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Authors: Louis Auchincloss
Nacido en una minoría privilegiada, en los albores del siglo XX, la vida de Oscar Fairfax se desarrolla plácidamente, primero en St. Augustine —un prestigioso internado— y después en la Universidad de Yale, París, Washington y finalmente Nueva York, donde terminará ejerciendo como abogado en el despacho de su padre. Oscar se relaciona con algunos de los personajes más importantes de su tiempo como el presidente de los EE.UU. o uno de los jueces del Tribunal Supremo; pero en su vida no hay grandes cataclismos, tan sólo pequeñas crisis: el amigo que le traiciona, el protegido que rechaza los valores de su mentor... Oscar termina comprendiendo que la educación es labor de toda una vida y que los valores tradicionales en los que ha sido educado tienen un difícil encaje en el mundo moderno.
En esta amena novela, escrita como unas memorias ficticias, Auchincloss vuelve sobre sus temas favoritos: la alta sociedad de Nueva York, los grandes despachos de abogados, el mundo del dinero y las flaquezas de quienes pueblan estos ambientes. Con más de cincuenta obras publicadas, Aunchincloss está considerado como uno de los más importantes escritores norteamericanos vivos, justo heredero de autores como Henry James o Edith Wharton.
Louis Auchincloss
La educación de Oscar Fairfax
ePUB v1.0
chungalitos01.01.12
Primera edición, 2008
Título original:
The Education of Oscar Fairfax
Copyright © 1995 by Louis Auchincloss
© de la traducción, Pilar Mañas Lahoz, 2008
© de esta edición, Libros del Asteroide S.L.U.
Traducción del fragmento de
El preludio
de William Wordsworth
en página 238 según versión de Bel Atreides.
Publicado por Libros del Asteroide S.L.U.
Santa Magdalena Sofía, 4, bajos
08034 Barcelona
España
ISBN: 978-84-935914-1-0
Depósito legal: B.746-2008
Impreso por Reinbook S.L.
Impreso en España - Printed in Spain
Diseño colección y cubierta: Enric Jardí
Este libro ha sido impreso con un papel ahuesado, neutro y satinado de ochenta gramos y ha sido compaginado con la tipografía Sabon en cuerpo 10,5.
Para David Clapp, mi más que
meritorio sucesor en el Museo de
la Ciudad de Nueva York
Todas las historias universales y las investigaciones sobre la causa de las cosas me aburren. He agotado todas las novelas, los cuentos y las obras de teatro; tan sólo las cartas, las vidas y las memorias escritas por aquellos que narran su propia historia me divierten y despiertan mi curiosidad. La ética y la metafísica me aburren intensamente. ¿Qué puedo decir? He vivido demasiado.
M
ADAME
DU
D
EFFAND
(que podría haber estado hablando en nombre de Oscar Fairfax)
El retrato que hizo Sargent de mi padre —pintado cuando yo tenía diez años, en 1905—, que cuelga todavía en el vestíbulo principal de la Colonial Art Gallery, de cuyo consejo él fue miembro muchos años, podría considerarse la imagen ideal del aristócrata americano de su época. En caso de que hubiera habido alguno. De hecho, ésa debió de ser la pregunta que se hacía el artista. Aunque el famoso retrato transoceánico que Sargent hizo de lord Ribblesdale —quien, aunque dotado del porte majestuoso de un ministro, eligió posar como el señor de Buckhounds— representa la seguridad absoluta de un terrateniente, el maestro de las fisonomías eligió impregnar el de mi padre con un ligero toque de autorreprobación.
Lionel Fairfax, alto y delgado, aparece sentado con un aire de relajación controlada en un
bergère
Luis XV, vestido con un traje ligero de tonos acordes con el cabello prematuramente gris del modelo y el blanco nacarado de sus apacibles y curiosos ojos. Con una mano está sujetando un libro encuadernado en tafilete, el dedo índice entre las páginas como si el pintor hubiese interrumpido —interrupción disculpable— una tranquila sesión de lectura. Los finos dedos de la otra mano, posados en el brazo de la butaca, y el modo elegante con el que una pierna se cruza sobre la otra, podrían haber sugerido una seguridad tan serena como la del noble inglés de no haber sido por una cierta tensión en la figura que evidenciaba una disposición para lanzarse a la acción, en caso de que la acción fuera requerida. En alguna ocasión lo había sido, evidentemente. Y podría volver a serlo.
Pero si mi padre estaba preparado para lanzarse a luchar por una causa, también estaba preparado para perderla. Victoria, fracaso o acuerdo, todas aquéllas eran escenas de una misma obra, comedia o tragedia, en la que unas fuerzas desconocidas le habían asignado un papel que representar. ¿No era eso suficiente? ¿Qué más había? No había nada más.
De hecho, éramos una de las pocas familias americanas que descendía por línea paterna de un noble británico prerrevolucionario. Un sobrino desheredado (no sabemos por qué) del sexto barón Fairfax de Cameron, dueño de gran parte de la colonia de Virginia, había emigrado a Nueva York para hacer fortuna, y las fuertes simpatías de sus descendientes por el bando de la Unión durante la Guerra Civil no contribuyeron a recomponer la fractura de la familia. Los Fairfax de Nueva York se habían recuperado económicamente, aunque apenas contaban como ricos en la nueva época de los magnates del pillaje. Mi abuelo paterno había fundado un respetado despacho de abogados en Wall Street que mi padre amplió hasta que adquirió un volumen considerablemente importante. También fue un activo miembro de la sociedad civil; fue presidente del Patroons Club, presidente del consejo del Colonial Art Museum y miembro directivo de la junta parroquial de la catedral de San Lucas. Y como mi madre era hija del obispo episcopaliano de Nueva York, formaban una pareja muy llamativa.
Sin embargo, había algo en el aspecto general de mi padre que recordaba la actitud de la madre de Napoleón: «Pourvu que cela dure». Nada que ver con la del rey Luis: «Après moi le déluge». Si tenía que llegar el diluvio, mi padre estaba preparado y dispuesto a sufrir su parte en la inundación. No digo que creyese realmente que el diluvio iba a llegar, y por supuesto no ha llegado todavía, y yo estoy escribiendo en 1975. Quizá nunca llegue. Pero como Henry Adams, él creía que su, al parecer, invulnerable posición social era parte de un mito, una reliquia del siglo XVIII: es decir, que tenía poco que ver con el mundo de nuestros días.
Al contrario que Adams, sin embargo, nunca se consideró más anacrónico que la mayor parte de sus contemporáneos. Él era vulnerable, sin duda, pero ¿quién no lo era? Las reliquias tenían su utilidad; podían incluso volverse rentables.
A pesar de sus antiguos modales de patricio, del suave tono de su voz, que no elevaba ni siquiera cuando se enojaba, de la exquisita atención que prestaba a su interlocutor, mostrando desacuerdo tan sólo con un majestuoso silencio, mi padre se había formado un riguroso juicio del mundo en el que trabajaba. Afirmaba que era Henry James, y no Adams, quien tenía la verdadera clave de ese mundo cuando escribió, al volver a su tierra natal tras una larga ausencia, que lo que había sucedido entretanto era el triunfo supremo de la clase media. James había tomado como símbolo de América el vestíbulo del hotel Waldorf-Astoria. Todo era calidez y flores y saludos y charla bulliciosa y tiendas caras y señoras con sombreros ampulosos —la máxima felicidad para el máximo número de gente—, siempre y cuando a la privacidad y a la tranquilidad se las ahuyentara como a vagabundos de una fiesta. «No os equivoquéis», nos prevenía, «a la mayoría le gusta que sea así. Ya veréis cómo esto termina extendiéndose por el mundo entero». Pero él sabía que un Lionel Fairfax todavía impresionaba a la mayoría de la gente.
¡Carpe diem!
A mi padre a menudo se le acusó de ser un esnob por no sucumbir a la pujante costumbre americana de alternar con los clientes. No veía ninguna razón para beber o jugar al golf con personas cuyo único derecho para tratar con él era que habían requerido su pericia profesional. «Ellos no salen con sus dentistas ¿no?», preguntaba. Pero otras veces, sobre todo cuando el aspirante a anfitrión era un
arriviste
del tipo más rudo, su negativa era atribuida a la reticencia a verse desplazado de las pastas negras del
Social Register.
[1]
Esto era absurdo. A mi padre, el
Social Register
no le importaba en absoluto. Su reticencia se debía, probablemente, a que le desagradaba el modo en que el hombre en cuestión hacía negocios. Él le representaría, sí, siempre que el caso no implicase una violación de los principios éticos de la profesión, pero nada le induciría a intimar con un hombre a quien considerase carente de escrúpulos morales. ¿Cedía un poco? Por supuesto. Mi padre creía en la virtud de llegar a acuerdos. Era tan abogado como caballero.
Su perspicacia en la comprensión de su tiempo y de mí quedó ilustrada por el asunto de la bicicleta. ¿Hay alguna máxima más aceptada que ésa de que nunca se debe sobornar a un niño para que sea bueno? Él sabía cuándo dejar de lado esas reglas.
Cuando tenía siete años, mis notas en Browning School estaban por debajo de la media, y había dudas de si sería admitido en el Saint Augustine, el internado de Nueva Inglaterra que mi padre había elegido. Sin charla previa alguna, me llevó a una exposición de bicicletas nuevas y me fue siguiendo mientras yo rondaba con ansiedad por allí, parándome ante las más gloriosas y costosas. Aquello era un milagro de velocidad y eficiencia en brillante plateado, con todos y cada uno de los últimos artilugios, desde una caja de bronce en el manillar hasta un sillín de lustroso cuero de cabrito y una bocina que reproducía el tema de Sigfrido.
—¿Te gusta? —preguntó con una ligera ironía—. ¿O no es lo suficientemente llamativa para un auténtico chico americano?
—Me gusta. ¡Por supuesto que me gusta! Pero sé que es demasiado cara para mí. —Mis padres eran bastante razonables con los regalos, pero no idiotas. No había sido un chico mimado.
—No es demasiado cara para un chico con media de ochenta en la escuela. O incluso con setenta y cinco. Mejora las notas y es tuya.
Yo me quedé boquiabierto. Jamás habría soñado ser el propietario de tan deslumbrante máquina. Aun así podía regatear. A mi padre no le importaba.
—Pero supón que saco setenta y cinco y alguien la ha comprado ya.
—La compraré hoy y la guardaré bajo llave hasta que se cumplan las condiciones.
—¿Podríamos dejarlo en setenta y tres?
Se rió entre dientes.
—¡Qué viejo tacaño eres! Muy bien. Lo dejamos en setenta y tres.
En el colegio trabajé como no había trabajado nunca y subí la media hasta setenta y dos. Y aún así me regaló la bicicleta. Sabía que había logrado su propósito. Cuando dejé Browning para ir al Saint Augustine, ya era el tercero de la clase.
A pesar de que adoraba a mi padre profundamente, de muchacho nunca me sentí como una auténtica parte de él o de los Fairfax. Esta ambivalencia es difícil de explicar. Sé que no es poco frecuente que los niños fantaseen con la idea de que han sido adoptados; quizá yo sufría algo parecido a esa neurosis. De algún modo, él y su clan, y en menor grado mi madre y su mitrado padre, eran, a diferencia de mí, personas
reales
, mientras que yo era un ser de importancia menor al que, sin embargo, trataban con cariño; mi existencia era la del paje en la corte, al margen de la más espléndida realidad de mis progenitores. Desde el lugar que yo ocupaba, sin embargo, tenía la posibilidad de apreciar una división. Había un chico, Oscar Fairfax (me había dado el nombre el obispo), pero en su interior moraba otra entidad: un observador que miraba a Lionel y a Julia Fairfax y les atribuía características personales y quizá —¿quién sabe?— incluso los creaba, en algo parecido a una biografía imaginaria.