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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

La cruz de la perdición (30 page)

BOOK: La cruz de la perdición
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Tratando de hablar sin aspereza en la voz, el señor de Villanueva explicó:

—Faltan dos hojas que, al parecer, no menoscaban en absoluto la armonía del texto; si bien es cierto que este consiste en repeticiones continuas que tienen como finalidad la transmisión de toda su sabiduría. ¿Sabéis qué ha sido de ellas?

—¡¿Cómo?! —gritó el supervisor, ultrajado por tal sacrilegio—. No tengo la menor idea. ¡Santo cielo! ¿Quién ha podido cometer tal vileza? Arrancar hojas de una obra sublime. ¡Es para dejarle a uno sin respiración, es del todo incomprensible! —profirió el monje—. ¡Es un crimen, os lo digo yo!

Preso de la indignación, dio media vuelta haciendo aspavientos y amenazó, estirando el dedo índice:

—El culpable será castigado. Lo juro. Ahora mismo voy a avisar a nuestro estimado padre. ¡Jamás he visto una canallada de tamaña magnitud en toda mi vida!

«Ya ha sido castigado, y de forma espantosa», pensó el galeno sin decir palabra.

—Os acompaño. Esto es una abominación, eso es lo que es —clamó a su vez fray Anselme levantándose.

—No, hermano Anselme —ordenó el sabio con autoridad—, aún preciso de vuestros servicios. Hemos de encontrar esos folios sin más tardar.

Hacía rato que Arnaldo de Villanueva luchaba contra un pánico creciente. El otro, el enemigo, había logrado mediante tortura que Henri revelara el escondite de las hojas recortadas. Evidentemente, el viejo cobarde había confesado con la esperanza de salvar el pellejo. Antes, el galeno creía que le llevaba la delantera; ahora, en cambio, se habían vuelto las tornas. Su adversario conocía el paradero de los escritos. Él no.

Abadía de mujeres de Clairets,
Perche,
febrero de 1308,
ese mismo día

E
l día ya declinaba. Hermione de Gonvray había encendido todos los candeleros del
herbarium
y prendido un fuego en la chimenea. Justificó tales excesos diciendo:

—Apuesto a que permaneceremos sentadas largo tiempo. Sería una pena que un catarro retrasara la investigación.

—Querida, incluso si el motivo fuera proporcionarnos algo de confort, no os lo tendría en cuenta. ¿Cuál sería la ventaja de que este frío implacable nos entumeciera las extremidades y ralentizara los cerebros? Nuestras mentes han de funcionar a pleno rendimiento. En el mismo orden de cosas, aceptaría de buen grado una de esas sabrosas infusiones que solo vos sabéis preparar tan bien —sugirió la hermana Baskerville.

Esta llevaba un rato atareada en colocar cuatro candeleros a fin de obtener la mejor luz de trabajo posible: primero en semicírculo, luego formando un cuadrado, los deslizaba por la mesa de las balanzas, alejándolos y acercándolos.

—Ya he puesto el agua a hervir. Esperemos a que la señora de Nilanay se una a nosotras para añadir la menta, la verbena y el tomillo.

—¿Cuál es vuestra impresión de ella? Entre vos y yo.

—Sé que es aguda y de fiar, a la vez que intuitiva.

—¿No es una de esas mujeres bonitas y superficiales?

—Ciertamente lo fue un día. Seguro que la austeridad de Clairets llegó a exasperarla en el pasado. Sin embargo, desde su regreso, tengo la sensación de que ha madurado. La compañía del conde de Mortagne habrá influido en ello con toda probabilidad. No es un hombre que viva en las nubes.

—¡Ah! Cómo me gustan las personas con los pies en la tierra, pero ágiles de pensamiento.

Un toque en la puerta las interrumpió. Alexia de Nilanay entró sin pedir permiso, con los hombros de su mantel cubiertos por una fina capa de nieve congelada.

—¡Qué calamidad! —exclamó—. ¡Vuelve a nevar cuando la nieve antigua aún no se ha dignado a fundirse!

—Nos adaptaremos a las circunstancias —arguyó Mary de Baskerville—. Resulta pueril malgastar las fuerzas dándonos de frente con cosas que no somos capaces de cambiar. La sabiduría consiste en concentrarse en aquello que podemos modificar.

—Muchas gracias por la lección —ironizó la señora de Nilanay sin acritud.

Reflexionó unos instantes antes de anunciar a la anglosajona con voz resuelta:

—Acabo de decidir, hace un instante, ignorar vuestras amonestaciones y réplicas incisivas. Nada estropeará mi excelente disposición de ánimo ni mi talante conciliador. Así pues, ¿por qué no os centráis en otro asunto en lugar de malgastar vuestras energías contra mí? De este modo aplicaríais oportunamente vuestro sabio consejo.

Una risa alegre e inesperada saludó dicha insolencia. La hermana Baskerville admitió:

—¡Me habéis dejado sin palabras! Y pocas personas lo consiguen. Por esa misma razón siempre lo disfruto. Os transmito mi admiración, señora. Cuán reconfortante es encontrarse al fin entre criaturas inteligentes, diferentes de todas las demás. ¡Manos a la obra!

Las tres se dispusieron en torno a la mesa de las balanzas. El
herbarium
tan solo contaba con dos taburetes, por lo que Hermione de Gonvray permaneció de pie, con el torso inclinado y los codos apoyados sobre el tablero. Mary alisó la tira de papel enrollado que conservaba la forma del bonetillo perteneciente a la difunta supuesta Blanche de Cerfaux. El trío de mujeres examinó en silencio la vulgar caligrafía, tal y como señalara la anglosajona.

—Y para colmo, desmemoriada… o quizás se trataba de un negocio de suma importancia —masculló Mary.

En respuesta a la mirada sorprendida de Hermione, la hermana Baskerville añadió:

—Eso explicaría que necesitara un recordatorio, es lo que quiero decir. Sin duda las iniciales corresponden a personas. Algunas de ellas llevan una «d» minúscula marcando la partícula «de» de algunos apellidos. Las cifras que vienen a continuación están seguidas por una «l» o una «r». Apostaría cualquier cosa a que se trata de sumas contadas en libras
[*]
o pequeños reales
[*]
, prueba de que nuestra dama se ponía las botas. Después les siguen unos símbolos; el de la cruz simbolizará la muerte.

—Pueden ser… los servicios que Blanche prestó a ciertos… clientes a cambio de las remuneraciones indicadas —sugirió Alexia.

—Una atinada conclusión —la felicitó Mary de Baskerville.

—Esta línea de aquí, gruesa y enroscada sobre sí misma, en forma de «o» —intervino Hermione señalándola con el dedo—, ¿no parece una serpiente? ¿Un envenenamiento? Traicionero e imparable, como el animal.

—En tal caso, ¿esas iniciales no deberían estar seguidas por la cruz de la muerte?

—Sabéis tan bien como yo que se puede herbolar a alguien sin tener la intención de acabar con la persona. Se puede pretender, por ejemplo, dejarla estéril, provocarle una enfermedad o alguna suerte parecida.

—O tal vez la serpiente señale un ordenante, no una víctima —propuso Alexia.

—Mmm… Excelente razonamiento —admitió la nueva apoticaria.

—¿Y esto de aquí? —inquirió la señora de Nilanay—, ¿esta especie de círculo suspendido de un trazo corto vertical?

—Podría ser un lazo de caza, uno de esos ingeniosos nudos corredizos que se cierran en torno a la pata de un animal —reflexionó Hermione.

—Un nudo colgante, hacia arriba… Un cadalso, la horca —murmuró Alexia.

Mary de Baskerville le lanzó una mirada de reconocimiento.

—Creo que habéis dado en el blanco, querida. La supuesta hermana Cerfaux se dedicaba a entregar al brazo secular a ciertas víctimas designadas por sus clientes. Hasta que la muerte truncó sus tejemanejes. —Reprimió una carcajada—. «Angelical», decían todas de ella. ¡Menuda comedianta, qué habilidad! ¡Menuda farsa monumental! Una víbora letal de la peor especie. ¡Bah!, después de todo, esa clase de mujeres es experta en el arte de la seducción y la persuasión. El engaño es su principal herramienta de trabajo.

—Hay algo que me intriga —confesó Hermione de Gonvray—. Dudo que por muy perversa que fuera, Blanche trajera consigo esta lista, cuidadosamente camuflada, con el único fin de evocar sus maldades y recrearse en ellas. Sería demasiado peligroso. Se trata, pues, de un recordatorio con una utilidad determinada, crucial. Si la ocultó en su bonetillo y no pensaba permanecer entre nosotras más que el tiempo imprescindible, significa que deseaba recuperarla en cuanto saliera de Clairets. ¿Y si se tratase de un listado de buenos amigos, de los compañeros de una comunidad satánica?

—No lo creo. Me extrañaría que no recordara los nombres de unos amigos inestimables que podrían socorrerla en caso de encontrarse en un apuro. En cuanto a miembros de una odiosa hermandad, era demasiado taimada como para correr ese riesgo; hubiera preferido olvidarlos a todos. Imaginad qué ocurriría si semejante lista cayese en manos de un tribunal del Santo Oficio; los inquisidores traducirían más pronto que tarde las iniciales en nombres y los nombres en personas, o lo que es lo mismo, en testigos que, sometidos a tortura, incriminarían a Blanche-Anne —argumentó Alexia.

—¡Qué perspicacia! —exclamó Mary extasiada—. Si decidiera abandonar Clairets, ¿qué necesitaría imperiosamente? Dinero, en eso estamos todas de acuerdo. Esta lista constituía, pues, su caja de caudales… su porvenir. Un listado de chantajes, de innumerables chantajes. De hecho, al menos en algunos de los casos, las abreviaturas corresponderán a sus comitentes: personas poco deseosas de que su réprobo comercio llegara a oídos de la Inquisición o de un tribunal secular, y que no dudarían en pagar su silencio a peso de oro. —Dando unas palmadas de felicidad, confesó—: ¡Dios, cómo me estoy divirtiendo! Hacía ya tiempo que no me topaba con un acertijo tan entretenido.

Alexia y Hermione, estupefactas, intercambiaron miradas.

—Analicemos las iniciales, veamos si nos revelan sus secretos —propuso Mary.

Durante la media hora siguiente, hicieron conjeturas por turnos. Sin embargo, cuando la inicial de un nombre de pila les evocaba a alguien, el apellido o el nombre del lugar de origen no coincidían con la persona, o viceversa.

—«H. d. F.» —tomó Alexia como ejemplo—. Conocí a un Hughes de Falizan, pero falleció de unas malas fiebres cuando tenía ocho años.

—Y yo a una «A. P.», Adeline Percebois, una anciana planchadora de mi antigua abadía de Castres, tan jorobada, sorda y ciega que la madre abadesa la autorizó a aguardar apaciblemente su muerte entre nosotras. La pobre mujer, entregada al monasterio cuando contaba tan solo cuatro años, no poseía familia ni bienes —explicó Mary de Baskerville.

—Puede que en otro momento se nos ocurra algo o surja alguna cosa que nos ayude a desvelar este misterio —las consoló Hermione con su voz grave y parsimoniosa—. Memoricemos las iniciales y los símbolos de los «servicios prestados», si me permitís la expresión, y tengamos los ojos abiertos y los oídos bien atentos.

Durante otra media hora, una retahíla de letras reverberó por el
herbarium
hasta que cada cual logró recitar la lista sin errores: «A. P.», «C. d. D.», «T. d. F.», «d. H.», «G. K.», «M. B.», «X. d. T.», «E. d. I.», «G. d. L.», «J. G.», «H. d. F.», «M. d. M.», «B. P.», «V. d. G.», «U. J.», etcétera.

Ciento seis exactamente. Ciento seis víctimas u ordenantes de la encantadora Blanche.

—Sé prudente, grandullón. Saca el lobo que llevas dentro y muévete con sigilo. No tardes mucho. Esperaremos a que vuelvas para acostarnos.

—No me entretendré demasiado.

El crujido de sus pasos al aplastar la nieve se fue alejando. Luego, el punto luminoso de su candil desapareció en la blanca niebla de la noche.

Sidonie cerró el batiente y reclinó la espalda contra él mientras contemplaba a sus compañeros apretados los unos contra los otros. Detestaba verlo partir. Debía ser sincera consigo misma: estaba un poco enamorada de Urdin; más bien mucho. ¡Qué disparate! Si ella no era más que un engendro grotesco. Una enana y un hombre lobo, ¡menuda pareja! No obstante, en el fondo de su corazón, ella era una jovencita y él un hombre aún lozano. En sus sueños, ella era alta, esbelta, preciosa, y Urdin la amaba con complicidad y ternura. Pero la realidad era muy distinta: él no la amaba de verdad. El corazón de Urdin solo latía por una niña pálida que no toleraba la luz del sol, por tenue que fuera. Sidonie sabía que no se trataba de un amor carnal, sino de un inmenso amor de padre. Claire iba a morir. Todos lo sabían. Urdin se negaba a admitirlo y lucharía hasta su último aliento para evitarlo. El inexorable desenlace rompía el corazón a Sidonie. ¿Se sobrepondría Urdin a tamaño golpe? ¿Tendría siquiera ganas de seguir viviendo? No estaba segura. Urdin siempre deseó que Claire fuese el centro de su vida, peleó contra viento y marea para que así fuera. Sidonie comprendía perfectamente la razón: para la niña, él era el único que podía ser el centro de la suya.

Al levantarse su hermano, la joven emergió de sus lúgubres pensamientos. Éloi se echó sobre los hombros la capa corta de piel de cabrito que él mismo había confeccionado, encendió un candil en la chimenea y anunció:

—Bueno, ya está. Al muchacho le ha dado tiempo de tomar ventaja. No voy a ir pisándole los talones. No hay necesidad de que me guipe vigilándolo como a un mocoso. No le haría gracia.

El hombre lobo deshizo el nudo que cerraba el cuello de su camisa. A la niña le encantaba enterrar la cara en su largo y sedoso pelaje. Se entretenía enrollando mechones de vello en el dedo índice. A Urdin se le aceleró tanto el corazón que necesitaba coger aire; inspiró hondo antes de hacer girar el muro de piedra que se interponía en su camino.

Por encima de sus palabras groseras y su gusto por las bromas soeces, Éloi poseía un alma noble. Se metía con talento en el papel de jacarero y fanfarrón. Interpretaba magistralmente su comedia para entretenerlos a todos, por respeto a ellos. Los otros cuatro no tenían por qué saber de su sufrimiento y desconsuelo, ni tampoco de su rabia intermitente. Ellos ya soportaban su propia cruz.

Se oyó un eco cercano. Éloi se incorporó y se ocultó tras el tronco. Vio las luces de dos candiles danzando en la noche a la altura de un hombre. Más bien de una mujer, como pronto comprobaría. La esmirriada silueta de la vil alimaña de Agnès Ferrand se perfiló en la oscuridad. Éloi se preguntó si le habría seguido a él o a Urdin, mas reparó en que carecía de importancia: el mal estaba hecho. En cuanto aquel adefesio descubriera el pastel, informaría a la abadesa y los pondrían de patitas en la calle. Claire. ¡Dios Santo! La niña, refugiada en la penumbra de la habitación secreta, no resistiría la luz del sol, ni siquiera en un carro entoldado. Claire se marchitaría de nuevo, moriría sin un quejido para no entristecerlos aún más.

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