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Authors: Louis Auchincloss

La educación de Oscar Fairfax (24 page)

—No coincido con usted en su baja valoración de los atractivos de Elvira —me esforcé por contestar—. Pero estoy totalmente de acuerdo en que Gordon se horrorizaría ante la idea de herirla. Y desde luego que hablaré con él.

Estaba tan agitado que tuve que volver al mar. Incluso me aparté un poco del camino para situarme sobre una roca y mirar a las gaviotas chillonas que descendían sobre la estela de un barco de pesca desde el que les habían lanzado algo. ¿Cómo podía hablar con Gordon sin empujarle a que se casara con la chica por lástima?

Creo que la señorita Mallvern sabía lo que yo estaba pensando. Dio unos pasos hacia mí.

—Por supuesto, sé que su hijo es un abogado brillante y que irá a más en su profesión. Y que usted en cualquier caso se ocupará de su futuro financiero. Pero para hacerle justicia a mi sobrina, y después de haberle hablado de sus desventajas, debo decirle que tengo la intención de dejarle una dote muy generosa.

Completamente desesperado por el pesado problema que con tanta serenidad ella había descargado sobre mis doloridos hombros, estuve a punto de hacerle la vulgar pregunta: «¿Muy generosa?». En lugar de eso, murmuré algo indescifrable y me di prisa en marcharme.

En casa encontré a Gordon en la mesa de desayuno, haciendo el crucigrama del
Times
del domingo pasado, que rara vez le llevaba más de media hora. Me senté al final de la mesa, mientras tomaba un segundo café, sin responder y ni molestarme por hacer ver que pensaba en el par de preguntas que me hizo. Y entonces, de pronto, vi cómo podría abordar el asunto. ¡Por supuesto! No tendría que mencionar a la señorita Mallvern. Ni siquiera tendría que ponerme serio. Al contrario, estaría tan jovial como pudiese.

—He estado pensando en el conde de León durante mi paseo.

—¿Y eso? —Gordon ni siquiera levantó la vista.

—¿No se te ha ocurrido que tus visitas al Buon Riposo pueden haberle dado ideas? —Entonces levantó la vista, con una divertida sonrisita. No recordaba haber visto aquella sonrisita antes.

—¿Quieres decir que podría estar sacando la escopeta?

—O lo que saquen los grandes de España.

—Porque a él, sin duda, ni siquiera el abolengo de los Fairfax le parecerá lo suficientemente rancio como para aspirar a una hija suya.

—Quizá la adversidad política le haya hecho más tolerante. A fin de cuentas, él se casó con una yanqui.

—Eso es verdad. Y supongo que podemos encajar con los Mallvern. Aunque a un varón León se le puede permitir una relajación mayor que a una mujer. El nombre de ella, en cambio, cambiaría. ¡Impensable!

Me animó la ligereza de su tono.

—¿No se casó una hija de Alfonso XIII con el hijo de una mujer americana?

—Sí, pero su padre era el príncipe Torlonia. Y de todos modos, ¿tú sabes lo que nosotros, los carlistas, pensamos de Alfonso XIII?

Por un momento pensé que nuestras carcajadas al unísono eran una señal tranquilizadora, pero su siguiente pregunta repuso la tensión.

—¿Qué tipo de dote podría pedir yo?

—Esa pregunta tiene truco, ¿no? ¿Hay reliquias familiares? Supongo que ese collar de diamantes que llevó en el baile era de su tía. Imagino que para saberlo, nos basta con mirar a la tía.

—¿Es eso de lo que hablabais tú y ella?

Necesité todo mi control para apoyar mi taza de café sin derramarla.

—¡Oh! ¿Nos has visto?

Él simplemente señaló hacia la gran ventana de la bahía, que tenía una amplia vista de Shore Path.

—Me tropecé con ella durante el paseo —le expliqué débilmente.

—Papá, uno no se encuentra con la señorita Mallvern. Ella se dirigió a ti. Lo vi. ¿Qué quería?

—¡Oh! Tan sólo charlar.

—Acerca de mí y de Elvira ¿no?

—Sí —confesé al fin.

—¿No le gusto?

—No es eso. Tú le gustas mucho, sólo que...

—¿Sólo que qué? —Su sonrisa se había desvanecido y su mirada me interrogaba mientras yo dudaba—. ¿Sólo que qué, Papá?

—Bien, que Elvira...

—¿Que Elvira no...?

—¡Oh, no! —el susto me hizo confesar—. Elvira sí que quiere, y mucho. La señorita Mallvern tiene miedo de que le hagas daño.

—¡Gracias, Papá! ¡Hasta luego! —Saltó de la silla y salió corriendo hacia el césped por la puerta de cristal. Le vi dando zancadas Shore Path abajo hacia el Buon Riposo. En una hora él le había propuesto matrimonio a la chica y ella había aceptado. Yo había propiciado la comunicación de la que aquellos dos espíritus tímidos carecían.

***

Uno se resigna pronto al idilio. Gordon me explicó que se habían enamorado la noche en la que el príncipe se zafó de ella, pero que ninguno de los dos había sospechado de los sentimientos del otro, y que en sus sucesivos encuentros simplemente habían charlado de sus propias vidas concentrándose en el mundo exterior, sobrios y contenidos, evitando derivas románticas. Ninguno de los dos había estado verdaderamente enamorado antes de conocerse y, sin embargo, ninguno albergaba duda alguna acerca de la profundidad y la solidez de aquella emoción nueva. «Siempre pensé que la erupción eléctrica de pasión entre Romeo y Julieta no era más que un decorado —me confesó Gordon—. Ahora entiendo por qué es un gran drama.»

Afortunadamente, los amantes no fueron desgraciados. Fueron felices entonces, y todavía lo son hoy. Me gustaría poder decir que la felicidad conyugal y dos niños han mejorado el aspecto de Elvira, pero no es así. Sin embargo, tiene un aire muy decidido, y cuando entra en una habitación, la gente levanta la vista. Se lleva muy bien con Constance, y conmigo se comporta a la perfección. No creo que haya superado su desagrado inicial hacia mí, pero mientras no lo demuestre, puedo hacer ver que no existe. Si Gordon es consciente o no de esto, no lo sé; creo que ella es lo bastante inteligente como para no hacer de eso un problema. Sin embargo, tuvimos un encontronazo al final del primer año de su matrimonio.

Gordon había pasado varios meses enfrascado en la realización de los planes para el testamento del magnate del petróleo Hurbert Stairs. La tarea parecía provocarle un orgullo arquitectónico; comparaba el diseño de la red de
inter vivos
y de las organizaciones de caridad, de los donativos anuales en metálico, de las fundaciones y las restricciones matrimoniales, con la construcción de una catedral medieval. Él había heredado mi amor por Henry Adams, y solía citar el fragmento de Chartres: «Desde la cruz en la aguja y la piedra angular de la bóveda, a través de la nervadura, las columnas, las vidrieras, hasta el asentamiento de los arbotantes, más allá de los muros, una idea única controlaba cada línea».

Decidí que le convenía poner los pies en el suelo.

—Y esa idea única, supongo, no es la fe que cubrió Europa de grandes templos, sino el mejor modo de timar al fisco. Gordon sonrió, algo arrepentido.

—Podría verse así, por supuesto. Y no hay duda que así es como el señor Stairs lo ve. Pero los historiadores revisionistas dicen que las catedrales fueron construidas para satisfacer el orgullo de los prelados ambiciosos más que para agradar a la Virgen. ¿Las hace eso menos hermosas?

—Supongo que no.

—Entonces, ¿inventar un sistema que adopte y perpetúe un imperio financiero asegurándole la mayor exención fiscal, no puede eso ser algo bello?

—Pero no durará para siempre. Sólo hasta que el Tío Sam cierre el resquicio por el que mi querido hijo ha conducido su camión.

—Pero el camión ya ha pasado. Ahí está la gracia. Y después estudio el código revisado para ver hacia dónde tengo que conducir el siguiente.

A Gordon sus clientes lo adoraban por el dinero que les ahorraba, pero yo sabía que a algunos les parecía demasiado estricto, demasiado rígidamente ético. Nunca le permitiría a un contribuyente, por ejemplo, reclamar una deducción dudosa en una declaración de la renta confiando en que la declaración no pasaría inspección alguna.

Me enteré de que había clientes dispuestos a pagar los honorarios de una consulta verbal con Gordon sobre un asunto para luego darles instrucciones a sus propios contables sobre cómo aplicar el consejo de mi hijo de un modo diferente. Incluso el señor Stairs, que ponía a mi hijo por las nubes y le llevaba a cruceros de fin de semana en su yate, era capaz de criticarlo jovialmente. «Tu joven genio», me dijo con un golpe rudo en las costillas, «debería cobrar comisión del Tío Sam. Creo que ha frustrado más tratos de los que ha salvado.» Pero a mí aquello no me preocupaba. Las astutas predicciones de Gordon acerca de cómo podía funcionar la mente del recaudador de hacienda en una situación determinada le habían convertido en uno de nuestros asociados indispensables.

Surgió una crisis sólo unos meses antes del año nuevo, año en el que, según lo acordado, Gordon sería nombrado socio. El señor Stairs, entrado en edad, dispéptico, obeso y progresivamente olvidadizo, había estado pasando gran parte del tiempo en Miami, donde había conocido a un hombre al que, en una carta a Gordon, había descrito como «un brujo de la contabilidad» y a quien, en un arrebato, había explicado sus finanzas personales. El hombre había sugerido la retención de un poder en un instrumento financiero importante y renovable que ahorraría a Stairs muchos impuestos, una opción a la que Gordon había conseguido que renunciase. Stairs había ordenado a su abogado en Miami, al que utilizaba para asuntos locales menores, que redactara aquel anexo y telefoneó a Gordon para anunciarle, orgulloso, que lo había firmado. Quería jactarse ante su consejero neoyorquino «sabelotodo» de que había encontrado a alguien más listo que él.

Gordon vino a mi oficina después de recibir la llamada. Pensé que le iba a dar un ataque.

—¡El viejo está loco! ¡La mera existencia de ese poder es suficiente para arruinar todo mi sistema testamentario! Es como el peso de la torre central en la catedral Beawais. Terminó derrumbándose, y ya no la reconstruyeron jamás.

Aquella referencia en aquel preciso momento me convenció, más que ninguna otra cosa, de que en el abogado había un artista. Le miré desconcertado.

—¿Y lo ha firmado de verdad?

—¡Sí! Le dije que tenía que romperlo inmediatamente, por supuesto. Y obviamente tengo que ir allí.

La señora Flax, la secretaria personal de Stairs, volvió a llamar a Gordon para decirle que el anciano se marchaba esa tarde de crucero y no podría verle hasta pasadas dos semanas; le aseguró, sin embargo, que se encargaría de que el trasgresor documento fuese destruido tan pronto como él volviese.

Stairs sufrió un grave ataque al corazón mientras estaba en el mar, y dos más después de su vuelta. El tercero resultó ser fatal. Su hijo mayor, James, que había volado a Miami para estar con su padre en los últimos momentos, informó a Gordon de que el peligroso anexo había sido destruido por su padre mientras todavía estaba en plena posesión de sus facultades, en presencia de un testigo.

Por desgracia, cuando Gordon bajó a Miami para colaborar en la autenticación del testamento y visitó al director del banco encargado de las cuentas de Stairs en Miami, se enteró de una cosa que le preocupó profundamente. El banquero era un individuo amable que, naturalmente, esperaba retener los negocios de Stairs, y en el curso de una comida los dos terminaron discutiendo acerca del poder destruido. Gordon observó cuán afortunado había resultado que el asunto se hubiese subsanado justo a tiempo. El banquero, que había bebido un par de cócteles mientras Gordon se tomaba una soda, parpadeaba maliciosamente.

—Que quede entre usted y yo: la suerte no tuvo nada que ver. James Stairs, el hijo de Hurbert, me dijo por teléfono que su padre había firmado un documento revocando el original que nosotros teníamos, y me pidió que le enviara aquel original para que pudieran destruirlo. Eso hice. Pero esto fue después de que el viejo estirase la pata.

—¿Y no le pidió que le dejara ver el documento de revocación antes de destruir el original?

De nuevo aquel guiño.

—Fui lo bastante delicado como para no pedirle a un cliente tan importante que me mostrase un documento que ni siquiera creo que exista. El viejo Stairs, por lo que había oído, ya estaba en coma cuando le sacaron del yate. No creo que se dedicara a revocar muchos poderes en el tiempo que le quedaba.

Afortunadamente —y tan afortunadamente—, Gordon no tomó ninguna decisión acerca de su descubrimiento hasta que volvió a la ciudad y tuvo la oportunidad de discutirlo conmigo.

—Le pedí a la señora Flax que me describiese lo que había sucedido. Me contó que el señor Stairs había revocado el anexo original firmado rompiéndolo en su presencia y en la de su hijo. Al parecer, ella ni siquiera sabía que James Stairs le había dicho al banco que su padre había firmado primero un instrumento revocando el anexo. ¡Ni siquiera se habían preocupado de que las dos historias coincidieran! Y cuando yo le señalé la discrepancia, ella me miró como diciendo: ¿qué persigue usted? ¿No quiere Jason, Fairfax & Richards participar en una herencia de quinientos millones de dólares?

—¿Y no respondiste a la pregunta implícita?

—No dije nada. Simplemente me fui. Y aquí estoy.

—Bien.

En la pausa que siguió, Gordon sometió a su padre y socio —¿o debería decir a su socio y padre?— a una larga y burlona mirada.

—¡Lo tomo como que queremos participar en la herencia!

—¿Y por qué no deberíamos hacerlo?

—Pero ¿a qué precio? ¿Cuál es nuestro deber principal?

—¿Con quién?

—Bueno, digamos que con la ley, para empezar. Con nuestra profesión. ¿Debo permanecer en silencio mientras se perpetra un fraude a Hacienda?

—¿Un fraude?

—Sí, un fraude. ¿No te resulta obvio que la existencia de un importante documento financiero en el momento del fallecimiento no será declarada a las autoridades tributarias?

—¿Cómo sabías que existía en el momento de su muerte?

—¡Oh, papá, ya has oído lo que he dicho!

—Sí, es una deducción posible. Pero no está demostrado. Tú no sabes si Stairs salió del coma. Tú no sabes que él no firmase la revocación.

—Entonces ¿por qué no me la enseñaron?

—Porque quizá creyeran que el tema había quedado totalmente cerrado. Podrían haber roto la revocación y el anexo original. Podrían haber pensado que no era asunto tuyo. ¡Y no lo es, en absoluto!

—Padre, ¿cómo puedes decir eso?

—¡Lo digo en serio, hijo! No es asunto de un abogado ir hurgando en el despacho de un cliente y mirar debajo de las alfombras para ver si puede encontrar un crimen o un delito. ¿Quién te crees que eres? ¿Un inspector de Hacienda? Me pregunto si una revelación de lo que sospechas a un auditor no podría ser razón para la expulsión del Colegio de Abogados.

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