—Es evidente que no le gustan las serpientes, Kaedrin —dijo la Doncella con suavidad. El guardabosque asintió y volvió a meter la serpiente en la camisa.
—Lo siento —se disculpó Larissa, roja de vergüenza—. Es que…
—No es necesario —la interrumpió Kaedrin—. La próxima vez que venga dejaré a algunos de mis amigos en casa, ¿de acuerdo? —Le dedicó una cálida sonrisa—. Tenemos que marcharnos; Deniri y yo vamos de caza, Larissa, y te traeremos alguna pieza, porque la Doncella no puede hacer aparecer un buen asado de conejo. —Se volvió sin añadir nada más, y él y el atractivo visón se alejaron tomados de la mano hacia la canoa.
—Ahora que conozco a Orejasluengas no sé si seré capaz de comer conejo asado —comentó la joven a la Doncella.
—La vida y la muerte forman parte del ciclo natural. Orejasluengas no se enfadará porque te procures sustento con los de su especie; pero la matanza gratuita, de la que nadie se beneficia, es otra cuestión, una verdadera violación del equilibrio.
Larissa terminó de comer tumbada y en silencio, contemplando el cielo azul. Después de un rato, que se le hizo corto, la Doncella se acercó a ella.
—Vamos, Larissa. El fuego es la próxima lección.
La bailarina rezongó, pero se sentó.
La siguiente partida de rastreo regresó también con las manos vacías, y Dumont comenzó a preocuparse seriamente por el paradero de su protegida. Lond no le prestaba ayuda; se había encerrado en su camarote y no podía, o no quería, localizar a Larissa por medio de la magia.
Dumont juró para sus adentros y tomó un trago de whisky. Siempre había sido aficionado a la bebida, pero últimamente, el cálido abotargamiento en que lo sumía lo ayudaba a soportar los remordimientos que habían comenzado a asaltarlo desde la desaparición de Larissa.
Dejaba divagar la mente tendido en la cama, con uno de sus atezados brazos bajo la cabeza y el otro jugueteando con la botella sobre el pecho. Por primera vez desde que se había fijado en Larissa, se preguntaba si la joven no habría sido más feliz con su padre.
Su padre; Dumont había reparado en él tan pronto como subió a bordo de
La Demoiselle
aquella noche…
Aubrey Helson, flaco y ojeroso, tenía el aire inconfundible del hombre hostigado por sus propios demonios; estaba delgado hasta la demacración, tenía barba de tres días y parpadeaba sin parar mientras hablaba. Era evidente que su vestuario había sido elegante en algún tiempo, y que su fortuna debía de estar en quiebra irremisible desde hacía unos años.
Dumont no tuvo que insistir mucho para incitarlo a jugar una partida de «caballeros y damas». En el salón, rodeado por el lujo del bronce batido, la madera pulida y las ventanas con cristales emplomados, cada cual pidió una bebida y un puñado de fichas. Tras jugar unas pocas manos, Dumont captó enseguida la obsesión crucial de su oponente; se dejó ganar en las dos primeras y observó con satisfacción el placer que le causaba a Helson ver crecer su montón de fichas.
Sin embargo, todavía le temblaban las manos al sujetar las cartas, y vaciaba las copas deprisa y a menudo. «Así es que —se dijo Dumont— el juego y la bebida son sus demonios». El capitán sacó una carta, la miró sin cambiar de expresión y la mezcló con las suyas.
—Papá —intervino Larissa discretamente rodeando a su padre por los hombros con su delgado brazo—, ¿puedo ir a bailar afuera? Me he cansado de estar sentada.
Helson hizo un esfuerzo por apartar de las cartas los ojos inyectados en sangre y miró a su hija; una sonrisa le cruzó el rostro y lo rejuveneció muchos años.
—Bien, veamos qué opina el capitán.
Miró a Dumont por encima de la mesa, y el aire furtivo volvió a asentarse en sus rasgos.
—No faltaría más —replicó, alegremente, Dumont—. Después me gustaría ver qué tal lo haces, querida, si me lo permites. Debes saber que hay cosas peores en la vida que convertirse en bailarina de un barco-teatro.
Los azules ojos de Larissa se iluminaron, y ella sonrió ruborizada. «¡Qué niña tan extraordinaria! ¡Qué linda es! —exclamó Dumont para sí—. ¡Y ese cabello largo y blanco… es singular de verdad!».
—Gracias, capitán Dumont. Procuraré no molestar a nadie —dijo la pequeña con buenos modales, y se apresuró a salir.
—Ganas otra vez, amigo mío —dijo Dumont con un suspiro fingido al tiempo que mostraba las cartas—. Seguramente, esa preciosa criatura es la Dama Fortuna disfrazada de hija.
—Es mi mayor fortuna desde el día en que nació —repuso Helson con ternura, sin dejar de mirarla cariñosamente.
Dumont alcanzó el mazo de cartas con ademán brusco y comenzó a barajarlas con dedos expertos.
—¿Otra mano? —preguntó sin inmutarse.
—¡Sí, claro! —exclamó Helson con los ojos demasiado brillantes.
Dumont asintió para sí mismo. «Ha llegado el momento de rematarlo».
Repartió las cartas mientras hacía un comentario jocoso para distraer al jugador, que de esa forma no se fijó en los delicados movimientos de los dedos del capitán. Dumont tenía las cartas marcadas con un encantamiento mediante el cual las reconocía al tacto; recogió las suyas y las examinó.
El juego de «caballeros y damas» consistía en reunir el mayor número posible de cartas de damas, con preferencia las que tenían mayor puntuación. Sólo dos le sonreían desde los naipes, y ninguna de ellas era poderosa.
Se concentró y las restregó ligeramente con el pulgar, las caras temblaron y se transformaron, una en la dama del mar, otra en la reina de las estrellas, una tercera en hija de la tierra y la cuarta en la Doncella del fuego. Dejó una, la menos valiosa, sin cambiar, el vigilante de corazones, y se quedó con el atractivo señor del río.
Sabía que Helson sólo tenía una carta fuerte, la dama oscura, y que las demás eran cartas irrelevantes de cada palo; reprimió una sonrisa.
Pasó una hora. Helson sacaba cartas buenas, pero no tanto como para superar las trampas mágicas de Dumont. Cada vez se ponía más pálido y, cuando Dumont enseñó su juego y el jugador mostró su pobre mano, prácticamente no tenía color alguno en las mejillas.
Dumont alargó la mano con languidez hacia las desparramadas fichas del contrario, las miró y levantó una ceja.
—Creo que no es suficiente para cubrir todo lo que me debes —comentó.
—No tengo más dinero aquí —musitó el desgraciado; iba agachando la cabeza más y más hasta que la hundió entre las manos temblorosas.
—Es una verdadera lástima —prosiguió Dumont con tono malicioso y triunfante—, aunque tendrías que haberlo pensado antes de empezar a jugar.
—He tenido una buena racha… —Aubrey Helson dejó la frase sin terminar.
—Parece que ya se ha terminado —replicó Dumont, como un tigre hambriento—. Te dejo un momento para que pienses cómo me vas a pagar. En cuanto se te ocurra algo, díselo a mi amigo Ojos de Dragón, que está ahí mismo.
Señaló hacia el semielfo. El segundo de a bordo levantó la vista al oír su nombre, captó la expresión de Dumont y asintió con toda discreción antes de volver a concentrarse en la talla; la navaja despidió un reflejo que hizo encogerse a Helson.
El aire nocturno era fresco y limpio y el cielo estaba repleto de estrellas. Sin embargo, al salir, descubrió que no necesitaba acudir a los cielos para admirar la belleza etérea.
La cubierta estaba tranquila, pues casi todos los clientes se hallaban en el teatro asistiendo a la representación o jugaban en el salón como Helson. La niña del cabello blanco danzaba sola, al son de un ritmo que sólo ella oía y exclusivamente por propio placer. El cabello, que antes llevaba recogido en una cola de caballo, flotaba suelto a su alrededor como una nube inundada de luz de luna.
Los crudos haces anaranjados de las linternas restaban esplendor a la escena, sin menoscabo del arte de la pequeña Larissa Helson, que parecía un ser salvaje y visionario balanceándose, saltando o girando con la gracia e imprevisibilidad de una pluma zarandeada por una brisa juguetona.
Dumont la contemplaba entusiasmado. Dentro de pocos años, los hombres pagarían mucho por ver bailar a aquella criatura, la personificación misma de la Dama del Mar con su mata blanca al viento. Tan pronto como esa niña llena de gracia quedara asociada a
La Demoiselle du Musarde
, la fama de Dumont estaría asegurada. Volvió pensativo al interior.
La expresión vapuleada de Helson no había cambiado. Dumont se sentó en una silla enfrente del derrotado jugador y aguardó a que éste levantara la vista.
—Tu hija es un lujo —le espetó sin preámbulos—. Me gustaría que se quedara en el barco y formara parte del coro. Mentiría si dijera que no le veo posibilidades de representar un primer papel dentro de unos pocos años. Aquí recibirá buen trato y no le faltará nada.
El escaso color que quedaba en las amarillentas mejillas de Helson desapareció por completo.
—No —logró articular tras abrir y cerrar la boca varias veces—. Ella es lo único que me queda… No.
—No la retengas para ti —arguyó Dumont—. ¿No viste cómo se le iluminó la cara cuando le hablé de bailar con nosotros? Ha nacido para los escenarios, hombre; salta a la vista.
—No. —Helson subrayó la negación con la cabeza—. Encontraré otra forma de saldar la deuda. Dame un par de días más, por piedad…
Los verdes ojos de Dumont escrutaron los azules de Helson, que desbordaban dolor.
—Muy bien —consintió al fin—, pero la niña se queda aquí hasta que regreses, como garantía.
Pareció que Helson iba a protestar, pero, antes de que sus sentimientos cuajaran en palabras, Ojos de Dragón se inmiscuyó.
—Ya has oído al capitán, amigo —le dijo en tono amable y suave, apoyando una mano en el hombro del jugador—. Creo que ya es hora de que te vayas a casa.
Con la otra mano, Ojos de Dragón sacó la navaja con la que trabajaba la madera; no se la puso a Helson en la garganta, pero dejó claras sus intenciones. El hombre se quedó aturdido un momento, y después levantó la mirada, cargada de sufrimiento, hacia Dumont.
—¿Puedo despedirme de ella?
—No; no puedo permitirlo. Que Ojos de Dragón te acompañe a tierra —contestó, recostado en la silla mientras llenaba la pipa en actitud displicente.
A una seña del capitán, el segundo de a bordo deslizó la mano bajo el brazo del jugador y lo obligó a levantarse. Helson se volvió a mirarlo.
—Estaré aquí mañana. Voy a vender unas cuantas cosas. Dile a Larissa que volveré en cuanto pueda, que no se preocupe.
—Por supuesto —aseguró Dumont con dulzura.
El capitán chasqueó los dedos, y Helson se quedó sin respiración al ver cómo encendía la pipa con la llama azul que le brotó del índice.
—Mañana por la mañana estoy aquí —reiteró Helson—, díselo.
Dumont no contestó, y el hombre y Ojos de Dragón se alejaron. El capitán se levantó tan pronto como desaparecieron y se dirigió a la cubierta a contemplar a la niña bailarina. El semielfo volvió unos momentos después.
—Ya se han encargado de él —comunicó en voz baja.
—Excelente —replicó Dumont tras dar una chupada a la pipa.
—Una bailarina nueva, ¿eh, Raoul? —comentó Ojos de Dragón al ver lo que observaba su amigo.
—¿Qué te parece prepararla para el papel de Dama del Mar?
—Perfecto —confirmó.
—¿Qué has hecho con él? —inquirió Dumont sin dejar de contemplar a Larissa.
—En Arkandale abundan los lobos hambrientos —respondió con una fría sonrisa—. Lo he dejado en el lindero del bosque; por la mañana no será más que un esqueleto mondo.
—¡Chico listo, Ojos de Dragón, chico listo! —aprobó Dumont—. Aguarda media hora y después saca al condenado zorro. Vamos a hacerle papilla las patas; quiero estar fuera de aquí al amanecer.
—Sí, Raoul. —Ojos de Dragón desapareció discretamente, y Dumont salió a la cubierta—. ¿Larissa?
—¿Sí, capitán? —La niña dejó de bailar y lo miró con inocencia.
Dumont dudó un momento. Una expresión de condolencia cambió su rostro, y apoyó una mano protectora en el hombro de la pequeña.
—Querida, tengo que darte muy malas noticias.
Una llamada brusca en la puerta despertó a Dumont de su ensoñación y lo devolvió al presente. Se levantó con parsimonia, se tambaleó hasta la puerta, la abrió y se asomó.
Fando lo saludó con gallardía.
—Buenas tardes, capitán. ¿Qué os parecería si saliera a explorar en busca de la señorita Bucles de Nieve con una yola? Conozco bien el pantano, señor; no pretendo ofender a mis compañeros, señor, pero… puede que entorpeciesen mi labor.
Dumont se agarró con fuerza al pomo de la puerta para no caer. Respiró hondo y pidió que se le aclarara la visión, pero fue en vano.
—Es peligroso salir solo al pantano, ¿no? —Al menos la voz era firme.
—No cuando se ha crecido ahí, señor —repuso Fando con una sonrisa.
—¡Ah, sí! ¡Es cierto! Sí, me parece una buena idea. ¿Cuánto tiempo crees que tardarás?
—Pues… —Fando lo pensó mordiéndose el labio inferior—, creo que estaré de vuelta por la mañana; si el barco continúa navegando, lo alcanzaré río abajo.
—Bien; nos veremos por la mañana. ¡Ah, Fernando!
—¿Sí, señor?
—¿Qué te dice el término mata-blanca? —preguntó; un músculo de la mejilla se le movió.
—Nada, señor —contestó el joven, con la misma expresión de antes—. ¿Por qué?
Dumont sacudió la cabeza y se estremeció por el dolor repentino que le causó el movimiento.
—No, no; por nada. Unas tonterías que me contaba Lond, nada más. Adelante con tu tarea, muchacho.
—Sí, señor.
Dumont cerró la puerta y se quedó un momento apoyado en ella; la habitación daba vueltas. Poco a poco, se acercó a la cama y, en cuanto logró echarse, unos golpes apremiantes sonaron otra vez.
—¡Maldita sea tu madre! ¡Entra! —gritó.
Lond se precipitó en el camarote y cerró de un portazo. A Dumont se le encogió el estómago; cada vez se sentía más incómodo en presencia de su presunto aliado.
—¡El chico del pantano está subiéndose a una yola! —anunció Lond—. ¡Detenedlo inmediatamente!
—Yo le he dado permiso. Conoce los marjales y va a buscar a Larissa. —Miró a Lond con los párpados entornados—. Y en cuanto a esas historias inverosímiles que me habéis contado, Lond, no creo ni una sola palabra. Fernando me ha dicho que no sabe lo que es una mata-blanca, y debería saberlo, ¿no?
—Capitán Dumont —dijo en tono falsamente aterciopelado, dominando la cólera que lo saturaba—, sois el cretino más grande con quien he tenido la desgracia de tropezar en toda mi vida. ¡Es lógico que mienta con respecto a la mata-blanca! ¡Es lógico que quiera salir a explorar solo en medio de un peligroso pantano! ¡Es de los suyos, y va a avisar a Larissa!