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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La clave de las llaves (32 page)

BOOK: La clave de las llaves
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—¿Y cómo sabré que puedo fiarme de usted?

—Tendrá que hacer un acto de fe.

Ardaruig sonrió una vez más, como quien recuerda un chiste privado e intransferible.

—Bueno. ¿Y qué más? ¿Cuál es la segunda condición que me pone?

—Me gustaría hablar con Cañamás.

—¿Con Cañamás? ¿Qué quiere decirle?

—Eso es cosa mía. Usted preocúpese solamente de que no me ponga la mano encima.

—No sé qué pretende.

—No tiene por qué saberlo. Es más fácil esta condición que la otra, ¿no?

—Bueno…

Se conformó. Fue hacia la puerta.

Yo me levanté del sillón haciendo un esfuerzo titánico. Ahora sé cómo se sienten los viejos más decrépitos pocos días antes de morir. Al inclinarme hacia adelante, alguien me clavó unos cuantos cuchillos en la espalda y, una vez clavados, se dedicó a hurgar un poco moviéndolos a derecha e izquierda. El ataque fue a traición, por delante no les había dado oportunidad de hacerme mucho daño. Agarrotado como un muñeco de latón, tardé meses en ponerme en pie. Me rodó la cabeza y tuve que apoyarme en la pared. Como si una borrachera incipiente se mezclara con una resaca infernal.

—¡Cañas! Ven un momento, por favor.

Tambaleándome, pero no tanto como me temía, me acerqué a la puerta. Ardaruig se quería apartar prudentemente. Se lo impedí agarrándolo del brazo izquierdo y reteniéndolo a mi lado. Necesitaría un punto de apoyo.

—No, espere, quédese aquí…

Se abrió la puerta y ante nosotros apareció Cañas. En aquel momento me di cuenta de que no lo había visto mientras me pegaba la paliza en la oscuridad del bosque. Tenía el rostro satisfactoriamente destrozado, en un estado similar al mío, según pude comprobar después. Era evidente que, en el desfile de moda, le había roto la nariz y ese apéndice, hinchado y torcido, era el centro desde donde irradiaba una espantosa sinfonía de colores azules, rojos, morados, amarillos, verdes y violetas. En los ojos, bizcos, el rojo de la telaraña de capilares predominaba sobre el blanco de la esclerótica. Era un monstruo de película, una abominable alternativa a Drácula, Frankenstein, el Hombre Lobo y Freddy Krüger. Y, como uno de esos monstruos cuando se dispone a atacar, me dirigió una mueca mezcla de amenaza y desdén, como si estuviera a punto de eructar o de proyectar un escupitajo al suelo.

La venganza, pues, llegó así, fríamente, como dicen que deben llegar las venganzas.

No se esperaba aquello de mí. No tocaba. Era él quien mandaba, yo era el prisionero aporreado, yo allí no tenía ni voz ni voto ni bote ni bota. Esperaba que yo diera el primer paso. Lo di.

Me agarré al antebrazo izquierdo de Ardaruig para no perder el equilibrio, y di un paso atrás, un paso rápido, casi un saltito, mientras balanceaba con elegancia mi pie derecho atrás y adelante, en un pepinazo majestuoso, pepinazo de penalti, de cañonazo asesino, un puntapié aplicado con la fe gloriosa del inquisidor interrogador, con la alegría devastadora del chico que hace méritos delante de la más guapa de la peña. Cañas sólo tuvo tiempo de levantar las cejas, un poco sorprendido. Un segundo después, noté cómo la punta de mi Sebago penetraba entre sus ingles, y me consta que Cañas también lo notó. A pesar del grosor del cuero de mi zapato, percibí, al tacto, cómo salían proyectadas las dos bolas, vientre arriba, y rebotaban en el estómago, y ascendían esófago arriba, hasta la garganta, y tocaban la campanilla, pling, primero una, y se le encendía un ojo rojo de sangre, y pling, la otra, y se le iluminaba el otro ojo, líquido, objetivo alcanzado, y de aquella boca halitósica salió el eructo que antes no salía, acompañado de un ruido extraño, uuuuiiiiiiiii, de máquina hidráulica capaz de levantar objetos de gran tonelaje, y las piernecillas delgadas y zambas dieron un paso de charleston, y el hombretón se arrugó como un kleenex usado y cayó hecho una pelota deshinchada.

Ardaruig también se arrugó, y también hizo una mueca, y soltó un grito, uuuyyyy, como si a él le hubiera salpicado un poco de daño.

Yo, en cambio, me sentí saludable, satisfecho y cruel.

El cuerpo no me dolía tanto después de aquello.

ACTO NOVENO
Escena 1

Me llevaron al Hospital de Valle Hebrón y allí me hicieron un TAC del cráneo y radiografías del resto del cuerpo, y tuve que andar con los ojos cerrados, y adivinar cuántos dedos me enseñaban, y me dieron diez puntos en la herida del pómulo, y me envolvieron el tórax con una venda adhesiva porque tenía un par de costillas «tocadas», según la terminología médica que usaron. Aquella noche me retuvieron para mantenerme en observación ¿Que cómo me lo había hecho? Unos cabezas rapadas me habían atacado por la calle. El Greñas que me acompañaba, con los muslos bien prietos por si las moscas, era un buen samaritano que me había recogido del suelo y me había curado un poco en su casa.

Desde la cama, utilicé el móvil para llamar a Ori, mi hijo.

—No te asustes, no ha sido nada, estoy en el hospital del Valle Hebrón…

Se asustó, claro.

—¿Qué ha pasado, papá, por el amor de Dios, qué ha pasado?

—No ha pasado nada.

—Si no hubiera pasado nada, no estarías en el hospital.

También llamé a Mónica, pero no la encontré. Era domingo, debía de estar divirtiéndose con Esteban, gastándose alegremente los doce mil euros que me habían pulido. Eso si no los había utilizado Cristina (o como se llamara) para irse a Brasil. No faltaba mucho para los Carnavales.

Depresión.

Para ahuyentar penas y angustias, llamé a Biosca.

—¿Está en el hospital? —exclamó, horrorizado—. ¡Salga de ahí inmediatamente, o es hombre muerto! ¡Está perdido, Esquius! ¡Y yo no puedo hacer nada para salvarte! Los hospitales se construyen sobre depósitos de cadáveres. ¡No permita que le pongan ninguna inyección, no deje que le entuben, no coma nada de lo que le den! ¡Está rodeado de gente con permiso para matar!

—Gracias, Biosca. —Le prometí que me cuidaría y huiría de allí descolgándome por una ventana en cuanto tuviera ocasión. Después, le informé de que el caso de Mary Borromeo ya estaba cerrado. Nos habíamos comprometido a obtenerle una compensación económica y ésta había quedado fijada en doscientos cincuenta mil euros. Ahora, Biosca tenía que encargarse de conseguir que la señora Maruja Fernández y su nieta recibieran la cantidad. Mediante el correo electrónico, teníamos que proporcionar a Ardaruig el número de cuenta corriente de nuestra dienta y al día siguiente a mediodía, a través de Internet, ya tendría que haberse efectuado la transferencia.

—¡Buen trabajo, Esquius! —celebró Biosca, ahogado por una carcajada enloquecida.

Sabía que Biosca cerraría perfectamente el caso. En cuestiones de dinero, Biosca era implacable.

Entonces, llegaron Ori, Silvia y los gemelos, Roger y Aina, que no habían podido dejar con ningún canguro.

—¡Joder, papá, por favor, qué te ha pasado? —exclamó Ori, poniéndose tan pálido como si estuviera a punto de desmayarse.

—¡Virgen Santa! —chilló Silvia, estremecida.

—¡Yo quiero que me pinten como al Tati! —pidió Aina, partiéndose de risa.

Roger quería llamar a sus amigos de P3 para que vinieran corriendo a ver aquel espectáculo tan interesante.

Conté la versión de los cabezas rapadas. Violencia gratuita que yo había pagado cara. Ya no se puede pasear tranquilamente por esta ciudad.

Ori me dedicó un discurso muy sentido que podría haberse titulado «De las ventajas de la jubilación anticipada». Le habría partido la boca.

Por suerte, en seguida vino la enfermera y los echó porque era hora de descansar.

En cuanto me quedé solo con ella, la enfermera me contempló con tanta compasión como si estuviera viendo el cadáver de un niño pero, curtida por años y años de experiencias traumáticas, reprimió todo comentario. Se fue meneando la cabeza lastimosamente.

No había para tanto. Me planté delante del espejo del baño y procuré mirarme con buenos ojos.

Lo más escandaloso era la parte alta del pómulo derecho, en la órbita del ojo, donde había hecho impacto la punta del calzado de Cañas. Un centímetro más adelante y me habría reventado el globo ocular, y un centímetro más atrás y habría dado de lleno en la sien, golpe mortal de necesidad. Pero había tenido suerte y con diez puntos lo habíamos solucionado. Ahora, sólo quedaba, como rastro de lo sucedido, un hematoma inmenso que me daba aspecto de hombre-elefante y el intenso color azul-negro que me rodeaba y me cerraba el ojo. Dios mío, era horrible. Yo nunca había visto por la calle una persona con un aspecto similar. Me acordaría. Me imagino que lo habría soñado más de una vez. Supongo que la pobre gente que luce hematomas como estos o está muerta o se esconde en su casa disfrazada con
burkas
esperando que baje la hinchazón. No hay nadie capaz de exhibirse en público con esos colorines alrededor del ojo. Si me pasaba la mano por el cráneo, con mucho cuidado, bajo las canas podía encontrar una orografía sumamente accidentada. En la frente, sobre la ceja izquierda, se veía el corte producido por la manija del coche, que no había necesitado puntos pero que me decoraba con una costra repugnante. Bien mirado, el mío era un rostro abominable.

Me dolía, incluso, el pie derecho, con el que le había pegado el puntapié a Cañas. Al mirármelo, pensé en los zapatos.

Los zapatos. ¿Dónde estaban los zapatos de Leonor García?

En lo referente a mi ropa, ya podía despedirme de los pantalones y la chaqueta de alpaca, y el abrigo negro. Estaban para tirar.

Me dieron una cena inodora, incolora e insípida y me inyectaron algo que me hizo dormir apaciblemente toda la noche. Antes de dormirme, pensaba en lo que había hablado con Ardaruig y me obsesionaba una sola palabra. «Pruebas». Pruebas, pruebas. Si conseguía pruebas, me sentiría liberado del trato.

Al día siguiente, lunes de la lotería, con una radio propagando el sonsonete del Gordo desde la madriguera de las enfermeras, recibí, primero, la visita de una médico residente de expresión aterrorizada que me dijo que no podría irme hasta que pasara el jefe de servicio y, a continuación, después del desayuno, entraron Octavio vestido de Papá Noel y Beth con su espectacular peinado verde loro.

—¡Ángel, por favor, por favor, por favor! —dijo ella—. ¿Qué te han hecho?

Y Octavio, con el tacto que le caracteriza:

—¡Cago'n diez, Esquius! ¡Te han destrozado! ¿Seguro que saldrás normal, después de ésta? —Y, manifestando sus propias prioridades vitales—: Bueno, no te preocupes, hay muchas tías retorcidas a las que les gusta esta especie de morbo, lisiados, jorobados, cosas así… Quizá no con tanta frecuencia, pero mojarás, hombre. Y si no, siempre te puedes ir de putas…

Me contaron que aún no habían resuelto el caso de los grandes almacenes pero Beth estaba muy optimista. Insistía en que, gracias a mis indicaciones, pronto atraparían a los ladrones.

—Pero, antes —les dije—, necesito que me ayudéis en el caso de Joan Reig. —Con un gesto, les pedí que se acercaran y adopté un aire conspirador—. Octavio: tendrías que ir ahora, inmediatamente, a buscar una juguetería y comprarme una muñeca Barbie, ¿sabes cuál te digo?

—Sí, sí…

—Una vestida de novia. La necesito en seguida, antes de que me den el alta. No te puedo decir para qué la necesito, pero es de vital importancia.

—¿Para el caso de Joan Reig? —Estaba dispuesto a vender su alma por aquel caso—. De acuerdo… Pero, ¿dónde encuentro ahora una juguetería…?

—No lo sé. Espabila. Me fío de ti, ¿de acuerdo? Con un poco de suerte, podrás hacer el regalo tú, personalmente.

—¿Pero a quién?

—No puedo decirte más.

—¿Me prometes el autógrafo de Reig?

—¡Naturalmente!

Salió disparado. Entonces, me volví hacia Beth.

—Y tú, por favor… Localiza el número de teléfono de la mujer de Danny Garnett. Que te ayude Amelia…

—¿Danny Garnett? ¿El futbolista?

—Sí. Llama a su mujer…

—¿Que la llame?

—Sí. Le dices que la llamas por aquello que pasó el jueves, día cuatro, y le pides que mire si al día siguiente alguien cavó en su jardín, a ver si encuentra algo especial enterrado allí. Unos zapatos de mujer. Si encuentra unos zapatos de mujer, que no diga nada a su marido y que te avise inmediatamente.

—¿Unos zapatos de mujer?

—Sí. Es muy importante. ¿De acuerdo?

—Bueno. —Intrigada, ya se le notaba la prisa por salir corriendo a hacer el encargo. Pero aún había algo más—: Ah… Esquius… Estuve investigando a tu hija y su novio.

—¿Ah, sí? —dije, inquieto.

Puso mala cara.

—Ayer por la noche, los seguí hasta un restaurante de la parte alta. Nada económico. Yo diría que claramente fuera de sus posibilidades. Iban ellos dos con un argentino que llevaba cola de caballo. Estuvieron brindando con cava, se les veía muy contentos.

No insistió. Era evidente que el tema me afectaba.

—Me engañaron como a un chino. Que no lo sepa nadie, Beth.

—Los superdotados también sois humanos, Ángel —dijo ella, como para consolarme.

Me estaba mirando, muy afligida, con alguna frase inspirada en la punta de la lengua, cuando se abrió la puerta y entró Palop.

—Jodo, Esquius, menuda carnicería —comentó desde la puerta—. Te querían matar.

Miró a Beth de arriba abajo, desde la melena verde hasta los pies de botas camperas, recorriendo su espléndida figura juvenil.

—Ya se iba —dije.

—Ya me iba —aceptó ella—. Pero, antes, una pregunta… —La miramos interesados—. ¿La muñeca Barbie…?

Sonreí. Me gustan las personas curiosas.

—Sólo quería que Octavio nos dejara solos.

—Ja, ja. Bueno… Que te mejores.

Salió y yo me quedé mirando a la puerta, embobado, como siempre que Beth se va.

Palop tiró el periódico sobre la bandeja del desayuno. Estaba abierto por la página que mostraba una fotografía tomada de una pantalla de televisión donde se veía a un sacerdote esposado y tieso de miedo y un Soriano pistola en mano gritando como un dictador suramericano en el momento de tomar el poder por la fuerza. El titular decía: «El cura asesino de prostitutas muerto a tiros minutos después de ser detenido». Y el subtítulo: «Espectacular y confusa acción policial ante las cámaras de televisión». En las páginas interiores también había fotografías de la policía y de unos camilleros llevándose el cadáver del padre Fabricio.

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