Read La conquista del aire Online
Authors: Belén Gopegui
Manuel Soto la miraba desconcertado.
—No me hagas caso —dijo—. Esa frase sobre las mujeres me ha recordado una discusión de esta mañana. Ahora han puesto a un director general que piensa que todas las mujeres somos como Dalila y cosas así. Pero preferiría no hablar de eso —dijo, y puso la mano sobre el brazo de Manuel en un gesto que quería parecer espontáneo y deliberado al mismo tiempo. Lo bastante espontáneo para que él no pudiera considerarlo fruto del juego de la seducción. Y lo bastante deliberado para que Manuel la mirara justo en ese momento, aceptando su presencia, refundando el pacto mudo de la tarde: «Seamos más que dos antiguos conocidos que se exploran», quería decirle Marta. Más, pero qué más. ¿Puedes ser como Carlos, podrías serlo alguna vez? Aliados, se dijo. Al menos seamos aliados.
—¿No te entran dudas a veces? —le preguntó.
—¿Dudas?
—Sobre ti. A lo mejor nos hemos convertido justo en lo que ellos querían que nos convirtiéramos.
—¿Ha vuelto a ponerse de moda entre la izquierda la teoría conspirativa de la historia? «Ellos», me imagino, serán los dueños de las grandes corporaciones internacionales.
—No estoy segura. Tal vez mi jefe, o el jefe de tu jefe, los ciudadanos del mundo, pero eso ya lo decía Adam Smith, ¿te acuerdas?: el dueño del capital es ciudadano del mundo y no se encuentra necesariamente vinculado a una determinada nación. Ellos también podrían ser Kant o Maquiavelo o Calvino, o un personaje de Graham Greene, o tus padres, o tus hijos, si llegas a tenerlos. Ésa es la duda, a quién le viene bien esto en lo que nos hemos convertido.
—Tú le vienes bien, me parece, a tu amigo Carlos.
—Un día —dijo Marta— tenemos que quedar en son de paz.
Manuel pidió otras dos cervezas y le preguntó a Marta, en son de paz, dijo, por el préstamo.
Guillermo ya habría llegado a casa, pensaba ella, no debía haber dejado que Manuel pidiera otra ronda. Con todo, se propuso contestar a la pregunta de Manuel lentamente, sin la tensión de la primera vez. Dijo que la empresa de Carlos seguía pasándolo mal, y luego dijo que le gustaría que Bruno, su hermano pequeño, se pareciera a Carlos. Carlos Maceda, lo aceptaba, había sido imprudente con Jard. Tampoco en los demás aspectos de la vida era perfecto. No obstante, si de entre toda la gente que conocía tuviera que ofrecer un modelo a su hermano, no elegiría a Santiago, ni a su amiga Cristina, ni a Guillermo, ni a su antiguo jefe, ni se elegiría, desde luego, a sí misma: elegiría a Carlos. Ella quería más a Guillermo; probablemente su hermano llegaría más lejos siendo como Santiago o como Cristina; probablemente viviría más tranquilo y disfrutaría más siendo como Guillermo. Pero cuando ella contestaba las cartas que su hermano le escribía desde Estados Unidos, lo hacía pensando en eso, dijo, en que le gustaría que Bruno fuera como Carlos.
—No creas que lo idealizo —añadió—. Lo que me gusta de Carlos es que todavía no se ha dado de baja de este mundo, no ha renunciado a su parte de responsabilidad.
—¿Por qué no le hablas de mí a tu hermano? Tengo fama de ser el economista más responsable de la televisión.
—También yo he cogido una fama parecida en el ministerio, pero el ejemplo no me sirve. Nuestro sentido de la responsabilidad, calvinismo lo llamabas tú, se limita a nuestras tareas y no al porqué de esas tareas, a la marcha del mundo. Nosotros nos saltamos la pregunta de a quién le viene bien esto en lo que nos hemos convertido.
—Sin embargo, yo diría que Carlos ha renunciado a ocho millones de su responsabilidad.
—Yo no lo diría. Es más, si Carlos hubiera pedido un crédito al banco a lo mejor te lo aceptaba. Pero a Santiago y a mí va a seguir viéndonos siempre.
—Es otra forma de considerarlo —dijo Manuel Soto, y detuvo sus ojos en los de Marta. Ella retiró la mirada. Fue a ponerla sobre el vaso mediado de cerveza. Había restos de espuma en el cristal. El cenicero metálico, el mármol de la mesa, las uñas de manicura de Manuel. Otra forma de considerarlo, otro punto de vista; se preguntaba cuál podría adoptar cuando llegara a casa y encontrase allí las cosas muertas, el sofá, la alfombra, la espuma blanca en las manos de Guillermo.
—¿Quieres que pida la cuenta? —dijo Manuel.
Marta asintió. Al volverse para mirar si aún llovía, su rodilla chocó sin querer contra la de Manuel, pero después Marta la mantuvo allí. Fuera el agua seguía cayendo. Permanecieron los dos rodilla contra rodilla durante unos segundos. Marta regresó a la posición de antes como si la presión hubiera sido casual. Tal vez, se dijo, había sido casual; acaso, durante unos segundos, no se había visto tendida desnuda junto a otro, en la vida de otro.
Santiago encendió el televisor y lo apagó enseguida. Aquellos hombres gritando en húngaro parecían querer echarle de la habitación. Ni siquiera cambió de canal buscando uno en inglés. Lo había hecho otros días para practicar pero, en media hora, el hall del hotel se llenaría de participantes y organizadores. Él tendría que bajar, situarse cerca del catedrático suizo y, en el restaurante, sentarse a su lado. Se recostó en la cama con el pitillo en la mano. Echaba el humo contra las cortinas amarillas. No estaba descontento de su ponencia. La del suizo y la suya habían sido las únicas aportaciones dignas al tema del congreso. Los únicos trabajos dignos, en realidad. Su teoría sobre la supresión de cierto postulado de Mandeville según el cual el mantenimiento de la sociedad comercial exige confinar a la mayoría de la población fuera del circuito de intercambio de satisfacciones reales, proporcionaba un instrumento nuevo para analizar al enemigo invisible, al destinatario ideológico de numerosos textos posteriores. Claro que casi nadie lo había advertido. No sabían lo bastante para poder hacerlo. Quizá por eso ahora le costaba dar rienda suelta a su mente. Algo le retenía, un peso en el estómago, una marejada confusa en donde se agitaban imágenes de Carlos, de Sol y del futuro. Después de dejar a Sol había llamado a Carlos para darle el recado sobre el contacto de Sol, y al decirle que ya no estaba con ella se había sentido mal. Aunque no dudaba de su decisión, habría preferido esperar unos días antes de contarlo.
El humo esparcido por el cuarto no aplacaba el amarillo chillón de las cortinas. Revivió el viaje de ida, cuando el avión despegaba y él se decía que también iba a despegar, que iba a remontarse por encima de los últimos errores, que volvería renovado de Budapest y se pondría delante de Leticia Tineo como un hombre sin ataduras. No como un hombre pendiente de diversas humillaciones prácticas, mínimas, graves, a veces fundamentales. No. Él se presentaría ante Leticia como un ser dinámico, libre, urgido acaso por el rencor, pero liberado también por el rencor. Un hombre con un destino. Por qué habría de conformarse con ser un profesor de universidad. Hacía falta dotar de relieve a esa estampa, darle perspectiva y fondo. Santiago no quería que sus alumnos y sus colegas vieran detrás de sus clases el decorado plano del piso de Vázquez de Mella: un telón pintado, unos años presididos sólo por la docencia, las publicaciones y la futura cátedra. En cambio sí esperaba entrar en clase, o en la cafetería, proyectando un espacio frondoso y múltiple: una mujer interesante a su lado, tal vez unos hijos, contactos en el terreno de la acción política, la posibilidad de intervenir a través de un corpus de pensamiento y que, un día, le fuese encomendada la fundación de un instituto para la investigación histórica y social. Pero el relieve no había llegado aún. Por eso Leticia había rechazado su invitación: Santiago Álvarez, de Alguazas a Vázquez de Mella, de Vázquez de Mella a Budapest, de Budapest a Vázquez de Mella, y a Alguazas.
Apagó el cigarrillo en un cuenco de angustia. Leticia despreciándole, Sol hablando con Carlos, su ponencia inadvertida, cajas de zapatos abiertas y su contenido volcado. Todo siempre podía salir mal porque en su vida los recuerdos no cimentaban nada. No daban relieve, solidez, sino que debían ser borrados, como la noche en que abofeteó a su segunda novia sólo porque esa niña malcriada le había llamado pedante y él se había sentido acorralado, incapaz de hacerse perdonar la rabia con que elegía cada una de las palabras para ser más preciso que nadie, para demostrar que aunque él no hubiera aprendido de sus padres elegancia alguna en la expresión, sin embargo conocía y usaba el lenguaje mejor que los demás, mejor que esa chica de buena familia quien ya sintiera asco, pudor o compasión a todo lo llamaba «me da cosa», y para quien cualquier buen libro «estaba» sin matices «fenomenal». De repente se había visto abofeteándola una vez, y otra todavía al darse cuenta de que ella se había salido con la suya, le había quitado el lenguaje, le había dejado con lo único que le pertenecía por su origen, la violencia impotente de su padre.
Recuerdos vergonzosos, recuerdos que le humillaban y ni siquiera le enardecían. A lo hecho pecho, y luego había que ocultar los residuos de un pasado precario. Pero si ocultaba los recuerdos, nunca tendría relieve; si no podía volver la cabeza, nunca conseguiría perspectiva.
Y cómo iba a volver la cabeza cuando detrás le esperaba su última noche con Sol, su propia manera de menospreciar, y le esperaban los cuatro millones. Cajas de zapatos abiertas, su contenido volcado. Santiago se dispuso a recogerlo. Recogería también sus ridículas fantasías cuando pensaba que la gente iba a felicitarle por sus tesis sobre la influencia oculta de Mandeville. Guardaría el proyecto de un Santiago admirado, escuchado siquiera, lo escondería sabiendo que a ninguno de los participantes invitados a la comida le interesaba algo más que su propio puesto en el escalafón. Dentro de media hora se sentaría enfrente del catedrático suizo, para entretenerle. A los postres, en aras de la cordialidad, de futuras e implícitas correspondencias, el catedrático se ofrecería a publicar su ponencia en la revista dirigida por él. Y después, pese a estar seguro de que la suya era, junto a la del suizo, la única ponencia que merecía ser publicada, guardaría también en una caja ese recuerdo. El resultado podía ser honesto, pero el procedimiento sólo convenía a un pobre diablo y cuando pasaran unos meses querría olvidar su última comida en Budapest, porque era preferible no tener relieve a labrarse el pasado de un pobre diablo obsequioso aunque indignado.
Santiago se levantó. Junto al armario estaba su equipaje listo. Quedaba una sola cosa por hacer. Encima de la mesa había dejado una postal en blanco y negro, la fotografía de un puente sobre el Danubio. La había escogido por el encuadre: un río sin orillas, sólo se veía el puente y el agua. Compró la postal el lunes para Leticia, pero ya era jueves, su avión salía dentro de unas horas y aún no la había escrito. «Que me tenga miedo, entonces no se atreverá a despreciarme», rezaba la divisa de Napoleón y la de Julien Sorel. También la mía, se dijo. De nuevo me comportaré como un pobre diablo, bailaré al son de quienes confunden amor y miedo.
Apartó la cortina amarilla con la mano. Miraba la acera de enfrente. En la piedra desbastada de los edificios se hundían los desconchados y eso le hizo pensar en las viejas máquinas de escribir, en su manera de esculpir las letras en el papel, dejando huella. Si Leticia hubiera evitado aquel asombro desdeñoso, se dijo. Si hubiera rechazado su invitación con pesar, o aun con firmeza. Pero se había comportado como si nunca hubiese salido con él hasta la madrugada, ni le hubiese hablado de su divorcio del joven filósofo y de cuánto la desconcertaban las preguntas de su hija de cuatro años. Como si nunca se hubiera dejado coger por él, los dedos de la mano pulsando la cadera, Leticia reclinada y temblando. Como si no le hubiera visto, y Santiago soltó la cortina. A los veintiún años se había aprendido de memoria un párrafo de Henry Miller. Lo escribió sobre las rayas reservadas en la postal para la dirección: «La vida prosigue aunque actuemos como cobardes o como héroes. La vida no impone ninguna disciplina sino la de aceptar la vida incuestionablemente. Todo aquello a lo que cerramos los ojos, todo aquello de lo que huimos, todo lo que negamos, denigramos o despreciamos sirve para derrotarnos al final». Puso también el nombre de Henry Miller, consciente de que eso impediría a Leticia relegar la cita al mundo de lo abstracto. Henry Miller llevaba aparejados la carne y el sexo. Ahora Leticia tendría que ver su carne y su sexo, no podría hacer como si nunca los hubiera sentido. En la zona de la postal reservada al texto sólo puso «Amada mía», seguido de dos puntos, y dejó el resto en blanco. Complétalo, Leticia, pon tú las palabras a esta pasión audaz que pasará de largo si no te apresuras. Metió la postal en un sobre. El teléfono había empezado a sonar: abajo le esperaban. «I’m coming», dijo con su mal acento inglés.
El alba atravesada por el ruido de una motocicleta y antes, y después, un rumor intermitente de paso de vehículos. A las ocho, en el dormitorio de Carlos y de Ainhoa, el metal sintético del despertador. A las ocho y cuarto una emisora de música clásica deshacía el silencio en el cuarto de Marta y Guillermo. A las ocho y media el despertador de Santiago pitaba como el de Carlos y Ainhoa. Con los ojos medio cerrados, como quien durante la noche vio claridad en el cuarto y creyó que soñaba, oyó un ladrido, gritos, motores, y creyó que soñaba pero estaba despierto negándole a su cuerpo el descanso, ellos se pusieron en pie. El ascensor de la casa de Carlos frenó con brusquedad. La puerta del portal de Marta golpeó fuerte al cerrarse. Santiago no recordaba en qué calle había aparcado el coche. Era la mañana del 30 de marzo de 1995, el viento les rozó la cara y vieron la arena del remolino, el polvo que mancilla los ojos. Habían salido a la calle anhelando un acontecimiento esencial. Miraban el cielo, la calzada, los meses por venir, y eran como semillas a la espera de un impulso para alzarse del suelo, de una corriente que les remontara por encima de los techos de los automóviles, más allá de las aceras hasta la tierra hendida, desnuda.
No hubo Semana Santa para Carlos. Estuvo yendo a Jard mañana y tarde todos los días. Sin embargo, de algún modo sí pudo descansar. Ainhoa se había marchado con el niño al caserío de los abuelos. Lucas, después de acompañarle al registro y firmar la transacción que convertía a Carlos, según la nueva ley, en el administrador y el único socio de Jard, S.L., se había ido a Portugal. También Rodrigo, Daniel y Esteban habían cogido vacaciones. El domingo 16 de abril, cuando oyó la llave de Ainhoa en la puerta y luego la voz de Diego, se dijo que necesitaba seguir esperándolos. No pretendía estar sin ellos pero sí postergar el encuentro, darse la oportunidad de tener preparada para ellos, además de la tortilla de patatas y la fuente de natillas, calma. Tuvo que componer la sonrisa al recibirles. Oyó contar a Diego su aventura con un perro, vio su pequeña cicatriz en el brazo. El salón se llenaba con el discurso excitado del niño, aparecían vacas y la caña de pescar del abuelo y un mordisco enlazándose sin solución de continuidad mientras, en el ángulo de visión de Carlos, sólo entraba el perfil de la camiseta de Ainhoa y un trozo de mandíbula despejada por el moño. Seguía demorando el momento de mirarla de frente.
Esa noche follaron, pero él tenía la impresión de haber participado en una imposible carrera de relevos donde cada atleta corriera contra los de su mismo equipo. Luego se tendió con la cabeza apoyada en el vientre de Ainhoa. Ella le acariciaba el pelo. Ninguno hablaba. Carlos intentó recordar alguna época de su vida en que hubiera aceptado recibir consuelo sin miedo a no merecerlo todavía. No había habido esa época, se dijo; la sensación de tener algo pendiente y no poder relajar del todo los músculos ni el pensamiento hasta tanto no hubiera terminado la tarea estaba siempre ahí. Apoyaba la cabeza como de puntillas, quizá para no pesarle demasiado a Ainhoa, pero no era eso. Incluso cuando se daba lástima y pensaba que los demás habían hecho de él una víctima y se abandonaba al sentimiento de injusticia, incluso entonces seguía estando inquieto, y aceptaba mal el consuelo de la autocompasión porque aún no había terminado, porque aún tenía que vengarse o demostrar su poder.
Abrazó con las manos las caderas de Ainhoa. Habrá un día en que pueda quererme, le prometió en silencio. Habrá un día en que Carlos pueda querer a Carlos, pueda cerrar los ojos sobre tu vientre sin tensión. Notó que Ainhoa empezaba a dormirse y se quitó. Después de taparla con cuidado, se tumbó encima de las sábanas. Con los ojos abiertos se dijo que no dejaba de ser irónico haber terminado debiendo ocho millones de verdad, él y su eterna sensación de tener algo pendiente, su eterna sensación de tener que pagar algo.
Se levantó para ducharse con agua casi hirviendo que le obligara a relajar el cuerpo. Al día siguiente era el santo de su madre, estaban invitados a comer y quería mostrarse descansado, risueño. El agua quemaba. Carlos se echó gel en las manos. A menudo pensaba que todo había empezado con Tomás, el hermano mayor que murió cuando él tenía tres años. Sus padres dejaron Ciudad Real para ir a buscar trabajo y casa a Madrid antes de que Carlos naciera. Encontraron ambas cosas pero, después de la muerte de Tomás, no tuvieron más hijos. De ese modo, Carlos se había quedado solo frente a sus padres, con una deuda de gratitud, esta vez sí, pendiente y sin poder compartir esa deuda con Tomás. Se había quedado con todo el miedo a defraudarles, y también con el disimulo o la mala conciencia por sentir ese miedo como un peso antes que como un impulso natural. Cerró el grifo. Desde el techo hasta la baja altura de sus hombros flotaban gotas de vapor condensado. Tardó en secarse buscando adrede el frío, un desequilibrio térmico que le empujara a meterse dentro de la cama temblando y sin insomnio. Pero en el dormitorio, al taparse, la cama le expulsó.
Tuvo que apartar la sábana. No eran sus padres, se dijo, ni las estrecheces de su infancia, ni ser hijo único, ni el hermano que murió. Nunca había creído en las causas primeras; quizá sí en la huida hacia delante. El jugador no puede, se dijo, echar la culpa a la primera apuesta fallida sino al ansia de reponer lo perdido. Así en la vida él había doblado las apuestas. Porque no supo pagar la entrega de sus padres, buscó el cristianismo y después el marxismo libertario. Porque no supo querer bien a Ainhoa, porque se mostró hosco y desatento, había buscado a Laura, la doble vida, un lugar acotado donde parecer perfecto. Y después había vuelto, doblada y no saldada su deuda con Ainhoa, pues no existían lugares acotados dentro de la vida, la vida era una sola y él había doblado la apuesta otra vez pero no en una faceta, no para cubrir su deuda con Ainhoa, no para reponer tardes o mañanas perdidas. No. Esta vez se trataba de un órdago con que pagar a todos. Haría una empresa digna, suya. Tendría algo suyo y, por lo tanto, en cierto modo autónomo, un sitio donde librarse de la arbitrariedad. Allí nadie podría trasladarle, utilizarle, nadie se consideraría con derecho a disponer de su energía, no le obligarían a participar en proyectos nefastos. Desde su empresa intentaría preservar un recinto civilizado en la selva del capital. Luego, al volver a casa, seguiría siendo un hombre cabal. Aunque tarde, conquistaría un pedazo de mundo fabricado por él para ofrecérselo a sus padres, para Ainhoa y Diego, para sus amigos; incluso trataría de poner en práctica viejas máximas sobre el sentido de la producción. Todo o nada. Todo o mucho menos que nada: todo o la infelicidad de todos.
Carlos se dio la vuelta evitando hacer un movimiento brusco. Tal vez, como el jugador cuando sólo ha perdido la mitad de sus bienes, él habría podido dejar de apostar. Sin embargo, siguió jugando, centuplicó la apuesta y ahora, aunque quisiera, ya no podría renegar del mecanismo, porque ya no era el perdón sino la subsistencia lo que estaba en juego. Se tumbó de costado con el cuerpo encogido. Quería despertar a Ainhoa pero se contuvo pensando que si le entregaba su miedo, luego, qué le quedaría, desde dónde iba a apoyarla después. No era verdad, se dijo, no le frenaba la generosidad sino la desconfianza; sentía vértigo al imaginar que tocaba el brazo, la espalda de Ainhoa, y ella abría los ojos y le fallaba. Debía poner gasolina al día siguiente. Vio la manguera de la gasolina. La biografía de Michael Faraday que estaba leyendo. Vio a Diego jugando con el perro. Se vio en su vespa naranja sobre el prado del caserío. Deslizándose de una imagen a otra procuraba aflojar el pensamiento y se adormecía.
En la tarde del viernes 21 de abril, Santiago esperaba a Leticia junto a la Biblioteca Nacional. Faltaban diez minutos para que Leticia saliera. Aunque había llegado con antelación, no intentó buscar un sitio donde dejar el coche. Prefirió aguardar en la perpendicular, el intermitente puesto y la ventanilla bajada. Estaba contento. La pobreza, pensaba, le había favorecido. En vez de poner la radio recordó una vez más su vuelta del congreso de Budapest: los días de silencio orgulloso y, una tarde, la voz de Leticia dictando la cita de su postal en el contestador. Él devolvió la llamada, se vieron. Todo iba bien pero no lo bastante bien. Leticia no acababa de decidirse. Santiago tenía la impresión de haberse convertido en un morador más del mundo de Leticia, pero echaba en falta la reciprocidad, que Leticia viera cómo en torno a Santiago se vertebraba a su vez un mundo aparte. Un mundo incompatible con la impunidad desde donde Leticia imaginaba futuros, yéndose a vivir con una amiga canaria, viviendo sola, haciendo un doctorado de dos años sobre biblioteconomía en Ginebra. Fue entonces cuando llegó la Semana Santa, entonces cuando la pobreza le favoreció. Leticia le había contado que iría a una finca de su amiga en Tenerife, y le propuso que fuera a visitarlas. Santiago se negó. Por su cabeza sólo había pasado el precio del billete y otros gastos. Sin embargo, al ver la reacción de Leticia supo que la pobreza le indicaba el camino y se mantuvo inflexible.
Desde Tenerife, Leticia le llamó varias veces. Él fue a recogerla al aeropuerto. Durante el trayecto de vuelta, al menos en dos ocasiones la sorprendió mirándole cuando él no la miraba. No se trataba de la mirada furtiva de otros días, esa mirada que tasa y juzga. Era, por el contrario, una mirada franca, curiosa, la mirada perpleja, confirmó, de quien empieza a intuir que ese otro que conduce vive y existe por cuenta propia. Nada estaba ganado todavía. Santiago recordaba haber mirado así al principio de algunas relaciones y luego haberlo ido olvidando. Nada estaba ganado, se repitió al ver a Leticia avanzar hacia el coche, su cara mojada de luz.
Cuando Guillermo salió, Marta pensó bajar corriendo y alcanzarle. Lo pensaba y seguía quieta en el sofá, segura de que no lo haría. Al poco, sin embargo, se levantó y fue deprisa a la ventana. Tuvo que abrirla y sacar el torso para ver la acera de la casa y al fin la figura de Guillermo. «Tú lo has querido, tú lo has querido», le espetó Marta en voz baja. Aliviada, lo vio cruzar. Todavía podía llamarlo. Si gritaba, él la oiría. Gritar y que subiera pero después qué. Las vacaciones de Semana Santa habían sido patéticas. Silencios, desencuentros, un malestar agravado por el contraste con la chimenea, los alrededores y la vista impresionante del hotel en donde estaban. Aunque Guillermo subiera, ella no tendría nada nuevo que decirle. ¡Quiéreme! ¿Cómo podía nadie decir «¡quiéreme!»? Quiéreme sin condiciones. Guillermo torció hacia la izquierda aunque no miró hacia atrás y hacia arriba, hacia la ventana. «Mira, por favor, mira aquí», dijo Marta. Guillermo ya había desaparecido. Marta se acurrucó en el sofá. Odiaba a Guillermo por no haberse vuelto, y le quería, y le necesitaba. «Quiéreme sin condiciones», murmuró. Quiéreme por llamarme Marta, por tener los dientes finos y una cicatriz en el muslo. Quiéreme por ser yo, por mi olor y mis costillas, quiéreme por mis huellas dactilares. No por lo que he dicho, Guillermo, ni por lo que hago, no por lo que aún no sé si quiero hacer.
Marta se puso el brazo desnudo sobre la frente. Estaba sudando, pero no lloraba. Le había empezado la menstruación y notaba el cuerpo destemplado, un daño color vino en el vientre y, sobre todo, una suerte de certidumbre, como si su desgajarse interior se correspondiera con el fluir de las cosas externas y, en alguna parte, estuviera escrito que el ciclo debía continuar; el daño que le hacía encoger el cuerpo pasaría como también el otro daño, el frío de pensarse esa noche durmiendo sin él. Pero ¿y si no pasaba? Marta se imaginó viviendo sola y lejos, y dijo en alto «Qué tenemos», y después «No te vayas», y después «Tú lo has querido». Oía su propia voz sin dejar por ello de atender al sonido de fuera. Guillermo no iba a volver pero ojalá el ascensor se parase ahí. Una vez lo hizo. Marta fumaba mientras seguía el ruido de las bolsas que el vecino solía traer los fines de semana. Después escuchó cómo abría y cerraba la puerta. Intentó dormirse en el sofá. No pudo. Quiso beber un poco de ginebra que adormeciera su dolor como otras veces y la incitara al sueño. No lo hizo porque siempre le había dado miedo beber sola. Miró de nuevo la hora y rechazó el impulso de encender la televisión, también le daba miedo verla sin esperar nada concreto, era como beber ginebra diluida. Buscó el periódico con la mirada: «El Partido Popular mejora en siete puntos sus expectativas de voto tras el atentado». Una mueca triste le vino a los labios al pensar que ese titular ilógico se acoplaba perfectamente a su tarde de domingo, a la figura de Guillermo cinco pisos más pequeña, a su propia figura tumbada boca abajo, la cabeza colgando para ver el periódico tirado en el suelo.
Guillermo se apoyó en el respaldo de un banco de las Vistillas. Trataba sólo de respirar más despacio. Después cruzó de nuevo la calle Bailén. Había decidido ir andando a la consultora y pasar allí la noche. En el reloj de su padre no venía la fecha. Reconstruyó los últimos días y supo que era el domingo 23 de abril. Se habían casado el 11 de abril de 1991. Cuatro años y doce días, calculó. La frente le latía por dentro y cada latido rebotaba en la nuca. Sopesó la extensión de un período de cuatro años y doce días. Aunque él sólo estaba buscando un punto de inflexión, sabía que el orgullo de Marta o el azar podían transformar ese domingo en un punto de no retorno. Le dolía bastante la cabeza y los zapatos le pesaban. Estaba intranquilo, si bien creía que había hecho lo que debía. Quizá era eso, se dijo, lo que le hacía estar intranquilo, nervioso con anticipación. Si consiguiera pensar que se había equivocado entonces podría retroceder, entonces su decisión sería sólo provisional y llevadera. Sin embargo, ahora era como si en cada paso que daba estuvieran todos los pasos siguientes y él sintiera ya la preocupación por todos y cada uno de los pasos futuros. Arrastraba las conversaciones que debería tener con Marta y también las que debería eludir; las veces en que debería negarse a verla; el tiempo de avanzar en silencio, desplazarse confiando en que Marta levantaría la mirada y entonces no vería su presencia, pero tampoco el hueco limpio, sino un lugar con las referencias cambiadas: otros muebles y otros árboles, distancias nuevas como distintas longitudes de onda que al rebotar contra sus ojos podrían modificar su conciencia. Le sobrevino un horizonte de melancolía. Tantos libros de sociología había leído, tantos artículos para averiguar si algo semejante a la luz de la razón podía derramarse, más allá del espíritu, sobre la propia biografía. Dos cristales puestos delante de los ojos de un individuo actuaban sobre su conciencia visual. Y bien, había preguntado: ¿qué clase de visiones, de ideas, qué argumentos podían exponerse ante el mismo individuo para actuar sobre la posición que ocupaba en el mundo? Tantos libros y al fin cuatro millones, y dónde quedaba, y para qué servía la inteligencia.