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Authors: Louis Auchincloss

La educación de Oscar Fairfax (18 page)

Los chismes, sin embargo, como la memoria almacenada en cada nombre y cada incidente de la historia del verano, eran sólo una parte de la naturaleza de Helen, que me mostró otra muy diferente. Yo era su benefactor principal, y siempre me trató con una franqueza que agradecí. Helen nunca me ocultó cómo manejaba a su elegante clientela. Ella era una persona seria y honorable, y me atribuyó a mí esas mismas cualidades. Su marido, que había sido un hombre tan apuesto como capaz —las «nativas» debieron de quedarse muy sorprendidas cuando ella lo «pescó»—, había sido su única pasión, remplazada ahora por su hijo. No había visto a Max desde que era un robusto chico de doce años; ella nunca le dejaba que se acercase al Rincón de Belleza, y las pocas veces que pasé a visitarles por su limpia y pequeña casa de madera, al fondo del callejón del pueblo, con una bonita vista al mar, él estaba de pesca o recogiendo almejas o entregado a cualquier otro entretenimiento estival. Al final sospeché que ella lo estaba apartando de mí.

—¿Qué ocurre, Helen? —era julio de 1933—. ¿No soy lo suficientemente bueno como para ver a tu príncipe de Gales?

—Oh, claro que lo es, señor Fairfax. —Nunca logré convencerla de que me llamara por mi nombre—. La pregunta es si lo es él. Le traeré por aquí un día de estos.

—¿Por qué tiene que ser tan perfecto?

—Porque quiero que le impresione. Quiero que haga que usted le ayude.

—¿Cómo?

—Bueno, no económicamente, quiero decir. Gracias a usted tengo unos ahorrillos para que vaya a la universidad e incluso a la Facultad de Derecho.

—¿Ya ha decidido ser abogado?

—Oh, sí, sí, definitivamente. Y yo lo apruebo. La abogacía es el mejor camino. Es como el clero en la Edad Media.

—Felizmente eso no impide el matrimonio. Pero ¿el camino a dónde?

—Usted lo sabe, señor Fairfax. El camino para dejar de ser el hijo de una esteticién de pueblo.

—Si es un buen muchacho, estará orgulloso de eso.

—Orgulloso de mí, quiere usted decir. Es un buen muchacho. Pero no tiene que estar orgulloso de mi trabajo. O de mi posición social. No quiero que lo esté. Todo lo contrario. Y aquí es donde recurro a usted. Usted ha sido tan bueno con nosotros que me atrevo a esperar que lo sea aún más.

—Haré lo que me pida, Helen.

—Si usted pudiera tomar al muchacho un poco a su cargo. Aconsejarle.

—¿Qué te hace pensar que me escuchará?

—Oh, lo hará. Se lo aseguro.

Yo tenía una pequeña lancha motora con un capitán para la pesca en alta mar y para hacer breves excursiones alrededor de la isla, y le sugerí que podía llevarme a su hijo de excursión la semana siguiente. Max me estaba esperando en el embarcadero a la hora acordada, muy pulcro, ataviado con un jersey rojo —nuevo, imaginé— y unos pantalones blancos inmaculados. Me gustó el modo en que me saludó, con un apretón de manos fuerte y un saludo educado pero de ningún modo deferente. Deduje que la ropa se la había aconsejado su madre, pero que sus modales eran cosa suya.

A los diecisiete años, su belleza, que variaría muy poco con el tiempo, reforzaba su aire de seguridad. Era bajo, pero robusto y bien formado, el pelo, espeso y muy negro, estaba cortado al cepillo, y sus ojos grandes y marrones mitigaban su franca curiosidad con una cierta reserva. Sus rasgos eran fuertes y regulares; tenía esa belleza en la que yo reconocía un peculiar atractivo para las mujeres. Era una mañana hermosa, y el mar estaba en calma. Sentados en la cola del barco hablamos de las actividades veraniegas y de la vida en la isla. Me contó que había visto un alce en el monte Sargeant, algo raro en aquellos días. Finalmente, cuando le animé a que se tomara una cerveza, mencioné, como obviamente él estaba esperando, el tema de su carrera.

—¿Te atrae la idea de ejercer en una gran ciudad como Boston o Nueva York?

—No señor. Tengo la intención de ejercer aquí, en Bar Harbor.

—Me sorprendes. Hubiera creído que el campo era demasiado limitado. Testamentos y bienes raíces; ¿no se trata de eso? Los veraneantes no te darán mucho trabajo; tienen sus propios asesores en casa. Te pueden consultar para un alquiler o una compra, pero eso es todo. No te permitirán ni ver al cliente.

Me miró fijamente y se lanzó al instante a una defensiva vigorosa.

—No necesitaría a los veraneantes o a sus abogados. Ni siquiera los querría. No me refiero a usted, señor; sé todo lo que ha hecho por mi madre. Pero creo que los ciudadanos de Mount Desert, los verdaderos ciudadanos, tienen una gran cantidad de problemas que yo podría ayudar a resolver. No me limitaría a ejercer en esta isla. Podría llegar a Bangor o, incluso, a Augusta. Porque me gustaría entrar en política, también. Me gustaría hacer algo por mi Maine. Este estado debería desarrollar más empresas. No soporto que nos contentemos con que nos llamen «la tierra de las vacaciones» o con vender postales sentimentales y cojines confeccionados con agujas de pinos, o con las casas de antigüedades llenas de falsificaciones.

Podía haber sido un joven y fiero Saint-Just, dispuesto a dejar caer la hoja de su guillotina sobre los cuellos de los miembros del Club de Natación.

—Tu madre no parece compartir tu mala opinión de los pobres veraneantes.

—No es tanto mi mala opinión de los veraneantes como mi alta opinión de los verdaderos habitantes de Bar Harbor. Somos una nación ocupada; éste es el fondo de la cuestión. La India podría dejar de odiar a los británicos si se marcharan para siempre.

Esta comparación me dejó intrigado.

—Pero querido muchacho, piensa en todo el negocio que traen los veraneantes. Piensa en lo que significan para tu madre.

—Pienso en el precio que paga por ello.

—¿El precio?

—¿Realmente lo quiere saber? —hizo una pausa—. Mi madre me dijo que podía ser franco con usted.

Yo sonreí.

—Tu madre me conoce como un libro abierto. La franqueza es una buena estrategia. Siempre funciona conmigo.

Pero estaba increíblemente serio.

—No estoy intentando que funcione nada, señor. Lo que digo es lo que quiero decir. Lo que mi madre no puede haber calculado es que también sería honesto cuando hablara de ella. Y eso es lo que quiero decir cuando hablo del precio que pagó. El precio fue mantener a los «nativos», como sus amigos nos llaman, lejos de la peluquería —el Rincón de Belleza es un nombre que me da náuseas, lo siento— durante el verano.

—¿Por qué tendría que hacer eso?

—Porque a las veraneantes les gusta considerar el lugar como una prolongación del club, un lugar donde verse y cotillear libremente sin tener que estar sujetas a ningún contacto con la clase baja.

—Pero yo pensaba que tu madre era muy querida por todo el mundo en Bar Harbor, tanto por los «verdaderos» habitantes de Mount Desert, como tú les llamas, como por nosotros, las golondrinas de verano. ¿Cómo pueden apreciarla tanto si marca tantas diferencias?

—Atiende a los de aquí durante los otros nueve meses del año, y les cobra menos. Y les dice francamente lo que pasa. Ése es el secreto del éxito del salón. Ellos lo comprenden. Después de todo, casi todos viven del mismo chanchullo.

Comenzaba a pensar que se estaba tomando a su madre demasiado a la ligera.

—Sabes, por supuesto, que ella lo hace todo por ti.

—¿Cómo no voy a saberlo? —exclamó de pronto con dolor—. Sé que ha sudado y se ha esclavizado por mí. Y se lo voy a devolver. No en dólares, por supuesto, sino llegando a ser el hombre que ella quiere que sea. O el que debería querer que fuera.

Admiré esta afirmación. De hecho, estaba comenzando a desarrollar una considerable admiración por este joven.

—¿Quieres decir que no te doblegarás, que no transigirás?

—Bueno, no me gusta la palabra
doblegarse.
Pero es cierto que mi madre tiene que tolerar muchas cosas. Como las ha tolerado por mí, yo no puedo despreciarlas. Y no lo hago. Pero tampoco tengo que tolerarlas. Si lo hiciese ¿de qué habría servido su sacrificio?

—Me gusta. Tú debes ser mejor, se lo debes a ella. Sí, me gusta mucho eso. ¿Pero se lo dirás?

—Yo se lo cuento todo.

—¿Y cómo se lo toma ella?

—No siempre bien. Me dice que tengo que aprender a ser más práctico.

—¡No lo seas!

Sonrió por fin.

—¡No lo seré!

Le pedí entonces que me contase más cosas de su vida. Aunque había cosas que ya las sabía por Helen. Había estudiado en la escuela elemental de Bar Harbor, había terminado el bachillerato el primero de su clase e iba a matricularse en la Universidad de Maine ese otoño. Destacaba en hockey y béisbol. Durante los veranos tenía varios trabajos: llevar a los veraneantes a hacer excursiones de pesca o trabajar para la Bar Harbor Motor Company, pero le encantaba leer, sobre todo historia y biografías, y sacaba los libros de la biblioteca municipal, en la que trabajaba su novia. Aquel era el prototipo de la infancia de un triunfador americano.

Al día siguiente llevé a su madre a comer a una ostrería al final de la calle de su salón de belleza. No tenía tiempo que perder si iba a llevar a cabo el plan que ya había concebido.

—Agárrate el sombrero, Helen. Quiero enviar a Max a Yale.

Si hubiese esperado muestras de sorpresa, me habría llevado una desilusión. Helen había previsto la impresión que su rubio muchacho causaría.

—Sé que usted es un gran hombre, señor Fairfax. ¿Pero no es un poco tarde para hacer eso, a estas alturas del año? Incluso para usted.

—En una ocasión le gestioné a la universidad una recaudación de fondos. Me deben algunos favores. Y si no es este otoño, seguramente podré resolver el traslado desde la Universidad de Maine para el año que viene. Pero debemos actuar desde ahora. Deduzco que sus notas fueron estupendas. ¿Crees que podrías convencerle para que me deje intentarlo? Es un acérrimo defensor de su estado natal.

—¡Como si no lo supiera! El truco será hacerle ver que puede hacer mucho más por Maine estudiando en una de las mejores universidades del país. Mejores catedráticos, más contactos y todo eso.

—Y dile también que eso garantizará su admisión en la Facultad de Derecho.

—Atacaré esta noche.

—Telefonéame. Estaré en casa toda la tarde.

—Es un gran muchacho ¿verdad? Sabía que le gustaría.

—¿Cómo es la chica?

—¿La chica?

—La de la biblioteca.

—¿Le ha hablado de ella? ¿De veras? Tal vez la he subestimado. —Helen se encogió de hombros con impaciencia—. Pero ella no es nada, de veras. Una de esas ratitas neuróticas que se aprovechan de la compasión de un hombre. Y que cuando ya se han casado se derrumban y se convierten en un estorbo que el marido tendrá que soportar toda la vida.

—¡Dios mío! ¿Cómo puedes estar tan segura?

—Son muy comunes en las ciudades pequeñas. Usted, querido amigo, no lo comprendería. Pero no se preocupe, yo puedo manejarla. Y ahora debo volver al local, porque terminaré pronto para poder pescar a Max antes de que salga por la tarde.

—¡Helen, ni siquiera has pedido nada!

—¡Mejor para la línea. Dios le bendiga, señor F!

***

Helen hizo un buen trabajo con su hijo, aunque me reconoció que resultó más difícil de lo que ella había esperado. Max insistía al principio en que aceptar mi oferta sería otra entrega total a la comunidad de veraneantes voraces, y ella utilizó en vano los argumentos típicos: cuánto le beneficiaría estudiar en una universidad con más recursos y catedráticos más distinguidos. Con lo que finalmente ganó fue con el argumento de que su devoción ciega por su pueblo y su estado olía a un provincianismo que no beneficiaría en nada a un futuro congresista o gobernador. ¿Era su deber o no, llegar a ser un hombre tan grande como pudiese? Cuando me informó de su éxito, me puse en contacto con el presidente Angell y el traslado tardó una semana en aprobarse.

Tuve mucho cuidado de no frecuentar demasiado a Max cuando llegó a Yale. No deseaba que él me encasillase en el papel de mecenas condescendiente. Le aseguré que siempre podía contar con mi casa de Nueva York para pasar el fin de semana en la ciudad y aprovechó mi oferta un par de veces durante el primer curso, en las ocasiones en las que le envié entradas para el teatro o la ópera. Su actitud era reservada, incluso retraída, pero gradualmente se fue animando cuando se dio cuenta de que yo no le pedía ni esperaba nada de él. Cuando en el otoño de su segundo curso me invitó a que fuera a un partido de fútbol y le invité después a una buena cena en Mory, estrechamos nuestros lazos. ¡Pero yo tenía que ser cuidadoso, por supuesto! Aún recelaba del «veraneante de la colonia» que había en su benefactor.

Porque yo me había convertido, sin lugar a dudas, en su benefactor. Al final logré convencerle de que me permitiese descargar a su trabajadora madre de todos los costes de sus matrículas y gastos mensuales, aunque tuve que acceder a la condición que me impuso: aceptar un documento jurídicamente vinculante en el que se comprometía a devolverme todo el dinero. Haberme negado hubiera sido insultarle. Entonces comenzó a apreciarme, pero yo sabía perfectamente que se había impuesto aquel aprecio como una obligación. ¿De qué otro modo podía alguien tan puritano justificar que aceptaba mi dinero? Nuestro acuerdo tenía que ser como un negocio, y Max sólo haría negocios con hombres a los que aprobaba.

Con todo, quedó perfectamente claro, mucho antes de que cualquiera de mis pequeñas sumas me fueran devueltas (huelga decir que me las devolvió todas), que mi inversión había valido la pena. Durante el primer curso los hábitos de trabajo de Max habían sido casi compulsivos, pero en segundo comenzó a mirar a su alrededor, a hacer amigos e incluso, para satisfacción de Helen, a gastar parte de su paga mensual, que al principio atesoraba como dinero «contaminado», en ropa algo más elegante. Fue elegido para la asociación Zeta Psi y lo aceptaron en la redacción de
The Yale Daily News.
Cuando su madre me dijo que estaba buscando trabajo para el verano como profesor particular, le ofrecí que le diera clase a mi hijo Gordon en Bar Harbor. ¡Pobre chico, no iba a decirme que no!

Digo «pobre chico» porque el trabajo le obligaría a vivir en una de las casas de veraneo de Bar Harbor que tanto odiaba, no porque Gordon resultase en lo más mínimo una carga. A los quince años, después de terminar el cuarto año en la escuela de Saint Paul en New Hampshire, mi hijo era un muchacho alto, pálido y de ojos oscuros, silencioso, amable y extrañamente decidido, casi un genio en cálculo. Me trataba con una cortesía cautelosa que podría esconder una condescendencia afable. Obviamente, no había contratado a Max para cultivar el intelecto del muchacho; tan sólo confiaba en que Max lo animara a aficionarse al tenis o a la vela o a cualquier actividad al aire libre. Porque para Gordon, lo más parecido a la práctica de un deporte de verano había consistido en bajar dando un paseo por Shore Path hasta la biblioteca del pueblo. Mi otro propósito, por supuesto, era echar un vistazo a mi protegido.

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