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Authors: Belén Gopegui

La conquista del aire (31 page)

BOOK: La conquista del aire
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—Tienes razón —le dijo a Rodrigo. Y añadió—: Necesito beber algo.

—Yo me voy. Esta semana estoy de traslado. —Rodrigo sacó la caja de juanolas y le ofreció a Carlos—. No quiero que me des la razón —dijo—. Eres tú quien tenía razón cuando nos hablabas en Jard. Carga tú con ella.

Se dieron la mano y Carlos pensaba que Rodrigo no se había alterado durante la conversación. Le miró alejarse entre la gente. Entonces empujó la puerta del bar y vio que aún tenía en la mano izquierda la caja redonda y roja de juanolas.

Pasó un mes. El viernes 10 de mayo, a las siete y media, Ainhoa abrió la puerta del piso donde había vivido tres años con Carlos. Se acordaba del apartamento que compartieron al principio y del ático adonde se mudaron hasta que Diego cumplió un año. Cuando encontraron ese piso por un precio accesible, no se lo creían: era grande, estaba en el centro, tenía casi tanta luz como el ático pero no hacía tanto calor, había una habitación para Diego y otra para sus mesas de trabajo y hasta una pequeña despensa. Todo les gustaba, el ascensor de madera, los techos altos, el salón largo y profundo, la vista de la torre de ladrillo. Después, al vivirlo, habían ido viendo que los tabiques eran demasiado delgados, y la calle más ruidosa de lo que parecía, que en invierno la calefacción central no bastaba, que la cocina tenía mala ventilación. Pero aun así la casa seguía gustándoles, Ainhoa siempre había contado con que sería su casa hasta que Diego creciera y ellos realizaran el sueño de vivir fuera de Madrid.

Ahora, en unas pocas semanas, la casa había dejado de parecer una casa. Faltaban muebles y cuadros, libros, lámparas, el sofá y el equipo de música. Ainhoa se metió en el cuarto de Diego, el único que permanecía más o menos intacto. Necesitaba echarse diez minutos, descansar. Había tenido varias guardias seguidas, y estaba además su traslado, y el de Carlos, y estaban las pequeñas discusiones descorazonadoras. Era descorazonador comprobar cómo aunque la razón y el buen sentido pusieran de manifiesto que no se odiaban, que se tenían respeto y aprecio, ambos se obstinaban en provocar conflictos. Uno de los dos acababa siempre encontrando pretextos para la indirecta o el sombrío encogimiento de hombros. Buscaban motivos innobles, causas turbias, algo que les permitiera dar un corte a lo que no podía ser cortado, los años, el pasado, el tejido orgánico de cada biografía.

Ainhoa entrecerró los ojos. Desde la cama de Diego veía el futbolín en miniatura, los juguetes de madera y los coches desperdigados. Temían hacerle daño, eso era lo que menos se decían. Sin embargo, ella empezaba a estar asustada. Diego pasaba de la locuacidad al mutismo sin que ninguno de los dos supiera por qué. El mutismo podía durar tres días en los que no lograban arrancarle una palabra a no ser «no vale» o «eso sí vale». Al parecer, Diego estaba reglamentando el mundo, tenía que pasar del no vale que mis padres vivan separados al «eso sí vale». Un pedagogo amigo de su hermana se lo había explicado diciéndole que no debía preocuparse. Ainhoa alargó la mano para coger un conejo de peluche gris. Quizá sí debía preocuparse. En cualquier caso, estaba preocupada y saber que miles de parejas con hijos se separaban y los niños crecían luminosos, serenos, era un dato que tal vez más adelante la aliviaría, un dato que antes, al principio, la había ayudado, pero que ahora parecía salir volando ante la cara seria y dubitativa de Diego.

Eran casi las ocho y Ainhoa se levantó porque tenía que coger las cosas antes de que llegara Carlos. Lo habían acordado entre los dos: ya que no conseguían evitar las discusiones, durante un tiempo evitarían verse, pues aún no habían perdido la razón ni el recuerdo de que no se odiaban. Entró en el cuarto de estudio. Ambos lo habían llenado de cajas de cartón vacías. Cogió una y un periódico y se fue a la cocina. Le había dicho a Carlos que se llevase él todos los aparatos, batidora, cafetera, horno, nevera, lavadora. Ella no se iba a un piso vacío. Una pareja de médicos de reumatología estaba en San Antonio con una beca y le dejaban su casa de mayo a diciembre. Ainhoa terminó de envolver en papel de periódico algunas tazas de desayuno. Sólo se llevaría el exprimidor para hacerle zumos a Diego, y esas tazas. Carlos había insistido en que él tendría los electrodomésticos en depósito hasta que ella estuviera en una casa propia y los repartiesen. Ella le había dado las gracias porque no se atrevía a contarle la verdad. Hoy lo haría, pensó en el pasillo, la caja de cartón entre las manos.

Entró en el salón, escogió unos cuantos libros y los metió en la caja. Luego volvió al cuarto de estudio para cerrarla con papel adhesivo. Le faltaba la ropa, sus revistas médicas y la silla, pero tenía tiempo de sobra. A las nueve, cuando llegase Carlos, ella podía estar camino de su casa. No obstante, infringiendo todas las reglas, iba a esperarle. Era un buen día, Diego se quedaba a dormir con los primos. Llenó dos cajas de revistas y cogió la última para ir al dormitorio.

Sentada en la cama, frente al armario abierto, pensaba que Carlos podía llegar acompañado. Por si acaso ocurría, lo mejor era tener cargado el coche antes y así poder desaparecer discretamente. También podía ser que no llegara o lo hiciera muy tarde. Se dijo que, como máximo, esperaría hasta las diez. Si Carlos no llegaba, o si llegaba solo pero se enfadaba al verla, bueno, entonces tendría que convocarle con antelación, seguramente era lo más sensato.

Metió todas las cajas y la silla de su mesa de escritorio en el ascensor. Al verse en el espejo, entre las cajas y las patas invertidas de la silla, pensó que el hecho de que las personas estuvieran vivas no era del todo comprensible. Hacía siete años se había mudado al apartamento de Carlos. Entonces había subido en otro ascensor con espejo rodeada también de cajas y de sillas. Ahora se marchaba. Abrió la puerta del ascensor y la sujetó con la silla. Luego llevó dos cajas hasta la puerta del portal. La medicina la había acostumbrado a considerar la muerte como un punto de referencia para orientarse. Sin embargo, pensó, no había coordenadas en la muerte, el único punto de referencia era estar viva. Como una cinta transportadora en la que eres, se dijo, depositada y de la cual un día te expulsarán. La muerte no llegaba sino que había un momento en que salíamos de la vida.

Ainhoa volvió por las otras dos cajas. Ella estaba viva, pensó, sus pies casi volaban sobre la cinta transportadora. Debía recordar esa imagen en las noches débiles, sus pies sobre la cinta, algo que la llevaba y a lo cual ella sumaba su impulso pero, aunque no lo hiciera, el desplazamiento continuaría. Cerró el ascensor y cogió la silla para sujetar esta vez la puerta del portal. Estaba viva, no podía cerrar los ojos y dejar de estarlo, le haría falta empeñarse, saltar para salir de la cinta transportadora y nada más lejos de su intención. Llevó las dos primeras cajas al coche. Cuando estaba abriendo el maletero vio a Carlos en la moto. Iba solo.

Él también la había visto. Se encontraron en el portal.

—Me he adelantado —dijo Carlos—. Te ayudo —añadió cogiendo las otras dos cajas.

Ainhoa fue a buscar la silla y la puso en el asiento de atrás. Carlos iba a cerrar el maletero.

—¿Queda algo?

Ella negó con la cabeza. Estaba de pie, tocando con los dedos el cristal de la ventanilla como quien va a decir una última palabra antes de subir al coche.

—Carlos, ¿podemos hablar un momento?

—Sube —dijo él.

La cinta, Ainhoa trataba de verla. El dolor y el error la aturdían, pero morir, se dijo, es estar fuera de todo esto.

Carlos dejó el casco en la entrada y se metió en el baño. Ainhoa oyó el agua del grifo, sabía que Carlos estaba lavándose la cara y las manos, siempre lo hacía al llegar a casa. Ella permaneció de pie en el recibimiento, azorada como un invitado que no conociera la casa y a quien nadie hubiera mostrado el camino. El sonido del agua cesó. Ainhoa echó a andar por el pasillo hasta encontrarse con Carlos. Tenía presente el salón sin sofá y siguió a Carlos temiendo que la llevara a la habitación del niño. No lo hizo. Empujó la puerta del estudio.

—¿Te parece bien aquí?

Se sentaron los dos en el camastro que tenían para posibles invitados. No había sillas y las dos mesas estaban cubiertas por las cajas de cartón.

—Ha salido una plaza de medicina interna en un hospital de Bilbao —dijo Ainhoa—. La he pedido porque han vuelto a surgir problemas en Puerta de Hierro.

—Ya —dijo Carlos sin casi darle tiempo a terminar—. ¿Sólo por eso?

—Sobre todo por eso.

—Te irías con Diego, claro.

—Por lo menos el primer año me parece mejor que esté conmigo, pero es una opinión.

—Y cuándo voy a verle, ¿los fines de semana?

—Hay períodos de vacaciones más largos, más largos.

—No quiero desaparecer de la vida de Diego. Voy a perderle.

—No lo perderás, lo haremos bien. Lo sabes, tenemos que hacerlo bien.

—Ya te han contestado, ¿verdad? A lo de la plaza.

—Sí y no. No me han contestado oficialmente, pero sé que tengo bastantes posibilidades.

—¿Y qué quieres que diga?

—Tu opinión.

Carlos se quedó mirando al frente sin hablar. Cuando el silencio empezaba a ser inadecuado, violento, dijo:

—Mi opinión es que los espías sólo tienen una vida, los adúlteros sólo tienen una vida, y los separados, y los divorciados, también.

—No me voy para «emprender una nueva vida», si te refieres a eso.

—Sí, me refería justo a eso. Entonces, ¿para qué te vas?

—Para no quedarme sin trabajo. Y creo que en el fondo me parece razonable, como dirías tú, tener una tierra, ser de un sitio, no olvidar la lengua de mis padres.

—¿Puedo preguntarte si también trasladan a tu médico?

—No es mío y no lo trasladan.

Carlos se levantó. Las mangas remangadas de la camisa y, en general, la ropa de verano le hacía parecer más pequeño. Varias cajas de cartón amontonadas que sobresalían detrás de su cabeza reforzaban esa impresión.

—Voy por una cerveza, ¿quieres algo?

—Otra, gracias.

Ainhoa lo vio salir, empequeñecido también por la suela fina de los mocasines. Permaneció atenta a un recorrido que debía de tener inscrito en el cerebro porque podía predecir en qué momento él abriría la nevera, cuándo sonarían los vasos sobre la mesa de la cocina y cuándo la tapa del cubo de la basura. Carlos ya volvía. Entró con su andar peculiar que le inclinaba hacia atrás y hacia los lados, como si sólo pisara con los talones, y a Ainhoa le pareció que ese bamboleo ya no reflejaba alegría, tan sólo inestabilidad. Mientras le daba el vaso de cerveza, dijo:

—Si te vas, hay cosas que nunca podremos hacer. ¿Y si te quedas a vivir allí? ¿Vivirá Diego un año con cada uno de nosotros?

—No lo sé, seguramente. No sé que va a pasar.

—La vida es corta, Ainhoa.

—Pero es ancha —dijo ella pensando de nuevo en la cinta transportadora donde habían sido depositados, en el impulso que esa cinta contenía.

—¿Es qué? —preguntó Carlos.

—Ancha. Hay espacio para tu hijo, que el año que viene a lo mejor está en Bilbao, para el tiempo que vivimos juntos, para lo que hagas ahora.

—No tan ancha —dijo Carlos—. Me he enterado de que está en marcha un despido de cinco trabajadores en Electra. Esteban es uno de los cinco. No sé cómo puede caber eso.

—¿Van a echarle?

—Aún no es seguro. De todas formas, hay más cosas que no caben. A lo mejor Diego se pone malo una noche y me necesita cuando yo estoy a quinientos kilómetros.

—Estaré yo. Y si pasa al revés, estarás tú.

—¿Y si nos quiere a los dos?

—Va a tenernos a los dos.

—Juntos.

—Diego perderá unas cosas y ganará otras. Yo sufría por no haber sido el chico que quería mi padre y encima ser enfermiza y causa de preocupaciones; tu único hermano se murió y tú veías la estrechez en que vivían tus padres. ¿Quién no tiene su tragedia infantil?

Ainhoa iba a decirle que estar vivo era ser vulnerable, que sólo los muertos no lo eran. También ella necesitaba oírlo, pero se calló porque Carlos había cerrado los ojos y con la mano se sujetaba la frente, y hacía rotar los dedos sobre las sienes como si le doliera la cabeza.

—No cabe todo —repitió él un poco después—. Hay cosas que no deben hacerse. Cosas que están mal.

—Pero caben. Ojalá que cuando fuéramos a equivocarnos se nos cortara la respiración y dejáramos de existir unos minutos. Lo malo que hacemos cabe; la vida es así de ancha.

—Cabe el remordimiento —dijo Carlos cogiendo el pelo suelto de Ainhoa como un ramo y llevándolo todo al mismo lado del cuello—. ¿Cuándo te irás?

—En junio sé seguro si me dan la plaza. Empezaría a trabajar en septiembre y me iría en agosto para buscar casa y organizarme.

Ainhoa se puso de pie. El vuelo de su vestido verde oscuro rozó a Carlos. Esta vez no habían discutido, pero la sensatez de ambos, en contra de lo que intuía, no la empujó a abandonarse al contacto de la mano de Carlos. Se ahogaba. Necesitaba aire y un sitio para contemplar la desolación contenida en toda aquella sensatez, tallos tronchados, tierra quemada. Carlos, sentado aún, le abrazaba los muslos. Ainhoa llevó las manos a esa cara escondida sin tocarla. Hacía falta tiempo. Los dos tendrían, se dijo, que vivir junto a ese terreno arrasado y aunque en los casi ocho años hubiera también árboles, arroyos, ella necesitaba un plazo para afrontar los tramos negros. Se soltó del abrazo de Carlos poco a poco.

—En cuanto sepa seguro lo de la plaza te llamo.

Carlos se levantó.

—Te acompaño.

Cuando llegaron a la puerta se miraron indecisos. Carlos besó a Ainhoa en la mejilla. Ella se acercó al ascensor, dijo:

—No te quedes ahí.

El martes 14 de mayo un aire soleado se hacía visible en el borde de las fachadas, al fondo de las calles y sobre las papeleras públicas. Santiago entornó los listones azul marino de la persiana. Era la una del mediodía. Minutos después llamó a Sol.

—Hola, soy Santiago. Me gustaría —añadió con voz grave— pedirte un favor. Es un favor. No tiene nada que ver con nuestra relación.

Se oyó un timbre.

—Un segundo —dijo Sol—. Voy a abrir.

Un favor, algo que se pedía y nada más, pensaba Santiago. Sin prolegómenos. Prefería ser descortés antes que volver a ser hipócrita. Se oían voces al fondo por el auricular. La academia de música para niños donde Sol trabajaba tenía algo de piso de dentista con su sala de espera y las puertas de las clases de cristal esmerilado. Sol lo hacía casi todo. Por las mañanas se ocupaba de las matrículas, cogía el teléfono, abría la puerta. Además daba clases a tres grupos, pero cobraba, al menos mientras estuvo con Santiago, noventa y cinco mil pesetas al mes y sin contrato, por horas.

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