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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

La cruz de la perdición (33 page)

BOOK: La cruz de la perdición
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El sabio lanzó un vistazo en derredor. La silueta de las estanterías, combadas por el peso de los libros. Los contornos de las filas de pupitres. Bajo la luz de la luna que se filtraba por uno de los ventanales iluminando un pupitre, se perfilaba el vago contorno de una pluma depositada en un tintero de cuerno. El olor no lo abandonaba. El recuerdo de aquellos instantes que quizás fueran los últimos. Con un gesto automático, comprobó por enésima vez que su daga se movía holgadamente en el interior de la funda que pendía del cinto. Le dedicó a Dios una breve oración de agradecimiento por brindarle la oportunidad de no acabar sus días postrado en un lecho como un viejo agonizante.

Una sombra oscura y amenazadora ocultó una de las ventanas, impidiendo por unos segundos el paso de los rayos lunares. Arnaldo de Villanueva se enderezó detrás de una librería, donde aún permanecía escondido. El corazón se le aceleraba, latiendo en su caja torácica con tal rabia que temió que alguien pudiera oír su excitación a varias leguas. La sangre se le agolpó en la garganta, bajo la piel de las sienes, palpitando con furia. Un choque. Luego otro más violento. El sonido seco de un cuarterón de vidrio rompiéndose en pedazos. La luna reapareció. La inquietante figura negra acababa de entrar en el
scriptorium
. Los músculos de Arnaldo de Villanueva se tensaron, debatiéndose en el imperioso deseo de abalanzarse sobre su enemigo ancestral y aniquilarlo. Al fin. Una vez exterminado, sus secuaces y adeptos se esfumarían como un mal sueño. De ellos solo quedaría una execrable leyenda. Aún era pronto. Qué raro: llevaba aguardando largos años, pues la espera era la única posibilidad que le había concedido su contrincante; y en cambio, ahora que la suerte tal vez le sonreía, cualquier demora le resultaba insoportable.

Oyó el roce de un tejido grueso contra el cuero de unas botas. Un detalle perturbaba al médico: la sombra tan solo emitía aquel sonido. Ese nada más. Ningún eco de pasos, ni la más mínima espiración o inspiración. Solamente el rozamiento de una tela. Y sin embargo, la silueta se movía, a veces traicionada por la luna. Y sin embargo, Arnaldo ahora tenía la certeza: no perseguía a un ser invencible dotado de poderes sobrenaturales, sino a un hombre.

Finalmente llegaron los ruidos: unos golpecitos rápidos, el impacto de un cincel contra la piedra, un raspamiento sordo y luego silencio… Por último, un prolongado suspiro triunfal. Unas hojas de papel desplegándose. Aun sin verlo, el galeno podía leer la expresión del rostro de su enemigo, sentir su exaltación. Esta brillaba, refulgía cual manantial de luz, reverberaba contra las paredes y rebotaba hasta llegar al rincón, atravesando la librería que protegía al señor de Villanueva. Desenvainó su espada corta y avanzó dos pasos en dirección a la pequeña mesa de trabajo del supervisor del
scriptorium
. Abrió las tapas que ocultaban la luz de tres candeleros alineados a lo alto. Su rival, en cuclillas sobre el suelo, se reincorporó raudo y se giró, revelando así el escondrijo destapado momentos antes: un hueco debajo de una losa de piedra, que quizás Henri excavara estando el hermano Vivien ausente a fin de esconder las dos hojas del manuscrito que había recortado. El señor de Villanueva sintió un nudo en la garganta. Solo consiguió pronunciar cuatro palabras, por temor a ser incapaz de acabar una frase más larga:

—Os estaba esperando, señor.

El caballero era de una belleza cautivadora, sumamente alto y esbelto. Sus cabellos, negros como las plumas de un cuervo, en media melena y ondulados, realzaban la palidez de su piel.

Una voz grave y lenta respondió:

—Os estáis equivocando, señor.

—Entregadme esos folios y olvidémoslo todo.

Resonó una carcajada:

—Vamos, vamos, sabéis muy bien que esta noche uno de los dos ha de morir. Os siento desde hace tanto tiempo que en ocasiones tengo la falsa impresión de que os habéis convertido en mi mejor amigo. Y toda amistad llega a su fin; a menudo con la muerte.

—Dios está de mi parte.

—¿Estáis seguro de ello, señor de Villanueva? A lo mejor se encuentra más bien de la mía. Después de todo, ¿no soy sino una prueba viviente (o no muerta, al menos) de Su indiscutible existencia?

—¡Blasfemo! —rugió el anciano.

—¡Ah, cómo os encanta a todos esa palabra que os permite segregar a los impíos y absolveros fácilmente a vosotros mismos!

—Los folios, señor.

Arnau Amalric dio tres pasos hacia el médico, el cual levantó su acero:

—Tendréis que arrebatármelos, y dudo que lo logréis.

Una penetrante mirada oscura, diríase desprovista de córnea, se clavó en el galeno. Arnaldo sintió un escalofrío. Se reprobó por tal reacción, que ignoraba si era producto del miedo o la expectativa. Aquel hombre despertaba una terrible fascinación. Arnaldo de Villanueva combatió con todas sus fuerzas la especie de letargo que lo entumecía progresivamente y hacía que la punta de su espada fuera inclinándose hacia el suelo. Reuniendo todo su coraje, declaró:

—Creí ver en vos al diablo. Os sobrevaloré. Os sobrevaloramos. Pensé estar batiéndome contra un enemigo colosal —bufó el señor de Villanueva—. Imaginaos que hasta temía enfrentarme a vos. Qué necio fui; mas qué alivio, pues no sois nada, salvo un perturbado quizás. Simple y llanamente un demente digno de una casa de la caridad
[119]
.

—Entonces, ¿por qué deseáis tanto recuperar estas hojas? —repuso Arnau Amalric.

Villanueva decidió lanzar un órdago. Tenía que desestabilizar a su rival, provocarle inquietud para desconcentrarlo. Si fracasaba moriría. De hecho, ya no gozaba de la fortaleza necesaria para luchar cuerpo a cuerpo contra Arnau Amalric.

—La cruz de Béziers, o para ser exactos, el poder que teóricamente confiere a quien la posee, es una patraña. Ningún libro serio, ninguna de las obras (consideradas malditas por algunos) que he tenido el privilegio de consultar en la biblioteca privada de nuestro Santo Padre, hace referencia a ello. Los eruditos conocedores de dicha leyenda se ríen de las estupideces que circulan al respecto. Lo juro por mi alma y mi honor. —Los labios carnosos del sabio dibujaron una sonrisa perversa—. ¿Qué os creéis? ¿Que Dios, so pretexto de que el primer dueño del crucifijo manchó con sangre inocente el cuerpo argentado de Su Hijo, ofrecería la inmortalidad a su siguiente poseedor? ¡Pobre loco ingenuo!

—¿Por qué matarme entonces, si soy inofensivo, crédulo e imbécil, además de un chiflado? —inquirió Arnau Amalric con una voz menos firme y grave.

Arnaldo de Villanueva notó la duda infiltrarse en aquellos ojos negros que no se apartaban de él.

—Pertinente cuestión; he meditado concienzudamente sobre ella desde que descubrí el secreto de vuestra… naturaleza banal y humana. No sois más que una criatura de carne y hueso. La única maldición que pesa sobre vos es asaz mediocre y corriente: la de los crímenes cometidos a lo largo de vuestra vida. No obstante, vos sois uno de esos seres cuyo encanto y locura embaucan a las mentes cándidas y las arrastran a su delirio. Todas las épocas las han conocido. Así es como nacen las herejías. Y la supervivencia de estas a menudo solo depende de su cabecilla. La Iglesia no necesita ni mucho menos un nuevo movimiento hereje.

La explicación surtió efecto. La lóbrega mirada se despegó del rostro del galeno.

—¿Asesinaríais a un hombre que sabéis inocente por el mero hecho de ser una molestia, o tal vez una amenaza para el orden establecido?

—Desde luego —afirmó el señor de Villanueva con un tono que denotaba su sorpresa—. Más vale matar a un hombre y ahogar el germen de una revuelta que masacrar a veinte mil personas que se han dejado seducir por él, ¿no creéis? Además… inocente, ¿por qué? ¿Por ser el verdadero Arnau Amalric, suspendido en una muerte en vida desde hace un siglo? Me es indiferente. Lo único importante es la propensión de aquellos con los que os cruzáis a dar crédito a vuestras palabras. Al eliminaros, es a ellos a quien salvo.

—¡Yo soy Arnau Amalric! —bramó enfurecido el hombre de negro.

—Quizás llevéis su mismo nombre, o seáis un pariente lejano; pero os aseguro que no sois la misma persona que empuñó el crucifijo de plata aquel infame día de julio de 1209. Ese Arnau Amalric está muerto y bien muerto. —El semblante del señor de Villanueva se tiñó de pena y prosiguió—: Recobrad la cordura mientras aún estáis a tiempo. Sondead vuestra alma. Liberaos de esa descabellada invención para poder reuniros con Dios en paz. No sois Arnau Amalric. Él está bajo tierra, y falleció de una manera de lo más ordinaria, creedme. He visto miles de retratos suyos. Era de estatura menuda, grácil y con un rostro hermoso al que ninguna doncella coqueta se habría resistido. He visto imágenes del abad más envejecido, con las mejillas y la frente surcadas de arrugas. Solo os parecéis a él en el color del iris y del pelo.

Unas lágrimas de pánico asomaron a los ojos del sedicente Arnau Amalric. La cabeza le daba vueltas. Los retratos de la mansión. ¿Por qué los había rasgado exactamente? ¿Para que aquel rostro representado en los lienzos cesara de recordarle que él era el mismo Arnau de la carnicería de Béziers? ¿O por el contrario, para evitar percatarse de que en realidad era otro? ¿De dónde provenía él en verdad? ¿Dónde comenzaba su memoria? Su mente era una vorágine. No conseguía recordarlo. Solo había un espantoso vacío. No se acordaba de nada en absoluto. ¿Presenció verdaderamente la matanza de Béziers? Si no, ¿de dónde procedían todos esos detalles horribles: las moscas, los regueros de sangre púrpura, los ribaldos malcarados? Un mareo le hizo perder el equilibrio unos instantes. Se repuso. Pues claro que era Arnau Amalric, el abad de Cîteaux. ¡Por supuesto! ¿Quién iba a ser si no? Detestaba al hombre que se hallaba frente a él.

—Soy científico y un político, señor —prosiguió el objeto de su odio exacerbado—. Dudo poseer el vigor físico necesario para poder entregaros al brazo secular y no puedo permitir que os esfuméis así como así. El tiempo apremia. La muerte llama a mi puerta.

Tratando de sonar decidido, Arnau Amalric adujo:

—No seréis capaz. Sois un hombre de ciencia y un pensador. Es preciso tener alma de asesino para poder matar a sangre fría, tal y como yo he hecho en tantas ocasiones.

—Admitid de una vez que vuestra vida es una mentira —insistió el médico—. Ahora o nunca. No sois Arnau Amalric, abad de Cîteaux. ¡Él está muerto, os lo garantizo, y lo enterraron con todos los honores! Tan solo sois un impostor, tan falto de juicio que vos mismo ignoráis que habéis usurpado el lugar, el nombre y los pecados de otro.

La ira invadió al hombre de negro. Una ira que había creído imposible sentir, él, un ángel caído; él, que estaba por encima de las mezquinas pasiones humanas. Se precipitó hacia el señor de Villanueva con la espada desenfundada. De pronto, un chorro tibio sobre su rostro. El tintineo de un objeto pequeño rebotando sobre las losas de piedra. Y al instante, un dolor corrosivo devorándole las carnes. Una quemadura atroz que le arrancó un alarido. Cegado, con los ojos abrasados por no sabía qué, se tapó el rostro con las manos al tiempo que giraba sobre sí mismo. Cayó de rodillas gimiendo de sufrimiento y apenas oyó murmurar al señor de Villanueva:

—Mis más humildes excusas. No me enorgullezco en absoluto de esta indigna argucia. El desgaste y la rigidez de mis miembros son mi única justificación.

El acero de Arnaldo de Villanueva se hundió en el pecho del falso Arnau Amalric, justo en el corazón. El hombre de negro se derrumbó lentamente hacia atrás expirando. El sabio se dejó caer junto a aquel que había tomado prestada la existencia de otro, cautivado por una maldición que no era la suya. El anciano rezó sin tan siquiera intentar dominar las lágrimas que brotaban de sus ojos.

Arnaldo de Villanueva tuvo que apoyarse con ambas manos sobre las losas para poder reincorporarse. La edad tuvo la inmensa cortesía de concederle un momento de tregua. Recobró las fuerzas y recuperó su posesión. Se sintió viejo, agotado y miserable. Cogió el frasco de cristal, protegido de los golpes por una gruesa redecilla de plata. Vitriolo
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. Una artimaña poco honorable, casi desconocida todavía, salvo para algunos pocos científicos.

Contempló el filo manchado de sangre. ¿Por qué le embargaba aquella inesperada tristeza? La razón no era, ni mucho menos, haber ejecutado a un hombre con el que era preciso acabar. Tal vez fuera por la profunda sensación de caos interior que el flirteo con su cercana muerte hacía insoportable.

El señor de Villanueva se inclinó sobre el cadáver, el cual tenía las piernas encogidas. La negrura del jubón de rico cendal hacía imperceptible la mácula roja que le cubría el pecho. Solo unas gotas carmín habían salpicado el suelo. Extraña constelación; parecía ser ajena a aquel hombre que diríase estaba adormecido. El galeno hubo de batallar con las largas extremidades de su enemigo derrotado para poder tenderlo en decúbito. Le arrancó las hojas atenazadas en su mano izquierda.

El señor de Villanueva volvió al escritorio del supervisor y estudió las elegantes líneas trazadas con una insólita sutileza y un virtuosismo inusual. Sin embargo, cuando acercó los folios al resplandor del candil, aparecieron zonas más transparentes que delataban el raspado de alguna mancha o algún trazo desafortunado. ¿Cómo era posible que una mano capaz de dibujar letras tan bellas pudiera vacilar en ocasiones hasta el punto de estropearlas por completo? Comenzó a leer. Era un batiburrillo de necedades, aderezado con supuestas citas, remisiones a obras de las que el médico jamás había oído hablar, alusiones a la abadía de Jumièges, lugar donde —según el texto— había sido ocultado el crucifijo tras revestirlo de yeso pintado. Se quedó petrificado al comprender de repente que fray Henri, el iluminador, había sido el creador de la falacia. Recortó dos hojas de
De contemptu mundi
, de Bernardus Morlacensis, aprovechándose de un artificio estilístico bastante común en aquella época: las extensas redundancias con las que el autor hacía hincapié en su mensaje. A primera vista, el texto parecía conservar su coherencia. Era necesario que se pudiera creer, que Arnau Amalric pudiera creerlo en caso de que a este se le ocurriera verificar las palabras del iluminador: que el primer copista que reprodujo la obra de Bernardus Morlacensis poco después del asedio de Béziers había añadido dos hojas reveladoras donde indicaba el escondrijo de la cruz de la perdición. Henri solo tenía que inventárselas. En verdad, el iluminador se limitó a suprimir dos folios de la obra genuina de Bernardus Morlacensis. Deseaba recuperar su mano, ser inmortal. Convencido de la veracidad de los orígenes del pretendido Arnau Amalric y de sus extraordinarios poderes, falsificó por entero un texto. Pese al dolor de manos, había trazado sus últimas letras. Una moneda de cambio en forma de fábula. Al señor de Villanueva le invadió un odio, un desprecio que nunca había experimentado por su adversario fallecido. Henri. Viejo loco, vil canalla. Ninguna excusa podía atenuar sus faltas.

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