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Authors: Belén Gopegui

La conquista del aire (16 page)

BOOK: La conquista del aire
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Vio que la mano de Lucas se había soltado del cuello, que Lucas estaba serio, sin la sonrisa amable y algo paternal que él esperaba, la sonrisa, pensó Carlos, que él hubiera puesto de haber oído en boca de otro un alegato así.

—Bueno —se encogió Carlos de hombros al decir—, sé que no es el único argumento ni el más importante.

—Es el tuyo —dijo Lucas—. ¿Salimos?

Carlos asintió, cogió algunos papeles y cruzó la puerta que Lucas ya había abierto.

Una vez en la nave, ésta le pareció apenas un pequeño cuarto de almacén, una minúscula nave industrial instalada en un bajo interior. No era el gran acorazado insurrecto de la Rusia zarista pero sí, tal vez, un bote de metal, una patera del primer mundo, de tres estrellas, que no obstante surcaba como un aviso los márgenes de la calle Lebrel.

Rodrigo estaba al fondo de la habitación. De pie, con su pelo cortado a lo paje, su barba castaña y su elevada estatura, parecía un héroe nórdico desterrado a otro siglo, obligado a vivir entre los frágiles pueblos del sur y a usar su indumentaria ligera, zapatillas, camisetas, pantalones vaqueros. Carlos se quiso a sí mismo en el lugar puro de Rodrigo, quiso ser un técnico, renegar de la teoría. Lo quiso con desesperanza, con indiferencia, porque podía imaginarse antes jodido o desesperado, antes traicionándose en una empresa uruguaya o marroquí, antes huido con Ainhoa a una aldea vasca, antes hundido o amargado o triunfante que manteniendo el pacífico porte de Rodrigo y su seguridad. Rodrigo iba y venía del voltímetro al osciloscopio. Lucas ya estaba en el tablero. Carlos permaneció de pie.

Debía decir algo. A su lado, Daniel, con la cabeza inclinada, trabajaba en una fuente de alimentación auxiliar para el diseño de Lucas. Era la tarea que más había interesado a Daniel desde que se incorporó a Jard, pensaba Carlos cuando Esteban se le acercó para contarle un problema con un puente rectificador. Le extrañó que se hubiera dirigido a él en vez de a Lucas aunque, ciertamente, ahora todos procuraban molestar a Lucas lo menos posible.

Carlos fue a la mesa de Esteban. Alargó la explicación porque le complacía enseñar a Esteban y también hablar de un conocimiento seguro, firme,
jard
, en vez de referirse a ventas improbables. Pero cuando hubo terminado y volvió al centro de la habitación, sintió que se ablandaba. No quería, se dijo, convocar la reunión ni defender una idea sino sólo seguir en Jard, fabricando objetos con precisión y lentitud, ganándose la vida con aquellas personas. Pensó que si no tuviera que devolver el dinero a Santiago y a Marta tampoco necesitaría la asamblea, el «conmigo o contra mí» al borde del abismo, los juramentos de fidelidad. Si no tuviera que devolver el dinero, quizá la decisión de producir y comercializar las variantes de la nueva fuente de alimentación podría haberse tomado sin dramatismos, paso a paso. Al instante trató de reprimir ese razonamiento.

Pidió en voz alta, a cada uno por su nombre, que acabaran lo que estaban haciendo porque necesitaba hablar con todos. Se dirigió a Esteban para que le ayudara a vaciar la mesa grande. Con cuidado depositaron el material en el suelo. Esteban se sentó a su derecha y apoyó la cabeza rapada en una mano. Miraba a Carlos con extrema concentración y de vez en cuando guiñaba los ojos. Lucas se puso a su lado.

—Pareces un monje tibetano —le dijo.

—Un extraterrestre —dijo Rodrigo.

Por último llegó Daniel. Carlos ocupó la cabecera. Eran las diez menos cuarto de la mañana cuando tomó la palabra.

—Más o menos todos sabéis que estamos metidos en una mala racha, por llamarlo de alguna manera. Quiero hablar de sus posibles consecuencias. Intentaré hacerlo sin retórica, llamando a las cosas por su nombre. Es una de las cosas que nos propusimos Lucas y yo al fundar esto: no caer nunca en el lenguaje hipócrita de la gratitud o la lealtad. Jard es una empresa y aquí no hay gran familia que valga, ni singladura común, ni sacrificio.

Carlos miró a Esteban, quien había empezado a balancearse en la silla, y siguió hablando para él.

—Me vais a permitir que emplee viejos términos marxistas, porque la mejor manera de evitar la hipocresía es llamar a las cosas por su nombre. Como cualquier empresa, Jard es un tinglado montado para obtener una cuota de ganancia. La ganancia, en lo fundamental, sale de no pagar una parte del trabajo de quienes fabrican las piezas. Así estaban las cosas hace cien años y, matices aparte, así siguen estando hoy. Desde octubre, todos hemos aumentado nuestro horario de trabajo para sacar el nuevo modelo adelante, pero eso no ha repercutido en los sueldos. Tal como va Jard, os anuncio que tampoco podrá repercutir en los próximos meses. Digamos que estoy aprovechando la plusvalía para financiar la empresa.

—Carlos —dijo Esteban, y en ese momento el balanceo que contagiaba a la mesa y su ligero crujido cesaron—, yo creo que hoy es una putada no tener trabajo. Mucho más putada que tenerlo y que te roben horas.

—En efecto, es una putada, y más cuando hay tres millones de parados. Por eso quienes montan tinglados para obtener plusvalía están en una posición infinitamente mejor, más ventajosa, que quienes venden su fuerza de trabajo, Esteban. Ellos tienen una colina y una ametralladora, mientras que los otros están en terreno llano y apenas tienen armas.

Carlos buscó los ojos de Lucas sin encontrarlos.

—Como os he dicho, hay matices —continuó—. Por ejemplo, Lucas y yo al principio pensábamos que podríamos explotarnos sólo a nosotros mismos. Eso nos colocaba en una posición un poco ridícula. Uno sabe, además, que la cadena nunca acaba en uno. Pero nos dejaba más tranquilos. Muy pronto, sin embargo, tuvimos que contratar a Rodrigo y luego a Esteban, y un año más tarde a Daniel, aunque, y esto ya lo comentamos —se dirigió a él—, en el caso de un contrato de aprendizaje como el tuyo más nos valdría usar otro nombre.

—¿Hago un café? —preguntó Esteban.

La cafetera estaba justo detrás. Durante un minuto hubo silencio. Esteban fue a buscar agua y cuando volvió todos le miraron volcar la jarra en el depósito, colocar el filtro y el café, enchufar la cafetera. El interruptor rojo se encendió por dentro.

—Lucas y yo queríamos que, en la medida de lo posible, Jard fuera una empresa razonable —dijo Carlos—. Las circunstancias me han llevado a ser hoy el único socio de la empresa, pero espero que Lucas me autorice a usar el plural en el pasado.

Lucas asintió sin hablar.

—¿Razonable para quién? —dijo Daniel.

—Razonable —contestó mirándole— para quienes sostienen que no se pueden separar los fines de los motivos. El motivo y el fin de Jard era hacer buenas fuentes de alimentación, y este hacer algo bien presuponía una idea de la vida. No trabajar en contra de uno mismo, por ejemplo, con horarios infames o metido en peleas idiotas. Considerar el trabajo como la forma que tiene el hombre de relacionarse con la naturaleza y no como un instrumento del capital. En contra de lo que machacan todos los manuales de creación de empresas, pensábamos que el beneficio no tenía que ser el fin de Jard, su principio rector, sino, en todo caso, uno de sus efectos. Queríamos hacer buenos productos, quedarnos con la plusvalía necesaria para pagar materiales, y trabajar una media de horas sensata.

Carlos desvió la mirada hacia Rodrigo.

—Pudimos haber tenido suerte. En el mercado del hardware quedan islas. Es un mercado mosaico y a veces quedan teselas que no molestan a nadie, porque su rendimiento no es alto. Queríamos ocupar una de esas islas. Pero la probabilidad de encontrarla era pequeña y fallamos.

Sonaban ya los primeros estertores del agua hirviendo en la cafetera. Carlos los oía y creía ver una agitación semejante, cargada de impaciencia, en el rostro de Daniel. Rodrigo jugaba con su caja de juanolas. Lucas seguía sin mirarle. Sólo Esteban escuchaba confiado. El silencio era un latido creciente, pero Carlos no podía hacer nada, empezaba a ver que su discurso no tenía salida y que Lucas le había querido avisar. Problemas reales, apoyo logístico, de acuerdo, Lucas, de acuerdo.

—Enseguida acabo. ¿En qué situación está Jard ahora? Su único socio ha contraído una deuda personal de ocho millones. Con ellos, y con lo que vamos sacando de los otros modelos, se han pagado los gastos de Jard desde septiembre. Además, Jard ha contraído una deuda con sus trabajadores, quienes están financiando, como dije antes, la supervivencia de la empresa. Por último, Jard puede contraer una deuda de tres millones con la empresa Electra. El trato sería el siguiente: Electra financia la nueva fuente y se hace cargo de la distribución de las tres, a cambio de un porcentaje y de participar en nuestro fondo de comercio. Habría un período de prueba en el que Electra vería qué rendimiento podemos llegar a dar.

Se calló porque necesitaba asegurarse de lo que iba a hacer.

—Mi propuesta —dijo finalmente— es que si decidimos meternos en la operación y la cosa funciona, se repartan las participaciones entre todos, es decir, que Jard pague su deuda con la plusvalía financiera mediante el reparto de participaciones. Ahora bien, para aceptar el trato con Electra necesito saber que no os vais a marchar al menos en ocho meses. La contestación debo darla dentro de una semana.

Sí, lo había conseguido, Lucas le miraba. También él miraba la carta que acababa de mostrar.

—¿Qué posibilidades hay de que la operación salga adelante? Calculo que un veinticinco por ciento. Entonces, ¿qué sentido tiene quedarse aquí? Os recuerdo que hemos eliminado cualquier referencia a la amistad, los sacrificios, etcétera. Un sentido es la apuesta, hay jugadores a quienes les gusta apostar uno contra tres. Si elegís quedaros y esto sale bien, ganaréis vuestra participación en los beneficios de Jard. Pero la calidad del trabajo disminuirá. Tendremos que pasar más horas aquí y, pudiera ser también, cobrar menos.

La caja de juanolas de Rodrigo había ido rotando. Ahora estaba, abierta, delante de él. Carlos pensó que si cogía la caja los demás notarían cómo le temblaba la mano. Tomó una sola juanola y al poner el pequeño rombo negro de regaliz en su lengua no pudo evitar la asociación con el acto de comulgar. Arrastró por la mesa la caja hasta el sitio de Daniel.

—Si sale mal, ¿qué puede pasar? —preguntó Rodrigo.

—Habréis estado trabajando ocho meses en malas condiciones. Y quedaréis en una posición poco ventajosa para buscar trabajo. Con respecto a las deudas no pasaría nada. Jard sólo responde de las deudas con su patrimonio. En ningún caso podrían embargarse salarios futuros ni nada parecido. O sólo en un caso, en tanto que administrador único se me podría embargar a mí si cometo alguna irregularidad, pero no voy a hacerlo. Lo que sí quiero hacer es contradecirme durante un minuto. Mientras, podemos ir tomando el café.

Esteban hizo ademán de levantarse, pero Carlos le sujetó el brazo.

—Antes —dijo—, una última advertencia: conviene quitarle dramatismo a mi deuda de ocho millones. Ya os he dicho que se trata de una deuda personal, se los debo a dos personas que pueden vivir sin ellos y que no van a pedirme intereses. Con esto quiero decir —y miraba a Esteban— que nadie debe quedarse por mí. No pretendo hacerme el héroe, ni yo mismo sé cuál es la actitud más prudente: no sé si es mejor seguir hipotecándonos o abandonar. Yo en vuestro lugar valoraría las posibilidades de encontrar otro trabajo, el interés que tenéis en éste, y lo que he llamado la apuesta.

Dejó que Esteban fuera por el café. Lucas repartió los vasos y Esteban servía. Carlos apretó con fuerza el cristal caliente. Estaba nervioso, bastante más de lo que había previsto.

—Voy a contradecirme —dijo— porque había pensado exponer la situación en frío, pero ahora quiero añadir lo que pienso. No sé si lo haré en calidad de empresario, o bien en calidad de uno que está en la colina con la ametralladora pero lleva malas botas, es obligado por los oficiales a disparar desde posiciones expuestas y teme a su propio deseo de insurrección. Ya os he dicho que varias veces he pensado cerrar la empresa, y que si no lo he hecho no ha sido por la deuda, ni por vuestros sueldos. Ha sido por mi reputación, es decir, por mi salario futuro, supongo; por la apuesta a ese veinticinco por ciento de posibilidades; y también —Carlos clavó los codos en la mesa y se cogió la cabeza para no mirar a Lucas— por una especie de empecinamiento. De acuerdo, apenas queda uno sólo de los objetivos con que se fundó Jard. Aunque quedara medio, podría tener sentido.

Miró a todos muy deprisa y luego bebió el café. Desde la noche anterior se había jurado que no les forzaría a contestar en el momento ni en público. Cuando se disponía a levantarse, pasó por su cabeza un recuerdo que no era suyo. Alguna vez Alberto le había hablado de la época en que organizaban manifestaciones en la facultad, y del grito: «¡Compañeros, ahora o nunca!». Comprendía que su único y vergonzante deseo era oír de Rodrigo, Daniel, Esteban y de Lucas, en respuesta a su «¡ahora o nunca!», un clamoroso: «¡ahora!».

—Si os parece —dijo— le dais vueltas durante el fin de semana. Quien esté de acuerdo con el trato, que pase por el despacho a partir del lunes.

Se levantó de golpe. Lucas se levantó casi a la vez y eso hizo algo menos extraña la situación.

En contraste con las lámparas potentes de la nave, el pasillo emitía oscuridad. Carlos no dio la luz. Miraba el suelo de un negro grisáceo y las paredes en sombra. Empujó la puerta del despacho resuelto a no salir de allí hasta que todos se hubieran ido.

A Marta le parecía que las cosas le estaban pasando a otra Marta cinco años más joven, o quizá mucho más mayor, aún no estaba segura. Al menos, quedar con Guillermo en esa terraza había sido igual que retroceder cinco años. Se habían saludado con un beso indeciso entre la comisura y la mejilla. Durante quince o veinte minutos habían comentado la realidad escogiendo cada frase con cuidado aunque fuese para hablar de la temperatura de la cerveza o de las obras de la calle. Luego Guillermo le dijo que había alquilado un apartamento. «Muy pequeño», añadió como queriendo, pensó Marta, suavizar así el significado del hecho. Tras el silencio de Marta, Guillermo había añadido que necesitaba llevarse algunas cosas, y después: «Casi nada, ropa, unos libros, la colección de soldados». Marta le dijo que fuera a buscarlos cuando quisiera, que tenía la llave y no necesitaba avisar. «Iré pasado mañana a las cuatro, ¿te viene bien?», preguntó él. Marta sólo asintió con la cabeza. ¿Qué estaba pasando? ¿En qué momento la representación había dejado de serlo y el suelo, el entarimado del escenario, se había convertido en suelo real?

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