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Authors: Belén Gopegui

La conquista del aire (15 page)

BOOK: La conquista del aire
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Levantó la vista del suelo. Había muy pocas personas por la calle. Una fealdad incipiente en la luz ponía al descubierto el gris sucio de los portales o la prisa de esa mujer que acababa de adelantarle, violenta cual si rehusara exponer a ojos del mundo su domingo solitario. Al doblar por Duque de Rivas, Guillermo invocó las tardes de hacía cuatro y cinco años, cuando Marta y él salían a andar. Entonces no eran ellos errantes demediados del domingo; entonces visitaban la ciudad y miraban los portales, las iglesias, como dos extranjeros. Compraban una botella de agua y la bebían por la calle, o manzanas. Se le llenó la cabeza con imágenes de aquellos paseos.

A lo mejor en el tiempo no había progresión, acaso el tiempo era una cinta extendida, una especie de mural continuo donde estaban expuestos todos los momentos. Se le había ocurrido por primera vez a raíz de la muerte de su padre, al ver que no había ninguna marca de autenticidad en sus últimos días de vida, sino que esos días contaban tanto o acaso menos que el día, muy anterior, en que salió con él a la terraza, y su padre le puso la mano en el hombro y le estuvo contando cosas de cuando era niño y leía a Salgari y soñaba con ser Yáñez el Portugués. No había ninguna marca de autenticidad en los hechos más recientes, no había estaciones de llegada distintas al trayecto en la vida, sino que todo era trayecto. La calle Postas. Buscó las llaves de la consultora. Abrió el portal, subió despacio por la escalera de madera y llamó, por si acaso, al timbre, aunque no era probable que hubiera gente. Nadie vino a abrir.

Santiago conducía en silencio. Leticia le había propuesto que durmiera en su casa esa noche y no sabía si aceptar. El fin de semana había salido incluso mejor de lo esperado. Apenas habían abandonado la habitación. Sólo al anochecer me rodeaban un poco por los alrededores del parador de Gredos. En la cama sus cuerpos se entendieron enseguida. Después del primer escarceo apresurado días atrás, Santiago había imaginado que necesitarían un largo tiempo de acoplamiento. Creyó que Leticia era procaz y autoritaria y que procuraba disimularlo manifestando arrobo y docilidad. En cuanto a él, ya se veía durante semanas ocupado en fingir deseos y placeres. Pero cuando al fin se encontraron en una cama con horas por delante, nada de eso ocurrió. Se habían gustado, pensaba Santiago. Era así de fácil: cada uno había ido hacia el cuerpo del otro por el afán de tener y tocar y penetrar algo que le agradaba. Leticia le había parecido más mujer de lo que su elegancia discreta dejaba traslucir, y no porque la maternidad hubiera dejado alguna huella en su cuerpo. Al verla desnuda y de pie, con los muslos entreabiertos, la había llevado a la cama sabiendo que sus piernas fuertes estaban hechas para cubrirla, y se había sentido alegre de pensar que iba a coger esas tetas, a tocarlas, a morderlas, a tenerlas para él. De algún modo los ajustes de cuentas que siempre ponía en el sexo, la voracidad, recordó, con que exigía su propio placer y el de Sol como si sólo el exceso pudiera compensarle por sus dudas, habían quedado pospuestos. En el cuerpo de Leticia no había nada que le resultara extraño, perfecto o en exceso desolador. Nada que hubiera tenido que conquistar pero tampoco nada que perdonarse. Se habían visto desnudos y enseguida habían buscado el roce, y Santiago había creído percibir en Leticia el mismo sentimiento de gratitud, sorprendidos los dos no tanto por hallarse ante un cuerpo que les complacía como por el hecho de que ese cuerpo les complaciera tan alegremente, sin tensión, sin tener que estar a la altura de algo demasiado hermoso, pero sin tener tampoco que mentirse, que obviar olores, formas o ademanes molestos.

Era un buen comienzo, pensaba ahora. No quería estropearlo, y a medida que se acercaba a Alfonso XII algo le decía que huyendo podría estropearlo. Si ahora él retrocedía, también retrocedería ella. Si la dejaba sola en su casa y él se iba solo a su piso perdería gran parte del terreno ganado, el fin de semana se convertiría en una aventura risueña, remota, mucho menos vívida que la casa de Leticia, su trabajo del lunes, su hija, las llamadas telefónicas del joven filósofo. Tenían que afianzar la relación, también ella se daba cuenta y por eso le habría invitado a dormir esa noche. Pero a Santiago la casa de Leticia le acobardaba. Arrancó obedeciendo a los pitidos del coche de atrás. La desnudez, pensaba, les había hecho accesibles y felices mientras que una casa era una fortaleza cargada de advertencias, un complejo sistema de información. Santiago sería informado, sin él quererlo, de la clase de toallas que usaba Leticia, de las cortinas, de la calidad del equipo de música. Vería a Leticia más joven en las fotografías que ella le había descrito sólo con palabras. Vería si había juguetes de Irene en el salón y cuáles. Un coche en segunda fila había formado un atasco, pero Santiago no se impacientó. Ahora pensaba en el tamaño de las habitaciones, imaginando el suelo de madera barnizada, el buen gusto del tapizado de los sofás y esos muebles de despacho antiguos que vendían en algunas tiendas del Rastro: mesas de madera labrada, arcones, bargueños, altas estanterías de castaño cubiertas con vitrinas de cristal. Él podía pagar alguno de esos muebles pero nunca podría pagar la casa apropiada donde ponerlos.

Minutos después empezaba la búsqueda de un sitio para aparcar. Leticia le indicaba las mejores calles y Santiago obedecía pensando que siempre podía dejarla allí y despedirse, pero al mismo tiempo sabía que no debía hacerlo, que no debía dejar a Leticia esa noche. Debía elegir entre dormir en casa de Leticia y que Leticia durmiera en la suya. Y había elegido. A conciencia, se dijo. No quería que Leticia fuera esa noche a Vázquez de Mella, no quería una crónica de pobres amantes. ¿Por qué su no querer le hacía sentirse mal? ¿Acaso no tenía derecho a medirse con una buena casa y no tenía, sobre todo, derecho a que no le exigieran nada a cambio? En ese momento Leticia pasó la mano por el pelo de Santiago.

—Ése se va —dijo señalando las luces blancas de un coche aparcado. Él frenó, puso el intermitente y la miró sonriendo, aunque enseguida dejó de hacerlo porque le había asaltado un fuerte sentimiento de piedad hacia Sol y ni siquiera sabía si era piedad o si estaba echándola de menos, o bien si se trataba sólo de una nueva manifestación de su inquietud.

—Tengo ganas —le dijo a Leticia— de que haya pasado bastante tiempo y hagas ese gesto otra vez.

La frase sonaba cursi como un disfraz, pensó, como una fiesta entera de disfraces, pero aún era pronto para decir deseo no sospechar de mí mismo en esta relación.

El jueves 4 de mayo, a las diez de la noche, Carlos llamó a Lucas por teléfono. Diego tenía fiebre y Ainhoa estaba con él en el cuarto. Con el capuchón del bolígrafo, Carlos dibujaba rombos en el brazo del sillón. La tela silbaba.

Respondió al «Dígame» de Lucas en voz baja aunque ni Ainhoa ni Diego podían oírle.

—Lucas, soy Carlos.

—Dime, Carlos.

—¿Podemos hablar un rato, es buen momento?

—Muy bueno.

—He pensado hacer una reunión con todos mañana. Quiero explicarles en qué situación estamos. No voy a apremiarles, pero antes de aceptar la oferta de Electra necesito saber qué planes tienen.

—Lo entiendo.

—Una vez conté algo que no debía haber contado —dijo Carlos después de soltar el bolígrafo—. Le conté a una persona algo que le afectaba, a pesar de que yo era el único con capacidad de movimiento en esa situación. Sólo yo podía decidir —añadió en un tono más fuerte—. Creo que fui un cabrón. Necesitaba quedarme tranquilo y lo que hice fue trasvasarle mi intranquilidad a la otra persona. Yo sabía que ella no iba a moverse, que no haría nada con lo que le había contado. Fui un cabrón. Lo sabía pero quise asegurarme.

—Daniel, Rodrigo y yo tenemos capacidad de movimiento. Quizá Esteban tenga menos, pero la suficiente —dijo Lucas—. No es un caso comparable al que cuentas.

—Gracias; necesitaba tu opinión.

—Te lo he dicho antes. Entiendo que quieras hablar con todos. A ti te hace falta y creo que a nosotros también.

—¿Podrías venir mañana a las ocho y media? Me gustaría comentar contigo lo que voy a decir.

—Estaré allí a menos cuarto.

—Da tiempo de sobra. Lucas, ¿tú crees que fui un cabrón?

—Si la historia fue como dices, creo que sí. Pero amargarse es la mejor forma de seguir fastidiando a los demás. Lo digo con conocimiento de causa. Bueno, te veo mañana.

Carlos asintió y estaba terminando de decir buenas noches cuando oyó que Lucas colgaba. Tanteó el suelo con los pies sin encontrar sus zapatillas. Por fin encontró una. Se levantó para buscar la otra; la tenía puesta. Ya no quiso volver a sentarse. Fue al cuarto de Diego para ver cómo estaba y encontró a Ainhoa entornando la puerta.

—Ya se ha dormido —le dijo—. La semana que viene voy a llevármelo un día al hospital, está teniendo muchos catarros seguidos. A lo mejor es una alergia.

Carlos la seguía por el pasillo, algo rezagado. Aminoró el paso un poco más todavía para decir:

—A lo mejor necesita un hermano.

Ainhoa no se volvió. Al llegar al cuarto de estudio, dio la luz diciendo:

—Voy a trabajar un poco ahora. Con la huelga está todo manga por hombro en el hospital y tengo varias historias clínicas atrasadas.

Al día siguiente, a las nueve menos cuarto en punto, Carlos empezó a resumirle a Lucas la explicación que pensaba dar más tarde. En el resumen incluyó una referencia a los objetivos políticos de Jard.

—No creo que sea el momento —dijo Lucas— de hablar de política.

—¿Por qué?

—Lo sabes tan bien como yo, Jard tiene problemas reales.

—¿La política no es real?

—Carlos, yo creo que sí, pero a veces no estoy seguro de lo que piensas tú.

Carlos oyó el ruido de la puerta. Ya eran las nueve. Sin embargo, aún no podía salir. Necesitaba convencer a Lucas y, para hacerlo, debía llevar más lejos la discusión. Sin apenas reflexionar, le dijo que, en algunos aspectos, le recordaba a Alberto.

—Corrígeme —pidió, y empezó a contarle que Alberto, aunque era algo más joven que Lucas, también había militado a finales de los setenta. No en el partido comunista, como Lucas, sino en el consejismo marxista libertario. Ahora Alberto daba por terminada su intervención en la lucha política. Tenía conciencia de haber jugado sus cartas y, en ocasiones, se culpabilizaba por no haber sabido analizar a tiempo cuál era la situación que estaba atravesando el país, cómo las pequeñas prebendas económicas habían dividido a la clase trabajadora al generar una extensa capa de población que veía en el progreso de sus hijos una salida posible. Alberto creía que si en aquellos años se hubiera llevado a cabo un trabajo político en la dirección precisa, quizá hubiera podido mantenerse en latencia, sólo, sin duda, en latencia, un proyecto revolucionario. Tal vez en esas condiciones, decía Alberto, él hubiera seguido interviniendo. Pero se había empezado la casa por el tejado y ahora habría que esperar a que volviera a darse una circunstancia histórica favorable. Entretanto, la opción de Alberto era la retirada, porque el tiempo en que se creyó a punto de asaltar la locomotora de la historia le había dejado un profundo recelo hacia cualquier acción política privada del apoyo logístico correspondiente.

—Sí —contestó Lucas—. Supongo que me entendería bien con Alberto.

Antes de que Carlos replicara sonó el teléfono. Lo cogió Lucas; era su sobrino, dedujo Carlos. Le agradaba el tono firme y al mismo tiempo apacible, casi desinteresado, con que Lucas hablaba a su sobrino. Pensaba que le gustaría ser capaz de hablar así con Diego cuando creciera. Entonces se dijo que Lucas y Alberto tenían otra cosa en común. Los dos, si bien jamás lo admitirían en voz alta, habían destinado su aprendizaje político a la transformación de la única realidad sobre la que creían tener una influencia suficiente: sus actitudes con respecto a la vida de los otros. Carlos se lo agradecía. Con todo, pensó, él no iba a renunciar a su propia energía a la hora de planear un movimiento adecuado.

Lucas empezó a dictar una dirección de su agenda. Ahora Carlos miraba sus mejillas recién afeitadas, los ojos verdes, el derrame en el ojo derecho cerca del lagrimal. Lucas no tenía los hombros encogidos sino que la camisa parecía colgar sobre un travesaño de madera, su mano izquierda sujetaba el auricular con gracia, pero al verle no podía evitar pensar en Alberto: en una flecha no disparada, en uno de esos muñecos con una bola de plomo en el interior que les impide caerse y, por tanto, aplastar a los otros, pero también les impide avanzar. Quizá era el modo de cogerse el cuello con la mano derecha. Aunque la mano izquierda sujetara graciosamente el auricular, con la mano derecha Lucas se abrazaba el cuello como quien, para protegerse, cierra el circuito de sí mismo, y habla, y sonríe, y puebla el mundo con sus señales pero no advierte que sólo son eso, señales, imágenes proyectadas que nunca abandonan la cinta, bumeranes lanzados que vuelven, un halcón de cetrería que hubiera perdido el interés por la presa y ya sólo buscara el guante de su amo, la mano sobre el cuello, la tranquilidad de dos que se llevan bien y saben que no se extraviarán. Tal vez Alberto y Lucas habían conseguido llevarse bien con ellos mismos. La mano de Lucas se llevaría bien con su cuello, el presente de Lucas bien con su pasado. Tal vez, pensó, había que aprender eso que decía Lucas, a no amargarse para no fastidiar a los otros; aprender a calmar los propios desacuerdos para no arruinar a los otros.

Pero en cuanto Lucas dejó de hablar, Carlos trazó una línea de separación entre sus trayectorias políticas, e insistió en que daría un matiz combativo a su discurso. Habló de la guerra de guerrillas; el mismo Lenin, dijo, la aprobaba. Esa guerra era importante pues aun cuando pareciera que el país vivía corrupto y satisfecho, muchos estaban callados, las pateras llegaban como un timbrazo constante, dijo, y habría que despertar. Más temprano que tarde, y Carlos procuró controlar su agitación, volverían a darse las condiciones para que cambiaran las reglas del juego. Hasta ese momento, era casi inevitable que surgieran guerrillas desordenadas, fortuitas, o por lo menos tendría que ser inevitable que alguna gente se revolviera exigiendo su derecho a trabajar y a hacerlo en proyectos con sentido. Sin embargo, tan pronto como estallara el caos, se formarían diferentes organizaciones interesadas en hacerse cargo del descontento. Organizaciones de arriba y organizaciones de abajo. Para no equivocarse entonces, dijo, había que considerar los objetivos políticos desde el principio.

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