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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

La danza de los muertos (12 page)

Llamó a la casa de Murduc y sintió que las vigas podridas temblaban bajo sus enguantados nudillos. «Una ráfaga fuerte de viento arrancaría de cuajo todo el edificio», se dijo. Oyó unos pies que se arrastraban.

—¿Quién vive? —preguntó el hombre.

—¿Quién, sino tu amo? —respondió Lond sonriendo para sí mismo.

Varios cerrojos fueron descorridos y, por fin, Murduc asomó con cautela, iluminado por la linterna que sujetaba en la mugrienta mano. Le dedicó una sonrisa desdentada y abrió la puerta al único visitante que frecuentaba su hogar.

—¡Mi amo! ¡Mi amo! —exclamó entusiasmado, con su aguda voz—. ¡Entrad enseguida! ¿En qué puede serviros vuestro humilde siervo?

—Buenas noches, Murduc.

Nada más entrar, Lond paseó su aguda vista por el lugar sin un interés definido, y Murduc dejó la lámpara sobre la inestable mesa y se apresuró a cerrar todos los cerrojos otra vez.

El hombrecillo no se molestaba en limpiar su cuchitril y las hierbas, tanto las aromáticas como las tóxicas, se apilaban en montones desparramados por todos los rincones o colgaban, puestas a secar, de las vigas de madera. El camastro, un amasijo de harapos sucios, ocupaba una esquina; en ese momento, una rata salió presurosa de debajo de un montón de hierbas y se escondió en un gran agujero de la pared.

—Necesito gran cantidad de los ingredientes habituales… y ten mucho cuidado de no confundirlos como la última vez.

En la ocasión anterior en que el hechicero había recurrido a sus servicios, el demente senil cometió el error de confundir un afrodisíaco con un veneno mortal, y Lond terminó con un cadáver en vez de con una amante apasionada, lo que lo irritó sobremanera.

Murduc se encogió al recordar el fallo. La ira de Lond era temible, y no deseaba provocarla de nuevo.

—Sí, mi amo —respondió, con la cabeza respetuosamente inclinada—. No volverá a suceder, os lo aseguro.

Empezó a trajinar por el cuarto como una escuálida araña, recogiendo varias hierbas y guardándolas en pequeños sacos. En las cuatro paredes había estanterías repletas de frascos, algunos totalmente cubiertos de polvo, y Lond procedió a quedarse con los que le parecía bien, previa comprobación de la etiqueta escrita con letras groseras; de vez en cuando, abría uno para examinar y olisquear el contenido.

Por fin, Murduc se dirigió a él sonriente.

—Aquí está todo, amo. ¿Os lo pongo en una bolsa?

—Sí, así lo llevaré mejor —respondió el hechicero sin prestar atención, al tiempo que cogía varios frascos y botellas más de un estante.

—¡Oh, señor! ¡Prácticamente me habéis vaciado la tienda! —exclamó el viejo con alegría, mirando los envases que Lond tenía en las manos. Una vez guardados también éstos en la bolsa, Lond sacó diez monedas de oro del bolsillo lateral y se las entregó al fabricante de pociones, que las recibió con los ojos desorbitados—. ¡Mi amo! —musitó—. ¡Ya no tendré que vender nada más! —Recogió el oro con manos temblorosas.

—Bien cierto es, Murduc, bien cierto. Adiós.

Salió de allí como una sombra, cerró la puerta tras de sí y se dirigió a la taberna El Ratón y el Gato.

En el interior del establecimiento había varios hombres de rostros ceñudos y llenos de cicatrices sentados a una mesa, y la tenue luz puso sus desagradables rasgos en relieve cuando se volvieron a mirar al intruso; inmediatamente desviaron los ojos al comprobar de quién se trataba.

—El fabricante de pócimas tiene diez monedas de oro entre sus manos en estos mismos momentos —anunció Lond—. Matadlo, incendiad su mísera vivienda y el dinero es vuestro.

Apenas se había alejado cinco pasos cuando oyó que la puerta se abría de golpe. Diez minutos después, la noche se tiñó de tonos anaranjados y unas espirales de humo comenzaron a ascender hacia el cielo encapotado. Lond sonrió para sí; iba a dejar Souragne y ya no necesitaba al viejo para nada.

Se detuvo a unos metros de la entrada de la ciudad y sacó un ágata del bolsillo; se retiró la capucha y musitó un encantamiento mientras se frotaba suavemente la gema sobre los párpados. Cuando los abrió de nuevo, tenía las mismas facultades de visión que las criaturas nocturnas. Guardó la piedra en su sitio y se cubrió la cabeza una vez más.

Siguió caminando por la calle principal, llamada Tristepaso, hacia un lugar muy poco frecuentado durante el día y evitado después de la caída del sol: el cementerio.

Una ligera neblina flotaba unos centímetros sobre el suelo del desatendido sendero de gravilla, que crujía bajo sus pies; la luz de la luna iluminaba la escena, jugueteaba entre las ramas de los robles, álamos y cedros y se derramaba sobre los panteones de piedra imprimiendo una atmósfera fantasmal al entorno. Souragne era una tierra muy porosa, incluso a tanta distancia de los marjales, y los cadáveres no podían recibir sepultura en el suelo pues los enterradores encontraban agua a un metro de profundidad, por lo que hasta los ladrones y asesinos se pudrían en grandes sepulcros de obra, en vez de descomponerse en la tierra.

Lond se dirigió a la verja de la entrada, pronunció unas breves y bruscas palabras e hizo unos movimientos ondulantes con las manos. La cadena enroscada en los barrotes de hierro se deslizó como una serpiente y cayó al suelo con un ruido seco; las puertas chirriaron a un toque del hechicero y le franquearon la entrada.

Él hombre del embozo negro avanzó con seguridad por el camposanto y se dirigió sin dilación hacia una tumba desnuda alejada de la entrada, pasando de largo la última morada de guerreros, aristócratas y nuevos ricos. La húmeda neblina caracoleaba en torno a sus rodillas, pero no le prestó la menor atención. Nada podía hacer daño a Lond en aquel cementerio.

Llegó a la tumba que quería, llamada «Reposo de Canallas», donde eran sepultados sin ceremonias los muertos desconocidos. El hechicero rebuscó otra vez en sus bolsillos y sacó un cordón de cuero; comenzó a entonar una letanía mientras hacía un lazo con el cordón y arrojó éste a la losa que tapaba el sepulcro. Elevó las manos, y la colosal piedra comenzó a levitar entre sacudidas hasta quedar flotando en el aire a unos dos metros de la tumba.

Un hedor insoportable salió del interior; lejos de sentirse afectado, Lond sonrió y se asomó a la oscuridad. Sobre los numerosos huesos que llenaban la fosa común yacía un cadáver relativamente fresco. Se acercó más y volvió a sonreír al reconocer los rasgos del muerto.

—Bien, amigo mío —le dijo—, eres exactamente lo que buscaba. Me atrevería a asegurar que vas a impresionar a nuestro amigo el capitán hasta lo indecible.

Se quitó el guante izquierdo y lo colocó con cuidado en la pared de la tumba; después se arrolló la manga hasta el codo, sacó un puñal, cuya hoja bien afilada destelló a la luz de la luna, y lo clavó en su propio antebrazo al mismo tiempo que ahogaba un grito de gozo y dolor.

SIETE

Larissa se encontraba sola en la cubierta principal de
La Demoiselle
. La niebla se espesaba alrededor del barco por tres costados, pero ante sus ojos se abría amenazadora la extensión gris verdosa del pantano y el agua de color chocolate. Se quedó embelesada mirando el agua y una sonrisa asomó a su rostro; se sentía llena de fuerza, y su cuerpo comenzó a moverse al son de una música interior.

Mientras bailaba, recreándose en esa seguridad recién adquirida, algo perturbó la quietud de las aguas limosas girando como un torbellino, hasta que, poco a poco, un monstruo culebreante emergió de las profundidades. Larissa no se asustó, como tampoco la inquietaban ya las brumas y los marjales, aunque sí se sorprendió al escuchar la amable voz de Fando en boca de la serpiente. No comprendía las confusas palabras, pero el tono era tan gentil y cuitado que las escuchó con atención.

En medio de su monólogo, la criatura comenzó a sangrar; su escamoso cuerpo se cubrió espontáneamente de numerosas heridas por las que manaban hilillos rojos, y la sangre alcanzó el vestido y el blanco cabello de la muchacha.

La paz sobrenatural que antes había sentido saltó en pedazos. Lanzó un grito, pero el ser continuó hablando, y entonces comprendió que la gran culebra no estaba viva, que se trataba del cadáver de un ser parecido a una serpiente. De pronto, ya no hablaba con la voz de Fando sino con la de Dumont. El ser no muerto se deslizó hacia ella; Larissa intentó huir pero los pies no le obedecían.

Había oído historias de serpientes que hipnotizaban a sus víctimas y comprendió que estaba atrapada; intuía que si lograba moverse, o bailar, se libraría, pero ya era tarde, muy tarde…

Un golpe seco en la puerta la despertó, y se sentó en la cama de un brinco, completamente desorientada.

—¿S… sí? —contestó con voz entrecortada.

—¿Piensas quedarte en la cama todo el día? —inquirió Casilda.

Era una afortunada interrupción de lo cotidiano, tras el sueño y los enmarañados acontecimientos de la víspera; así pues, Larissa se apresuró a abrir la puerta a su amiga.

—¿Me oíste anoche? ¡Ay dioses! Bramaba como una vaca camino del matadero… —Se detuvo de pronto al ver el pálido rostro de su compañera—. ¿Qué te pasa?

—Nada —aseguró Larissa—. Es que no he dormido bien. —Al ver que Casilda la miraba con escepticismo, Larissa le apretó el brazo para reforzar sus palabras—. De verdad.

—¡Pobre Larissa! Este sitio no te gusta nada, ¿verdad? —Cas abrazó a su amiga movida por un impulso—. Vamos, seguro que un buen desayuno te sienta bien.

La mente de Larissa discurrió con velocidad. Era muy probable que se encontrase a Dumont en el comedor a la hora del desayuno; sabía que sería imposible evitar a su protector durante mucho tiempo en un recinto cerrado como
La Demoiselle
, pero, después de lo que había sucedido la noche anterior, prefería posponerlo cuanto fuera posible.

—No; voy a ir a trabajar primero. —Esa idea calmó sus ánimos; sí, lo que necesitaba era bailar.

Sin la magia de Gelaar, el escenario era un mero suelo de tablones desnudos; las sillas estaban recogidas y amontonadas en el fondo para que los actores dispusieran de todo el escenario y los bailarines ocuparan el patio de butacas durante las horas de ensayo. Entró sonriente en el salón, ataviada con la ropa de trabajo —una camisa de algodón, corta y sin mangas—, y comenzó a calentar los músculos, todavía entumecidos por el sueño, a base de suaves estiramientos.

Un silbido de lobo le hizo levantar los ojos, con la esperanza de que no se tratara de Dumont; por suerte, era Sardan, y lo miró ceñuda.

—Si piensas quedarte de mirón mientras trabajo, podrías al menos tocar un poco.

—Encantado de servir a una dama tan espléndida —repuso Sardan con una galante inclinación.

—Guárdatelas para los clientes que pagan —le espetó ella, pero una sonrisa asomaba a sus labios. Después de salir huyendo de manos de Dumont, los requiebros atrevidos, aunque inocentes, de Sardan, resultaban refrescantes.

Comenzó a puntear sobre su inseparable mandolina, con la cabeza ladeada para escuchar el tono, y procedió a tensar las cuerdas. Larissa suspiró en su fuero interno; cuando se trataba de música, Sardan era un perfeccionista, aunque sólo se tratara de un ensayo. Por fin, el bardo levantó la mirada y asintió con la cabeza, satisfecho con la afinación del instrumento.

—¿Qué canción quieres? preguntó, mientras rasgueaba con aire ausente.

—«Y así mana el amor» —respondió, refiriéndose al último tema de la Dama del Mar, donde renunciaba a Florian. Sardan comenzó a tocar.

Larissa estaba cada vez más insatisfecha con la coreografía de ese baile; cuanto mayor se hacía y más representaba, tanto más exigente se mostraba con su arte. Había llegado el momento de intentar cambiar algunos pasos del número final, y comenzó a evolucionar. Describió unos movimientos con los dedos en el aire y sintió los pies tan ligeros como la espuma de las olas del océano; entrecerró los ojos y dejó que su cuerpo se expresara con libertad.

«A pesar de lo malvada que es la Dama del Mar, merece un poco de compasión —pensaba, mientras con los dedos hacía el gesto del rodar de lágrimas por las mejillas—. Pura frialdad y falta de sentimientos, hasta que ese marinero se cuela en su corazón. —Sus pies acariciaban los tablones del escenario con ritmo y ligereza; mientras, envolviéndose el cuerpo con sus largos brazos, avanzaba y retrocedía con la angustia del personaje—. Y ahora tiene que dejar que se marche, que regrese al mundo de aire y sol, que vuelva con la mujer a la que ama».

Sentía el pecho oprimido por la emoción, y sus movimientos comenzaron a adquirir potencia sin perder gracilidad. Había olvidado los tablones de madera que pisaba y las gotas de sudor que le perlaban el arrebolado rostro; la blanca melena flotaba en libertad y le daba la sensación de estar sumergida en el agua. Respiraba sin notar el aire que entraba en sus pulmones, y bailaba sin saber qué pasos ejecutaba.

Sin embargo, notaba que crecía, como si al moverse llenara hasta el último resquicio de la sala, que de pronto resultaba pequeña. El calor le inundaba el cuerpo, y el movimiento fluía por sí solo, sin esfuerzo ni constreñimiento; saltaba y giraba por el escenario completamente sumida en el olvido, rendida al fuego interior, a la potencia que de repente aumentaba con ella y…

—¡Larissa!

Sintió una dolorosa presión en las muñecas y sus evoluciones, su movimiento increíble y salvaje, se detuvieron en seco. Abrió los ojos pero no veía contra qué obstáculo se debatía y se oyó lanzar un grito, un chillido cortante y agudo. Le impedían
bailar
y se moriría si no bailaba…

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