesada, pero la desechó tras comprobar que ni siquiera podía descolgarla, así que se apropió de un atizador ligero que ató a su cinturón. Luego amontonó varios maderos bajo la ventana y se subió a lo alto, justo hasta alcanzar el borde del ventanuco. En ese instante oyó que alguien volvía, de modo que se izó hasta el hueco provocando que la pila de maderos se derrumbara. Como pudo, gateó sobre la pared, introdujo el resto del cuerpo y cayó al otro lado del matadero en medio de una oscuridad pavorosa. Al levantarse, sintió el mismo dolor de huesos que si hubiese dormido sobre un lecho de piedra. Debía de haberse lastimado el codo izquierdo, porque apenas si podía moverlo. En ese momento oyó cómo manipulaban el ventanuco que acababa de franquear. Cuando miró, descubrió la cara del herrero, por lo que rápidamente se acurrucó en la parte más oscura y esperó aterrorizada. El hombre escudriñó el interior, pero no la vio. Luego enarcó una ceja y se retiró de la ventana. Theresa supuso que el tuerto regresaba a la herrería, pero unos golpes le indicaron que lo que en realidad pretendía era clausurar el ventanuco. Cuando cesaron los martillazos, se extendió un silencio sombrío del que sólo despuntó el palpitar de su corazón. Nunca había estado en un lugar tan oscuro. Era tal la negrura que pensó que se había quedado ciega.

Se lamentó diciéndose que ni el más necio de los bufones habría incurrido en semejante sinsentido. Se encontraba sola; a oscuras. Encerrada con un retrasado que tal vez fuera un homicida. ¿Cómo podía haber sido tan insensata? Ni siquiera disponía de yesca ni eslabón con los que prender una tea.

Permaneció en silencio, escuchando su propia respiración. La percibió pesada, entrecortada, como la de un anciano al que le raspara su garganta ajada. Pasado un rato comprendió que el herrero se había marchado. Entonces se incorporó deslizando las manos sobre el tabique, intentando palpar algo para orientarse. Notó la untuosidad de la pared y una arcada la sacudió. Tras varios intentos localizó el ventanuco claveteado con unas tablas.

Estaba presa; atrapada.

Aferró el atizador y lo esgrimió en el vacío frente a ella. Luego caminó a ciegas, blandiendo el aire con la herramienta mientras su otro brazo palpaba las argollas y cadenas que festoneaban los muretes del pasillo. Conforme avanzaba, comenzó a apreciar cierta claridad al fondo del corredor. Primero fue una sombra, luego se recortó contra la penumbra una figura achaparrada, encogida sobre sí misma, y finalmente lo distinguió. La escasa luz que se filtraba por el techado mostraba al Marrano enroscado en el suelo, abrazado a sus deformes piernas como un gigantesco feto.

Parecía dormido, pero Theresa no apreció cadenas que le retuvieran, y eso la atemorizó. Mientras lo miraba, pensó que aún se encontraba a tiempo de retroceder, llamar al guardián y explicarle lo sucedido. Se llevaría una reprimenda y hasta un par de bastonazos, pero al menos escaparía con vida. De repente, el Marrano se movió en un brusco estertor. Theresa estuvo a punto de chillar, pero logró contenerse.

Seguía durmiendo.

Lo miró de nuevo y comprobó que, tras moverse, había dejado a la vista un fulgor en sus tobillos. Dio gracias al cielo al comprobar que se trataba del reflejo de unas cadenas.

Tomó aire antes de proseguir. Luego avanzó hasta situarse a un paso de una escudilla rota con restos de comida. Imaginó que si continuaba, el Marrano la alcanzaría. Entonces se agachó para contemplarlo más de cerca. Distinguió su pelo enmarañado cubierto de porquería, la ropa hecha jirones y la piel cubierta de sangre reseca. Pese a estar dormido, sus párpados se entreabrían dejando a la vista unos ojillos inexpresivos, como los de un cerdo al que hubieran segado la vida. Resoplaba fatigosamente, y de vez en cuando tosía, asustándola.

Al fin se decidió. Con la ayuda del atizador tanteó un pie del Marrano, que éste encogió como si le hubiera picado una abeja. Theresa dio un respingo, pero volvió a tantearle hasta que el hombre se despejó. Parecía aturdido, como si no entendiese qué sucedía, aunque al poco reparó en ella. Al verla se extrañó y retrocedió cuanto le permitieron las cadenas. Theresa se alegró de su temor, pero aun así continuó enarbolando el atizador con decisión. Si intentaba atacarla, se lo hundiría en la cabeza.

Tras contemplarla un rato, el Marrano se acercó a ella. Cojeaba como un guiñapo arrastrando un pie sin vida. En su mirada, Theresa adivinó la ausencia de malicia.

Permanecieron un instante observándose. Finalmente, ella se hurgó los bolsillos.

—Es todo lo que tengo —dijo. Y le ofreció los restos de pastel de manzana.

El Marrano acercó sus manos temblorosas, pero Theresa prefirió dejar los fragmentos sobre la escudilla y retirarse unos pasos. Observó cómo el hombre intentaba recogerlos de forma infructuosa, pero no consiguiéndolo, hundió la cara en el plato y los lamió como un animal. Cuando terminó, dijo algo ininteligible que Theresa interpretó como alguna clase de agradecimiento.

—Te sacaremos de aquí —dijo, sin saber de qué forma cumpliría tal promesa—. Pero antes necesito tu ayuda. ¿Me entiendes?

El hombre asintió con un sonido gutural.

Theresa se hartó de repetir preguntas hasta convencerse de que el pobre era realmente retrasado. Respondía con aspavientos sin sentido, hurgaba la escudilla con sus manos deformes o simplemente miraba hacia otro lado. Sin embargo, cuando escuchó el nombre del pelirrojo, comenzó a golpearse en la cabeza como si se hubiera vuelto loco. Cuando Theresa le repitió el nombre de Rothaart, el Marrano le enseñó los restos sin cicatrizar de su lengua sajada. En ese instante oyó el chirriar de un cerrojo al otro lado del pasillo. Como pudo, se resguardó en un cubil, justo a tiempo para evitar la mirada del guardia que avanzaba enarbolando una tea. Theresa le hizo un gesto al Marrano para que guardase silencio y aguardó escondida a que el vigilante pasara. Después corrió con toda su alma en dirección a la salida.

No paró hasta llegar a la abadía.

Cuando se encontró con Alcuino, hubo de esperar a recuperar el resuello antes de trasladarle sus averiguaciones. Luego intentó contarle todo a la vez, gesticulando con los brazos y atropellándose en cada palabra mientras él se esforzaba en ordenar aquel cúmulo de sinsentidos. Theresa aspiró.

—Sé quién es el culpable —anunció con una sonrisa triunfal.

Le contó el episodio del matadero recreándose en los detalles más escabrosos, pero dejó para el final la gran sorpresa. Alcuino la escuchó con atención.

—No debiste acudir sola —le reprochó.

—Y fue entonces —agregó ella sin hacerle caso—, al oír el nombre del pelirrojo, cuando comenzó a golpearse con tal fuerza que pensé que se abriría la cabeza. Me enseñó lo que ese hombre le hizo en la lengua. Fue horrible.

—¿Te dijo que fue Rothaart quien se lo hizo?

—Bueno. No exactamente, pero estoy segura.

—Yo no apostaría un pelo.

—No os entiendo. ¿Qué queréis decir?

—Rothaart ha aparecido muerto esta mañana. En el molino. Envenenado por cornezuelo.

Theresa se dejó caer abatida. No era posible. Había arriesgado su vida para encontrarse ahora con que su supuesto descubrimiento sólo era vino acorchado. Iba a replicarle cuando el fraile continuó.

—Y no sólo eso. Por lo visto, nuestro hombre se está dando prisa en vender toda la harina. Desde esta mañana hay enfermos por todos lados. La iglesia de San Juan se halla atestada y en el hospital no dan abasto.

—Pero en ese caso será fácil detenerlo.

—¿Y de qué forma? Seguramente es listo, de modo que venderá los lotes de harina pútrida mezclados con otros en buen estado. Además: recuerda que la gente desconoce el origen del mal.

—Aun así podemos interrogar a los enfermos. O a sus familiares, si fuera necesario.

—¿Acaso crees que no lo he hecho? Pero la gente no sólo compra harina en los molinos. También lo hacen en el mercado, en las casas, en las granjas; comen en las tabernas, los hornos o los puestos ambulantes; comparten el pan durante el trabajo, usan la harina como pago en sus compras, o la intercambian por carne o por vino. Incluso a veces la mezclan con la de centeno para que el pan aguante más tras el horneado. —Se detuvo para reflexionar—. Cada enfermo me ha contado una historia diferente. Es como si todo el pueblo estuviese infectado.

—Todo eso es muy extraño. Si ese hombre es tan listo como decís…

—Lo es. Estoy seguro.

—Tendrá acceso y contacto con los distintos vendedores de harina. Y éstos confiarán en él.

—Es de suponer.

—Entonces, tal vez haya distribuido algunas partidas contaminadas para extender el abanico de sospechosos.

—¿Te refieres a más cómplices?

—No necesariamente. —Theresa se sintió importante—. Podría haber depositado los lotes en distintos almacenes sin el conocimiento de sus propietarios. Eso explicaría el nuevo número de enfermos y los distintos puntos de venta.

—Podría ser —reconoció Alcuino asombrado.

—Y además, está lo del Marrano…

—¿Qué pasa con el Marrano?

—Que el pelirrojo fue quien le segó la lengua.

«El pelirrojo fue quien le segó la lengua.»

Mientras caminaban hacia el hospital, Alcuino rumió aquella idea. ¿Y si se hubiese precipitado en sus conclusiones? En realidad sólo vio de lejos el cadáver de Rothaart, y aunque en sus extremidades le pareció advertir la huella de la gangrena, tal vez su muerte no obedeciese al efecto del cornezuelo. De hecho, resultaba difícil de creer que a un hombre sano y bien alimentado se le corrompieran los miembros tan rápidamente.

—He de regresar al molino —anunció—. Tú continúa hasta el hospital. Apunta los nombres de los últimos enfermos, entérate de dónde viven, qué han comido, cuándo comenzaron a sentirse mal. Lo que se te ocurra que pueda ayudarnos. Luego regresa al cabildo. Nos encontraremos en la catedral, después del oficio de
sexta
. —Y sin darle tiempo a responder, se dio la vuelta y salió corriendo por las callejuelas.

Cuando Theresa alcanzó el monasterio, se encontró con una riada de gente que accedía a él a través de sus puertas abiertas. Al parecer, la afluencia de enfermos estaba siendo tal, que el cirellero y otros frailes habían sido enviados al hospital para ayudar en lo que pudieran. Theresa empleó su anillo para evitarse las colas de familiares que aguardaban noticias. Ya en el hospital la recibió el enfermero, quien, tras reconocerla, sólo le objetó que no estorbara a los desesperados frailes que pululaban de un lado a otro como abejas en una colmena.

Theresa no supo por dónde comenzar. Los enfermos que atestaban la sala yacían desperdigados sobre improvisados lechos, mientras fuera, en el patio, los menos aquejados esperaban cualquier remedio que pudiera aliviarles. Algunos se veían graves, con dolores en los miembros o afectados de alucinaciones, pero la mayoría sólo estaban aterrados. Preguntando, averiguó que el obispo y el abad se habían reunido para discutir la quema de casas y el cierre de las murallas. Eso le extrañó. En otras ocasiones había oído hablar de componendas semejantes, pero en ésta, la pestilencia se limitaba a la harina emponzoñada por los hongos del cornezuelo. Se dijo que debía convencer a Alcuino para que, pese a su desacuerdo, revelara la causa de la enfermedad.

Pasadas dos horas, Theresa había reunido la suficiente información como para determinar que al menos once enfermos nunca habían ingerido pan de trigo. Cuando concluyó la tarea, recogió sus cosas y regresó a las cocinas del cabildo. Allí encontró a Helga, afanada en sacar brillo a unas perolas que parecía las hubiesen utilizado como macetas en vez de como ollas. Al verla, la Negra dejó los cacharros y corrió a su encuentro. Le dijo que toda la ciudad estaba angustiada por lo de la plaga.

—No se te ocurra comer pan de trigo —la advirtió Theresa, y al instante recordó que a Alcuino le enojaría que se lo hubiera dicho. Luego se dio cuenta de que en realidad no deberían consumir ninguna clase de pan.

Helga le contó que precisamente Alcuino había depositado en el almacén un saco de trigo del molino de Kohl, señalándole que nadie lo tocara. Nada más oírlo, Theresa desobedeció. Fue al saco y extrajo un puñado con un paño de algodón. Luego examinó uno a uno los granos. Hasta el cuarto puñado no halló el primer cornezuelo mezclado con algo de harina. Supuso que el fraile había averiguado algo.

Poco antes del oficio de
sexta
Alcuino regresó cargado de noticias. Se había personado en el molino de Kohl, pero al parecer habían trasladado el cadáver del pelirrojo lejos de la ciudad, a la hondonada donde quemaban a los que morían de lepra. Por fortuna, había localizado el cuerpo antes de que lo echaran a la hoguera.

—No murió por el cornezuelo. Le habían pintado las piernas —dijo victorioso—. Debieron de envenenarle. Los testigos describieron su muerte como una horrible agonía. Eso fue lo que me confundió.

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