—Jack
el Hermoso
ha avistado tierra —le confió Ojos de Dragón, concentrado en el fragmento de madera que estaba tallando—, por el lado de babor. Si te interesa, echa un vistazo y a ver qué opinas.
Casilda se detuvo. Larissa se enfadaría con ella si no la despertaba por una cosa tan importante. Exhaló un suspiro, dio media vuelta en dirección al camarote de su amiga y llamó a la puerta de la bailarina.
—¡Larissa! ¡Despierta!
—¿Qué hora es, Cas? —preguntó la joven tras proferir una maldición.
—Hace poco que ha amanecido. Ojos de Dragón dice que hay tierra un poco más adelante. ¿No quieres venir a mirar? —Casilda se restregó los ojos, cargados de sueño; al no oír nada más en el interior del camarote, volvió a golpear la puerta sin clemencia. Larissa profirió otra blasfemia, un hábito que había adquirido tras ocho años de convivencia en
La Demoiselle du Musarde
, y Casilda estalló en carcajadas—. ¡Vamos, dormilona!
Unos segundos después, la puerta se abrió y apareció Larissa, con los ojos semicerrados y la ropa —una amplia camisa roja y unos pantalones negros— puesta encima de cualquier manera. Dio unos cuantos taconazos para terminar de calzarse las botas de cuero e intentó abrocharse torpemente el cinturón, demasiado ancho para su reducido talle; su espesa mata de pelo estaba en absoluto desorden y llevaba en la mano un cepillo; Casilda pensó por un momento que iba a utilizarlo contra ella.
—Más vale que sea cierto —murmuró Larissa.
Se dirigieron juntas a proa; la promesa de encontrar tierra firme y poner fin a una travesía tan horrible se sobrepuso al temor persistente de lo que podría ocultarse en las nieblas. Por primera vez, las dos jóvenes se percataron de que el espeluznante coro de aullidos y gemidos sonaba distante y sofocado, menos perceptible que el suave crujido de la tablazón del navío y el rítmico gorgoteo de la enorme rueda. Se asomaron por la barandilla y escudriñaron el aire gris en busca de un punto por donde las opresivas brumas comenzaran a aclararse.
Era una madrugada húmeda y helada; la niebla empapaba el blanco cabello de Larissa y se entrelazaba en él como los dedos de un ahogado. Inconscientemente, la joven se pasó una mano por la enredada mata como para asegurarse de que se le había cubierto de simple rocío, no de otra sustancia menos limpia. Empezó a cepillarse la melena al tiempo que escrutaba la niebla con el entrecejo fruncido por la concentración.
—Déjame a mí. Es imposible que deshagas tantos nudos tú sola —se ofreció Casilda, extendiendo la mano para que le diera el cepillo; no había motivo para que las dos forzaran la vista tratando de vislumbrar algo a través de la bruma.
—Gracias —respondió Larissa, al tiempo que le pasaba el cepillo y se colocaba de manera que pudiera desenredarle los blancos bucles—. ¿Qué tal progresa esa aria que tanto te preocupa?
Casilda tiraba del pelo con fuerza. Larissa se quejó por los poco cariñosos cuidados que le prodigaba su amiga, y ésta torció el gesto por la pregunta.
—Nada bien —le confió—. Esa última nota aguda me aterroriza; sé que llego, pero me pongo nerviosa y pierdo la confianza en mí misma. Es que, claro, Liza tenía una voz…
Se detuvo, consternada por el recuerdo y siguió cepillando con un vigor innecesario.
Larissa no le pidió que continuara. Se quedaron las dos en silencio, recordando la vitalidad de la soprano; sólo el rítmico grito del marino de la yola rompía la quietud con su «¡Nooo haaaay fooondooo!». Una nota de esfuerzo en la clara voz del hombre revelaba el temor de trabajar a ciegas en medio de la niebla.
Por fin Casilda terminó de peinar a su amiga y acarició la suave cabellera con envidia antes de proceder a recogérsela con la cinta que tenía atada al mango del cepillo. De pronto, Larissa se separó con brusquedad, y a Casilda se le cayeron la cinta y el cepillo al suelo.
—¡Allí! —chilló, asomándose más a la barandilla y señalando emocionada con un dedo—. ¡Se está despejando por allí!
Larissa saltó al último escalón y se inclinó hacia afuera; el viento que se había levantado de repente le agitó los cabellos. Casilda se agachó a recoger el cepillo y el lazo.
El viaje a través de la niebla trastocaba a Larissa más de lo que estaba dispuesta a admitir; su activa imaginación poblaba las brumas de tantos horrores como gritos y gruñidos diferentes percibía, y ni siquiera la danza había logrado aliviar por completo la tensión que le creaban. Sin embargo, con la costa al alcance de la vista, tenía que admitir que la desesperada huida de Dumont hacia lo desconocido tal vez no terminara en fracaso.
Quizá los cuentos sobre los peligros que acechaban en la frontera de las brumas no fueran más que eso: simples cuentos, leyendas. Sí, eso parecía, si no hubiera sido por los extraños gritos. La niebla empezaba a aclararse, y la joven distinguió en lontananza el perfil extenso y oscuro de una tierra montañosa.
Casilda se acercó temblorosa a su amiga. De improviso hacía mucho frío en cubierta y la niebla resultaba más pegajosa de lo normal. La cantante lanzó una ojeada al punto en el que Larissa había localizado tierra, y ésta percibió el temblor de su compañera.
—Cas… —la interpeló, preocupada, pero Casilda no respondió y siguió mirando la oscura forma lejana.
Continuaba pareciendo terreno rocoso pero, de súbito, la sirena de la cabina del piloto dio un fuerte silbido que heló la sangre en las venas a todos. El sonido se repitió dos veces más, y Casilda y Larissa se miraron horrorizadas; igual que el resto de los pasajeros de
La Demoiselle
, sabían muy bien lo que significaban tres silbidos: peligro a proa.
Mientras observaban, la colina se movió y empezó a avanzar hacia ellos con un propósito firme y escalofriante.
Casilda reculó con tanta brusquedad que estuvo a punto de perder el equilibrio y dio varios traspiés sobre los tablones de cubierta hasta que logró detenerse en la barandilla, a la cual se aferró como si se tratara de un arma o de un escudo.
—¡Un kraken! —exclamó, con los ojos desorbitados, poseída de un terror animal.
El grito tuvo su eco entre el resto de la tripulación, que se precipitó en busca de los arpones ordenados en cubierta. Casilda, trastornada de horror, comenzó a jadear más y más deprisa. Larissa intentaba apartarla de la barandilla pero su compañera se aferraba con tozudez.
—¡Míralo, Larissa! ¡Míralo! —balbucía, presa de una crisis nerviosa—. ¡Es algo enorme, gigantesco, como un monte por lo menos!
—¡Vamos, Casilda! ¡Vamos! —La bailarina la asió por la cintura y tiró con todas sus fuerzas, pero Casilda permanecía anclada en el mismo sitio, mirando sin pestañear a la montaña viva que se acercaba a la nave.
Ya no se oía la áspera voz del hombre que sondaba el agua; Larissa y Casilda oyeron cómo se convertía en un chillido desgarrado.
—¡Izadme! —gritaba el infortunado—. ¡Ya viene! ¡Por favor, izadme…!
Se produjo un chapoteo en el agua y después nada más.
Un tentáculo palpitante surgió de la niebla y tanteó la cubierta; se retorcía como un gusano gigante, palpando y salpicando cerca de los pies de Larissa. Se cerró sobre una silla, abandonada allí en tiempos más halagüeños, la deshizo en el abrazo y se llevó los restos, que desaparecieron en la devoradora blancura.
Casilda emitió un sonido agudo, estremecedor y puro que recordó a Larissa las cualidades musicales de su amiga. Llena de desesperación la bailarina golpeó a Casilda en las muñecas y logró que soltara la barandilla con un gemido. La tomó entonces por una mano y la arrastró lejos del peligro.
—¡Vámonos!
Corrieron juntas hasta el pie de la escalera, a resguardarse en el teatro, en las entrañas de la nave. Casilda volaba escaleras abajo con gran estrépito y Larissa se dispuso a seguirla, pero el kraken no tenía la menor intención de perder un bocado tan tierno.
Larissa se quedó sin respiración cuando un tentáculo mucilaginoso le rozó los músculos de la pierna; con el corazón desbocado, saltó hacia adelante antes de que el horrendo ser la atrapara. El agua que goteaba del brazo de la criatura hacia resbaladizo el suelo, y la muchacha perdió el equilibrio y cayó; con una mano se agarró al balaustre de madera antes de rodar por la escalera.
El tentáculo gomoso rastreó con estruendo el suelo de la cubierta buscando a tientas a la chica. Larissa descendió a trompicones por la escalera que chorreaba agua, con el kraken siguiéndola de cerca. Alcanzó el corredor siguiente y se abalanzó sobre los arpones; levantó uno, apuntó contra el brazo y dejó caer la pesada arma, que se clavó en la palpitante carne gris y la fijó a las maderas del suelo.
La criatura aulló de dolor; con un viraje portentoso, se desprendió del suelo y retiró el miembro herido llevándose el arma consigo. Sin pensarlo, Larissa salió en pos del atacante que desaparecía y aferró el extremo del arpón con las dos manos; para su desconcierto, no logró desprenderlo del tentáculo y, por un terrorífico instante, creyó que el kraken iba a arrastrarla a las profundidades insondables de las aguas.
En ese momento, unas manos fuertes la agarraron y la alejaron de la barandilla.
Larissa seguía aferrada al arpón, hasta que consiguió desclavarlo. El tentáculo desapareció en la niebla, pero aún tuvo tiempo de ver que había quedado ileso. Miró hacia atrás para ver quién la había salvado y se encontró con el rostro furioso de su protector.
Antes de que cualquiera de los dos hablara, cuatro marineros pasaron corriendo, armados con arpones, con un gesto de determinación en el rostro. Parecían haberse recuperado del temor inicial y juraban con ánimos renovados mientras se precipitaban a enfrentarse al kraken. Dumont abrió la escotilla del salón del teatro, empujó a Larissa al interior y cerró.
Larissa siguió el enfrentamiento por el cristal de la puerta, ardiendo en deseos de colaborar en algo. A unos pocos metros, un tentáculo se cerró en torno a un desventurado grumete y lo alzó en el aire. El brazo gris apretó, y se produjo un estallido que Larissa oyó a pesar de hallarse en el interior de la nave. El marinero dejó de debatirse y se desplomó sin vida en la cubierta, derribando a otros dos hombres en su caída.
Una silueta pequeña y ligera se apresuró a unirse a la batalla. Larissa levantó las cejas asombrada. ¿Qué pensaría Gelaar que podría hacer contra el kraken? ¡No era más que un ilusionista! Vio que el elfo pronunciaba un encantamiento al tiempo que movía los delgados brazos, con los ojos cerrados para concentrarse.
El espantoso kraken desapareció al punto, y en su lugar quedó una forma nebulosa ligeramente más oscura que el resto.
—Era una ilusión —respiró aliviada—. ¡No era más que una ilusión!
Sin embargo, la mancha oscura de niebla no acababa de disiparse. El kraken era sólo un truco, utilizado para disfrazar la verdadera naturaleza del atacante.
Dumont alejó a Gelaar de la entidad y silbó unas cuantas notas claras y penetrantes que se alzaron sobre el fragor de la batalla. Una ola inmensa se formó detrás de
La Demoiselle
. La muralla de agua no se abatió sobre el barco, como había temido Larissa, sino que azotó a la criatura de niebla. La criatura, sorprendida, se disolvió por completo y quedó confundida con la masa gris, fantástica pero inocua. Tras unos instantes de expectación, y al ver que no sucedía nada más, la tripulación estalló en vítores con gran alivio.
Larissa, más animada también, abrió la escotilla y salió a la cubierta; alguien la asió con fuerza por el brazo. Era Dumont, con el rostro ensombrecido por la ira.
—¡Así te pierdas en el fondo del Mar de los Lamentos, niña! —le espetó furibundo, lleno de temor y aprensión—. Te he dicho muchas veces lo que tenías que hacer en caso de alarma a bordo ¿no? ¿No? —La sacudió del brazo para enfatizar sus palabras, y la muchacha se encogió de dolor.
—Sí, tío, pero es que no me dio tiempo a bajar, y de pronto encontré el arpón…
—¡No me contestes! —Aflojó un poco el apretón y la miró ceñudo—. Sin embargo sí que tuviste tiempo para obligar a Casiopea a bajar.
—Casilda —lo corrigió.
—¡No me interrumpas! —bramó de nuevo. Larissa bajó la mirada pero una sonrisita le asomó por la comisura de los labios. La tripulación se amedrentaba ante los estallidos de cólera del capitán, pero ella sabía que tío Raoul jamás le pondría la mano encima—. Bien, pues —prosiguió Dumont en un tono más suave—. Habrías podido salir herida de gravedad, pequeña, y sabes que no lo habría soportado, de modo que la próxima vez limítate a poner tu linda personita a salvo en el interior del barco; ya se ocuparán los marineros de enfrentarse a lo que sea necesario, ¿estamos?
—Sí, capitán. Perdón, señor.
Le tomó la barbilla con la mano, fuerte y morena, y le levantó la cabeza.
—Además —añadió en son de broma, con una sonrisa que iluminó sus atractivas facciones—, ¿quién haría la Dama del Mar? Nadie más que tú tiene el cabello como la espuma marina.
Larissa sonrió a su vez, y Dumont aspiró con fuerza. ¡Dioses! ¡La pequeña había crecido en verdad! Y ahora era una verdadera belleza. Perdido un momento en la hermosura de su protegida, el capitán se quedó mirando con fijeza sus azules ojos.
—¿Ya se ha ido, capitán?
El joven marinero que había osado interrumpir estaba atento a su comandante. Dumont recordó con brusquedad el horror de la niebla, que aparentemente se había replegado, pero que sin duda estaba tomando forma para un segundo asalto. Sin una palabra más, dejó a Larissa y bajó al interior. Unos momentos después,
La Demoiselle
se lanzaba adelante a toda velocidad.
Para deleite de Larissa, el verdadero paisaje comenzó a perfilarse en el horizonte. Ojos de Dragón estaba en lo cierto: habían avistado tierra, y el riesgo que Dumont había asumido había merecido la pena.
Se apoyó en un montón de cuerdas, procurando no interferir en el trajinar de la tripulación, para contemplar cómo emergía el nuevo territorio. Parecía un país bastante llano, y, a medida que se acercaban, iba percatándose de las verdaderas dimensiones de la ciudad ribereña. El extenso puerto cobijaba varios botes pequeños y algunos bajeles de mayor envergadura; había unos cuantos faenando más cerca del barco de vapor que de la ribera.
Vio a unos marineros y los saludó amistosamente; la arribada de
La Demoiselle
solía convertirse en un momento alegre, y el grito de «¡Barco de vapor a la vista!» precedía siempre las maniobras de atraque. No obstante, en esa ocasión, nadie aguardaba la llegada del magnífico barco-teatro y, a juzgar por la expresión asustada y recelosa de las caras que se volvían hacia la joven, la arribada de
La Demoiselle du Musarde
no parecía agradar a nadie. La sonrisa se borró de su rostro cuando vio que los balandros se apresuraban a girar las velas para alejarse de ellos.