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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La clave de las llaves (34 page)

BOOK: La clave de las llaves
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Abrió ella. Despeinada, acabada de salir de la ducha y aún sin peinarse, con una bata de toalla, los ojos brillantes, la sonrisa a punto.

En el primer segundo, no me reconoció. Estaba dispuesta a ser amable, pero no me reconoció. Parpadeó. Y, de pronto:

—¡Ángel! —Encantada de verme, aunque fuera en aquellas condiciones—. ¡Eh, ¿qué te ha pasado? ¿La clásica puerta? ¿O por fin encontraste al gorila que buscabas? —Como si tuviera mucha gracia—. ¿El gorila? —Se resistía a rendir la sonrisa—. Bueno, gajes del oficio, supongo. Ya debes de estar acostumbrado. Espero que el enemigo haya quedado en peores condiciones. Y, si no, yo te ayudaré a eliminarlos. Ja, ja. Que parezca un accidente.

Ya no podía demorar la situación durante más tiempo. Ella no tenía que vivir en aquel piso. Y, si vivía, no podía llamarse Cristina.

—¿Cómo te llaman? —fue lo primero que se me ocurrió. No llevaba nada preparado—. Seguro que no te llaman Eugenia.

—Ginni —respondió, disculpándose con una mirada triste y resignada. A continuación, clavó la vista en el suelo y se apartó para cederme el paso. Dijo, como en broma—: No te líes nunca con un detective. Tarde o temprano descubrirá que le mientes.

Di un paso hacia el interior de la casa, pero sólo uno, y me planté en mitad de un recibidor pequeño, decorado con un sillón de anea y una máscara, en la pared, que para mí lo mismo podría haber sido africana que indonesia. Percibí el olor del jabón aromático, acaso champú. Olor a limpio.

—¿Siempre mientes? —pregunté.

—Sólo digo la verdad cuando hablo de fontaneros. —Cerré los ojos con ganas de irme de allí, y ella lo percibió. Se interpuso entre mi cuerpo y la puerta, y suplicó. Nunca habría imaginado que sus ojos risueños pudieran expresar tanta tristeza—. ¡Ángel! Estaba hablando de mí. No te engañé tanto como crees. Te estaba hablando de mí. ¿Qué querías que hiciese?

Yo pensaba: «Estoy haciendo el ridículo. ¿Qué estoy haciendo aquí, plantado como un dontancredo? ¡Lárgate! O le dices que no ha pasado nada y que la perdonas, o vete de aquí.»

—Te estaba hablando de mí —insistía ella—. Te estaba hablando de mí. ¿Cómo te dije que era la madre de Esteban? ¿Egoísta? ¡Seguro! Una tarambana que sólo piensa en sí misma, en divertirse y realizarse, que no lo cuidó como debía de pequeño, que no ha sabido retener nunca a nadie a su lado. Ni a mi marido, ni al amante que me alejó de mi marido, ni al amante que me distrajo del amante. Soy un desastre. —Pero, a juzgar por su expresión, cualquiera diría que le parecía divertido ser un desastre—, y me he dado cuenta de ello demasiado tarde. Cuando Esteban se fue de casa, entonces me di cuenta, ¿qué te parece? Ostras, se ha ido. Me hundí. No me había pasado con ninguna de mis parejas. Se va Esteban y me quedo desorientada, ¿cómo se ha atrevido? No lo sé, debe de ser el Edipo o algún trauma parecido. La culpa, quizá, por haberlo protegido demasiado. Me dio la manía de que estudiara arquitectura, y me oponía a que estudiara música, sólo porque yo había querido ser arquitecta de joven y no lo había conseguido… Y entonces, de repente, cuando Esteban se fue, me arrepentí de todo, de no haber permitido que ejerciera como músico, con aquel instrumento grotesco que hace ruido de gato; por haberme empeñado en hacerle estudiar arquitectura… —Un suspiro inesperado frenó su discurso. Un suspiro tembloroso, como un sollozo. Y forzó un poco más aquella sonrisa contradictoria, crispada, patética—. Pero ya era demasiado tarde, ¿entiendes? Esteban ya se había ido, «vete a la mierda, mamá». Con toda la razón. Y entonces, apareciste tú. Fisgando en nuestra correspondencia privada.

—¿Me reconociste a primera vista?

—Había visto una foto tuya. Una foto en que estás con Mónica. Mónica te adora. Me la enseñó el día que Esteban nos presentó, hace tiempo…

—Y, cuando me reconociste, reaccionaste automáticamente.

—Es una de mis virtudes. La rapidez de reflejos. Una de mis pocas virtudes.

—Empezaste a mentir con toda naturalidad.

—Es otra de mis virtudes. Además, la ocasión era demasiado tentadora. Había salido a comprar para la auténtica Cristina Pueyo, que se había roto una pierna, y ella me había dado la llave de su buzón, para que le subiera la correspondencia. Te vi enredando en los buzones, en seguida me di cuenta de que tenía todas las cartas en las manos y no pude resistirme a empezar la partida. En parte por necesidad, porque no sabía exactamente qué querías ni qué buscabas, en parte por indignación al ver a un padre investigando al novio de su hija y en parte por la tentación de hacer una gamberrada.

Sacudí la cabeza. ¿Cómo era posible que hubiera pasado por alto que, desde donde estaba, junto al portal, ella no podía saber que la carta que tenía en las manos era para los Merlet?

—¿Qué querías que hiciera? Si te decía que yo era la madre de Esteban, me habrías enviado al cuerno. Suponía que te habrían hablado de mí. ¿Qué te dijeron? Que era una mala madre, informal, tontaina, la tarambana que le impedía que se realizara como músico. Decidí que tenía que cambiar en aquel mismo momento, que era mi oportunidad. Para poderte hablar de mi hijo, para ayudarlo, tenía que convertirme en otra persona, en una voz autorizada.

—La vecina —dije.

—Cualquier voz era más autorizada que la mía. Si te mentí, Ángel, fue para conseguir que ayudaras a mi hijo. Me enteré por ti de que Esteban necesitaba dinero para un proyecto importante y te juro que de haber podido, te habría confesado quién era yo en aquel momento y se los habría dado dado yo misma, pero es que yo no tengo nunca ni cinco, tengo la mano agujereada.

—Y a partir de ahí lo montaste todo para conseguir que el dinero se lo dejara yo. —Estaba decidido a no pasarle nada por alto—. No te falta experiencia, teniendo en cuenta tu actividad profesional.

—Ah, ¿me has investigado? —Se ponía a la defensiva—. Vendo humo, sí, y consigo que me lo compren. La que trabaja como secretaria en una productora de cine es la Cristina Pueyo de verdad. Yo hago lo que puedo para sobrevivir, pero eso no tiene nada que ver con lo que estamos hablando.

—Aquel tío del fútbol, el argentino de la cola de caballo… Era un actor, ¿no?

—¡Aquél es Montaraz, de verdad! —protestó—. Un genio, el maestro de Esteban, el hombre que lo ha iniciado en eso del theremin. Si quería que le hicieras el préstamo a Esteban, tenía que conseguir que creyeras en él, que te convencieras de que realmente es un gran músico. Tú lo dudabas. Por esa razón, llamé a Montaraz, le pedí que fuera al campo, al partido, lo convencí de que estaba tratando de ayudar a Esteban, de que era absolutamente necesario que tú apoyaras la vocación del chico… Él, Roberto, no se fiaba de mí, sé que me odia, pero lo persuadí. Se extrañó mucho cuando le advertí de que tenía que llamarme Cristina y que Esteban no debía saber nada de todo aquello…

Entendí la expresión suspicaz y sospechosa de Montaraz cuando pidió a Cristina (Eugenia, Ginni, como se llamara): «¿Vienes? ¿Te llevo en coche y continuamos hablando?». No hay nada más sospechoso que una persona que sospecha. Me lo imagino exigiendo explicaciones en cuanto me alejé: «¿A qué viene esta comedia…?»

Suspiré.

—Bueno, pues ahora se explica todo.

—Va, pasa y tómate algo —dijo ella, inesperadamente frívola. «Aquí no ha pasado nada.»—No me gusta que me mientan, ¿sabes? —repliqué, resentido.

Aquello la paralizó y privó de expresión a su rostro. Por un instante la vi estupefacta, envejecida, con más años de los que tenía, muy diferente a la mujer vital que conocía. Quiso bromear:

—Pues conmigo te equivocaste de persona.

—Cuando me engañan, me siento idiota. Siento que ya no me podré fiar nunca de ti. Nunca sabré si me dices verdad o mentira, porque sabes mentir muy bien. Durante todo este tiempo, he estado pensando que vendría a verte sólo para enviarte a la mierda.

Asintió resignada. No sabía dónde mirar ni a quién hacer reír. Yo leía sus pensamientos: «Pues, venga, adelante, no será la primera vez que paso por esta experiencia…».

—… Pero no te enviaré a la mierda. No me sale. A cambio, te daré una buena noticia.

Me miró de reojo. En aquel momento, era ella la que no se fiaba de mí.

—La Fura deis Baus, ¿sabes quiénes son? —Sí que lo sabía—. Le han comprado a Esteban los derechos del concierto de theremin. Le han pagado un buen pellizco, me ha devuelto el dinero que le presté, su música ilustrará el próximo espectáculo de la Fura.

—¿El chico? —chilló—. ¿Esteban? ¿De verdad? ¿Me lo juras?

La mujer más feliz del mundo, y por tanto, también la más hermosa.

Quiso abrazarme, pero mis costillas no estaban preparadas para la embestida. La mantuve a distancia. Ella podría haber interpretado el gesto como de rechazo, pero no se desanimó. No era tan fácil desanimarla. Estaba contenta por la noticia que acababa de darle, y estaba contenta de verme y de considerar la posibilidad de reconciliarnos, y estaba contenta, incluso y como siempre, de ser como era, de manera que me agarró de la manga y tiró de mí hacia el interior de la casa.

—Va, que no me gusta verte enfadado. Pasa. Permíteme que me haga perdonar.

«Permíteme que me haga perdonar.»Fue su manera de mirarme. Aquel largo parpadeo. Aquella boca tan grande.

—Está bien —cedí—. Un whisky. El médico no me lo ha prohibido.

—Un whisky y ponte cómodo. ¿Sabes lo que significa ponerse cómodo?

Habíamos llegado a una sala pequeña ocupada por un tresillo de mimbre, con cojines de colores chillones, y tapices suramericanos también muy coloridos, y pilas y pilas de libros, libros metidos en estanterías torcidas, libros sobre cada mueble, libros en el suelo. Y un equipo de música y CD's desparramados por aquí y por allí. Y una estufa de butano calentando el ambiente. De pronto, me di cuenta de que allí hacía mucho calor.

—¿Ponerme cómodo —me hice el inocente— quiere decir sentarse en ese sofá?

—Quiere decir sentarse en ese sofá y quitarte ese anorak, que debes de estar ahogándote. Y los zapatos, si quieres, y todo lo que te moleste. Los calcetines, la corbata, los pantalones…

—¿Los pantalones?

—¿Por qué no? …

Se abrió el albornoz mostrándome su desnudez.

—… En esta casa, somos muy desinhibidos…

Me había gustado la primera vez que la vi desnuda, cuando me tenía encandilado. Ahora, con mala leche, me encontré obviando sus virtudes y concentrándome en sus defectos. Que los tenía, claro. Como todo el mundo.

Volvió a taparse, visto y no visto. Se reía, haciendo equilibrios en la cuerda floja del ridículo. Sólo dependía de mí que aquella situación no se convirtiera en un apuro. Era una manera de poner su dignidad en mis manos. Nunca había notado que una mujer se me entregara tan totalmente, tan hasta las últimas consecuencias. Podría haberle dicho «¿No te sientes un poco puta?», y la habría hundido. Puta como Mary Borromeo, puta como Leonor García. La habría hundido.

—No estoy en condiciones de hacer ningún esfuerzo… —objeté, tímido y humilde, moviéndome como un viejo caduco mientras me quitaba el anorak a tirones. Lo dejé encima de uno de los sillones.

—No tendrás que hacer ningún esfuerzo… —dijo—. No te preocupes.

La contemplé cuando corría hacia un mueble sobre el que, rodeadas de libros, había unas cuantas botellas. Una era de whisky. Del armario de debajo, sacó un vaso. Se movía muy deprisa, muy deprisa, muy nerviosa, con miedo de que se nos pasara el momento mágico. La botella tintineó contra el vaso.

Entretanto, yo me senté en el sofá como si fuera un peso muerto y procedí a quitarme cada zapato con la punta del otro pie. Me aflojé la corbata.

No me gustaba que me hubiera mentido. Me veía en el avión, hacia Madrid, tan engañado, ella charlando y yo tragándomelo todo como un bobo, no sé qué comentarios podría haber hecho, y ella debía de sentirse sumamente inteligente a mi lado. Aquella noche, en el hotel decó, ella dirigiendo jugada y yo, como un títere, a sus órdenes, ella siempre veinte o treinta quilómetros por delante de mí. Cada una de sus palabras tenía doble sentido, cada una de las mías debía de hacer que se riera internamente, pobre tío, pobre infeliz. Esquius ingenuo, imbécil, llamándola por el móvil, «¿necesitas un fontanero?». Sólo me faltaría contarle aquel incidente y ver cómo se retorcía en un ataque de hilaridad. Será que no tengo sentido del humor. A veces me pasa. Si me engañan, me siento humillado y, si me siento humillado, me cabreo. Y, si me cabreo, un cuerpo de cuarenta y tantos, para mí, es peor que un cuerpo de cuarenta y tantos, ya nunca podrá ser oportunidad de ilusiones, sino trampa para ilusos.

—Déjame a mí la iniciativa… —estaba diciendo ella.

Cuando se volvió con el vaso de whisky en la mano, yo ya estaba de acuerdo con ella en el «¿Por qué no?» y, dejándome llevar por una cierta fatiga, un cierto desaliento, ya estaba saltando sobre una pierna, haciendo esas maniobras tan grotescas como necesarias para desprenderme ilei pantalón.

Al sentirme observado, me senté, y ella me miró a los ojos con expresión de quien se dispone a dar una mala noticia. Me entregó el vaso de whisky y, con toda naturalidad, se quitó el albornoz.

Cartucheras. Tenía cartucheras. Y el pecho caído. Como en Madrid, pero ahora estaba dispuesto a tenérselo en cuenta a la hora de puntuarla. «El profesor Esquius le comunica que su comportamiento le ha hecho bajar la nota.» Y la sonrisa, patética, suplicaba «Quiéreme, por favor, haré lo que sea para que me quieras».

Hablaba:

—…Sólo te quiero compensar por el disgusto. Otro día, tú tendrás que compensarme por todos los insultos que me has dedicado mentalmente durante estos días…

Se arrodilló entre mis piernas. Y yo lo aceptaba, duro y cabrón, como una forma de castigarla, como una penitencia, una purga.

—¿Y qué les diremos a nuestros hijos?

Levantó la vista hacia mí.

—¿Qué tienen que ver ellos en esto? Que ellos practiquen el sexo como más les guste, y nosotros lo haremos a nuestra manera.

Y continuó. Yo, antipático, decidido a no brindarle ni un ápice de mi humanidad, le acariciaba la cabeza con tristeza. Inhumano como un putero de toda la vida. Hacía tiempo que no me sentía tan cabreado y tan cruel. Había creído todo lo que me decía. En un momento de suprema estupidez, incluso me había planteado cómo le diría a Mónica que estaba pensando en casarme. ¡Casarme! ¿Con aquella mujer de la que ni siquiera conocía el nombre?

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