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Authors: Belén Gopegui

La conquista del aire (19 page)

BOOK: La conquista del aire
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—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó Carlos.

—No lo sé. Adorno dijo que cuanto mejor comprende uno la sociedad, más difícil le resulta serle útil, insertarse en ella. Piensa en tu hijo. Si sólo lo comprendieras, serías un cero a la izquierda para él. Pero lo comprendes y le das la merienda, lo riñes y lo echas de menos y a veces no lo comprendes, y todo está unido. Algo así me pasaba con Marta. Ahora la comprendo mejor, pero no la toco. Y es como si esta situación se hubiera contagiado al resto de mi vida. Comprendo mi trabajo de ayudante de meteorología, pero no lo toco; comprendo los informes que nos encargan en la consultora, pero no los toco.

—Está bien tomar distancia de vez en cuando. Las crisis cumplen esa función. —Carlos había doblado por la mitad la arandela unida a la lata; ahora intentaba desprender la pestaña.

Guillermo se rió.

—Es verdad. —Y volvió a reír—. Una crítica de mi vida, en román paladino, una crisis. Los lugares comunes son una cura de humildad. Debo de estar en la crisis de los cuarenta. —Miró a Carlos a los ojos—. Ya te contaré qué pasa. ¿Y tú? ¿Cómo te van las cosas?

Carlos se encogió de hombros. Jard, dijo, iba un poco mejor, y estaba contento porque había llegado a un pacto con tres de los cuatro que trabajaban con él, un pacto de resistir al menos hasta marzo del año siguiente. En cambio, con Ainhoa, algo no marchaba del todo.

Carlos guiñaba los ojos esforzándose por distinguir el contorno del busto de madame Cezánne, a la vez que tanteaba en su memoria: ahí estaba su pretexto como una puerta falsa.

Precisamente, dijo, quería hacerle un regalo especial a Ainhoa, un regalo con edad, simbólico, y había pensado en aquella tienda de antigüedades adonde Guillermo le llevó una vez. ¿Cuál era la dirección exacta?

Cuando Guillermo estaba apuntándola, sonó el gatillo de la cinta. Se levantó para darle la vuelta y puso la segunda cara, pero Carlos se había levantado también.

—Me voy a marchar —dijo—. Seguiremos otro día, ¿no?

—Claro —dijo Guillermo.

Hasta la ventana llegaba el ruido de la moto de Carlos. Luego Guillermo encendió la luz del techo y se quedó mirando el cuadro de madame Cézanne. Pensaba en su madre. En los naranjos. En su viaje reciente. Habían pasado ya catorce años desde la muerte de su padre. Cinco años después, en el 86, su madre se había ido a Chaouen con una compañera del laboratorio médico. Entre las dos habían comprado una casa y un trozo de huerto con naranjos. Además, montaron una especie de farmacia casera. Tenían los ingresos de sus jubilaciones anticipadas y luego los de sus pensiones. No vivían mal.

Pero tampoco vivían bien, se dijo Guillermo camino de la cocina. Puso leche a calentar y se sentó en un taburete blanco. Ni su hermana ni su hermano, ambos mayores que él, habían aprobado la marcha de su madre, aunque no hicieron nada por evitarla. Su hermana vivía en Zurich y su hermano en Sevilla. Ninguno de los dos tenía hijos. Él tampoco hizo nada para que su madre se quedara, porque no tenía mucho que ofrecer. Entonces vivía, recordó, en un apartamento tan pequeño como el de ahora. Además, al principio, la marcha de su madre no le había parecido mal. Había visto fotos de Chaouen, un pueblo con ventanas enmarcadas de azul metido en la montaña, y sabía que era lo bastante turístico como para que a las autoridades les interesara atenderlo. Apagó el fuego; la espuma de la leche llegaba al borde del cazo. Echó azúcar en un tazón, y leche. Cuando por fin fue a Chaouen, junto a la hermosa mezcla de añil y cal en las paredes de las casas encontró el olor insufrible de las carnicerías, las calles pedregosas, el agua estancada en los charcos y, sobre todo, una constante impresión de extravío y desguarnecimiento. Ahora su madre tenía setenta y tres años, y su amiga Teresa, sesenta y nueve. En este viaje había intentado que su madre recapacitara. ¿Qué pasaría si se rompía una pierna, si caía enferma? Ella empezó a abanicarse despacio. «Estoy contenta en Chaouen —le dijo—. Tienes razón, aquí las carnicerías huelen, no hay hospital y el calor puede ser, como hoy, agobiante. Pero son tres cosas que a mi edad no importan demasiado.» Guillermo veía la cara de abubilla de su madre. Una cara confiada y sin embargo distante, pequeña pero ubicua, la veía ahora encima de la campana de la cocina. La terraza de la casa de su madre se alzaba sobre una ladera cubierta de naranjos. Y al oír a su madre Guillermo había recordado otra terraza con su padre hablándole de Yáñez el Portugués.

No terminó de beberse la leche. A veces Carlos y Marta, pensaba, se parecían mucho.

Con un gesto que le recordó al del practicante de su pueblo cuando hacía salir unas gotas del líquido de la jeringuilla, Santiago pulsó el botón del taladrador apuntado hacia arriba e hizo que la broca girase en el aire. Leticia le miraba. Santiago se acercó a la pared, vio la marca de rotulador y clavó allí la broca. Había usado un taladrador por primera vez el año que vivió con Carlos, sólo para evitar que Carlos hiciera siempre los agujeros. A Santiago el ruido del taladrador le desagradaba de manera especial porque, en el fondo, temía que Carlos se excediera. En cambio, si lo hacía él, el sonido agudo de torno de dentista, fundido con el movimiento del brazo y con el tacto de la pared, estaba bajo su control, cobraba sentido, y Santiago llegaba a encontrar placer en el acto físico de taladrar. Vio el polvillo rojo caído sobre el periódico encima del suelo. Eligió el taco y lo introdujo en la pared junto con la escarpia. Después, Leticia le acercó el cuadro. Lo había pintado un amigo suyo aunque, al comprarlo, ella había dicho que se trataba también de una inversión. Bajo la luz del lucernario, pensó Santiago, mejoraba.

—Luego recogemos —dijo necesitado de que Leticia le obedeciera. Como siempre que hacía una chapuza doméstica, estaba experimentando una mezcla de prepotencia y desolación. Se sentía con derecho a dar órdenes a Leticia y a cualquier otro que hubiera llegado en ese momento, tontamente envalentonado por un odio que no era suyo y que sin embargo, pensó, había tocado a los suyos. La explotación física, el control del cuerpo del trabajador y el control de su cabeza no son equiparables, contaba en uno de sus seminarios. Marcan estadios distintos. Haré por ti los esfuerzos físicos que me pidas, deseaba advertir a Leticia, moveré una nevera, levantaré cajas de botellas, clavaré una estantería, pídemelo y lo haré, pero jamás te creas con derecho a exigírmelo.

Se tumbó en el sofá. Leticia había ido al cuarto por tabaco y él se hundía en el pesimismo. De algún modo, el recuerdo del agujero perpetrado, del polvillo y del feo taco de plástico que sujetaba el cuadro por detrás le remitían al mal gusto de la casa de su madre, a los platos de duralex, los tapetes de ganchillo, las zapatillas negras sobre las medias de color carne. Lo feo y lo desangelado se agazapaban en la pared junto a la triste glotonería de su abuela en la mesa, a sus manos de roedora desmigando el pan. El continente grosero de su infancia estaba ahí, colándose por debajo de la puerta.

Leticia entró con el tabaco. La veía acercarse y era como si el color claro del pelo, los delgados pantalones de lino y la camiseta de manga larga contribuyesen a mantenerla a salvo. ¿De qué le valdría hacer aflorar ante ella un mundo de agujeros y platos de duralex? Ahora Leticia fumaba a su lado y él se había creado la obligación de hablar. Miró la cajetilla de Merit de Leticia. No fumaría. No hablaría. Haría caso de las tablas de madera barnizada del suelo, de la luz suave de lucernario y de las vistas al Retiro. La riqueza debía servir para eso. Si algo le parecía particularmente despreciable era la escena de un rico regateando en un mercado y presumiendo de la ventaja obtenida. Los ricos, cuando menos, debían estar por encima del juego y también por encima de sus sensaciones. Él era rico ahora. O estaba rico, pues disponía del usufructo de la riqueza ajena. Podía, por tanto, y sobre todo debía, mostrarse displicente con su malestar. ¿Y qué si en las paredes había tacos de plástico? ¿Qué especie de rebaja quería conseguir diciéndoselo a Leticia? Ya que no me hacen descuento, regálenme algo, regateaban los agudos burgueses en las tiendas. Por tener que vencer el bar de la gasolinera cuando estoy contigo, regálame tu cara preocupada y tu admiración. Santiago atrajo a Leticia y le mordisqueó las orejas. Ella, con los ojos cerrados, preguntó:

—¿Cuándo voy a conocer a Carlos y a Marta?

En todas las casas había tacos y clavos, paredes como muelas picadas. ¿Y por qué no? Un día de éstos los conocerás. ¿Qué hay tan difícil en mezclar dos mundos? Santiago sentó a Leticia en sus rodillas.

—Muy pronto —le dijo al oído.

Después hizo que se pusiera de pie. La cogió de la mano y la condujo hasta el cuarto.

—Luego recogemos —repitió al pasar delante del cuadro recién colgado, el periódico sucio y el taladrador en el suelo.

Se tumbó en diagonal en la cama y rodó con Leticia mientras se desnudaban, también contigo voy a salir adelante.

Les despertó el timbre de la puerta. Leticia se vistió muy deprisa. Los dos sabían que era su cuñada con Irene, pero Santiago se hizo el dormido. Todo está bien, pensaba. Le gustaba el olor de la habitación, tenía ganas de ver a Irene y ya no le abrumaba la idea de un encuentro con Carlos y Marta. ¿Qué podía pasar? Con Marta, Leticia se entendería pronto, y Carlos despertaría su instinto de protección. En cuanto a él, asistiría al encuentro sin tener nada de que avergonzarse. Había pensado decirle a Carlos que, de momento, no le hacía falta el dinero. Sería diferente si se casaba con Leticia. Entonces sí querría asegurarse de que disponía de un pequeño capital. De cualquier modo, durante los próximos meses podía pasarse sin los cuatro millones. Incluso, para no sentir que hacía el ridículo, había estado calculando. El Rover que le había regalado a Leticia su familia valía más de cuatro millones y medio pero lo usaba siempre él porque a Leticia no le gustaba conducir y en la ciudad prefería ir en taxi o en autobús. En realidad, se dijo, soy yo el primero que quiere que Leticia les conozca. Y se imaginaba dentro de un año: Jard se habría recuperado, la tensión del préstamo habría desaparecido, él estaría casado con Leticia y los seis se verían a menudo. Imaginó a Carlos, Ainhoa, Marta y Guillermo con Leticia y con él en esa misma casa, bebiendo y hablando hasta la madrugada de lo que siempre habían hablado, de sus trabajos, de política, de sus amigos, de películas, de cómo hay que vivir.

El último domingo de septiembre Marta subió por la escalerilla del avión cuidando de que su bolsa no tropezara con la barandilla. Tenía el asiento 2A. Sacó de la bolsa un libro y una chaqueta, subió la bolsa al maletero y se sentó. Algunos pasajeros de clase turista atravesaron el pasillo mirándola. No hacía tanto que ella era uno de esos pasajeros. Marta cerró los ojos. Escuchaba las normas de seguridad sin atender. De los aviones sólo le daba miedo el mar. Los vuelos nocturnos encima del agua, verse en el centro del océano, de noche, con peces escurridizos rozándole las piernas. Pero en el trayecto Madrid-Colonia no se volaba sobre el mar. Abrió los ojos al oír de cerca la voz de la azafata. No quería una copa de cava, le dijo con un gesto cuando pasó por su fila. «Gracias», añadió en voz alta. El zumbido de los motores creció; era como una nota aguda que buscara hacerse cada vez más aguda, como ella misma cuando se desesperaba y, sin poder evitarlo, empezaba a concebir pequeñas acciones irreversibles: hacer una visita en plena noche a alguien de su pasado; entrar sola en un local y emborracharse mucho; conducir hasta la sierra y pasear a oscuras; abordar a un desconocido. Haría todas esas cosas y algo se rompería, el motor estallaría pero después, como al subir una montaña cubierta de niebla, el paisaje sería otro, se vería el sol, el cielo despejado. Ahora la máquina pesada se remontaba por encima de la tierra sin que el motor estallase ni se apaciguara su descontento. Sólo el ruido se había tornado más sordo y uniforme.

Marta se desabrochó el cinturón. Eran las siete y media de la tarde. Llegaría al aeropuerto de Colonia a las diez. Antes de las doce podría estar durmiendo en el hotel de Bonn. Se acostaría pero el paisaje seguiría igual: su trabajo, su mala relación con Guillermo, su vida desorientada.

Rechazó los auriculares que le ofrecían y se puso a mirar a los pasajeros. Hombres con traje y corbata, casi todos. Business class. Habría preferido decir primera clase. Ir en primera significaba pertenecer al grupo de los que tienen dinero en abundancia y lo derrochan, pero la situación de quienes viajaban en business resultaba, se dijo, bastante más confusa. Casi nunca sacaban ellos sus billetes, sino sus empresas. Ellos quedaban al margen de la ostentación o del derroche. Estaban allí porque alguien había juzgado conveniente que viajaran en mejores condiciones que la mayoría, o al menos así podían creerlo. Marta podía recordar a los pasajeros de clase turista sin sentirse incómoda por la atención especial de las azafatas, los bombones, las bebidas, la holgura de los asientos. Si hubiera ido en primera sería diferente. De nuevo habría experimentado su mala conciencia de niña rica, su vergüenza ante la arbitrariedad de los destinos. Pero en business la arbitrariedad había sido teóricamente reemplazada por el mérito o, siquiera, por una autoridad con nombre propio. Aparte de esas teorías reaccionarias sobre la reencarnación, se dijo, no había ningún argumento al que acudir para explicar por qué ella había nacido en una familia de la burguesía media alta y no en un pueblo de carretera. En cambio, en alguna parte, alguien podía aclarar por qué su billete de avión no era de clase turista. De algún modo, y aun contando con el funcionamiento tantas veces inepto o disparatado de empresas y ministerios, alguien que no era Marta resolvía gastar en ella un dinero extra. Sin embargo, la falacia del mérito siempre evitaba contar que por cada limpiabotas propietario de un imperio, había una élite entera de propietarios reproduciéndose con naturalidad. Marta recordó una discusión en el ateneo: «¿A partir de cuándo —había preguntado ella—, se empieza a contar el mérito, a partir de la universidad, de los veranos en Inglaterra, de una infancia con libros?». Era cuando Santiago iba por allí y en esa ocasión había intervenido furioso, preguntando a su vez: «¿A partir de cuándo puede uno librarse de la mala conciencia de los señoritos, cuándo voy a poder reírme de su pasado y sus ventajas?». No era el mérito, no. Lo que de verdad originaba que a ella le dieran una cena mejor que al otro grupo de pasajeros era la titularidad del billete. Quien paga tiene derecho, ésa era la premisa que había aceptado sin cuestionarla, se dijo acurrucándose de lado.

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