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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

La cruz de la perdición (32 page)

Marguerite penetró en el pasaje que separaba el edificio donde se hallaba el dormitorio de las monjas del de los baños y el calefactorio, y recaló en los jardines de la enfermería. Los dos enanos, protegidos de la abadesa, se inclinaron a su paso. Le invadieron unas repentinas ganas de dirigirles unas palabras. Después de todo, ¿no eran hermanos de fatalidad, ellos y ella? Al menos ellos habían tenido tiempo de acostumbrarse al desconsuelo. Sin saber muy bien qué decirles, les preguntó:

—¿Os encontráis bien?

—Sí, señora —respondió la enana agachando la cabeza.

—Yo… apruebo de todo corazón la benevolencia con que nuestra querida madre os trata. Es una buena persona, podéis estar seguros de ello. Se esfuerza por instaurar un poco de justicia en este pequeño rincón del mundo que es nuestro hogar. Mostraos agradecidos. Dios… no puede ocuparse de todos nosotros en todo momento, por eso tenemos la responsabilidad de ayudar al Todopoderoso poniendo de nuestra parte.

Unos ojos castaños, serios y penetrantes, miraron con fijeza a la religiosa. Éloi respondió con afecto:

—Le estamos infinitamente agradecidos, señora. Para siempre. Por nosotros, unos pobres deformes indefensos, la abadesa se ha enfrentado a unas cuantas arpías mezquinas. Por eso y por todo lo demás, está bendecida.

—Amén —reconoció Marguerite, reprimiendo las lágrimas que asomaban a sus ojos—. Ando… buscando a la buena de nuestra ropera. Es un ser encantador, siempre con una sonrisa en los labios… Tal vez la conozcáis.

—Claro que sí —confirmó Sidonie—. Es como un rayo de sol en pleno invierno. Algo que no abunda.

Marguerite aprobó:

—Un hermoso cumplido que la describe a la perfección. ¿La habéis visto este amanecer?

—Pues sí. Me parece que la vi caminando bien ligera en dirección a la biblioteca o la sala de reliquias. No lo sé muy bien. La hermana nos saludó con un gesto simpático, como suele hacer.

—¡Ah! En tal caso me voy por donde he venido. Que paséis un buen día. Servid a nuestra madre con lealtad.

—¿Élise? ¿Estáis ahí? Lamentaría molestaros si estáis realizando alguna consulta.

Solo contestó el eco de su propia voz.

Marguerite empujó los dos batientes que daban a la sala de lectura. En un primer momento, durante un fugaz instante, su sonrisa se tiñó de decepción. La mujer que la observaba, sentada en un sitial, no era Élise, sino otra hermana por la que no sentía el más mínimo aprecio. ¿Por qué una amplia mancha roja parduzca maculaba la parte delantera de su túnica? Luego comprendió que los ojos que la escrutaban no tenían vida. Aquel lugar era el infierno. Los listones del oscuro suelo de madera la arrastraron. Cayó en redondo. Benévola inconsciencia.

—¡No vais a subir, os digo! ¿Quién os creéis? ¿Quién os creéis para exigir de este modo audiencia con la abadesa? Ella peca de bondadosa, si queréis conocer mi opinión, y sois de la clase de gente que muerde la mano que os da de comer.

Sidonie, con los brazos en jarra, sin ninguna intención de dejarse reprender y encendida por la rabia, le contestó gritando:

—¡Que están muertas, os digo! Las dos. ¡Sois más terca que una mula!

Un gélido escalofrío recorrió el cuerpo de Plaisance, quien se abalanzó escaleras abajo hacia el despacho de su secretaria y la antesala. En cuanto la abadesa estuvo a su alcance, la enana se precipitó hacia ella y, rodeándole la cintura con los brazos y posando la frente por debajo de su pecho, susurró:

—¡Oh, madre! ¡Qué horror! Están muertas. Tenéis que venir deprisa. Están en la biblioteca.

Plaisance, sin tan siquiera preguntarle, salió como una exhalación tras Sidonie. Mientras corrían, la enana le explicó con voz entrecortada:

—Yo estaba con Éloi y vimos a sor Marguerite que iba para la biblioteca. Nos preguntó que dónde podía encontrar a la buena de la hermana Élise. Y como no salía, empezamos a darle vueltas al tarro preocupados. Entonces, entré a echar un vistazo y… bueno, bonito que digamos no fue lo que me encontré.

—¿Élise está…? —balbuceó la abadesa, incapaz de terminar la frase, horrorizada ante tal posibilidad.

—¡Que no!, la otra. Con vuestros respetos, mejor que haya sido esa, la hermana Ferrand, creo que se llama, la portera. Vamos, que la portera la ha palmado.

Plaisance sintió remordimientos por el gran alivio que sintió. Élise de Menoult estaba sana y salva.

Entraron en tromba en la sala de lectura. Marguerite yacía en el suelo, de costado. Plaisance se arrodilló junto a ella; apenas se atrevía a girar el cuerpo por miedo a encontrarse con una espantosa herida. Dio gracias a Dios al comprobar que la hospedera aún respiraba débilmente.

—Sidonie, querida, ve corriendo a buscar a la hermana Baskerville y la hermana Gonvray. Ya sabes, las dos apoticarias. Marguerite solo está desmayada. En cuanto a Agnès… —prosiguió sin dirigir la mirada al sitial donde se encontraba la difunta—. Bueno, es demasiado tarde para ella. Ve volando, te lo ruego.

Cuando la joven se hubo marchado, Plaisance de Champlois se sentó junto a Marguerite y se puso a darle palmadas en la mano, implorándole que volviera en sí. Le pareció que la respiración de la hospedera se aceleraba un poco.

Mary de Baskerville llegó la primera. La abadesa abrió la boca, mas la anglosajona la interrumpió alzando la mano y le aclaró, serena:

—Ya lo sé. Vuestra pequeña protegida me lo ha contado todo. Luego fue en busca de Hermione. Permitidme, madre. A falta de sales, recurramos a un remedio casero.

Antes de que la abadesa pudiese reaccionar, la apoticaria levantó el torso de Marguerite y le propinó dos monumentales bofetadas a la religiosa desvanecida. El color regresó a las mejillas de la hospedera, que empezó a toser convulsivamente y abrió los ojos aterrorizada. Miró de reojo el cadáver de Agnès Ferrand y farfulló:

—Es una pesadilla, ¿verdad?

—No —la contradijo la nueva apoticaria lacónicamente.

Se oyó una estampida por el vestíbulo. Hermione irrumpió en la sala de lectura, seguida por Sidonie, sin aliento.

—Marguerite, querida —comenzó a decir Plaisance—, os ruego acompañéis a Sidonie, ella os conducirá a la cocina. Allí os ofrecerán un reconfortante vaso de hipocrás. Si vuestro malestar persiste, por favor, acudid a la enfermería.

—Pero ya… ya me encuentro mejor… La sorpresa, la conmoción… Puedo ayudaros y…

—Es una orden, querida —añadió la abadesa con un tono cariñoso, aunque firme—. Y esto va para las dos —prosiguió mirando con gravedad a Sidonie—: ni una palabra a las demás de lo que habéis visto aquí. No hay necesidad de alimentar y propagar rumores perniciosos.

Ambas mujeres asintieron con la cabeza y salieron. Mary de Baskerville giraba en torno al cadáver de Agnès Ferrand con la boca fruncida en un gesto de concentración.

—A juzgar por los desgarrones de la túnica, la han apuñalado dos veces, y no aquí. No veo sangre en el suelo. En la mano derecha sostiene un gran cuchillo ensangrentado (que podría representar una espada), en la izquierda una pluma, y por último, está sentada. La disposición me sugiere la Justicia, el octavo arcano del tarot.

—¿Qué significado tiene? —se interesó Plaisance acercándose a ella.

—Es una carta que da donde más duele, si me permite la expresión. Y no solo eso.

—¿Cómo?

—En realidad, la justicia no simboliza lo que su nombre puede indicar. Es la vida eterna, el equilibrio de las fuerzas desatadas, el resultado de los actos. Encarna igualmente la ley y la disciplina. Todo esto es muy diferente, pues, a la idea de castigo que evocaban los arcanos emulados en los dos primeros asesinatos.

—¿La justicia no viene siempre acompañada de una balanza? —intervino Hermione de Gonvray, que examinaba la túnica y el velo de la fallecida.

Hermione se esforzaba sin éxito en sentir compasión, en alejar los pensamientos poco caritativos que la asaltaban. Ninguna de las monjas, a excepción quizás de Adélaïde Baudet, la supervisora, echaría de menos a Agnès Ferrand, los continuos vituperios, la altanería y los celos de esta. Su rostro macilento presentaba un aspecto aún más mezquino muerto que vivo. El labio inferior, caído, dejaba entrever unos dientes amarillos verdosos que se erigían infames sobre unas encías retraídas. Una suave pelusa diminuta, atrapada en la sangre reseca que acartonaba la túnica de la difunta, intrigó a Hermione. Sin entender qué la movía a hacerlo, la apoticaria la rescató con discreción y la disimuló en su manga.

—Así es —afirmó la anglosajona—. Sin embargo, en este caso una pluma sustituye a la balanza. La pluma de Maat
[116]
, deidad que equilibraba los platillos de la balanza del tribunal de Osiris. En otras palabras, nos enfrentamos a alguien cuyos conocimientos sobre mitología y símbolos son infinitamente más profundos de lo que suponíamos. Las dos primeras puestas en escena eran aproximadas. Varios de los atributos de los arcanos eran erróneos: la pierna del Colgado y la colocación de la cabeza decapitada, entre otros detalles. No se tomaron la molestia de buscar sustitutos ingeniosos para algunos símbolos. —Mary de Baskerville reflexionó unos instantes y sentenció con voz animada—: A menos que no supieran de su existencia.

—¿Por qué afanarse, pues, en simularlos con exactitud ahora?

—¿En vuestra opinión?

—¿Os aventuraríais a insinuar que no se trata de los mismos asesinos? —preguntó Plaisance algo turbada.

—Tomemos en consideración todo lo que sabíamos hasta ahora, madre, y comparémoslo con esta súbita precisión del conocimiento del tarot. Recapitulemos: en el asesinato de Blanche, todo apunta a un agresor de gran fuerza física, o a varios, pues una mujer por sí sola no hubiese podido izar el cuerpo. Por otro lado, en el caso de Rolande, fue necesario aplastarle el cráneo sorprendiéndola por la espalda (al igual que a Blanche) a fin de poder decapitarla
post mortem
. Este dato sugiere que el criminal era de fuerza comparable a la de la víctima, y además cobarde. En cuanto a la muerte de hoy, tenemos a una mujer en buen estado de salud, apuñalada de frente y trasladada posteriormente sin que la parte posterior de su túnica ni de su velo muestren señas de que hayan arrastrado el cadáver. Dicho de otro modo, la han traído a cuestas hasta la biblioteca. Por consiguiente, volvemos a encontrarnos ante un asesino robusto… o ante varios.

—Según vuestras conclusiones, esta última carta no es coherente con las dos primeras. Entonces, ¿por qué esta mascarada, si no es para inducirnos a error? —inquirió Hermione.

—Veréis, querida, pienso que las dos primeras cartas eran verdaderos mensajes que el o los asesinos utilizaron para justificar los crímenes, y si bien la preparación de los escenarios se hizo deprisa y corriendo, estos hacían referencia a algo concreto. El detestable misterio que rodea a la supuesta hermana Cerfaux reitera mi convencimiento. No obstante, si repasamos el resto de la baraja, no hay muchas cartas más que permitan una puesta en escena sencilla con lo que se tenga a mano y que, sobre todo, recuerde al tarot. La única es la Justicia. A mi juicio, si me permiten la reflexión y sin que sea mi intención ofender a la difunta, han elegido este arcano por su valor… artístico, no por su significado.

—Sea como fuere, la investigación no ha avanzado un ápice —se quejó Plaisance.

—Más de lo que pensáis, madre. ¿Sabíais que Rolande, y por ende Marguerite, tenían un hermano, Monge, que feneció?

—En absoluto —contestó la abadesa sorprendida—. Rolande nunca lo mencionó, ni tan siquiera cuando yo le hablaba de mi hermano pequeño, que se llama igual. ¿Cómo lo habéis sabido?

—Fui a hablar con el albañil encargado de grabar la losa funeraria provisional.

—¿Y qué aporta eso a la investigación? —preguntó Hermione perpleja.

—Lo desconozco. Pero la buena de Rolande, a la que todos describían como una persona diligente y puntillosa, con la nariz pegada a sus columnas de números, en resumen, una mujer sin imaginación alguna, ha resultado ser una… caja de sorpresas —comentó Mary de Baskerville lanzando un suspiro.

—Por favor, explicaos —exhortó Plaisance.

—¿No es muy extraño que, en la víspera de su muerte, Rolande visitara al susodicho albañil y le encargara el epitafio que deseaba para su lápida? «Me reúno con mis seres queridos, con Dios y con mi adorado Monge». Ante la estupefacción del obrero, puso el pretexto de que había tenido un mal sueño, un pecado venial con el que excusar su perturbador comportamiento.

—¡No lo puedo creer! —exclamó la abadesa nerviosa—. Eso quiere decir que… que…

—Que sabía que su fin estaba cerca, en efecto.

En la biblioteca se hizo un silencio sepulcral. Cada una de las tres presentes observaba a las demás como si la mirada de alguna de ellas encerrara un secreto. Hermione entendió que aquel silencio hostil se imponía de manera inexorable. Se trataba de uno de esos silencios que preceden a las tempestades más devastadoras. Decidió ponerle punto final:

—Rolande, empero, gozaba de buena salud. No creo recordar que tuviera que recurrir nunca a mis pociones, ungüentos, embrocaciones
[117]
o madurativos
[118]
. Así pues, sabía que el antedicho fin sería violento. A buen seguro solo se trate de una coincidencia, por lo que sería harto indecoroso por mi parte sacar conclusiones precipitadas, pero, ¿recordáis dos de las iniciales registradas en la lista secreta de Blanche? «M.B.». ¿Monge, Marguerite Bonnel?

Abadía de Dame-Marie,
Perche,
febrero de 1308,
ese mismo día por la noche

L
a pérfida seducción del combate. El señor de Villanueva no pensaba en otra cosa desde hacía dos horas, el tiempo que llevaba escondido envuelto en la oscuridad y el frío, en una posición de lo más incómoda. El duelo con el adversario: una poción milagrosa y traicionera que hace olvidar los años, el dolor, el miedo e incluso la razón si uno se descuida. Lo había esperado y preparado desde hacía tanto tiempo que casi lamentaba su inminente llegada. Al fin y al cabo, le había infundido más aliento vital y brío que las preparaciones cuyo secreto solo él atesoraba, y que también desaparecería con él; un secreto que numerosos envenenadores, de conocer su existencia, hubiesen codiciado: la sutil diferencia que existe entre un pulso que late de nuevo con fuerza y un corazón que languidece, entre la vida y la muerte.

¿Qué haría después? ¿Qué necesidad apremiante le animaría a seguir con vida un poco más? Esta ya no le fascinaba ni sorprendía desde hacía lustros. Setenta y siete años. Una interminable sucesión de días que, de no haber sido por esa lucha, lo habrían hecho llorar de hastío. ¿Había vivido demasiado? Tal vez su muerte estuviera próxima. Inspiró el fuerte olor que lo rodeaba: una mezcla de cola de pez, resina y esencia de clavo. Un olor innegablemente desagradable. Mas, ¿quién le aseguraba que no sería el último que percibiría? La premura de las criaturas humanas. Corrían apresuradas en todas direcciones, sin saber la mayoría de las veces ni por qué ni adónde. Siempre, antes de desaparecer definitivamente, se deberían recordar los últimos momentos de la vida, todo lo que la pobló.

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