Read La conquista del aire Online
Authors: Belén Gopegui
—¿Qué sabes de Carlos?
—Nada —dijo ella—. Desde el día que estuvimos en su casa no he vuelto a verle. Hemos hablado alguna vez por teléfono, pero no cuenta mucho.
—No le resultará fácil —dijo Guillermo mirando hacia atrás. Sin transición añadió—: Viene un coche. Me bajo. Apoyó su mano grande en el asiento de Marta al besarla. Ella no se atrevió a retenerle.
Marta quería subir, lo habría hecho si él le hubiera dado una oportunidad, se dijo Guillermo por la escalera. Al entrar recordó que había ropa mojada en la lavadora. Se quitó la chaqueta y cogió un barreño de plástico rojo. No, Marta, no. Seis meses y luego volver a empezar, y la ternura. Seis meses y los mismos dilemas, no. Rebuscó primero los calcetines, negros, azules, verde oscuro, tendiéndolos de dos en dos. Tendió los calzoncillos con finas rayas rojas, verdes, azul claro. Y un trapo de cocina en donde estaba dibujada una cebolla gigante. Una camisa de pana. Una toalla. Sólo los pasos dados, Marta, nos dirán quiénes fuimos. Dos camisas aún. En la cuerda del piso de abajo ondeaba una colcha. Los pasos dados, Marta, no nos dirán quiénes fuimos, se lo dirán a otros. Luego estiró los brazos sujetando una sábana y la dobló antes de tenderla. Quedaba una más, un nuevo abrazo partido. Cerró la ventana y fue al dormitorio.
Había pensado dedicar la tarde al informe titulado «Sanidad y política, tipologías y representaciones». De los tres que tenía entre manos era el único que le interesaba.
En los últimos meses estaba trabajando mucho. Al principio porque se había empeñado en seguir pagando la mitad del alquiler de Bailén. Luego, cuando Marta le pidió por favor que no lo hiciera, continuó pasando en la consultora todo el tiempo que le dejaba libre su puesto de ayudante de meteorólogo. Confiaba en que alguien les encargaría un informe que le permitiera reflexionar. Pero no había sido así. Y en noviembre, recordando la broma que le había gastado a Susan, decidió encargarse algo a sí mismo. Visitó a compañeros suyos, ahora profesores de la facultad. Ellos le hablaron de un equipo de gente joven que intentaba crear su propia fundación: ganarse la vida fuera y, en la fundación, hacer estudios orientados a la acción política.
Guillermo fue a ver. El equipo tenía un piso pequeño en la calle Tetuán, amueblado con mesas y estanterías blancas. «Vamos a disolvernos», le dijeron en torno a unos vasos de café americano. Una de las chicas había conseguido una plaza de profesora en Asturias. Otra tenía un contrato de colaboradora en una empresa donde, sin embargo, trabajaba nueve o diez horas diarias. Un chico había decidido presentarse a unas oposiciones. Quedaban dos chicos y una chica más, pero iban a constituirse en empresa. De todas formas, le dijeron, habían empezado un informe sobre la sanidad y no querían abandonarlo; Guillermo podía ayudarles. Él aceptó, aunque ahora miraba las carpetas, el ordenador portátil, los documentos apilados y maldecía el voluntarismo condenado al fracaso, condenado a valerse de los flecos del tiempo. Y se decía «Tristes de nosotros, intelectuales por horas sometidos a una profesión, tipificados en secciones censales con un hábitat, un estatus, un estilo de consumo, un perfil». Se buscó en uno de los análisis tipológicos que debía consultar: «Son de los que más leen diarios de información general, tanto en días laborables como en fines de semana. Escuchan algo de radio convencional y de fórmula. Son buenos usuarios de tarjetas. Por su ritmo de vida valoran la comodidad en la alimentación. Es un grupo que viaja bastante, tanto por España como por el extranjero. No les gusta estar sujetos a créditos. Tienen cierta cultura de la inversión y así es como pueden considerar la contratación de planes de pensiones. Les preocupa la salud: son clientes potenciales de seguros». La ficha le parecía correcta, los gráficos lo eran, y el texto descriptivo, aunque escaso y torpemente redactado, colmaba los intereses del cliente habitual de esos análisis. «Son de los que más leen diarios de información general», pero qué pronto, se dijo, renunciamos a ser sujetos activos de la evolución histórica.
El jueves 1 de febrero, a las siete de la tarde, la vespa naranja claro de Carlos seguía al Simca gris metalizado de Lucas. Enfilaron una cuesta abajo. Al final, justo encima de los edificios, el cielo azul pálido cambiaba al rosa y en ambas franjas había una suavidad artificial de jabón líquido.
«Llévame a uno de tus bares», había dicho Carlos. Lucas dijo que era muy temprano pero Carlos había insistido. Aunque la vista no alcanzaba el horizonte, estratos sucesivos de cemento y luz le hicieron pensar en una transición cauta de la ciudad a la tierra cultivada. Sólo cuando llegaron a la plaza de España, bajó la visera del casco. Subieron por la Gran Vía y Carlos repitió el doble giro del Simca. En una calle estrecha, Lucas sacó la cabeza por la ventanilla.
—Deja la moto donde quieras, yo voy a buscar sitio.
Carlos dedujo que aquella puerta de color negro mate pertenecía al bar elegido por Lucas. Aparcó allí. Quizá porque se había tomado dos gin-tonics antes, ya no estaba preocupado. Llevaba más de dos semanas dando largas a Lucas, ofreciéndole resúmenes de su encuentro con Claudio Robles, pero sin decir nada referente a la venta de participaciones. El Simca pasó por delante. «Espérame dentro», dijo Lucas señalando la puerta. Sin embargo, Carlos se apoyó en la moto, ya no estaba preocupado, le había perdido el miedo a la situación. No se puede tener miedo a lo irremediable, se dijo como si hubiera descubierto algo, como si al formular esa idea hubiese resuelto sus próximos meses de vida. Bueno, algunas personas temían a la muerte pese a ser irremediable. Recordó cuando, de pequeño, sabía que iban a ponerle una inyección, estaba seguro, era irremediable pero él tenía miedo hasta el último segundo e incluso después que todo había pasado y el médico se había ido del cuarto. Aunque, pensó, lo peor de las inyecciones era no ver, era presentir la aguja afilada, dañina, era la actitud de sus padres, su afán por tranquilizarle, pero, sobre todo, no ver, imaginar, yacer vuelto de espaldas medio desnudo, temiendo. También lo malo de la muerte debía de ser no ver.
Yo ahora lo veo todo, se dijo. Y veía en la calzada papeles de propaganda pisados por los coches, una lata roja de Coca-Cola abollada, la sucia voluta de un clínex. Veía un trozo de cáscara de naranja en la acera de enfrente, colillas y, en perpendicular, el cielo de un azul reflectante iluminado por las luces del anochecer. Veía el Simca gris, cómo maniobraba Lucas en el tramo siguiente de la calle. Le iba a hablar sin rodeos. «Ahora ya lo sabes, Lucas —le diría—, no me justifico, no intento convencerte.» Se lo diría y después veía todo: un cabreo; una negativa; la locura, no vendo, no vendemos, mejor la deuda que ceder. Lo veía todo. También la indiferencia y el «allá tú». Y se veía dentro de tres meses sin trabajo, sin Jard y sin Ainhoa. Sin patetismo. O dentro de tres meses con un trabajo igual al que dejó, con el silencio de Ainhoa, con el recuerdo de Jard edulcorándose semana a semana. Lo veo todo. Lo veo todo. Lucas se aproximaba y Carlos veía su tercer gin-tonic.
La puerta negra daba a un pasillo que luego se abría como un abanico sembrado de asientos. Al fondo, en el suelo, había una trampilla abierta.
—Mejor nos quedamos arriba —dijo Lucas—. Abajo hay actuaciones, pero más tarde.
La barra estaba en medio del abanico, enmarcada por dos finas columnas cuadradas, negras. Pequeños sofás rectos formaban un laberinto negro también, al que se superponía el color rojo y naranja de los almohadones.
—Quieren mi treinta y cinco por ciento y el tuyo —dijo Carlos—. Antes de que acabe febrero.
—¿Nos ofrecen al menos cinco duros simbólicos por cada participación?
—El dinero cubre el préstamo. No están dispuestos a pagar más. Lucas, esto ya lo habíamos hablado.
—Lo sé, lo sé —dijo Lucas—. ¿Y qué más te han pedido?
—Nada más. Quieren tu consentimiento antes de marzo. Quieren que el primero de abril estemos allí.
Un camarero de pelo rubio y castaño trajo las bebidas. Lucas abrió un pistacho con las yemas de los dedos y se lo comió sin decir nada.
—Entonces ha funcionado —murmuró al poco, y miró a Carlos—. Se han preocupado por las participaciones y han aceptado el resto. Contratos indefinidos para todos, actividad de cada uno en la empresa, antigüedad, dinero para el préstamo. Eso me habías dicho, ¿no?
Carlos miraba en el jersey azul de Lucas una cenefa de dibujos blancos, especie de estrellas con la estructura de los copos de nieve. Asintió con la cabeza. Más adelante tendría que explicar a Lucas que los contratos indefinidos no eran iguales para todos. Más adelante. Lucas había usado un truco y eso le daba derecho a usar otro, ambos bienintencionados. Más adelante le hablaría de la obligación de permanecer cuatro años en Electra a modo de justificación. Le haría entender que Electra tenía fórmulas para asumir un contrato de alta dirección con ellos dos pero no con Rodrigo y Esteban. Otro día, se dijo. Ahora no estaba en condiciones de soportar una discusión sobre privilegios. Más adelante.
—Puedes contar con mi treinta y cinco por ciento —dijo Lucas—. No he querido regalarlo, eso es todo. Cuando les des mi consentimiento pensarán que tienen lo que pretendían.
—¿Y yo? —preguntó Carlos—. Creí que ibas a negarte, me esperaba cualquier barbaridad.
—Lo siento. Estoy mayor, Carlos, y cansado. No te avisé porque ellos habrían notado que jugabas de farol.
—A lo mejor tengo que darte las gracias. De todas formas, han pasado más de dos semanas desde que estuve en Electra.
—Ya he dicho que lo siento. Todos tenemos nuestra historia. Supongo que alguno de estos días me lo he creído. He pensado que en el último momento no venderíamos, que intentaríamos resistir.
—¿Con otro préstamo? —Carlos le mostró al camarero su vaso casi vacío.
—Debemos felicitarnos —dijo Lucas suavemente—. Después de la gran multinacional y de Jard, entramos en el tercer período.
—¿Qué te pasa? —preguntó Carlos—. ¿Por qué no me dices que es una putada? Salió mal y ahora nos hemos bajado los pantalones. Dilo. Luego nos ponemos ciegos de alcohol y ya está. Nadie nos pide que seamos héroes.
Lucas se echó hacia atrás mientras el camarero cambiaba la copa de Carlos. Carlos, en cambio, se echó hacia delante. Buscaba el derrame en el ojo derecho de Lucas, algo conocido, familiar.
—Salió mal —repitió Carlos—. Calculamos mal. El orden establecido pudo más que nuestros principios, la barca del amor se estrelló contra la cuenta de resultados. Dilo, Lucas. Es una historia sabida. Transigimos. ¿Por qué me miras así? ¿No te basta? De acuerdo, fue peor: nos permitimos el lujo de ser descuidados. Somos responsables de haber medido mal, lo sé. Equivocarse no garantiza la inocencia. —Carlos hablaba cada vez más alto—. Dímelo. He jugado con dos barajas, la empresa y nuestros propósitos ideológicos, y he quemado las dos. Puede que ahora sientas cansancio, pero en alguna parte de ti sigue estando el militante, el que sabía que no basta con tener razón, que uno debe tenerla en el momento oportuno, que uno no sólo es víctima sino también culpable de sus errores.
—No estoy seguro —dijo Lucas.
Carlos retiró los brazos de la mesa y se apoyó en el respaldo para frenar el incipiente bamboleo de sus músculos. Lucas, sin embargo, estaba tenso, apenas había probado su ginebra.
—¿No estás seguro de qué? —preguntó Carlos mirándole a la boca.
—Sería demasiado bonito que nos hubiera salido mal. ¿Y si nos ha salido bien?
—Por qué dices eso.
—Estaremos mejor que antes —dijo Lucas—. A ti y a mí nos habían jodido bastante en la multinacional.
—A mí.
—Y a mí, Carlos. Tengo cuarenta y tres años. ¿No te habrás creído los discursos que nos soltaban? Si a un tío de treinta y nueve le quitan de investigación, ¿tú crees que eso es sólo un cambio de área? ¿Cuándo iban a ponerme otra vez, a los cincuenta?
—Nunca me lo contaste así.
—No te lo conté de ninguna manera. Tú lo sabías.
—Yo pensaba que te metiste en lo de Jard sólo porque te parecía mejor, no porque te hiciera falta —dijo Carlos después de un sorbo largo.
—Alguna vez tuve la impresión de que creías eso. Pero no le di importancia. Tenías los datos, supuse que preferías no verlos para seguir sintiéndote el gran culpable, el único culpable.
—¿Tú te sientes culpable?
—¿Culpable de llegar a Jard rebotado de un sitio donde no me consideraban? En absoluto. Y tú tampoco debieras. Sería una estupidez, si me lo permites. Nunca he entendido por qué el intercambio se ve como algo sucio. El capitalismo nace del excedente, de los criterios en la distribución del excedente, no nace del intercambio. ¿Qué le dices a Ainhoa? Te quiero pero no me hace falta tu cuerpo, ni me conviene tu carácter, ni tu familia, ni me interesa lo que sabes. Yo quiero que me quieran por algo. Luego veré si el motivo me gusta o no.
—En todo esto hay algo que no te gusta.
—Sí, ya te lo he dicho. Sospecho que tú y yo hemos conseguido lo que queríamos —a Lucas le temblaba la voz—, y cuando lo veo así me parece que somos unos cabrones con pintas. No creas que es sólo una expresión graciosa. Lo malo son las pintas, Carlos. La puta retórica que están pagando Rodrigo, Esteban y tus amigos.
Había dos direcciones. Carlos las vio como dos llamaradas en la oscuridad, y se encaminó a la segunda a la vez que seguía mirando la primera. Luego la primera se perdió de vista, pero cuando contestó aún recordaba el resplandor de aquella otra posibilidad.
—Antes —dijo— no acostumbrabas a preocuparte de mis amigos. Ahora es tarde, no les hacemos falta. Con la excusa del préstamo, Santiago y Marta se están haciendo ricos.
Lucas se puso la cazadora negra.
—No voy a emborracharme contigo. Mi hija tiene vacaciones estos días y ha venido a Madrid, la tengo en casa.
Había otra posibilidad, pensaba Carlos. Levantó la mirada hacia Lucas y él se la devolvió desde su altura de hombre de pie.
Carlos no se movió. En el asiento, un almohadón rojo y uno granate. Dos almohadones naranjas en el asiento de enfrente. No iba a pensar en lo que le había dicho Lucas. Primero quería acabarse la copa. Tenía mucho tiempo, toda la noche del jueves. Debería llamar a Ainhoa para avisarla de que se retrasaría. Tampoco ahora. Luego llamaría a Ainhoa y a Marta y a Santiago. Después. Y a Alberto. Podía llamarle de verdad. Se acordó de un bar inglés donde el teléfono estaba junto a la barra. Se vio allí, sentado en un taburete y hablando. Vio el cable en espiral y se rió. Un teléfono de pared de los que tenían el marcador circular. Recordó el ruido del disco cuando volvía a su sitio. Un teléfono
jard
, pensó. Bien sujeto, con cables visibles.