Read La educación de Oscar Fairfax Online

Authors: Louis Auchincloss

La educación de Oscar Fairfax (16 page)

Que yo supiera, sólo se había enamorado una vez. El escogido había sido un muchacho guapo pero débil que se había batido en retirada con la esperanza —infundada, me alegra decir— de conseguir una pareja mucho más rica. Cuando volvió, arrepentido, para reanudar un cortejo que ya no era bienvenido, Henrietta le echó de casa, literalmente. Desde entonces había parecido resignarse a su estado de soltera. Vivía con nuestros padres, pero disfrutaba de una independencia total. Ocupaba su propio piso en la gran mansión de piedra caliza de la calle Setenta y Tres este, y tenía una gran habitación en la que podía recibir a sus amigos. Henrietta se había convertido por derecho propio en lo que a mi madre le gustaba llamar un «personaje».

La relación de Grant con Henrietta comenzó entre bromas. Él era el invitado favorito de mis padres, y no tardé en darme cuenta de que Henrietta hacía todo lo posible por estar en casa cuando él llegaba. Él se mostraba impresionado por el talento de Henrietta y por sus historias de caballos y de los muchos comités en los que participaba, y siempre le sugería a mi padre que la nombrase socia no participativa del bufete, encargada de la administración. Henrietta, para mi sorpresa y desconcierto, se mostraba muy tímida con él. Le invitó a la casa familiar de Long Island a pasar un fin de semana para darle algunas clases de salto; él aceptó de inmediato, y ella preguntó a mi padre si él podía ser su abogado en la empresa en lugar del anticuado pero fiel pasante que le habían asignado. Cuando supe que los habían visto en la ópera juntos en dos ocasiones, decidí preguntarle a Grant qué se traía entre manos. Yo sabía que mis padres, por mucha ilusión que les hiciera tenerle como yerno, no iban a mover un dedo. Henrietta, después de todo era dueña de sí misma.

—Ya sabes que no tienes que engañarla —le dije en la comida—. Nadie se enamora tanto como una solterona cuando se enamora.

Grant se tomó esto con su tranquilidad natural.

—Supongo que para el mocoso de su hermano, una hermana mayor es siempre una solterona.

—Bien ¿no lo es?

—¿Lo será para siempre, quieres decir? No esperaría que su hermano pequeño se diese cuenta, pero tu hermana es muy atractiva. Está preparada para el amor, amigo mío. Realmente preparada.

—Pero eso es lo que quiero decir. ¿Lo estás tú?

—Bueno ¿no es una gran costumbre americana casarse con la hija del jefe?

—¡Casarse! —Le miré fijamente. Era imposible decir cuándo Grant hablaba en serio o cuándo no. Tenía un modo especial de hacer las dos cosas al mismo tiempo—. Pero no tienes que casarte con Henrietta para dirigir la empresa. Tienes el puesto asegurado. Y lo sabes.

—¿Yo? ¿Un pobre muchacho criado en el ejército? ¿Alguien que no estudió en un buen colegio de Nueva Inglaterra? ¿Que ni siquiera figura en el
Social Register
? ¿No sería presuntuoso por mi parte aspirar a una Fairfax?

Me detuve a pensarlo. Yo sabía que cualquier abogado presentable y triunfador que contara con los orígenes protestantes de rigor podía aspirar a emparentar con cualquier familia del «Viejo Nueva York», y me costaba creer que alguien tan astuto como Grant ignorase aquello. Pero las personas pueden tener extraños complejos de clase.

—¡Vamos, anda, Grant. Sabes que no te dejaríamos escapar!

—¿Sí?

—Pero procura no acercarte demasiado.

—¿Estás protegiendo a tu hermana?

—Del desengaño. No de las campanas de boda.

Cuando dije aquello, me miró un buen rato; comencé a preguntarme si no iría en serio. ¿Podía un hombre como él estar enamorado de Henrietta? Recordé que un hombre que confía en su virilidad no necesita la belleza de la mujer para estimular sus propios deseos, y que puede detectar en una mujer poco agraciada un apetito por placeres carnales que, en la cama, puede traducirse en una torridez de la que las mujeres más bellas quizá carezcan. Y yo había de apreciar en las sucesivas semanas que Henrietta, a quien ahora el brillante socio de su padre siempre acompañaba a la ópera y al baile, parecía haber adquirido una vivacidad casi excesiva. A nadie se le escapaba que estaba exultantemente enamorada.

La mayoría de los padres habrían pensado que aquello era demasiado bueno como para ser cierto, pero los míos estaban tan seguros de su propia valía, valía que atribuían también a su descendencia, que se lo tomaron con bastante calma. Mi padre, sin embargo, me preguntó finalmente si creía que Grant «daría la talla».

—Creo que ha ido demasiado lejos como para volverse atrás ahora —le respondí sabiamente—. Dudo que necesites tu revólver.

—Me doy perfecta cuenta de que, por lo que al dinero respecta, él podría encontrar mejores partidos. Henrietta y tú tendréis lo que tu madre y yo tengamos cuando muramos, y no será una gran fortuna. Aun así un Fairfax es un Fairfax, supongo. Y Henrietta tiene mucho carácter.

—Demasiado.

—No paso por alto que esto te afectará, hijo. Si Grant termina dirigiendo la empresa, lo que no parece descabellado, ¿cómo llevarás tú eso de trabajar para el marido de tu hermana mayor?

—¿Olvidas, querido padre, quién fue el primero en llevarlo a la empresa? La situación no me incomodaría en absoluto.

Mi padre sonrió de ese modo tranquilo y benevolente tan suyo, la única manera que conocía para transmitir afecto. Pero con su sonrisa bastaba. La confianza que contagiaba convertía a su receptor en digno de la misma.

—Bien, siempre has parecido saber lo que querías. Y eso es la mitad del camino a la felicidad.

Grant viajó al extranjero para una fusión bancaria y estuvo fuera durante dos meses. No le propuso matrimonio a Henrietta antes de irse, ni le escribió una sola vez mientras estuvo fuera. Ella no se esforzó por disimular su disgusto y humillación, y Constance y yo empezamos a buscar excusas para no ir a la comida de los domingos a casa de mis padres. Pero cuando él regresó, se fue derecho desde el barco a la Calle Setenta y Tres, llamó a la puerta del salón de Henrietta y cuando ella abrió, le pidió que se casase con él. Ella cayó en sus brazos. Él había necesitado la temporada que pasó en Europa para «pensarse las cosas».

Fue una gran boda con muchos invitados. A pesar de que ya era algo mayor, a Henrietta la acompañó una docena de damas de honor; Grant sólo me tenía a mí como padrino. En los años que siguieron, la perra diosa del Éxito no le deparó más que sonrisas a aquella agraciada pareja de adoradores suyos. Incluso la Gran Depresión les proveyó de peldaños más altos en su escalera de Jacob.

Aunque Grant comenzó perdiendo en la bolsa, se recuperó con creces gracias a los abultadísimos honorarios que percibió por su participación en las reestructuraciones a gran escala de varias empresas en declive que él contribuyó a reorganizar, labor que le valió el ingreso, aprobado por unanimidad, en el grupo de socios principales de la firma. Henrietta le dio, en rápida sucesión, cinco niñas saludables. Incluso esto fue bien: Grant habría tenido problemas con hijos rebeldes. Los Richard tenían un ático que daba al East River, el nuevo barrio de moda, y una casa de campo de estilo Tudor en Long Island; él fue elegido presidente del Colegio de Abogados; ella, del Colony Club. En las fiestas me divertía oír cómo gente que apenas los conocía los llamaba «Grant y Hetty», como si fueran íntimos amigos.

Mi única preocupación era que Henrietta, cada vez mayor, más corpulenta e incluso más dominante, no lograra satisfacer aquellos apetitos sexuales de los que su esposo había hecho pública ostentación durante sus años de soltero. Esta suposición resultó optimista. El problema no era que «no lograra satisfacerlos»; Henrietta, nos enteramos más tarde, nunca había satisfecho completamente a Grant, ni siquiera al principio. Probablemente ninguna mujer podía hacerlo. Ella tardó nueve años en descubrir aquellos adulterios tan cuidadosamente escondidos, pero cuando lo hizo explotó en unos gritos y recriminaciones que sacudieron el firmamento, echó a Grant del piso y le pidió a mi padre que le consiguiera el divorcio.

Mi progenitor fue muy poco comprensivo. No aprobaba la conducta de Grant, desde luego, pero se adhería escrupulosamente al principio Victoriano de que esos asuntos debían quedar en la familia. Una buena esposa no gritaba y clamaba por algo tan trivial como el ocasional derroche de lascivia de su esposo; mientras él no exhibiera a sus amiguitas, ella debería hacer la vista gorda y ocuparse de sus propios asuntos.

Si de lo que se trataba era de elegir entre una histérica hija de mediana edad que no había tenido el sentido común de salvar lo que quedaba del naufragio y un yerno que había elevado la empresa a cimas en las que él no habría soñado jamás... Bien, a Henrietta no le costaría adivinar cuál sería su elección. Y mi madre estaba totalmente de acuerdo con él, no porque ella se dejase manejar, sino porque compartían exactamente los mismos principios. Y también, me temo, porque Grant le gustaba un poquito más que su propia hija.

Henrietta, ultrajada, recurrió a su hermano pequeño. Yo también, pragmático, estaba del lado de Grant, pero me guardé bien de demostrárselo a Henrietta.

—¡Nuestros padres no tienen moral! —exclamaba airada—. Sólo les importan las apariencias.

—¿Y qué sería de nosotros sin ellas? Mientras tu matrimonio parezca un matrimonio feliz, no hay problema, ¿no lo entiendes? ¿No puedes sumar dos más dos?

—¿Y dejar que el honor, el deber y la fidelidad se vayan al traste?

—¿Qué tienen que ver el honor y el deber? Es un tema de fidelidad.

—¿Puede un hombre honorable y respetuoso comportarse como lo ha hecho Grant?

—Sí. ¿No ha sido respetuoso y buen marido en todos los aspectos menos en ése?

—¡Precisamente ése, Oscar!

—Por favor, responde a mi pregunta.

—Bueno... sí, supongo que sí.

—Y si no hubieses descubierto lo que has descubierto ¿serías perfectamente feliz?

—¡Pero mi felicidad sería el paraíso del tonto!

—¿No es eso lo que suelen ser los paraísos?

—No seas cínico, por favor.

—¿Pero no ves que si lograses ignorar eso serías de nuevo absolutamente feliz? Y las niñas también.

—¡Y Grant también! ¡Oh, eso es demasiado! —gritó burlona—. ¡Con su harén intacto!

—No quería dejarle fuera de la euforia general. Seriamente, Hetty ¿te está privando de algo? ¿No duerme contigo?

—¿No estás siendo un poco bruto?

—¿Quieres decir que la única relación sexual de la que no podemos hablar es de la vuestra?

Ella se calló para pensar en lo que le había dicho.

—De acuerdo. Sí, todavía lo hacemos. Supongo que un viejo macho como ése puede hacerlo con cualquiera. No me halaga.

—Bien ¿quién se casó con el viejo macho? Tu único error, querida, fue pensar que podrías cambiar la naturaleza del macho. Acéptale y tus problemas desaparecerán. Tú y Grant volveréis a subir al carro e iréis directos a la cima de la colina. ¿No es eso lo que quieres realmente?

—¿Lo que realmente quiero? ¿Aguantar que se lleve al lecho a cualquier furcia a la que le eche el ojo?

—¡No! ¡Llegar a la cima! —Salté como para subrayar cuán en serio lo decía—. ¿Vas a estar tan loca como para hacer saltar tu vida en pedazos por algún que otro orgasmo de Grant? ¿Te importaría si se masturbara?

—¡No seas desagradable, Oscar!

—Lo digo en serio. ¿Cuál es la diferencia? La única diferencia estará, si has tomado la determinación de seguir con esto, entre la mujer que eras y la que serás.

—¿Y cuál es la diferencia?

—¡La diferencia entre una mujer importante, feliz y orgullosa y una divorciada triste y desesperada! ¡Elige!

La elección no la hizo de inmediato, le llevó dos semanas.

Grant fue readmitido en el ático. Mi padre me atribuyó todo el mérito de la reconciliación, pero siempre he creído que Henrietta habría terminado alcanzando la misma solución por sí misma.

Lo bueno de mi hermana era que cuando tomaba una decisión, la adoptaba con todas sus consecuencias, y de buen grado. Nunca volví a enterarme de ninguna pelea seria entre ella y Grant. Presentaban ante el mundo un frente unido e incluso algo bullicioso que bien podía reflejar el estado interior de su vida de casados. Incluso recuerdo que una vez, en la casa de los Warren, Hugo nos estaba enseñando una acuarela de Renoir, un orondo desnudo rosa que acababa de adquirir; Henrietta, volviéndose con una sonrisa, llamó a su esposo para que toda la habitación pudiera oírla: «Ven y mira esto, querido. A ti te gustan más estas cosas». Grant llevó su otra vida con bastante discreción, aunque se le conocieron un par de aventuras con damas del entorno de Henrietta. Una de estas aventuras, la que mantuvo con la esposa de un prominente banquero, desembocó en un turbulento divorcio. Grant no fue declarado codemandado —el caso se vio en Reno— pero todo el mundo conocía los hechos, y cuando la dama en cuestión volvió a Nueva York, le dijo a todas sus amigas que esperaba que él dejase a Henrietta y que hiciese lo correcto con ella. Pronto se desilusionó, y sufrió la humillación adicional de ver cómo Henrietta y su grupo de amigas le hacían el vacío en el salón de socios del Colony Club.

En 1941 la guerra le supuso a Grant la fama a nivel nacional. Mucho antes de que bombardearan Pearl Harbour se reincorporó al ejército con la secreta esperanza de que, a pesar de sus cincuenta años, podría entrar en combate cuando llegase el momento. Pero él era demasiado valioso para eso, por supuesto. El secretario de Guerra Stimson necesitaba su destreza para negociar los billonarios contratos del ejército con las industrias. También contaba con él para que, a medida que el conflicto se extendiera por el globo, visitara las áreas de combate e informara de la efectividad de los materiales adquiridos. Para darle la autoridad necesaria en las bases visitadas, el general Marshall le ascendió al rango de general de división; Grant, en poco tiempo, se convirtió en una de las personalidades célebres de la guerra en Washington.

Henrietta alquiló en Georgetown una preciosa mansión de estilo Palladio, grande y amarilla, con cúpula y columnas blancas, donde recibía a las altas instancias, a los líderes del Congreso, a los diplomáticos y a la realeza de paso por la ciudad. Conseguía muchos suministros del Departamento de Guerra; sus fiestas eran consideradas parte de los esfuerzos de guerra. Mi hermana siempre había sido un genio en el arte de nadar y guardar la ropa.

Su buena fortuna, sin embargo, no era completa; tenía una grieta, de la que me habló durante un fin de semana que Constance y yo fuimos a visitarles a ella y a Grant en la capital. Grant, me contó ella, se había estado exponiendo, bastante innecesariamente, a un peligro extremo en las visitas a las áreas de combate. Se había embarcado en un torpedero para una incursión en Guadalcanal; había volado en una misión de bombardeo sobre Alemania; había tomado tierra en primera línea en una playa de Sicilia. El propio señor Stimson le había sugerido a Henrietta que hablase con él de esto. Ella creía que yo lo haría mejor. Le dije, algo receloso, que yo tan sólo podría intentarlo.

Other books

The Next Right Thing by Dan Barden
Time to Kill by Brian Freemantle
Shot Through the Heart by Niki Burnham
The Melting Sea by Erin Hunter
El reverso de la medalla by Patrick O'Brian
Manifest by Viola Grace
Dare Me by Eric Devine
The Mandate of Heaven by Murgatroyd, Tim


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024