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Authors: Belén Gopegui
—¡Eh! ¡Vuelve! —dijo Jorge—. ¿En qué estás pensando?
Marta miró a Jorge y a Concha, y después a Guillermo.
—Pensaba —dijo— en la película.
Al salir del cine habían hecho los comentarios de rigor: aquella escena, ese final, los actores. La conversación se había extinguido antes de llegar al café y ahora todos esperaban el comentario de Marta. Ella se había propuesto no discutir, pero la pregunta de Jorge la había cogido desprevenida.
—Pensaba —dijo—que el director debería haber tenido más cuidado para no hacer el juego a todo lo que intenta criticar.
—No me parece que la película le haga el juego a nadie —contestó Jorge—. Se limita a decir cómo están las cosas.
—Mal, muy mal para los que viven mucho peor que nosotros —dijo Marta—. Pero eso ya lo sabíamos. Si alguien decide hacer una película con ese tema, será por algo.
—Bueno —dijo Jorge sonriendo—, en general las películas de denuncia suelen conformarse con que la gente se acuerde de que no todo está bien. En este caso, además, se critica a un Estado que con el pretexto de proteger puede contribuir a empeorar más las cosas.
Marta movió la cabeza.
—A lo mejor no es el momento más oportuno para criticar los sistemas de protección social. —Enseguida rectificó—: Aun así, si la película hubiera abordado ese tema, no me parecería mal, en serio. La crítica interna, cuando está bien hecha, tiene sentido. Pero no creo que la película trate de eso.
—¿De qué crees que trata? —preguntó Concha.
—La intención del director supongo que ha sido la que decía Jorge, denunciar. Sólo que el efecto general de las películas de denuncia suele ser el contrario del que buscan. Como mucho, en algunos casos remueven la mala conciencia de la gente y despiertan su vena caritativa, lo que ya es un mal asunto. El efecto de rebote que producen es reforzar lo que hay.
Marta miró los vasos de todos y llamó al camarero.
—Creo —continuó— que es parecido a cuando mi tía abuela se pone a comentar con sus amigas las últimas muertes, enfermedades y desgracias. Le gusta hacerlo porque la ayuda a disfrutar de su vida: ella y sus amigas siguen vivas; sus pequeños achaques no son nada comparados con las desgracias que cuentan. Las películas como ésta no las ven mujeres alcohólicas, apaleadas y sin el graduado escolar; las vemos gente como nosotros, y a nosotros nunca nos va a pasar nada parecido, gracias, entre otras cosas, al sistema económico y político que tenemos.
El camarero recogió los vasos. Sobre los posavasos de cartón fue poniendo cuatro nuevas cervezas. El cartón amortiguaba el ruido.
—Estoy de acuerdo contigo en que ese efecto suele darse —dijo Guillermo—. Sin embargo, una buena película de denuncia debería servir también para conocer al otro, para imaginar mejor al otro. Quiero decir, para entender que el mundo no pasa sólo por uno mismo.
Concha miró a Marta al decir:
—No creo que una película de denuncia sea el mejor sitio para imaginar al otro. Resulta casi imposible imaginar de verdad al otro, salir de los clichés, cuando ese otro es mucho más pobre y menos inteligente que tú. Los griegos lo sabían bien, por eso hacían que los protagonistas de sus tragedias fueran héroes y reyes.
Marta asintió.
—Puestos a denunciar, funciona mejor una novela como
El Gatopardo
, donde se puede ver, al mismo tiempo, cuánto le molesta al príncipe perder sus privilegios y qué relación hay entre los privilegios del príncipe y la vida de quienes tratan con él.
—Es verdad. Yo no diría que ésta es exactamente una película de denuncia —dijo Concha despacio—. Más bien creo que ha cogido el viejo tema de la tragedia, el conflicto entre la ley de la ciudad y la ley de la tribu. Ya se había hecho antes en los westerns. Juicio frente a linchamiento. Sheriff frente a pistolero. Sólo que aquí se han invertido los términos y, frente a una ciudad injusta, la película parece defender la ley de la tribu.
—Pero si fuera así —argumentó Marta— la parte de la ciudad tendría que tener tanta importancia como la parte de la mujer. Conocemos casi todo de la mujer; en cambio, de la situación de los servicios sociales no sabemos nada. Tendría que haber un cierto equilibrio en el trato. No puedes dedicar tres minutos a unos asistentes sociales con cara de gendarmes, y volcar el resto de la película en la vida de la mujer.
—¿Por qué no? —dijo Jorge—. A lo mejor quiere que sepas que los asistentes sociales ponen esa cara y que sólo dedicaron tres minutos al caso de esa mujer.
—De acuerdo —concedió Marta—, pero entonces volvemos al principio. La película no está contando el conflicto entre dos sistemas de valores; se limita a denunciar lo mal que han tratado a una mujer. Si después alguien se pregunta por qué la han tratado mal, la única respuesta es la maldad, la inhumanidad de los asistentes sociales.
—¡Quieto todo el mundo! —dijo Jorge, y fingía apuntarles con la mano—. A ver si por ser tan listos y tan críticos ahora nos vamos a quedar sin las películas de buenos y malos.
Guillermo apreció la broma de Jorge y rió con los demás aunque no quería dejar de contestar a Marta. Se había casado con ella, vivía con ella pero, pensaba, no había sabido enseñarle que se puede acertar y estar equivocada al mismo tiempo. Pasada la tregua, dijo:
—Es verdad que los términos morales enturbian cualquier denuncia hecha desde la izquierda. ¿De qué sirve decir que los banqueros son malos? Sólo aumenta la confusión porque induce a pensar que podría haber banqueros buenos, cuando el problema no es la supuesta limpieza de su alma sino la posición que ocupan.
Mientras Jorge le daba fuego a Marta, Guillermo continuó:
—Pero aunque no lo haga bien, yo sí diría que la película intenta cuestionar una forma de organización social. Probablemente su error está en acentuar demasiado el lado humano, eso no le deja desarrollar el tema.
—¿Quién creéis que representa a la ciudad? ¿La protagonista? —preguntó Jorge.
—Supongo que la intención del director es contar eso —contestó Guillermo—. Que en los valores de humanidad, maternidad, altruismo, etcétera, están los restos de la ciudad, de la razón, y que debemos alimentar esos valores. Cosa que también podríamos discutir.
Guillermo cogió el mechero de Jorge, lo encendió en el vacío.
—Es que es discutible —dijo Marta—. No sé qué tienen que ver la razón o la justicia con el sentimiento en bruto de la protagonista, o con la falsa bondad de ese santo sudamericano que sale en la película.
—¿Por qué falsa? —preguntó Jorge.
—Bueno —Marta había bajado un poco la voz como si ya no le importara estar en lo cierto, como si aceptara de antemano su equivocación—, a mí no me parece posible que alguien en la situación de ese personaje pueda ser tan bueno, pero yo tengo una idea casi aritmética de la bondad. Creo que mucho sentimiento produce resentimiento, creo que cuando pones la otra mejilla, es otro quien acaba recibiendo tu bofetada. Eso no quiere decir que no puedas ponerla, pero sí que debes elegir bien a quién le traspasas tu bofetada. A lo mejor vosotros —dijo mirando a Guillermo— no lo veis igual.
—Más o menos —contestó Guillermo.
Concha dijo que se hacía tarde. Mientras esperaban la cuenta comentaron los últimos casos de corrupción.
En el coche, Marta conducía pensando en el día siguiente. Deseaba que durara el mal tiempo, quería un domingo de lluvia tempestuosa para quedarse en casa leyendo un libro triste y penetrar en el sentido de lo inútil y lo contradictorio.
Guillermo, desde el asiento de al lado, seguía maquinalmente la conducción de Marta, el freno, los cambios de marcha, la entrada en el subterráneo. Tenía sueño pero no lograba adormilarse porque le acometía una extraña forma de responsabilidad. Era una sensación activa, que le dejaba algo perplejo. Era, pensaba, como si se sintiera responsable de ser siete años mayor que Marta, de haber mantenido durante mucho tiempo una relación con una mujer once años mayor que él y haberla empujado a abandonarle; de que le gustara llevar sandalias en verano; de haber dejado sociología a medias y haber terminado tras sacar la oposición; responsable del libro de Adorno que le esperaba en la mesilla de noche; de haber estado tres años en Amsterdam y dos en Dublín; de tener una madre farmacéutica retirada en Chaouen, el pelo rizado, las manos anchas y morenas, un reloj de muñeca heredado de su padre, una colección de soldados de plomo; de haber vivido, pensó, de estar viviendo.
En casa de Santiago una caja de leche duraba siete días. En casa de Carlos, Diego y Ainhoa, duraba tres. En casa de Marta y de Guillermo, seis. Era la madrugada del 31 de enero de 1995. Habían pasado treinta cajas de leche para Carlos, quince para Marta, medio bote de jabón de lavadora para Santiago, un frasco de loción de afeitar para Carlos; noventa periódicos para Santiago, ochenta y cinco para Carlos, ciento catorce para Marta. Dieciocho limones para Carlos, un tercio de botella de coñac para Marta, tres paquetes de café para Santiago; quince depósitos de gasolina para Carlos, cuatro para Marta, siete para Santiago. Dos bolas rotas de Navidad para Carlos, once figuras de mazapán para Marta, dos tabletas de turrón blando para Santiago, doce uvas para cada uno de los tres; diez cartones de Camel para Marta, treinta y dos tónicas para Carlos, setenta y cinco yogures para Santiago. Había pasado el tiempo en forma de sustancia y no dormían. Filas de envases amontonados, filtros de cigarrillos consumidos formando montañas, periódicos reciclándose, ardiendo en una caldera de calefacción. A las seis de la tarde del 30 de enero, en una cafetería de la calle Infantas, Carlos Maceda había pedido una prórroga.
Una noche malva y anaranjada y sucia llenaba los patios interiores, las terrazas, se arrimaba a los cristales fríos, descendía por los tejados tocándolo todo, cada una de las ramas secas de los árboles, las cornisas, la piel de los gatos, el filo suave y mojado de las sábanas tendidas en las azoteas.
Marta, la cabeza metida debajo de la almohada, daba portazos en el despacho vacío de su jefe y la imagen de Carlos la asaltaba, y ella tenía que apartarla como a veces tenía que apartar la imagen del fuego en el túnel del ascensor. Puso la almohada contra la pared. Su jefe se iba a Bruselas. No podía culparle. Para él era una buena noticia; Marta le había felicitado. Pero daba portazos en aquel despacho vacío, portazos en el aire del dormitorio, al tanto de que el sustituto anunciado no iba a apoyar el proyecto de renovación del transporte, el único que a ella le interesaba. Más aún, el propósito de ese individuo sería aleccionarla en el manejo de un presupuesto ornamental. Había ocurrido lo probable, se decía, lo previsible, ella contaba con que sucediera desde el principio; cuando decidió seguir a su jefe al ministerio los dos sabían que el proyecto era una apuesta de lujo, perdida de antemano, y los portazos se transformaban en el agitado batir del viento contra la persiana y luego en la respiración de Guillermo. Se volvió de costado hacia ese cuerpo dormido, mirando el torso alto, más alto que la almohada. Apoyó ahí la cabeza. Pensaba en la casa que Guillermo quería comprar, en el término de su contrato, y otra vez en Carlos: perdonadme, les había dicho a Santiago y a ella en la cafetería. Guillermo la cogió con un brazo sin apenas despertarse; su mano pesaba sobre la espalda de Marta, contundente.
Santiago superpuso a la conversación de la prórroga la imagen de Leticia Tineo. Sentía en su erección el contacto de la sábana de arriba y lamentaba ese vigor inútil. Se destapó. No quería fantasear con Leticia; además, estaba sin recursos, sin libertad para invitarla a qué viaje, para llevarla a qué hotel y sugerirle qué vida justo ahora. Con la paga extraordinaria había terminado de pagar el arreglo del coche. El dinero del máster se lo había gastado en comprar, como siempre, regalos caros y buenos para todos, en especial para su sobrino. También le había dado una parte a su madre, para reparar el tejado de la casa. Al volver a Madrid, sin un duro, halló una postal de Leticia Tineo en el buzón. Esa mujer le convenía. Varias veces se lo había dicho a sí mismo, sin que ello comportara cinismo alguno. De la misma manera, en ocasiones, leía artículos que le convenían, porque le abrían campos de reflexión y de estudio, porque le proponían horizontes. Leticia Tineo le convenía así, su mera existencia le planteaba una pluralidad de posibilidades.
En aquella fiesta del chalet había hablado con ella, se había quedado un rato con ella en el jardín. Un rato breve, Leticia era la mujer de un profesor titular, el joven filósofo, lo llamaban, y él no quería líos. Sobre todo, no quería líos por nada. Sin embargo, desde la fiesta habían llovido al menos tres llamadas con excusas absurdas, y después de las vacaciones una cita entre casual y buscada por los dos. Leticia Tineo trabajaba en el departamento de patrimonio bibliográfico de la Biblioteca Nacional. Él exageró al decirle que solía ir allí un día a la semana, los martes, y ella le contestó que cuando fuera subiese a verla. Leticia salía a las seis. A las seis menos cuarto del martes siguiente, Santiago llamaba a su despacho. Se quedó cinco minutos, ella adelantó otros cinco su hora de salida y, juntos, bajaron por las grandes escaleras de piedra de la biblioteca como reyes. Vinieron después el juego y el miedo, no se vieron durante dos semanas, pero al fin Leticia llamó y Santiago decidió responder con una propuesta osada, una cita sin excusa para ir al cine. Ella había aceptado. A la salida fueron a tomar una copa y ella le contó que se había separado del joven filósofo, iban a divorciarse. Cuando el día 29 de enero oyó el mensaje de Carlos convocándole a una cita con Marta y con él, Santiago pensó que recibía viento en las velas: se acababan los problemas de dinero, Carlos cumplía lo prometido poniendo fin a la inquietud, pronto quedarían de nuevo a comer los tres, y él podría volver a mirarse en el espejo seguro, satisfecho de haber pasado la prueba con sus amigos y haber soportado la ansiedad. Se imaginó dentro de unos meses contando a Leticia su participación estelar en la aventura de Carlos.
Pero no había habido restitución, sino pérdida: «Necesito noventa días, a primeros de mayo os lo devuelvo, perdonadme». El cántaro de la lechera astillado; la leche vertida. Un café rápido, ninguna broma, tanto por parte de Marta como por la suya, una actitud comprensiva. «A la fuerza ahorcan», maldecía Santiago en la vigilia, joder, ¿qué podían haberle dicho?: «Es nuestra voluntad que nos lo devuelvas ahora», o «Te vamos a embargar», o «¡Qué putada, Carlos, justo ahora, justo cuando necesitaba dinero para el amor!». Eres gilipollas, era lo que Santiago había pensado de sí mismo, pero a Carlos sólo le habían dicho, Marta y él a la vez: «Tranquilo, no te preocupes». Porque al menos la amistad servía para saber que Carlos no iba a estar tranquilo y porque, ahora, Carlos se había convertido en una inversión. Ahí sí había cinismo, pensaba, en la clarividencia con que Marta y él habían entendido que necesitaban cuidar a Carlos, decirle que estuviera en calma, procurar impedir que le venciera la tensión y se precipitara montaña abajo, arrastrándoles a ellos. Las 2.15 de la mañana en el despertador. Santiago se tapó para intentar dormirse. Tenía comprobado que abriendo los ojos se desvelaba más y se empeñó en mantenerlos cerrados. Pero allí estaban los tres encima de la acera. Expulsados del café, indecisos, no sabiendo si los otros dos tenían coche o moto, o una cita, no atreviéndose a preguntar ni a marcharse, los tres temiendo posibles alianzas. A Santiago no le habría gustado imaginar que Carlos y Marta se quedaban juntos. Por lo mismo, pero de otro modo, le habría dado vergüenza irse en el coche con Marta y dejar a Carlos solo, confinado en el margen del «debe» mientras él y Marta se iban para seguir viviendo en el lado del «haber». Y aún se habría atrevido menos a irse sólo con Carlos y correr el riesgo de delatarse: «Mira, Carlos, soy un estúpido, soy un imbécil por haber confiado en ti, un verdadero gilipollas». Un café rápido y después salir disparados, cada uno en una dirección. Esa noche se había acostado sin llamar a Leticia Tineo. Mañana, se dijo, y notó que se excitaba otra vez. Leticia estaría durmiendo en la cama matrimonial que su marido ya no compartía; pero también podía estar despierta en la oscuridad, acaso preguntándose por qué Santiago Álvarez no le devolvía la llamada. Se levantó a enjuagarse la boca. Al verse desnudo, empalmado y preso en su estrecho cuarto de baño, le dio rabia pensar en el dinero, pensar que Marta sí podía permitirse ser generosa. Una ráfaga de viento helado cortó el ambiente. Había olvidado entornar el ventanuco. Volvió a la cama destemplado, deseando taparse y coger el sueño.
Tumbado boca arriba, Carlos vagaba por la ciudad buscando un cliente posible para Jard y siempre tropezaba, había relojes rotos en el suelo, correas metálicas cuyo cierre, candente, se derretía quemando sus zapatos porque él no había respetado el plazo, no había sido duro ni inapelable, porque él, Carlos Maceda, había empezado a fallar. Y Carlos abría los ojos para no ver el rostro de Jard, S.L. en cuatro rostros, Lucas, Rodrigo, Esteban y Daniel, cuatro puestos de trabajo perdidos, cinco con el suyo, y los cerraba, y los abría de nuevo y en ambos casos veía el tiempo imaginado, custodiado, la promesa incumplida, a Marta y a Santiago con la duda en la mirada, una duda mucho más real que el ridículo «No te preocupes». Ojalá le hubieran dicho: «Preocúpate, mira por nosotros».
—Deberíamos convocar una reunión con todos —le dijo Carlos a Lucas el 1 de febrero. Estaban los dos en el despacho de Jard.
—Deberías convocarla tú, quieres decir —contestó Lucas.
Carlos bajó la mirada. Sus ojos fueron a parar a la tela de la camisa de Lucas. Era blanca y tenía un aire entre anticuado y proletario. El aire de Lucas, se dijo. Ya la primera vez que habló con él, siete años atrás, había pensado que Lucas tenía aspecto de futbolista de segunda a punto de retirarse. Ahora, con cuarenta y dos años, Lucas ya sólo podía parecer un entrenador. Sin embargo, Carlos seguía viendo en él al futbolista veterano, musculoso pero delgado, con modales cultivados aunque llanos, un jugador que poseyera la elegancia ilustrada de un ingeniero decimonónico. Y le dolía sentirse censurado por él.
—Disculpa —dijo—. Ha sido un lapsus. A veces se me olvida que ya no somos socios.
—Recuerda que nos hicimos socios por las palabras —dijo Lucas.
Carlos apoyó los codos en la mesa. Se sentía como un estudiante la noche antes del examen, como si tuviera demasiado pasado, demasiadas materias a su espalda y hacia delante sólo una franja en blanco. Sí, era verdad, se habían hecho socios por las palabras, porque Lucas sólo podía aportar un décimo del capital y ambos estaban de acuerdo en que una posición económica desigual multiplicaría los malentendidos, haría que cada uno viese la empresa de distinto modo, impidiéndoles construir un vocabulario común. A la actitud de entrega uno le llamaría entusiasmo y otro, responsabilidad. Evitar correr ciertos riesgos sería prudencia para uno y para el otro, síntoma de cobardía. Se pusieron de acuerdo y Lucas aceptó un adelanto imaginario sobre futuros beneficios destinado a la compra de la mitad de las participaciones. Pero después había llegado el préstamo, y todo eso se vino abajo. Lucas se había negado a mantener su situación si Carlos llevaba a cabo la operación amigos. «Te toca ser empresario —le había dicho—, yo no puedo seguirte», y le había hecho una venta a precio simbólico del cuarenta y nueve por ciento de las acciones. O acaso a precio real, pues Carlos había acordado pagar por ellas las ciento cincuenta mil pesetas aportadas por Lucas en su día. Lucas también le había vendido el uno por ciento que pusieron a nombre de su sobrino porque la ley exigía que las sociedades limitadas tuvieran tres socios. Una venta secreta, a la espera de la nueva ley que, según se anunciaba, permitiría convertir empresas como Jard en sociedades unipersonales.
Seguía callado, no sabía siquiera si tenía que responder a Lucas o sólo decirle: de acuerdo, márchate, ya veré lo que hago, soy yo quien va a examinarse. Desde la dichosa operación amigos, el tiempo se había convertido en un interrogatorio, y pensar hacia delante significaba pensar en qué respuestas debería dar a las preguntas de Ainhoa, de Lucas, de Esteban, Rodrigo y Daniel, de los proveedores, de los talleres, de Santiago y de Marta. Le habían relegado a la soledad de ser el único responsable. Hizo un último intento.
—¿No nos habremos equivocado? —preguntó—. El préstamo de mis amigos es personal, pero la empresa sigue siendo de los dos. Para la empresa, y también para mí, lo reconozco, sería mejor que tomásemos las decisiones a medias.
—Carlos, no es un problema de software, sino de hardware —dijo Lucas—. Da igual que te programes para vivir en la esquizofrenia, el préstamo es hardware y está en un solo sitio. Lo mejor para todos es tenerlo presente. Cuando el alma se separa del cuerpo no empieza la religión, empieza la hipocresía.
Carlos rió, no tanto por los argumentos de Lucas, que conocía de sobra, sino por eso, por conocerlos, porque sabía que Lucas iba a secundar su risa aunque fuera durante unos pocos segundos, los necesarios para constatar el tiempo común, la corta biografía de Jard, S.L., no por corta menos innegable: cuatro años de
jardware
que pertenecían a los dos por igual. Y se rieron, sí, como si el desacuerdo anterior fuera un tercero interpuesto y le hubiesen hecho salir del despacho: «Espera fuera unos minutos, tenemos que hablar de un asunto sólo nuestro». Al cabo, el hardware era su territorio común, su familia, el pueblo donde se hermanaban. Entre sus compañeros de la multinacional, abundaba la fantasía de montar una empresa propia y pequeña, pero esa fantasía siempre iba vinculada al mercado del software: crear programas, instalarlos, impartir cursos, ofrecer, en definitiva, servicios. Sin embargo, en Lucas, Carlos había reconocido a un semejante: alguien interesado, como él, en la materia, alguien que tal vez no compartía su necesidad de fundar fábricas, edificaciones, pero sí cierta afinidad por lo firme, lo duro, por lo que no es ambiguo ni inestable, sino que tiene existencia, cualidad de cacharro que funciona o no funciona, y es sustancia, y ocupa un espacio visible. Cuatro años fabricando hardware, y ahora un préstamo les dividía. Sin embargo, el préstamo no era materia, se dijo, era sólo capital financiero. Sólo una posibilidad, aun cuando pesara y pudiera convertirse en privación de materia para otros si él no llegaba a devolverlo.
—¿El dinero es hardware? —preguntó entonces sintiéndose débil, queriendo salir de allí y, al andar, poner un brazo en el hombro de Lucas.
—Quieres que te diga que no, pero haces trampa. Ya sabes lo que pienso, Carlos. No me rasgué las vestiduras cuando decidimos ir al cincuenta por ciento en las acciones aunque yo no tuviera dinero. Esta empresa la montamos a medias. Sin ti yo no hubiera podido hacerlo, y sin mí tú tampoco. Eso era hardware. De algo nos tiene que servir haber leído a Marx. Pero no seamos ingenuos. Cuando dinero y poder están en el mismo sitio, entonces el dinero es hardware, o por lo menos funciona como si lo fuera.