—¿Dijo cuándo volvería?
—No…, no se ha marchado, capitán —repuso temeroso—. Dijo que os esperaba en vuestro camarote. —El muchacho se estremeció—. No me gustó nada su aspecto, señor; iba completamente embozado y no logré verle la cara en ningún momento.
—Muy bien, Caleb —dijo Dumont con el entrecejo fruncido—. Iré enseguida a verlo.
Antes de acudir a hablar con el desconocido, Dumont fue a comprobar la evolución de Brynn con la esperanza de que el baño caliente y la buena cocina de Brock le hubieran devuelto la razón. Brynn guardaba informaciones importantes en aquellos sesos aterrorizados, y él quería conocerlas.
Se acercó presuroso al cuarto de baño y encontró a Ojos de Dragón apoyado contra la puerta, tallando una figura retorcida con alas de murciélago, y un montón de virutas a los pies.
—¿Algún contratiempo? —inquirió Dumont.
—Ninguno, señor —respondió Ojos de Dragón—. Hace unas horas vino Brock con una bandeja de comida y yo mismo se la llevé a Brynn; me pareció que se había tranquilizado, y me pidió papel, pluma y tinta.
—Qué extraño. Brynn es prácticamente analfabeto.
—Bueno, insistió tanto —replicó el semielfo con media sonrisa— que se lo di. Desde entonces no ha dicho nada más; creo que necesitaba un poco de intimidad.
—Sería mala suerte que se hubiera quedado dormido y se hubiera ahogado en la bañera. Bien, vamos a ver qué podemos sonsacarle ahora. —Llamó a la puerta—. Brynn, soy el capitán Dumont. He venido a ver cómo te encuentras. —No hubo respuesta.
Dumont hizo un gesto a Ojos de Dragón, y el semielfo guardó la inquietante figura en el bolsillo y se adelantó con la llave maestra. La puerta se abrió de par en par, y el capitán se asomó a la oscuridad.
El cuarto del baño era algo único en
La Demoiselle
. La mayoría de los trajes de
El placer del pirata
eran resistentes, pero había algunos artículos delicados del vestuario, casi todos pertenecientes al de Larissa y Casilda, que debían lavarse con cuidado a mano y en agua pura. Había dos bañeras, una para lavar y otra para aclarar, y ahí terminaba la decoración del cuarto; ni siquiera las paredes tenían una capa de pintura. El capitán se bañaba allí y a veces concedía el privilegio a algunos miembros de la compañía, mientras que la tripulación tenía que conformarse con un baño en el río.
Los trajes puestos a secar en las cuerdas del techo les rozaron la cara al entrar. Había algunas candelas, pero, al parecer, Brynn no se había dado cuenta de que se habían extinguido. Dumont silbó unas notas sencillas, y las llaves de Ojos de Dragón comenzaron a despedir una luminosidad azulada que alumbró la estancia. Los mágicos rayos revelaron una escena que provocó a Dumont una rabiosa frustración y una ligera náusea.
Brynn seguía en la bañera, pero no se había ahogado; el agua en la que flotaba su cuerpo, blanquecino como el de un pez, estaba teñida de rojo oscuro, y el cuchillo con que se había abierto las venas se encontraba en el suelo al pie de la bañera. Tenía una mano apoyada en el borde, y la muñeca cortada presentaba un pálido color gris rojizo.
El capitán se acercó y se quedó mirando el cadáver, con ojos acusadores, como si su disgusto fuera suficiente para volver a la vida el cuerpo desangrado.
—Esto es lo que quería escribir con tanta desesperación —dijo el semielfo, al tiempo que pasaba al capitán un papel estrujado.
Se trataba de un mensaje escrito con la caligrafía caótica e infantil de Brynn: «P
OR LAMOR DE LOS DIOSES QUEMAZ MI CUERPO
. N
O LO ENTERÉIS
». Dumont leyó la última voluntad del marinero y sacudió la cabeza. Por unos momentos se preguntó qué sería lo que tanto había aterrorizado a aquel hombre para llevarlo al suicidio.
—¡Ay, Brynn! ¡Nunca aprendiste a escribir bien! —Arrugó la nota con rabia—. ¿Por qué te has cortado las venas antes de contarme lo que viste en las ciénagas?
—Yo sé lo que hay allí —declaró una voz destemplada.
Sorprendido, el capitán dio media vuelta y vio una silueta de estatura media, delgada y embozada. El desconocido se había calado la capucha de modo que el rostro quedaba totalmente oculto; la capa era negra como el ébano, igual que los guantes con que se cubría las manos.
Ojos de Dragón ya había desenvainado el puñal y aguardaba tenso las órdenes del capitán. Dumont reconoció en el intruso al hombre descrito por el marinero de guardia.
—Sois Lond, supongo —dijo con frialdad; la única señal de su furia era el fuego que le bailaba en los ojos de jade.
—Tenéis una nave magnífica, capitán Dumont —comentó el extraño personaje tras saludar con una inclinación de cabeza—. Mis felicitaciones por ello.
—Debéis haberlo comprobado vos mismo, puesto que la habéis allanado y recorrido a vuestro antojo esta noche.
—He tenido que esperar muchas horas —replicó el hombre con un encogimiento de hombros; se adelantó sin titubeos y cerró la puerta a su espalda.
Dumont, que ya se había recobrado de la sorpresa inicial al encontrarse con la silenciosa y misteriosa aparición de Lond, hizo un gesto rápido con la muñeca derecha, y un puñal resbaló desde la manga hasta su mano.
—Protejo mi nave en extremo —dijo en tono de charla—. Algunos hombres han muerto por cometer infracciones más leves que el allanamiento.
Dumont no podía medir las reacciones de Lond a causa de la capucha, y la delgada silueta tampoco revelaba inquietud.
—No he venido a amenazaros ni a espiaros, capitán; sencillamente, tengo un negocio que proponeros y creo que será de vuestro completo agrado.
—Siempre estoy dispuesto a hablar de negocios —concedió Dumont—, pero prefiero conocer de antemano a mis futuros colaboradores.
Un temblor recorrió los hombros de Lond, y una especie de risa rasposa y gangosa salió de la oscuridad de la capucha. El capitán frunció el entrecejo.
—¡Ah, querido capitán Dumont! Deseáis que os presente mis credenciales, ¿no es así? Os demostraré de buen grado quién soy, pero tal vez deseéis despedir antes a vuestro compañero.
Dumont miró al semielfo, que no se había movido de su posición de alerta.
—Ojos de Dragón se queda.
—Lo que tengo que decir es exclusivamente para vos, capitán, no para la tripulación.
—Ojos de Dragón tiene toda mi confianza, y se queda —repitió. Ojos de Dragón movió una ceja de un modo peculiar, y el capitán hizo un leve gesto de asentimiento. Sin dejar de mirar a Lond con sus rasgados ojos el semielfo bajó el arma; Dumont también guardó la suya y extendió las manos—. Bien, hablemos.
—¿Aquí? —inquirió Lond, sorprendido.
—Aquí y ahora.
—Como deseéis. Estuve en la actuación de hoy en la plaza del mercado, y observé que tenéis un cuadro artístico de talento, tanto en el aspecto mágico como en el mundanal. Seguro que os ha costado muchos años reunir tanta calidad teatral y tanto dominio del arte arcana. Soy mago, igual que vos —prosiguió el misterioso encapuchado paseando por la estancia a medida que hablaba y rozando de vez en cuando la madera o los vestidos colgados con una mano enguantada—. Aprecio ambas cosas. Sin embargo, creo aventajaros en determinados aspectos, capitán; yo no tengo que soportar la carga de organizar un barco-espectáculo. Sé muchas cosas sobre Souragne, y esos conocimientos, sumados a mi dominio de la magia, podrían ser de gran utilidad para una persona como vos.
—¿A qué os referís con «una persona como yo»?
—Sois hechicero —repitió Lond en tono templado y moderador—, un entendido en materias superiores…, un coleccionista, digámoslo así, de objetos raros e interesantes. —Calló un momento para que sus palabras produjeran el efecto deseado.
—Seguid —dijo Dumont, imperturbable.
—Sé dónde se encuentran esas cosas que tanto os gustan, y sé cómo utilizarlas de la mejor forma posible. Podría dotaros de una tripulación dispuesta a trabajar con ahínco a cambio de muy poco gasto. Os ofrezco mis servicios, mis habilidades y mi sabiduría.
—Pero pedís algo a cambio, ¿no es así? —apuntó Dumont con un gesto de burla.
—Quiero salir de este húmedo agujero —anunció con voz fría y átona—. Vos partiréis de Souragne tarde o temprano, y quiero que me llevéis con vos. Aquí ya he aprendido todo lo que podía aprender; Souragne resulta pequeño para mis habilidades, y ansío ampliar conocimientos. Estoy seguro de que lo que os brindo vale por lo que os pido.
—No lo sé; no estoy dispuesto a hacer actos de fe por nadie, y menos aún por una persona que se acerca a mí sigilosamente, como vos. ¿Cómo podría saber que sois quien decís?
—Concededme la oportunidad de demostrároslo —replicó Lond tras una cruda carcajada. La figura embozada pasó ante Dumont y Ojos de Dragón rozándolos con la capa como si no estuvieran allí, y se quedó mirando el blanco cadáver de Brynn—. ¿Qué decía ese mensaje póstumo?
—Quería que lo quemásemos en vez de enterrarlo… —contestó Dumont, un tanto perplejo.
—Eso no va a ser posible aquí, porque no se hacen cremaciones.
—¿Por qué no?
—Una costumbre local —respondió Lond tras una pausa—. Los souragneses, como sin duda sabréis pronto, son muy supersticiosos, y creen que quemar a los muertos ofende a… los poderes superiores que gobiernan este lugar. —Se dirigió a Dumont con el rostro aún oculto—. Me ocuparé del cadáver. ¿Permitís que vacíe la bañera en primer lugar?
Cerca de la tina había un cubo, que se utilizaba para llenarla. Lond lo tomó con ambas manos, lo hundió en el agua teñida de rojo y recogió un poco de líquido; lo agitó ante sí un momento, como si escudriñara en las profundidades de color granate. Ojos de Dragón y Dumont intercambiaron una mirada pero no interrumpieron al hechicero. Después, para espanto de ambos, Lond levantó el cubo hasta la boca oculta y bebió un ruidoso trago.
Dumont y su amigo arremetieron a una contra él. El caldero salió volando por el aire y el fluido rojizo se derramó sobre los tablones del suelo.
—Sois el más infecto… —comenzó Dumont, pero las palabras se tornaron un grito de dolor cuando un frío gélido le paralizó las manos.
La sensación de congelación se le extendió por los brazos como si los hubiera hundido en un pozo de nieve. Oyó una exclamación entrecortada de Ojos de Dragón y supuso que también él sentía lo mismo. Dumont soltó al intruso y el calor fluyó de nuevo, dolorosamente, por sus manos. Lond se incorporó.
—¡Necios! —dijo enfadado—. ¡Esto forma parte de mis poderes! ¡Parecéis chiquillos atemorizados! ¿Queréis presenciar mi demostración, capitán Dumont, o vuestras débiles tripas no lograrán tolerarlo?
El insulto zahirió al capitán y aumentó su rabia.
—Me habéis tomado por sorpresa, eso es todo. He visto y he hecho cosas mucho peores… Los muertos, muertos son. Podéis hacer lo que queráis con Brynn; es todo vuestro, ahora que sé qué clase de magia utilizáis.
—Que vuestros hombres vacíen la bañera y que conserven el agua —replicó Lond, un tanto aplacado—. Después, amortajad el cadáver, y yo regresaré para mostraros mis poderes.
Sin una palabra más, Lond sacó otro cubo de agua ensangrentada y se marchó. Ojos de Dragón se tensó, dispuesto a saltar sobre él de nuevo, pero Dumont lo detuvo con una mano sobre el hombro y sacudió la cabeza.
—Déjalo que se vaya.
—Se lleva un cubo de sangre —arguyó.
—El joven Caleb ya conoce a Lond; no creo que abandone el puesto para interrogar al huésped sobre su partida.
—Creo que cometes un error. Ese hombre tiene algo que… No me fío de él, Raoul —manifestó el semielfo en tono ominoso.
—Yo tampoco, ni por un momento; pero quiero saber qué es eso tan importante que tiene que ofrecerme. Lo mantendremos vigilado, amigo mío. —Sonrió con frialdad—. Lo vigilaremos como una pareja de lobos en invierno.
Caleb se estremeció al ver a Lond pasar de largo, alcanzar la pasarela y bajar al muelle. Tal como Dumont había supuesto, el joven se alegró mucho de que aquella siniestra silueta se alejara y no sintió el menor deseo de ir a interrogarlo. La oscura forma desapareció enseguida en las tinieblas de la noche.
La plaza del mercado estaba silenciosa como un cementerio a esa hora de la noche; las antorchas se habían apagado ya y no volverían a encenderse hasta la tarde siguiente. Lond se encontraba ya a medio camino cuando oyó que los tambores reiniciaban su ritmo, como un apremiante acompañamiento al lejano rugido de la tormenta. Frunció el entrecejo bajo la capucha; conocía a las criaturas que habitaban los marjales de Souragne y no le complacía el interés que se tomaban por los extranjeros del barco.
Sus rápidos pasos enseguida lo llevaron al otro extremo de la plaza del mercado, la zona menos respetable de la ciudad, conocida por el nombre de «Traspuerto». Pocos se aventuraban a cruzarla, ni aun a la luz del día, sin un arma y la predisposición a utilizarla, y, durante las horas nocturnas, nadie pasaba por el Traspuerto en absoluto, a no ser que tuviera asuntos tan tenebrosos como los de los propios habitantes del barrio; ni siquiera los asesinos transitaban con seguridad bajo la amenaza de entidades más oscuras y mortales de lo que un alma pura pudiera concebir. El miedo, junto con su compañera la muerte, moraban en los bajos fondos del Traspuerto.
Lond conocía perfectamente aquella zona y su delgada silueta embozada era reconocida a su vez, y rehuida, por la mayoría de los miserables vecinos. Rió para sus adentros al ver palidecer y alejarse a los fornidos asesinos en potencia; sabía que con unas pocas palabras bien dichas y los ingredientes precisos podía destrozar sus diminutas mentes y pervertir sus almas, y ellos también lo sabían.
Una sola persona en el Traspuerto acogió de buen grado a Lond. Murduc vivía en un reducido habitáculo oscuro y mísero, con las ventanas cegadas por tablones, en la peor parte del suburbio. Habría muerto hacía mucho tiempo con la garganta rajada o el cuello partido en cualquier callejón oscuro de no haber sido por la protección de Lond. Nadie ignoraba que aquel saco de huesos, viejo y demente, que jugaba con venenos, prestaba algún tipo de servicio al hombre de la capa, y por eso su sórdida casucha se había librado de incendios y saqueos.
La calle estaba oscura y desierta. Todas las casas se hallaban abandonadas o habitadas por las ratas, y la única excepción era la que había justo enfrente de la de Murduc. Parecía una taberna, e incluso tenía un cartel que así lo proclamaba, donde figuraba el nombre de «El Ratón y el Gato». No obstante, Lond sabía que se trataba del lugar de reunión de la peor banda de desalmados. La luz salía por las rendijas de la pared y por debajo de la puerta.