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Authors: Louis Auchincloss

La educación de Oscar Fairfax (26 page)

Constance, que estaba escuchando, intervino entonces, indignada.

—¿A quién le daría lástima alguien con tales apuros? ¡Ella está bien alimentada, bien vestida y sus hijos están muy bien educados! ¡Una mujer como la señora Sigourney es un gato rabioso!

—Has elegido la especie incorrecta, mamá. No es un gato; es una habitante de las afueras que responde a la llamada de su hábitat. Con unos ingresos un poco más elevados sería una persona perfectamente amistosa. Pero tal y como están las cosas ahora, es una gruñona desesperada que está haciendo de la vida del pobre Henry un infierno.

A la mañana siguiente en el tren camino de la ciudad observé a Henry Sigourney más detenidamente. Su rostro era anguloso y plácidamente inexpresivo, pero sus redondas y rojizas mejillas le añadían un toque de inocencia o quizá ingenuidad ante la gravedad de su porte. Tenía un pelo corto y espeso que se le levantaba del cráneo como púas. Su figura era rechoncha e iba vestido sobriamente de negro. Me dio la impresión de que se trataba de una persona reservada que, sin embargo, no estaba nada satisfecha de sí misma. Como yo, iba leyendo un libro en lugar de un periódico.

—Buenos días, señor Fairfax —me saludó educadamente cuando me cambié de asiento para ponerme a su lado y, viendo que yo no reabría mi libro, él cerró el suyo.

—Perdone, no interrumpa su lectura por mí.

—Prefiero charlar con usted, señor. —Inclinó su libro para mostrarme el título. Era
La excursión
de Wordsworth.

—¿Lo encuentra «un poema somnoliento y desaliñado» como le parecía a Byron?

—No, no tanto. Pero adoro
El preludio,
y espero encontrar el mismo tono. Y a veces lo encuentro. Pero no demasiado a menudo.

—¿Lee usted poesía en el tren? —fruncí el entrecejo ante mi propia pregunta. ¿Por qué cuando vemos a una persona hacer algo una vez, tenemos que preguntar si lo hace siempre?

—Sí. El año pasado me leí todo el
Paraíso perdido
y
El anillo y el libro.
Es el mejor momento del día para mí.

Pensé en cómo dejaba aquella afirmación su vida en casa.

—Pero entonces yo no debería de estar interrumpiéndole ahora. Ni siquiera con
La excursión.

—Me gustaría mucho más charlar con usted, si no le importa, señor. Sé por Gordon que usted es un gran lector. No creo que pueda haber un poema más maravilloso en el mundo que
El preludio.
¿Es Wordsworth también su favorito?

Durante varias estaciones fuimos charlando sobre el gran poeta. El pobre hombre estaba claramente hambriento de compañía literaria. No le hubiera resultado imposible encontrarla en Westchester, pero quizá se lo impedía una esposa hostil a sus intereses, a los que podría incluso llegar a atribuir la causa de su incapacidad para ascender en la empresa. Imaginé la escena lamentable del hombre afanándose en la oficina con sus acciones, futuros, opciones y bonos, todos igual de deprimentes, y regresando a casa con una desilusionada esposa y unos niños revoltosos. ¡Cómo tenía que valorar las dos horas diarias de independencia en el tren y el oasis de Wordsworth!

[...] Pues a veces caminaba solo
Bajo astros silenciosos y sentía en esa hora
El poder que existe en el sonido,
Por forma o figura no envilecido,
Para elevar el ánimo; y en la noche negra
Amenazada de tormenta, me quedaba
Bajo alguna roca, escuchando notas que son
El lenguaje espectral de la anciana tierra
O que tenues habitan vientos remotos.

¡Quizá aquello le bastaba para ser feliz, si su apreciación era lo suficientemente intensa!

—¿Ha intentado usted escribir poesía? —le pregunté.

Permaneció callado por un momento. Nos habíamos parado en otra estación y mirábamos moverse el gentío en el andén. Probablemente se estaba preguntando si mi interés era sólo superficial.

—Sí, de hecho lo hago.

—¿Ha publicado usted algo?

—¡Oh! Claro que no —exclamó con un énfasis que parecía pensado para calmar la ira de los dioses ante tal presunción—. Solamente en revistas académicas y, una vez o dos en Yale, en
The Lit
.

Yo sonreí.

—¿Una vez o dos veces? ¿No recuerdan eso siempre los poetas?

Él asintió.

—Tres veces, entonces, para ser exactos. Dos sonetos y una oda.

—¿Le importaría dejarme ver sus cosas?

—¡Oh señor Fairfax son horribles! Verdaderamente, auténticamente, horribles.

—¿No puede dejar que yo lo juzgue?

—Es usted muy amable —dudó—. Pero admito que me encantaría conocer su opinión. ¿Será usted franco?

Me las envió por correo a mi oficina el mismo día, y las leí el fin de semana siguiente. La mayoría de los poemas eran monólogos dramáticos en verso blanco al estilo de los de Browning. No eran muy buenos, pero un poema no estaba mal del todo. Era el lamento de Ariadna en Naxos por haber permitido que Baco la consolara por el abandono de Teseo. Ella hubiera preferido ser el trágico descarte de un héroe sostenida por una noble y pintoresca autocompasión, que la jovial compañía con la que un payaso cautivador había disfrutado de un revolcón.

Durante nuestro siguiente viaje en tren le dije a Henry cuánto me había divertido su Ariadna, y la alegría que aquello le produjo resultó casi patética. ¡Era obvio que yo era su primer lector real! Ahora siempre nos sentábamos juntos en el tren, algunas veces leyendo, otras veces charlando de poesía. Sus opiniones iban desde lo banal (no había hablado bastante con otros lectores para saber que sus comentarios lo eran) a lo preciso e incluso profundo. Mostraba unos conocimientos notables acerca del primer Wordsworth, el de las
Baladas líricas
, y de los «poemas de la eternidad» de Emily Dickinson. Le molestaba la oscuridad del verso del siglo XX, pero él, muy diligente, había estudiado
From Ritual to Romance
de Jessie Weston en un esfuerzo por entender
La tierra baldía.

Yo, naturalmente, sentía curiosidad por su esposa, a la que raramente mencionaba. Un domingo a mediodía en el Club de Golf y Tenis a la hora del almuerzo, cuando yo había cogido una mesa para esperar a Constance, que iba a reunirse conmigo después de su partida, tuve la ocasión de examinar a Amelia mientras ella charlaba con una amiga en el bufé. Pensando ahora sobre aquello, puedo ver que, nacida en 1925 más o menos, pertenecía a la última generación de mujeres para quienes la carrera profesional no tenía importancia. No digo que fuese típica de su generación (¡las feministas me arrancarían la piel a tiras!) pero era el tipo de mujer que le habría hecho a uno recibir de muy buen grado el cambio que se avecinaba. Hubiese apostado que pasaba las mañanas hablando por teléfono y las tardes jugando al bridge. Es posible que alguna vez pasara por guapa, pero a los cuarenta tenía ya la piel ajada, su retocado pelo rubio estaba empobrecido y los labios se le habían ensanchado. Y pude ver que tenía la fea costumbre de unos gestos nerviosos: encogía los hombros, retorcía el torso para ajustarse el cinturón, y abría la polvera para empolvarse la nariz.

Debió de notar que la observaba porque de pronto se volvió y trajo su plato hasta mi mesa.

—¿Le importaría si me siento con usted, señor Fairfax? Henry me ha cantando su panegírico, y me muero de ganas de conocerle mejor.

—Por favor, no muera por eso, señora Sigourney. Y siéntese.

—Es estupendo el interés que usted se está tomando por él. Me ha dicho que incluso ha leído usted sus poemas. Por supuesto a mí no me los ha enseñado. No soy lo suficientemente culta para eso. De todas formas quiero que sepa que aprecio que sea usted tan amable con él.

—No estoy siendo amable con él, señora Sigourney. Yo...

—¡Oh, por favor, llámeme Amelia!

—Amelia. Creo que su esposo ha escrito algunas cosas hermosas. Espero que continúe haciéndolo.

—¡Oh, claro! Siempre que no interfiera en su verdadero trabajo. Aunque eso no parece importarle mucho. ¿Le ha dicho él, señor Fairfax, que trabaja para el despacho de abogados más desconsiderado y cicatero de la ciudad? ¡Scrooge y Marley, les llamo yo!

—¡Dios mío, espero que eso no se lo diga a nadie! Podría llegar a oídos de sus jefes.

—¡Que se enteren! ¡No, claro que no querría que se enteraran... Pero ya ve usted, señor Fairfax, cómo confío en usted!

—¡No veo por qué lo hace!

—¡Porque usted le tiene tanto cariño a Henry!

Moví la cabeza. Desde luego era una razón. No habría pensado que se le ocurriese a ella.

—¿Es porque no le han hecho socio por lo que se siente así con ellos?

—Sí. Por supuesto deberían hacerlo, por su bien y por el nuestro. Hace gran parte de su trabajo y Dios lo sabe. Le digo que debería ir derecho a la oficina de gestión de socios y exigirlo. Adoptar una postura firme. ¿No está de acuerdo conmigo?

—Bueno, realmente, no soy quién para decirlo. No conozco su situación. Además, ser socio no es el no va más en la vida.

—Dice eso porque usted ya lo es. Y probablemente lo ha sido siempre. Pero usted debe de saber que ser un empleado, o un oficinista —por usar la palabra apropiada —cuando ya has llegado a los cuarenta es una especie de muerte social. Al menos en Westchester. ¿Cómo se sentiría usted si su hijo Gordon no fuera socio? Pero, claro, con su posición en la empresa eso sería inconcebible ¿no?

Proust escribió en alguna parte que hay gente que sacrificaría la ambición de toda una vida por el placer de hacer una observación desagradable. Supongo que la pobre mujer consiguió tirar la puntada al insinuar que el éxito de Gordon se debía al nepotismo.

—No puedo estar de acuerdo en eso, señora Sigourney —Amelia, quiero decir. Hay antiguos empleados en algunas de las grandes empresas que son especialistas muy respetados y muy bien remunerados y que ni siquiera piensan en hacerse socios. ¡Que incluso pueden querer no serlo!

—Quiere usted decir que han renunciado. Me alegra escuchar, de cualquier modo, que están bien pagados. Eso es más de lo que puedo decir de Henry.

—Oh, vamos, usted vive bastante bien. En esa bonita casa que tiene —siempre la miro cuando paso conduciendo. Y pertenece al club y sé que sus hijos están en un buen colegio privado.

—¡Oh, señor Fairfax, usted no sabe nada de estas cosas!

—Su voz sonaba casi como un lamento—. Si mis hijos no van a Andover o a Saint Paul o a Choate, ¿qué tipo de amigos tendrán si entran en una facultad de la Ivy League?

—Quizá no sepa nada de estas cosas —repliqué secamente— pero conozco los falsos valores cuando los veo. —Después de todo, con la edad que tenía podría haber sido mi hija—. Y veo con claridad el peligro de considerar las instituciones educativas solamente a la luz de las ventajas sociales.

Me miró desesperada. Obviamente, su actitud era «así que es uno de esos». Ni siquiera tomó en consideración lo que acababa de decir, y tomaría todo lo que yo pudiera decir como los sueños de un delirante idealista.

—Bueno, supongo que usted siempre ha podido escoger lo mejor.

—Lo suficiente, quizá, como para preguntarme si siempre es, en realidad, lo mejor.

—Pruebe alguna vez a contentarse con la segunda categoría. O incluso con la tercera. No debe pensar que soy avara. Simplemente quiero lo que quiere todo el mundo en esta sala.

—¿Y qué es? ¿Tener dos coches, uno grande y otro para dejarlo en la estación de tren? ¿Un club de campo, dos perros labradores, ir a la playa en verano y a cenas el sábado por la noche precedidas por cócteles de dos horas? ¿No tiene eso ya?

—Bueno, si se va usted a reír de mí... —apartó la vista; yo ya había ido demasiado lejos. Pero algo en mi sarcástica lista le provocó una reacción tardía—. ¡Ni siquiera estoy segura del club! Henry dice que tendremos que dejarlo para pagar a la cuidadora de su madre. ¡Y, de verdad, no sé por qué! La señora Sigourney vive mejor que nosotros, y resulta que yo sé que ella ayuda a su hija May. Siempre la ha tenido tomada conmigo, deje que se lo diga. ¡Nunca pensó que yo fuese lo suficientemente buena para su querido Henry!

Había comenzado a arrepentirme de haber azuzado a la pobre mujer. Como Gordon había dicho, ella no hacía más que comportarse como los de su especie.

—Mi querida señora ¿hay algo que crea que yo puedo hacer por usted?

Yo ya estaba preparado para hacer frente a la petición de un préstamo.

—¿Puedo decírselo, de verdad? —se frotó las manos con renovada energía—. ¡Si usted pudiera ofrecerle a Henry un trabajo en su despacho! No tendría que prometerle hacerle socio ni nada de eso. ¡Pero estoy segura de que cualquier empleado de su edad ganará más de lo que él gana ahora!

La miré con detenimiento. ¿Había detectado una nota sincera de afecto marital en su tono?

—Pero seguiría siendo un empleado, y usted me ha dicho que eso, aquí, es la muerte social.

—¡Eso ya lo había pensado! ¡Usted me ha ayudado! En su despacho no sería un empleado. ¡Sería un especialista! Usted le habría contratado por sus habilidades. La temida palabra «desertor» no sería mencionada.

Por el salón vi entonces a Constance acercándose a nuestra mesa.

—Lo pensaré —dije bruscamente, y Amelia, dándose cuenta, con una sensibilidad inesperada, de que ya había dicho lo suficiente por el momento, se marchó inmediatamente.

A la mañana siguiente en la oficina, un lunes, le pedí a Gordon que viniese a mi despacho y le hablé de aquella petición.

—Está realmente desesperada, pobre chica —comentó—. Le dirías que no es posible, por supuesto.

—¿No crees que sería posible? Tengo el presentimiento de que es un abogado bastante bueno.

—Me atrevería a decir que lo es. ¿Pero qué sería de tu política de hacer socios solamente a los que han empezado aquí? El tío Grant ha sido la única y sagrada excepción.

—Pero si nunca sería socio. Ése sería el trato. Siempre nos vendría bien una mano extra en el departamento de finanzas municipales.

—No es eso, papá. Es que nuestros empleados no lo entenderían. Nunca antes hemos contratado «un especialista», y no hay razón para pensar en que él lo sea. Si lo hiciese bien ¿por qué no iba a ser socio? Tiraría todo tu sistema por la borda.

—¿No podríamos hacer una excepción?

—¡Papá! ¿Qué te ha hecho esa mujer?

Pensé que Gordon estaba siendo rígido. Gordon tenía inclinación a ser rígido. Pero a instancia mía estaba asumiendo la dirección de la empresa, y yo no iba a interferir en su aplicación de una política que yo mismo había diseñado.

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