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Authors: Louis Auchincloss

La educación de Oscar Fairfax (21 page)

Le comenté esto a su madre, pero ella sólo encontraba mejoras en su cambio.

—Lo que usted tomaba como un signo de integridad era solamente mala educación. Los principios de Max siguen siendo tan firmes como lo eran antes. Se ha refinado, eso es todo, y hubiera sido un zoquete si no lo hubiera hecho, con las maravillosas oportunidades que usted le ha dado.

Cuando le pregunté por la chica de la biblioteca, dio un bufido.

—¿Cómo iba a volver con ella después de haber tocado el cielo? La chica de los Pierce al menos hizo eso por él. Aunque ella no le quisiera de verdad, le enseñó lo que puede ser el amor. No iba a volver de nuevo a la señorita Ratoncita.

—¿Y cómo se lo tomó la señorita Ratoncita? ¿Se le partió el corazón?

—Oh, un poco. Y fue lo suficientemente bruta como para demostrarlo; lo llamó, llorosa: «¿Ya no voy a volver a verte, Maxy?». Las tontas como ella se merecen lo que tienen. Dejan mal a nuestro sexo. Podría haber conseguido a Max de nuevo si hubiese jugado bien sus cartas. Pero las madres no enseñan a sus hijas nada hoy en día. ¡En este caso, gracias a Dios!

Preferí no preguntarle a Helen qué es lo que le habría enseñado a una hija si la hubiera tenido.

El éxito de Max continuó imbatible en la Facultad de Derecho de Yale, de cuyo periódico se convirtió en director. Yo esperaba, por supuesto, que entrase en mi empresa después de licenciarse, pero no estaba seguro de que hubiese abandonado su temprana decisión de ejercer en su estado natal. Nunca me lo dijo y yo nunca se lo pregunté. Pero cuando en el otoño del último curso resultó esencial discutir el asunto, tuve la impresión de que ya no se oponía a comenzar su carrera en la «gran ciudad». El tema surgió cuando fui a sus habitaciones a tomar algo tras un partido de fútbol en New Haven. Pero volvió a hacer gala del tono irónico del pasado.

—Me doy cuenta, señor Fairfax, de que para pagarle los favores a mi munífico benefactor tendré que pasar un tiempo en la sombra, en las mazmorras de su bufete. Pero no para siempre, espero. ¿Esto no es
Doctor Fausto
, verdad?

Su sonrisa era jovial, pero no me gustaba.

—¿Qué quieres decir con eso? —le pregunté bruscamente.

—Bien, ¿no es usted el Mefistófeles de Jason, Fairfax & Richards? ¿No me ha colmado usted de todos los placeres terrenales durante los últimos seis años para llevarse mi alma a su ardiente infierno?

Yo gruñí.

—Podría haber tenido una docena de abogados tan buenos como tú a cambio de nada. Se ponen a la cola cada primavera, rogando que los incineremos.

—Sí, pero usted me quería a mí ¿no? Y me pregunto por qué.

—No le preguntes a tus amigos sus razones. Podrían dártelas. Pero es cierto que creo que un aprendizaje en mi empresa sería la mejor preparación posible para lo que desees hacer más tarde, se trate de lo que se trate: la política, la banca, la judicatura o incluso la enseñanza.

—Pero usted está seguro de que cuando haya entrado en el bufete, me quedaré. Piensa que el trabajo me absorberá demasiado, que entraré en la carrera por la admisión como socio. Y cuando la haya ganado, en otra, todavía más desesperada, por convertirme en socio principal.

Me cubrí los ojos con las manos cerradas, como si estuviese siguiendo una carrera de caballos a través de los anteojos:

—¡Vamos, Griswold! ¡Date prisa! ¡Corre, Griswold! ¡Lo logró! —y bajé las manos—. ¿Es así como me ves?

La risa de Max, todavía tan alegre, tenía sin embargo una nota de tristeza.

—Oh, sí, veo que, desde la cuadra, me conduce a través de la rugiente multitud. Usted me advirtió hace años, por supuesto. ¿Así es como se divertía, no es cierto? Siempre ha jugado limpio. Ahora no se enfrenta más que a la natural mezquindad de un protegido que quiere atribuir sus errores a su benefactor y su éxito exclusivamente a él mismo. Sé muy bien que solicitar una entrevista en Jason Fairfax ha sido mi propia decisión.

—Entonces ¿la has solicitado?

—Ya tengo una cita. Sin siquiera mencionar su nombre.

—¡Bien! Entonces no tendré que mencionar el tuyo. Mefisto puede regresar al Hades con su contrato sin firmar. ¿Nos tomamos otro trago de ese bourbon?

La vida de Varina, sin embargo, había tomado un rumbo de lo más desagradable. Como señora Lewis, el poder que había querido ejercer en su nueva familia brillaba por su ausencia. Su suegro no había mostrado inclinación alguna por ceder ni la más mínima parte del control de su cadena de periódicos. De hecho, las manifiestas ambiciones de su progresista nuera quizá desempeñaran un papel destacado en aquel cambio de opinión: había abandonado la idea de una jubilación inminente.

Y lo peor de todo, se quejaba Varina, indignada, era que su esposo, lejos de hacer gala de la independencia respecto de su progenitor de la que tanto había alardeado durante su noviazgo, ahora se le aparecía como el miembro más sumiso de una familia sumisa.

—Todo fue una actuación, tío Oscar. Vio todas las cosas que yo quería y dio por sentado que no eran más que los sueños de una estúpida recién salida de la adolescencia, que se pasarían con el primer niño. Bien, si eso es lo que él cree, el primer niño tardará mucho en llegar. Estoy comenzando a sospechar que lo único en lo que cree es en mantener la fortuna familiar intacta. Ahora habla de esta fortuna como si fuera una empresa sagrada. Toda esa cháchara acerca de construir un mundo mejor y una América más justa era sólo un escaparate con el que impresionarme. La chaqueta atrevida que un hombre sólo se pone cuando es joven porque más adelante —y eso lo sabe todo el mundo, ¿no es cierto?— se volverá tan soso como su odioso padre.

La peor parte de todo esto, reflexioné con tristeza, era que no había ni una pizca de amor en su tono. Lo que parecía preocuparle más no era que Ted hubiese dejado de ser el hombre al que amaba, sino que hubiese dejado de ser el hombre al que necesitaba para impulsar su propia carrera. ¿El asunto con Max la había precipitado a un matrimonio prematuro? ¿No habría podido explorar la verdadera naturaleza de su ni profundo ni sutil cónyuge con unos meses más de cortejo?

***

Pearl Harbor hizo que la Marina alejara a Max del bufete (donde había estado trabajando durante un año) y a Ted Lewis de sus periódicos. Max se convirtió en oficial de un destructor en el Atlántico, y el marido de Varina, en oficial de inteligencia de un portaviones en el Pacífico. Varina trabajaba en el Comité para Oficiales en Nueva York, del que yo era presidente, donde cosechó tantos éxitos como cabría esperar. Mi alegría, sin embargo, se vio empañada por el rumor de que estaba teniendo una aventura con un comandante de la Marina Real con destino en el Atlántico. No me lo contó, ni se lo pregunté. Mi falta de simpatía por la decepción confesa que se había llevado con su marido nos había separado un poco, y ahora la brecha se había agrandado. Que engañara a su esposo mientras él estaba destacado en el extranjero me disgustaba profundamente.

Pero la siguiente prueba a la que me sometió fue considerablemente más dura. El oficial británico resultó ser sólo un paréntesis, un breve primer capítulo en el ejercicio de su recién descubierta independencia. Max solía hospedarse en mi casa en las raras ocasiones en las que su barco fondeaba en Nueva York. En una de esas ocasiones se tropezó con Varina, que había venido a entregarme unos informes del comité que yo presidía. Tras el impacto, algo incómodo, de encontrarse con su antiguo amor y de comprobar lo contenta que parecía de verle, Max, balbuceante, la invitó a salir con él por la ciudad aquella noche, una expedición en la que yo obviamente no estaba incluido. No regresó hasta las cuatro de la madrugada, tan sólo dos horas antes de volver al barco. Permaneció mudo respecto a lo que había ocurrido o dejado de ocurrir, y a mí sólo me quedó esperar que no volvieran a verse durante un buen tiempo; y si no volvían a verse nunca más, tanto mejor. Estaba equivocado. Dos meses después, cuando Varina se tomó una semana libre, descubrí que se había ido a Charleston, donde el barco de Max estaba en dique seco para algunas reparaciones. Ella, que antaño había sido la presa, se convertía en cazadora.

¡Todo era sencillísimo, banal, incluso! El muchacho de provincias, hosco e incoherente en su primer amor se había transformado ahora en el frío y apuesto oficial de la Marina al que su destreza en el manejo del choque de su barco con un submarino le había valido una condecoración. Cuando Varina volvió a la ciudad y me invitó a comer en uno de los restaurantes franceses más caros, me preparé para lo peor.

El primer sorbo del cóctel la llevó derecha al asunto. Dejando la copa en la mesa e inclinándose hacia delante con un candor encantador pero nada espontáneo, iluminada por su sonrisa más seductora, me confesó —o al menos aparentó confesarme— que estaba perdidamente enamorada.

—Si Max estaba enamorado como un niño aquel verano en Bar Harbor, ahora soy yo la que está enamorada como una niña. ¿Y sabes una cosa, mi querido padrino? El amor de niños es el mejor.

—¿No eres ya bastante madura para un amor de adolescente?

—Tocada y hundida. Supongo que tenía que esperarlo. Lo que quiero decir es que para mí es el primer amor.

—¡Pobre Teddy! ¿Y con él, qué sentías?

—Ilusión. Pura y simple. Pero yo no tengo toda la culpa. En parte, fue culpa suya. Él aparentaba ser lo que no era. Era como si hubiera estado escondido debajo de la mesa tomando notas mientras tú y yo charlábamos acerca del tipo de hombre con el que me casaría. ¡Como si nosotros le hubiésemos dado las pistas de cómo pasar la prueba de candidato!

—¿Y qué esperaba él que hicieras cuando se le cayera la máscara? Debería de haber sabido que eso sucedería.

—¡Oh! Él pensaba que, para aquel entonces, ya me tendría asegurada. Yo sería una sometida ama de casa deslumbrada por sus proezas amatorias y con un niño para distraerme.

Yo suspiré.

—Bueno, es obvio que ni te ha sometido, ni te ha deslumbrado.

Me concentré en el menú, pero solamente para que me diese tiempo a pensar. Cuando ya habíamos pedido, volví a la carga:

—Bueno, ¿entonces cuáles son tus planes? Apuesto a que será el divorcio. ¿Se opondrá Teddy?

—No, si no reclamo pensión. No hay problema.

—¿No te hizo firmar un acuerdo prematrimonial?

Ella dudó.

—Sí.

—¿Y la cantidad que te correspondía era sustancial?

—Teniendo en cuenta la fortuna del viejo, no gran cosa.

—¿No deberías devolverle el dinero?

—Tío Oscar ¿estás loco? ¿Por qué iba a hacerlo?

—Porque has sido una mala esposa. Todo ese sinsentido acerca de que te defraudó. Él estaba muy enamorado e intentaba ser lo que tú querías que fuese. Si no pudo convencer a su padre no fue su culpa. Y cuando descubriste que no podías obtener de él todo lo que querías, rompiste la baraja. ¿No es así más o menos?

Varina se guardó bien de perder los nervios conmigo. Además, nunca perdía los nervios a menos que le resultase ventajoso hacerlo. Había conseguido transformar la frialdad básica de su naturaleza —que ella, muy inteligente, nunca exhibía ante las personas sentimentales— en parte de su encanto. Era absolutamente consciente de que yo era todavía un factor importante en la vida de Max —cuán importante, ella eso no lo sabía a ciencia cierta— y no iba a arriesgarse a perturbar sus probablemente exagerados sentimientos de lealtad y gratitud.

—Llevas algo de razón, tío Oscar, aunque te muestras demasiado duro. Pero deja que te haga una pregunta. ¿No desempeñaste tú un papel importante en convertirme en lo que soy? ¿No me indicaste el camino para casarme con un gran hombre? ¿Y no levantaste y educaste a ese hombre y lo colocaste en frente de mis narices? ¡Sé justo ahora! ¿No me advertiste de que hasta que las mujeres ocuparan su propio lugar en este mundo de hombres, deberían usar las armas que tienen? ¿Y cuáles eran esas armas, sino el sexo y el matrimonio?

—Puede que haya utilizado semejante argumento —repliqué acaloradamente—. ¡Pero nunca sugerí que el sexo pudiese ser utilizado sin sentimiento, o que se debiera contraer un matrimonio sin amor! Te estaba aconsejando para que sacaras el mejor partido de tu vida. En todos los sentidos.

—Me enseñaste a nadar y guardar la ropa. Eso es lo que hiciste. Bueno, pues eso es lo que estoy haciendo ahora. Que cometiera un error no quiere decir que tenga que pagarlo el resto de mi vida. Amo a Max, y él me ama, y vamos a ser una pareja fantástica. Y tú lo habrás provocado, tío Oscar. ¡Será tu triunfo!

—¡Un triunfo construido sobre el adulterio y un hogar destrozado!

Pero Varina simplemente movió despacio la cabeza, con una pequeña sonrisa fija que parecía relegarme a un asilo.

—Ésas no son palabras que tengan mucho sentido en un mundo en guerra. Tenemos que vivir de las migajas que podamos recoger.

—Tendré que rebuscar a ver si queda alguna para mí —Miré fríamente el
prosciutto
que el camarero me había colocado delante—. No esperes que baile el día de tu boda.

Tomó esto como un propósito de tregua y entonces procedió a contarme, con tranquila lucidez, sus planes para casarse en el próximo permiso de Max y conseguir un apartamento en Washington en cuanto lo trasladaran, como cabía esperar tras haber pasado dos años en el mar, a un puesto en tierra en el Ministerio de la Marina.

Las cosas salieron como deseaban, y Max y Varina se casaron en Nueva York en una ceremonia civil en un juzgado al que no fui invitado. Varina no se había tomado en serio mi petición de quedar al margen, pero Max lo hizo tras recibir una nota que, en mi amargura, no pude resistirme a enviarle:

«¡Te hago llegar las felicitaciones que le corresponden al hombre que por fin ha visto cumplida su ambición de follarse a Bar Harbor!».

***

Mi odiosa nota produjo el efecto de cambiar mi relación con Max para siempre. Me equivoqué al enviarla, por supuesto. ¿Quién era yo para creer que podía guardar a Max Griswold en un jarrón de cristal? Varina no había tenido escrúpulos con su esposo, pero ¿y él? ¿los había tenido? ¿Acaso no peligraba aquel matrimonio antes de su aventura con Varina? Lo que creo que realmente me importaba era mi sospecha de que Max no se enfrentaba con lo que estaba haciendo, de que se estaba ocultando a sí mismo un cambio fundamental en su lealtad a los cánones idealistas de su juventud, de que estaba corriendo un velo sobre lo que, en un primer momento, Varina había simbolizado para él. Ahora todo era amor, amor, amor y no quería que le recordasen que la sirena ante la que había sucumbido tan alegremente, deliberadamente, incluso, era la sirena de aquel viejo mundo que un día despreció.

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