Yelusa levantó la vista al fin, pero sus grandes ojos redondos se clavaron, duros, en él.
—Cualquier cosa es preferible a la esclavitud,
feu follet
—le espetó—. Sería capaz de espiar a cualquiera, de hacer cualquier cosa por volver a volar en libertad.
—Ya has gozado de toda la libertad que tenías —repuso él con tristeza—. Dumont jamás te soltará.
—Ahí es donde te equivocas —replicó la mujer entrecerrando los ojos—. Me ha dicho que me dejará marchar esta noche, ¿no es así, capitán? —Se giró hacia Dumont con una sonrisa afectada, en busca de confirmación a sus palabras, pero Dumont no respondió y la sonrisa de Yelusa desapareció—. ¿Capitán?
Dumont suspiró y se restregó los enrojecidos ojos.
—Quemé tu pluma hace mucho tiempo, niña lechuza.
Yelusa, horrorizada, abrió los ojos de par en par; ahora estaría condenada a regresar eternamente al lugar donde aquella valiosa parte de su cuerpo había sido destruida. Abrió la boca sin emitir ningún sonido, y luego un alarido espeluznante escapó de su garganta. Cargó contra el capitán con los dedos por delante, hacia los ojos; la imagen de la menuda muchacha atacando al fornido capitán habría resultado cómica de no haber sido un gesto tan vano como desesperado. Dumont la detuvo por las muñecas casi con aburrimiento.
—Lond, ordenad a ese montón de carne podrida que se lleve a la chica abajo, y que la amordace antes.
Ojos de Dragón tapó la boca a Yelusa con una mano; ella se resistió, pero era muy poca cosa ante la fuerza del muerto viviente. Fando vio que la mano del semielfo taponaba también la nariz de la muchacha y que la furia de ésta se transformaba en horror porque no podía respirar. Pataleó, le clavó las uñas con energías renovadas y puso los ojos en blanco como una demente.
—¡Se está asfixiando! —gritó Fando—. Dumont…
Dumont también lo veía.
—¡Por todos los demonios, Lond! ¿Es que no podéis hacer que…?
Se oyó un crujido estremecedor; Ojos de Dragón acababa de romper el frágil cuello de Yelusa. La muchacha dejó de debatirse, y Fando se estremeció de compasión.
—Déjala aquí —ordenó Lond—. Nunca he convertido en muerto viviente a una criatura no humana; será un experimento interesante.
Ojos de Dragón soltó el cuerpo, que cayó pesadamente al suelo. Dumont estaba conmovido aunque no quisiera admitirlo, y se quedó mirando el cadáver de la muchacha.
—Sois un condenado y cruel hijo de perra, Lond —le dijo, casi como si se tratara de una conversación normal.
—Gracias por el cumplido. —Lond rió bajo la capucha y volvió la atención hacia el prisionero vivo—. Ya lo ves, Fernando, anoche te vigilaban. Sabemos lo que ocurrió y conocemos tu identidad. Desgraciadamente, el tiempo apremia; por lo tanto… bienvenido a las filas de mi ejército.
Se levantó y vertió una pequeña cantidad de polvos de un frasco negro en la palma de la mano. Fando lo miró aterrorizado.
—¡No! —gritó y se arrojó hacia la puerta.
Lond hizo un rápido movimiento en zigzag con la mano libre, y Fando dio un traspié como si hubiera tropezado con una cuerda invisible. Ojos de Dragón lo detuvo por un brazo y, agarrándolo por el pelo, le levantó la cara hacia Lond.
El hechicero le echó los polvos de un soplido y el
feu follet
tosió angustiado, tratando de limpiarse los pulmones, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas por el escozor. Los polvos grises se le pegaban a la garganta y le atascaban los bronquios; arañándose la cara, se desplomó al suelo.
La mente se le pobló de sensaciones tan intensas que le hacían daño, y hasta el aire de la habitación le pesaba como el plomo sobre la cara; también los tablones del suelo parecían martillearle la espalda, y los colores lo asaltaban con una violencia casi física. Luego comenzó a perder la visión, los colores se fundieron en una bruma gris y por fin todo quedó negro. Un entumecimiento frío se apoderó de sus miembros, y apenas se dio cuenta de que dejaba de respirar.
De repente, el abotargamiento desapareció, y Fando comenzó a respirar entrecortadamente, como un recién nacido que aspira ansioso el primer aliento. Abrió los ojos con un gran esfuerzo; el cuerpo aún le dolía por los intentos de respirar con normalidad. Se limpió las lágrimas de los ojos y miró a Lond con fijeza. El hechicero estaba helado por la sorpresa.
—No —musitó con su áspera voz—. No…, no es posible. —Lond profirió una blasfemia y, defraudado por el fracaso, propinó un golpe bestial a Fando en la cara. El
bocoru
de la negra capa se sobrepuso a sus emociones y se dejó caer en el horrendo asiento retorciéndose las manos. Luego, poco a poco, como para sí mismo, comenzó a reírse—. Ojos de Dragón, ve a buscar a nuestro amiguito el conejo.
Un horror mortal se apoderó del
feu follet
, y, unos minutos más tarde, Ojos de Dragón regresó arrastrando por el cuello a Panzón, que, entre sofocos y estremecimientos, venía dispuesto a manifestar sus quejas hasta el final.
—¡Ay, Fando! ¡Te han cogido a ti también! —dijo con tristeza al ver a su compañero.
—¡Pero si lo conoces, Panzón! —comentó Lond.
El conejo levantó la vista hacia él y soltó un grito de espanto; se acuclilló temblando, con las largas orejas aplastadas sobre la sedosa cabeza.
—Sí, lo conozco —balbució—, y también te conozco a ti, Alondrin,
el Renegado
.
—Ojos de Dragón —ordenó Lond con calma—, ata la mano de Fando a la pata de Panzón.
El muerto viviente cumplió el mandato, y Fando cerró los ojos al intuir lo que iba a suceder.
—Conoces las iras que levantas si hieres a un
loah
, Alondrin —advirtió en tono grave, mientras el semielfo le envolvía una muñeca con un trozo de tela—. No sólo la de la Doncella. Recuerda que los
loah
están unidos a la tierra, y si hieres a la tierra…
—¡Deja de sermonearme como si fuera un novato! —lo recriminó—. El señor de los muertos vivientes tendrá que dar conmigo en primer lugar, ¿no te parece?
Ojos de Dragón apretó el nudo y se cuadró en espera de las órdenes de su amo, pero, al parecer, Lond quería reservarse la diversión para él solo. Retiró una vela roja de su sitio sobre un cráneo y, con la llama en la palma de la mano, se agachó al lado del aterrorizado conejo. Las facultades de empatia de Fando se multiplicaban al estar en contacto con Panzón, y comenzó a sentir todo el horror del
loah
, aunque apretaba los dientes para no mostrarlo. Sintió la malévola mirada de Lond fija en él y no apartó los ojos del suelo.
—No, a ti no te gusta mucho el fuego, ¿verdad, pobrecito Panzón? —murmuró Lond.
Panzón había reculado tanto que estaba ya incrustado en la puerta, con la pata derecha levantada y presionando la mano de Fando.
—N… no —tartamudeó.
Fando intentaba transmitirle pensamientos sedantes, pero no lograba penetrar con ellos el sólido muro de pavor que el fuego inspiraba en el corazón del conejo.
—Entonces —prosiguió Lond con el mismo tono falsamente suave—, creo que tampoco te va a gustar… ¡
esto
!
Sin previo aviso, la llama de la vela hizo explosión y creció hasta una altura de más de treinta centímetros. El fuego lamió la cara de Panzón, y el animal chilló de miedo y dolor. El olor a carne quemada se mezcló con el de putrefacción que apestaba el infernal camarote. Todo un lado de la cara de Panzón quedó chamuscado y negro, perdió un ojo y, por la cuenca abrasada, comenzó a brotar un líquido espeso que crepitaba al tocar la carne todavía ardiente.
Fando dejó escapar un grito; se había quedado sin un ojo, tenía la mejilla quemada y ennegrecida y un miedo cerval lo agarrotaba…
Las dos criaturas del pantano temblaban y gemían y se acercaban la una a la otra en busca de consuelo; las lágrimas caían a raudales por la cara del joven.
—Ahora,
feu follet
, me vas a decir lo que quiero saber. De lo contrario… —se encogió de hombros—, me gusta jugar con el fuego.
Unas voces tensas que discutían con estridencia despertaron a Larissa de un sueño maravilloso.
—¿Qué? —musitó soñolienta, y de pronto cayó en la cuenta de que estaba desnuda. Azorada, se puso la ropa que había dejado tirada al azar y se levantó lo suficiente como para ver quiénes eran los dos contendientes del combate verbal: Orejasluengas y la Doncella.
Estaban lejos del claro, cerca de la rápida corriente del río. La Doncella estaba enraizada en el lodoso suelo mientras el
loah
, sentado sobre las patas traseras, gesticulaba con las delanteras. Larissa se acercó a ellos peinándose con los dedos.
Orejasluengas calló al verla acercarse, y de pronto, sin más ni más, estalló iracundo.
—¡Tú eres la culpable! —le gritó furioso—. ¡Tú has hecho que se descuidara! ¡Ahora quién sabe lo que harán con él y con mi primo!
—¡Orejasluengas! —lo recriminó la Doncella, con un tono muy frío que Larissa no le había oído todavía—. No la culpes a ella; Fando actuó según su propio criterio, y se enfadaría contigo si te oyera en estos momentos.
—¿Qué le ha pasado a Fando? —preguntó Larissa, pálida como la cera.
La Doncella se acercó a la bailarina, se inclinó lentamente hacia ella y la besó en la mejilla con ternura.
—Lo han descubierto. Orejasluengas vio que se lo llevaban prisionero.
Los exangües labios de Larissa se movieron en silencio pronunciando el nombre de Fando. La joven cerró los ojos, inspiró hondo y a conciencia, y después habló con una voz muy tranquila que no parecía la suya.
—Entonces, ataquemos
La Demoiselle
.
—De acuerdo —asintió la Doncella—. Si descubren su verdadera naturaleza, pueden torturarlo de la manera más cruel y, aunque es muy valiente, dudo que pueda soportarlo mucho tiempo; enseguida se pondrán al corriente de nuestros planes. Esperaba poder prepararte un poco más, pero… —No completó la frase. Se levantó y tendió una mano hacia Larissa—. Vamos, tenemos que darnos prisa.
—¿Hacia el barco? —preguntó Larissa con resolución.
—No, todavía no; antes debemos pedir permiso para atacar a Dumont.
—¿Permiso? Creía que vos mandabais aquí. ¿Acaso no sois la Doncella del Pantano?
—Lo soy, en verdad, pero tengo poca influencia —repuso, con una sonrisa triste—. El verdadero dueño y señor de todo Souragne es otro; él ha permitido que Dumont navegue por sus dominios, y es él quien debe darnos permiso para atacar a su huésped. Si atacamos
La Demoiselle
sin su consentimiento, él nos atacará a nosotros, y, si eso sucede —añadió con sencillez—, nos destruirá. Mantengo una relación delicada con Misroi y no quiero provocar su ira. Por eso no quería tomar parte en el rescate, tal como Fando pretendía. Creí que el muchacho sería capaz de liberar a los nuestros por sus propios medios.
Larissa recordó las reticencias iniciales de la Doncella; sólo había accedido a enseñarle cuando ella misma se ofreció a combatir.
—Puede que por primera vez —prosiguió la Doncella— Misroi y yo nos encontremos en el mismo frente de batalla.
—¿Cómo? —logró pronunciar Larissa tras un parpadeo de intenso aturdimiento.
—Apresúrate; ve a bañarte, querida —la animó, con una sonrisa de comprensión por la perplejidad de su pupila—. Enseguida lo entenderás. —Su sonrisa desapareció y sus verdes ojos se llenaron de pesar—. Antes de lo que jamás hubiera deseado. —Larissa, obediente, se bañó y se vistió; se desenredó el pelo, todavía mojado, y comenzó a trenzárselo—. No —la detuvo su maestra apoyando la mano, leve como una pluma, en el hombro de la joven—. ¿Has olvidado lo que te he dicho? El pelo es parte de la danza; no lo sujetes.
—¿Tendré que utilizar la magia? —Esa idea la asustaba.
—Es posible —replicó.
La Doncella condujo a Larissa hacia el bote, un tronco de ciprés vaciado que se hundía bastante en el agua, y colocó las manos sobre la primitiva nave. Larissa vio cómo se fundían con la madera; después, la mujer-planta suspiró y recuperó las manos otra vez. Parecía cansada, y el verde de su piel y su cabello estaban más pálidos que de costumbre.
—Esta piragua te llevará a donde tienes que ir —comunicó a Larissa con voz frágil—. Te dejará cerca de Antón Misroi y después te devolverá aquí sana y salva.
—Doncella del Pantano, ¿es que no venís conmigo?
—No puedo salir de la isla; es el único lugar donde se me permite hundir las raíces. —Sonrió con desmayo—. Las otras tierras son… nocivas para mí. Es una de mis limitaciones. En cuanto a Misroi, a quien algunos llaman señor de los muertos, es el señor de los muertos vivientes. Lo único que puedo decirte es que es peligroso, temperamental e inteligente en grado sumo; por mucho que te lo imagines, siempre te sorprenderá. No lo subestimes, Larissa, y no te opongas a sus deseos, pues vence indefectiblemente en todas las batallas en que toma parte. Hija… —la miró con atención—, embarcas rumbo al peligro, pero todavía estás a tiempo de arrepentirte. Debes tomar la decisión por tu propia voluntad.
Larissa se humedeció los labios y los apretó con firme determinación.
—Amo a Fando, y lo han hecho prisionero. ¿Cómo podría negarme a hacer todo lo posible por devolverle la libertad?
—Parte, pues, valerosa muchacha —repuso la Doncella escrutándole los ojos—. Y no olvides que, sea quien sea Antón Misroi, tú eres una mata-blanca; que la conciencia de tu propio ser te infunda valor.
Se retiró, y Larissa descendió a la embarcación, que resultó muy estable. La Doncella la empujó hacia el centro de las aguas verdosas, por donde se deslizó con suavidad.
Larissa hizo un esfuerzo por relajarse, mientras la piragua avanzaba como si hubiera un remero a bordo. Descendieron unos metros por el río hasta que la embarcación viró bruscamente hacia la derecha y entró en un tramo oscuro y húmedo de los marjales sumido en la sombra de los cipreses. A lo lejos se oía el chirriar de los insectos, que era el único sonido, aparte del leve chapoteo de la piragua al cortar las aguas.
Cerró los ojos para «enraizarse» como le había enseñado su maestra. El hecho de ir al encuentro de una persona conocida como «señor de los muertos» le inspiraba temor —ya le había parecido horripilante tratar con muertos vivientes a bordo de
La Demoiselle
sin saber que lo eran—, pero abrigaba la esperanza de ser capaz de cerrar un trato con el que se decía señor de todos ellos.
Se levantó un viento frío que removió los olores del pantano, y Larissa hizo una mueca de fastidio. Empezó a llover, ligeramente al principio pero cada vez con más fuerza.