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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

La cruz de la perdición (36 page)

BOOK: La cruz de la perdición
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Alexia la observó mientras se alejaba. Pobre Marguerite. El nimio revuelo provocado por la visita inminente de Aimery la devolvía a la vida por un tiempo. Aunque no duraría mucho…

Con aire molesto, observó al médico con detenimiento. Parecía extenuado, y aun así una especie de júbilo salvaje chispeaba en sus ojos.

—Me alegra enormemente veros al fin de nuevo, puesto que no juzgasteis oportuno informarme de vuestra partida —espetó Plaisance en un tono que traicionaba su descontento.

—Mi grosería me avergüenza, madre, no os quepa duda. La premura del momento, la nieve que temía pudiera bloquearme el camino de un instante a otro…, mi ineludible periplo hasta Dame-Marie… En resumen, son muchas las excusas que os suplico aceptéis.

—¡Me río de vuestras excusas, Villanueva! Aparte de que estábamos preocupadas por vos, la insolencia que mostráis para conmigo es cuando menos sorprendente. ¿Acaso olvidasteis que nos enfrentábamos a un asesinato horrible? Y otros dos, de índole similar, se han sumado al primero tras vuestra marcha, ¡y nada hace pensar que esta siniestra lista termine ahí!

Villanueva, algo conturbado, contempló a la joven unos segundos antes de reargüir con voz calmada:

—Habéis tenido la sabiduría de confiar la… las investigaciones a manos expertas: las de la hermana Baskerville. Dudo que mi ayuda sea más valiosa que la suya en la resolución de los crímenes. No obstante, os prometo, a fin de complaceros y obtener vuestro perdón, que no volveré junto a nuestro muy Santo Padre hasta que estos odiosos enigmas se esclarezcan. Tenéis mi palabra, por mi honor, señora.

El compromiso pareció satisfacer a Plaisance, que inquirió, ya algo atemperada:

—Y si me permitís la pregunta, ¿qué asuntos tan urgentes habíais de resolver en Dame-Marie?

—Hierbas medicinales, madre, o más bien las admirables obras consagradas a su ciencia que conserva la biblioteca de la abadía.

El semblante juvenil se tornó hosco. La abadesa soltó con voz adusta:

—¡Definitivamente me habéis tomado por tonta! Hubiera preferido mil veces que me dierais a entender que no deseabais contestar.

—¿Tonta, vos? Oh no, madre. Todo lo contrario. Os considero un ser noble y puro a quien debería mantener al margen de ciertos asuntos so pena de afligirla. Veréis, señora, se gana muy poco averiguando las honduras más recónditas e infames del alma humana. Su conocimiento tan solo enseña a combatirlas, a someterlas a veces.

—Detecto una infausta aventura tras vuestra réplica.

—Así es, o más bien ha sido. Con todos mis respetos, os suplico, señora, que os contentéis con lo que pueda narraros. Efectivamente, habéis adivinado que mi pretendido amor por la botánica no es más que un burdo pretexto. Creedme si os digo que tal era mi deseo. Tengo la desfachatez de considerarme un hombre de inteligencia. ¿En verdad pensáis que, si realmente hubiera querido engañaros, no hubiera podido valerme de una excusa más convincente que la fascinación por las plantas medicinales en pleno invierno?

—Entonces, ¿por qué una mentira tan flagrante?

—Para que entendierais que debíais obedecer imperativamente la orden del papa: permitirme total libertad de movimiento, bajo cualquier circunstancia, lo cual respetasteis, y os estoy agradecido por ello.

—¿Fue una misión de espionaje o, digamos mejor, una «inspección» (el término es menos ofensivo) lo que os llevó a Dame-Marie? —insistió Plaisance, picada por la curiosidad.

—Por desgracia no. Se trataba de una historia muy antigua que acaba de tocar a su fin. Una historia terrible. Comenzó hace un siglo y desde entonces no ha cesado de destilar veneno, cual atroz absceso que no termina de gangrenar un organismo. A todo ello se unió la locura de un hombre y el mal iba a propagarse a tantos otros organismos sanos que se hacía necesario cortar de raíz.

—¿La locura de un hombre? ¿El mal?

El señor de Villanueva hesitó. Aquella joven muchacha merecía una respuesta que él no podía darle. No obstante, encerrarse en el silencio hubiera supuesto una inaceptable afrenta a la inteligencia y la fortaleza de la abadesa. Explicó lo que a su juicio estaba autorizado a revelar:

—La mente humana es sumamente compleja, capaz de innumerables maravillas y de infinitas vilezas. Consigue engañarse a sí misma con tal eficacia que nada puede abrirle los ojos, desmontar la mentira en la que se deleita. He aquí el resumen de este cruel y, en el fondo, desolador asunto. La fascinación de un hombre sin verdadera grandeza por un lejano antepasado aureolado de una gloria sanguinaria, su exasperada ansia de prestigio, de ensalzamiento. Un hombre tan convencido de su propia mistificación que se convirtió en una temible enfermedad capaz de contaminar a los débiles de espíritu y que hubiera podido hacer tambalear los cimientos de nuestra Santa Madre Iglesia. Sabed tan solo que las fuerzas del bien han salido victoriosas.

—Aunque vuestra contestación no me haya aclarado gran cosa —comenzó Plaisance con ironía—, dudo que una mayor insistencia de mi parte os haga renunciar a vuestro deseo de silencio.

—Ruego me perdonéis. Cumplo órdenes de nuestro Santo Padre —replicó el médico asintiendo con la cabeza, sin esforzarse siquiera en aparentar tener reparos—. Así que durante mi ausencia se han producido otras dos muertes. ¿Me concedéis permiso para entrevistarme con las apoticarias?

—Os lo suplico, señor. Tengo miedo por lo que pueda ocurrir.

—¿Otros asesinatos?

—Tal vez, o el deber de castigar a una o varias de mis hijas con una severidad que me sería imposible atenuar, habida cuenta de sus imperdonables pecados. Os lo confieso abiertamente: decidir la muerte de una persona, por muy culpable que esta sea, resulta una agonía. Siempre he rezado por no tener que enfrentarme nunca a tal extremo.

—Os comprendo y admiro, señora —la alabó Arnaldo de Villanueva, demostrando total sinceridad por primera vez desde que comenzara la conversación.

Marguerite Bonnel se asomó por el resquicio de la puerta al escuchar el permiso de Alexia. Por Dios Santo, parecía haber envejecido tanto desde el fallecimiento de su hermana que a la joven se le encogió el corazón. Alexia fue al encuentro de la hospedera, quien preguntó con inseguridad:

—Me apena molestaros nuevamente, querida. Quizás deseabais acostaros. Es que… el sueño me rehúye y las pociones de Hermione no logran remediarlo. Mis noches son interminables y espantosas, más cuando mi cargo me obliga a dormir en este edificio en lugar de en compañía de mis hermanas, cuya proximidad me aportaría consuelo. Me… me preguntaba si un gubilete de infusión en buena compañía… ¡Oh, pero qué tontería por mi parte! Os estoy poniendo en un aprieto, soy una vieja patética.

—¡Por supuesto que no! —exclamó Alexia—. De hecho, aceptaría encantada un buen gubilete caliente.

Una sonrisa apagada iluminó el rostro poco agraciado de la hospedera, de donde la jovialidad había desertado desde el deceso de Rolande.

—Voy corriendo a por ellos. Traeré también algunos dulces de ciruela y nueces que la buena de Clotilde Bouvier me ha enviado. Están deliciosos. Mil gracias, Alexia.

La hospedera cogió el gubilete y se lo llevó a los labios antes de proseguir con su monólogo. Ese gesto banal azoró a Alexia. En realidad fue más un detalle, que ya había llamado su atención con anterioridad, tan anodino que pasó por su mente como un suspiro: el remiendo de la manga derecha. El mismo que advirtió antes, cuando Marguerite acababa de volver del gallinero. Un zurcido tan poco experto que traicionaba una aguja impaciente. Al igual que ella, Marguerite debía de tener poco talento para la costura. La mirada de Alexia descendió hasta el cerco
beige
que la suciedad del corral había dejado en el borde de la túnica blanca. La joven se preguntó brevemente por qué aquel residuo que resistió a la limpieza le parecía tan importante.

—Os lo aseguro, Rolande podía ser de lo más divertida. Sé que la habéis conocido en su faceta de mujer seria, de contable minuciosa, ¡pero qué bufoncillo estaba hecha de niña! Imitaba a la gente a la perfección, exagerando hasta que me hacía desternillar de risa y…

¿Por qué no se habría cambiado de túnica y enviado la sucia al lavadero? Cuando una monja profesaba, se le entregaban dos túnicas para que pudiera lavar una mientras llevaba la otra puesta; dos camisas que usaban hasta que el tejido cedía y se estimaba oportuno remplazarlas; un largo delantal oscuro con mangas para evitar mancharse con los trabajos más ingratos o sucios; un par de sandalias con correas para el buen tiempo y unos zuecos para el invierno, además de una pelerina o un mantel forrados con piel de conejo u oveja. Marguerite lavó los bajos de su túnica tan pronto dejó a Alexia. ¿Cómo se había secado con tanta rapidez la espesa lana blanca, sobre todo con aquel frío? Ni poniéndola delante de una chimenea se hubiera podido conseguir tal prodigio. Entonces Alexia lo entendió todo.

—Un monito de lo más gracioso, como os lo cuento. Se le ocurrían unas cosas… Recuerdo un Adviento en que…

Comprendió que el cerco
beige
lo había causado un hierro candente, carbonizando sobre la lana los residuos de excremento de gallina y barro mal enjuagados. En la hospedería había por tanto una o varias planchas, un dato que la ayudante ropera o cualquier otra religiosa desconocían. Comprendió que Marguerite no pudo cambiarse de túnica porque no tenía la otra. Quizás la destruyera para ocultar las salpicaduras de sangre producidas por la decapitación de Rolande. O tal vez la ocultara a la espera de poder lavarla y secarla discretamente. La razón le aconsejó callarse y avisar a las dos apoticarias en cuanto Marguerite se retirara. Y, sin embargo, se oyó preguntar con voz impasible:

—¿Conocéis el juego del tarot? ¿Por qué nunca mencionáis a vuestro hermano Monge?

El semblante de la hospedera, al que las memorias de la infancia habían devuelto algo de alegría, demudó.

—Falleció joven. Demasiado joven. En cuanto al tarot, Rolande me regaló una baraja, un día de feria. Pero me cansé pronto. Soy un desastre para las cartas. Olvidaba sin cesar su significado exacto. Aunque también es cierto que cada carta puede tener múltiples interpretaciones.

Alexia estuvo segura: la historia giraba en torno al hermano difunto.

—¿Y Monge? ¿Un accidente? ¿Unas fiebres? —insistió, maldiciéndose por no poner de inmediato término a aquella conversación.

La oscura mirada que se posó sobre ella estremeció a la joven. Marguerite era de talla y peso suficientes para dominarla físicamente. Ya había asesinado. Alexia tuvo la sensación de penetrar en la mente de Marguerite, quien sopesaba los pros y los contras, debatiéndose entre el impulso de mentir y el de contar la verdad, el instinto de supervivencia y la necesidad de acabar con todo de una vez por todas. Se inclinó por lo último y respondió en tono monocorde:

—Una mujer.

Alexia no tuvo duda alguna de su identidad.

—Blanche de Cerfaux.

—En efecto. O mejor dicho, Anne Bonnel, mi difunta y execrable hermana política —rectificó Marguerite—. Un demonio de la peor calaña, desde niña. Monge estaba loco por ella. A Rolande y a mí nos engañó durante un tiempo. Sus malas artes eran innumerables, sin contar todos los secretos maléficos que aprendió con el que ella denominaba su maestro, al menos antes de intentar asesinarlo porque sabía demasiado sobre ella. Un tal Arnau. Arruinó a mi hermano, y a nosotras con él, ya que era Monge quien administraba nuestra cuantiosa herencia. Ah… voy a tener que solventar algunas lagunas voluntarias del relato que os acabo de narrar. Mi madre murió poco después de que Rolande naciera: era ya mayor cuando quedó embarazada. Tan solo sobrevivió dos meses a las hemorragias y las fiebres causadas por el parto. Mi padre era un rico mercero de Angers. Cuando falleció, Monge, dos años menor que yo, se convirtió en nuestro tutor. Mi hermano era… Soy una pesada por aburriros con mis ridículos recuerdos. Aunque por otro lado, dudo que vuelva a tener la oportunidad de evocarlos.

—Os lo ruego, continuad.

Extrañamente, la aprensión que Alexia sentía se atenuó.

La invitación pareció calmar a Marguerite, que volvió a sumergirse en su universo anterior a las desgracias.

—Monge era un joven afectuoso, de gran corazón y, por desgracia, crédulo. He de admitir que los tres lo éramos. Y Anne, desde que olió el dinero, se fingió cariñosa, la eterna enamorada, hasta que logró casarse. Todos la queríamos tanto… La primera que adivinó su juego fue Rolande. Comenzaron a desaparecer objetos valiosos, joyas. En primer lugar acusamos a los sirvientes, pese a haber dado pruebas de su honestidad en el pasado. Tuve que rendirme yo también a la evidencia: Anne sustraía todo lo posible con vistas a asegurarse un futuro que sabía próximo. Fue imposible convencer a Monge. Amenazó con echarnos de la casa si persistíamos en «nuestros cuentos de mujeres celosas», como él lo llamó.

—El amor ciega a los hombres enamorados —comentó Alexia.

—Todavía hay más. Lo cierto es que preferimos callarnos y seguir vigilantes. Anne se ausentaba a menudo con la excusa de realizar obras de beneficencia. Disfrazada de labriega, Rolande la siguió un día en que nuestra cuñada se reunió con su «maestro», el famoso Arnau, en unos baños mixtos famosos en Angers, en verdad una casa de tratos. Pasaron varios meses; mi hermana y yo estábamos atadas de manos. Monge apenas nos dirigía la palabra y nos había ordenado encerrarnos a comer en nuestros aposentos.

—¿Lo abandonó?

—Me hubiera alegrado tanto que Anne hubiera vaciado nuestros cofres y desaparecido para siempre. Pero el destino quiso que las cosas fueran distintas. El Santo Oficio abrió un proceso contra su maestro, acusado de practicar magia negra, y lo que era aún más grave, de latría
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. Estaba claro que el tal Arnau desembucharía los nombres de sus adeptos bajo el tormento inquisitorial. Anne se adelantó a dicha confesión, que le hubiera acarreado terribles consecuencias. Trató de herbolarlo, sin importarle que hubiera sido su amante durante largos años. Pero la alumna todavía no había superado al maestro. Él se esfumó, no sin antes denunciarla ante sus jueces. Le pagó con la misma moneda. A ella la arrestaron. Monge se obcecó, negándose a creer una sola palabra de los testimonios incontables y abrumadores presentados ante el tribunal de la Inquisición. Era tal la ristra de maldades y ominosos pecados dejada tras de sí por la bella damisela que cualquiera hubiese echado cien años de vida a la jovencita.

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