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Authors: Belén Gopegui

La conquista del aire (27 page)

BOOK: La conquista del aire
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Fue hacia la barra sintiendo que no tropezaría. Se daba cuenta de dónde estaba cada cosa y quizá no podía anticipar la siguiente pero no le hacía falta. Pagó. En la calle el aire fresco, frío, era mejor que lavarse la cara, era un pañuelo mojado en la frente, en las mejillas. Arrancó la vespa y condujo sin casco. El bar inglés no estaba tan lejos. Debían de ser las nueve, pensó. Le había dicho a Ainhoa que iba a tomar algo con Lucas así que no necesitaba llamarla aún. Pero la llamaría. Carlos aparcó la moto con desazón, notaba que se le disipaba la euforia. La puta retórica, la voz nerviosa de Lucas.

Empujó la puerta y avanzó hasta unos escalones flanqueados por una barandilla de madera. Subió a la tarima enmoquetada de la barra. Sentado junto al teléfono en un taburete de cuero con respaldo, pidió su quinto gin-tonic. Cuando lo probó supo que iba a sentarle mal. Había bebido los dos primeros solo, demasiado deprisa. «Por favor, ¿me da línea?» Después de marcar se quedó mirando la moqueta verde del suelo con flores inmensas.

—Ainhoa, voy a llegar tarde.

Ella dijo «Bueno» sin preguntar nada, tranquila. Carlos miraba las flores carnívoras del suelo y una frase subía desde ahí a su garganta, y pasaba como ácido a sus labios.

—Llama a tu amante. Podéis ver juntos una película en el sofá.

Carlos no quiso oír si había respuesta. Así está bien, ¿ves, Lucas?, así no hay puta retórica.

Él era el único cliente de la barra, pero abajo, en los asientos de cuero, había bastante gente.

—¿Me da línea otra vez? —dijo—. Haré varias llamadas.

Sacó su agenda del bolsillo del Barbour y buscó el teléfono de Leticia para llamar a Santiago. Quería decirle a él y a Marta que a finales de marzo tendrían su dinero, que esta vez era seguro. No acabó de marcar. «Se lo devuelvo y punto», dijo en voz alta. Había seguido bebiendo, pero ahora sintió que algo pesado caía de su cabeza al estómago, desestabilizándole. Aguardó a que pasara ese primer embate de la ginebra. Debía llamar a alguien más y decirle que había sido breve y brutal con Ainhoa. Cogió el auricular, hizo girar el disco grasiento muchas veces. Por fortuna, fue Alberto quien descolgó.


Hello
!

—¿Es tarde para llamar? —preguntó Carlos.

—Hola, Carlos. No, no es tarde.

Carlos fue a coger el vaso y su mano tropezó con la botella de tónica, aunque no la tiró. Bebió el último trago y pidió otra ginebra.

—Vengo de hablar con Lucas —dijo—. «Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo lo ha convertido en su infierno.» ¿Te acuerdas de esa dichosa frase?

—Me acuerdo, sí.

—Pues está mal. De arriba abajo —dijo, y se paró—. No es el hombre, Alberto, sino «un hombre». Hay un hombre y quiere hacer del Estado su cielo, el suyo, eso sí está bien. No el cielo, «su» cielo. En cambio el segundo «su» está mal. —Como le costaba vocalizar, dijo—: He bebido, pero estoy lúcido. No es «su» infierno, no lo convierte en «su» infierno, ni tampoco en «el» infierno porque a él no le toca: lo convierte en el infierno de otros. —Tuvo que pararse otra vez, hasta que el sentido final de lo que iba a decir reapareció triunfante—. Escucha, va a servirte para tus paradojas: «Siempre que un hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo ha convertido en el infierno de otros hombres». —Hizo otra pausa—. Podemos cambiar Estado por mundo, hombre por reyezuelo o reinazuela.

—Carlos, ¿qué pasa?

Carlos miraba el nuevo vaso de ginebra sin tocarlo.

—Joder, Lucas tiene razón. Al final, las cosas salen bien. Casi nadie llega al mundo cargado de nobles ideales y se topa con una realidad más fuerte y entonces se resigna. —Asintió con la cabeza y hubiera querido preguntarle a Alberto si se le entendía, si pronunciaba con la suficiente claridad, pero le dio vergüenza—. Alberto, el mundo nos parece bien, ésa es la cuestión. Este asco de mundo lleno de reyezuelos ensoberbecidos, injusto, desigual, nos parece bien. Actuamos según sus reglas procurando que nos favorezcan, que nos toque una parcela de cielo a cambio de un trozo de infierno para unos cuantos. —Carlos se atropellaba. Respiró hondo y dijo—: Por eso nada cambia.

—Vas muy rápido, Carlos. Aunque podría aceptar la descripción que haces, ¿a cuántos «nos» parece bien, en qué circunstancias? Luego está el broche último: «Nada cambia». Demasiado fácil, no exige un gran esfuerzo de análisis, ¿verdad?

—No mucho, pero así están las cosas —dijo Carlos.

—Ya. Han caído imperios, se han promulgado declaraciones de derechos, hace trescientos años alguien como tú o como yo jamás habría podido acceder al conocimiento de la razón escrita, pero nada cambia. No hay avances ni retrocesos. Pericles no es mejor que Alcibíades, una jornada laboral máxima de treinta y ocho horas semanales, igual que una de sesenta, díselo a los que trabajan en Indonesia, diles que nada cambia. Carlos, puedo imaginar adónde nos lleva esa visión del mundo. Pero bueno, deja todo eso ahora, cuéntame qué es de ti.

Al beber, un nuevo embate de algo duro e invisible rompió contra su estómago. El camarero se había alejado unos metros. Es discreto, pensaba Carlos. Tenía hielo en la frente.

—Te escribiré —le dijo a Alberto—. Recuerdos a Susan. Corto y cierro.

Apoyó ambos codos en la barra y bajó la cabeza. Ahora se encontraba un poco mejor. Pero sentía deseos de abrigarse con la chaqueta negra del camarero. Se imaginó en la cama y llamó al camarero. Se fijó en él. Quería memorizar esa presencia: el abundante pelo gris, los labios finos de un granate apagado, la nariz, algo gruesa, sujetando unas gafas doradas y detrás de los cristales dos ojos marrones cargados de aburrimiento. La camisa blanca. La pajarita negra. Le vio poner despacio un papel en una bandeja minúscula. Sin mirarlo, dejó un billete en la bandeja y el camarero se fue. Otra vez el sudor frío; golpes en el estómago. Cómo quería tumbarse en la cama y que pasara la noche, que su cuerpo volviera a ser el mismo.

Tres semanas después, el jueves 22 de febrero, Guillermo se apeaba del autobús en la parada de la clínica de Puerta de Hierro para ver a Ainhoa. Eran las cuatro de la tarde. En la entrada, se detuvo a mirar un tenderete con semanarios sensacionalistas y revistas del corazón. Titulares blancos, rojos, amarillos, tatuados sobre grandes rostros de famosos. La renuncia al orden, pensaba Guillermo, el comienzo de la disgregación. Él también le llevó a su padre una revista satinada un día, porque su padre depositaba con mansedumbre los libros en la repisa de la ventana, se los agradecía con mansedumbre, pero no los tocaba. Su padre nunca le confesó que ya no estaba en disposición de leer, pero una mañana, desde el hueco de la puerta entornada de la habitación, le había descubierto hojeando una revista de moda. Cómo borrar esa imagen, sobre la repisa cada uno de los títulos que Guillermo había elegido a conciencia, desde la
Odisea
a
Los Tigres de Mompracem
, cartas de Spinoza, la poesía de Rilke, cuentos de Flaubert y de Tolstói, Jenofonte, y comprender en un segundo que su padre no los había tocado ni los tocaría ya. Mientras aguardaba su turno ante el mostrador de la entrada, Guillermo veía en cada hombre vestido de paisano su propia figura claudicando junto a la puerta entornada, comprendiendo, abandonando sin hacer ruido el umbral de la habitación de su padre. Aquella mañana guardó
Trabajar cansa
en su cartera, retrocedió hasta el ascensor y bajó al puesto de revistas a comprar una. No miró nombres ni titulares, cualquiera servía.

—Quiero llamar a la doctora Ainhoa Amuriza —le explicó al hombre del mostrador siguiendo las instrucciones de Ainhoa.

Marcó su extensión y ella dijo:

—Enseguida voy a buscarte.

Le impresionó verla en bata blanca, tan adulta y serena parecía. Subieron y bajaron escalones, atravesaron pasillos lóbregos pese al tono claro del suelo y las paredes; el temor en las caras de las personas que aguardaban, se dijo Guillermo, desabastecía de luz cada metro cuadrado.

Detrás de una puerta blanca había una habitación circular con nuevas puertas.

—Es aquí —le dijo Ainhoa.

El despacho le recordaba un camarote de barco: una litera, una mesa con silla y nada más. Luego Guillermo reparó en una cortina blanca colgada de una barra semicircular.

Detrás se cambiarían los enfermos. Y se fijó también en la otra silla, la silla que, delante de la mesa, introducía la presencia de un extraño en aquel espacio reducido.

—No es un lugar muy agradable, pero estaremos más tranquilos que en el bar —dijo Ainhoa.

Guillermo pasó directamente a hablarle de su informe, como si la gravedad de los hechos que se dirimían en toda la clínica le impusieran un comportamiento solemne, profesional.

Pretendía, le contó a Ainhoa, fabricar un arma contra la demagogia de los hechos, estaba harto de que los sermones de los personajes públicos se dedicaran a promover la bondad intencional ocultando que la auténtica demagogia estaba en los hechos, en el crecimiento continuo de una sanidad privada, seguros y hospitales pagados para quien pudiera permitírselo y beneficencia para el resto. Le expuso los puntos que debía analizar, tipologías, representaciones, uso real y potencial de la sanidad pública. Aludió luego a las próximas elecciones pero, dijo, ojalá fuera un problema de alternancia en el poder. Había un único proyecto, si es que podía llamarse proyecto a la avidez con que el capital rebañaba cualquier sobra de cuanto había entregado en otros tiempos.

Guillermo acercó la silla hasta la mesa y extendió allí sus manos.

—Lo que ese proyecto pretende no va a ser atemperado mediante variaciones en la gestión económica.

—Nunca te había oído hablar así —dijo Ainhoa—. En general, estoy de acuerdo con lo que dices —añadió, y empezó a copiar de su agenda nombres y teléfonos de médicos y médicas con quienes Guillermo pudiera entrevistarse. Luego fue explicándole cómo eran y en qué campos trabajaban—. Hoy puedo irme antes —dijo al final—. A las seis y media tengo que recoger a Diego. Si quieres te acerco al centro y tomamos un café.

Colgó la bata detrás de la cortina, se puso un anorak malva y los dos salieron. Guillermo la seguía de nuevo por los pasillos. Llegaron al tenderete de las revistas. Unos metros más allá estaba el Fiat verde de Ainhoa. Entraron. Ella tenía un brazo en el respaldo del asiento y la cabeza y el torso vueltos hacia atrás mientras, con el otro brazo, hacía girar el volante para sacar el coche.

—Voy a separarme de Carlos.

No dejó de maniobrar. El coche estaba ya fuera del aparcamiento. Salieron del hospital, doblaron una curva pronunciada. Unos cinco minutos después, Guillermo preguntó si había ocurrido algo. Ainhoa le miró un segundo, luego volvió a mirar el coche de delante. Hacía una semana había ocurrido algo, pensó. El sábado anterior Carlos le había contado con todo detalle, con casi todas las causas y casi todos los efectos, la venta de Jard. Y cada vez que añadía un detalle más, respondiendo a una pregunta que ella no había hecho, Ainhoa se desesperaba. Ahora no, justo ahora no. Carlos, ahora que la has vendido, ahora que ya no es tuya me la entregas. Pararon en un semáforo y Ainhoa dijo en voz alta:

—Nada excepcional.

No había ocurrido Pablo, pensaba. No podía contestar «Me he enamorado de un médico» porque no se había enamorado ni quería irse a vivir con él. Quizá quisiera vivir con Diego y desprenderse del futuro con Carlos. Pero no había ocurrido Pablo, ni la llamada de Carlos borracho el otro día, ni la venta de Jard. Ni había ocurrido el préstamo, ver cómo Carlos la iba dejando fuera. En el fondo, se dijo Ainhoa, y no pudo evitar una mueca, Carlos era un auténtico empresario, había llevado hasta el final la estrategia de diversificar los riesgos. Por si acaso Jard se hundía, Carlos la había puesto a ella en otro barco.

—A lo mejor —le dijo a Guillermo— todo pasó al principio. Yo quería ser una buena médica y pensaba que Carlos aportaría lo demás, eso que a todos nos gusta de él. La intensidad, la resistencia. A pesar de lo que os dije la última vez en casa, creo que Carlos tiene razón cuando se resiste a aceptar que pensamiento y vida vayan tan separados.

—Yo también lo creo —dijo Guillermo.

—Lo que pasa es que Carlos tiene razón solo. Y eso es como no tenerla. Como tener una moneda de oro en una isla donde la gente paga con montoncitos de sal. Tiene razón solo, se equivoca solo, todo lo hace solo.

—Y a ti, ahora, ¿no te preocupa que pueda pasarte algo parecido? —preguntó Guillermo.

Estaban cerca del parque del Oeste, al lado de la casa de Pablo.

—Conozco una cafetería tranquila. ¿Tienes tiempo? ¿Te viene bien esta zona?

A Guillermo le venía bien, luego había quedado a dos estaciones de metro de allí.

Ya sentados en la barra, Ainhoa le contestó:

—Quiero vivir sola, pero no ser sola. Y aunque parezca una contradicción, es Carlos quien me lo ha enseñado. No basta con ser una buena médica o una buena madre. Cuando le conocí yo quería vivir acompañada, pero ser sola. ¿Lo entiendes?

—Perfectamente —dijo Guillermo.

Ainhoa pidió una Coca-Cola y él un agua con gas.

—¿Cómo estáis vosotros?

De la parte alta del mostrador, Guillermo fue cogiendo los dos vasos, las dos botellas.

—No lo sé —dijo.

Ainhoa jugaba a echar en el vaso la Coca-Cola a golpes cortos y rápidos. Así la espuma subía casi hasta el borde pero sin salirse.

—No es que no quiera contártelo —añadió Guillermo—. Tú dices que a lo mejor todo pasó al principio, y yo tengo la impresión de que Marta y yo no hemos tenido principio.

Ainhoa le apretó la muñeca. Sorbos de Coca-Cola, helados y diminutos, bajaron por su garganta. Habría sido mejor, se dijo, pedir algo caliente. Hizo girar el taburete. Ahora tenía enfrente el perfil de Guillermo. Tres señoras mayores estaban sentadas en una mesa al fondo. Una sujetaba su bolso con las dos manos y hablaba. Detrás, los ventanales ahumados acentuaban el color tormentoso del cielo. Ainhoa se estremeció. Estaba destemplada y temía que entre sus explicaciones y su cuerpo mediaran años de diferencia. Sus explicaciones contenían un programa de vida, acciones y movimientos y encuentros bajo el sol. En cambio su cuerpo le hacía pensar en fosos y empalizadas, en el miedo, la enfermedad, las noches en una cama vacía. Sin volver el taburete hacia la barra, mirando la cabeza rizada de Guillermo, Ainhoa dijo:

—Carlos ha vendido Jard. Pero no se lo digas a Marta y a Santiago. Sé que quiere decírselo él.

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