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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La clave de las llaves (33 page)

BOOK: La clave de las llaves
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Palop me miraba muy serio.

—¿Qué pasó, Esquius?

Me dolía la cabeza.

—¿Cómo está Soriano? —pregunté.

—Cabreado. ¿Qué pasó anteanoche?

—Que te lo cuente él.

—Quiero que me lo cuentes tú. La información del periódico es de ayer. Hoy han cambiado las cosas.

Lo miré interrogativamente. Por el tono de su voz, deduje que las cosas no habían cambiado para bien. Se le veía exasperado, enfurecido, a punto de gritar y golpear puertas y paredes.

—Ayer teníamos a un cura asesino muerto y, al mismo tiempo, sale en la tele ese reportaje de Soriano haciendo el payaso. ¿Sabes quién era el cura? ¿Has oído hablar alguna vez del padre Fabricio, «toda una vida dedicada a los pobres»?

—Esta vez —dije, después de aclararme la garganta—, Soriano tenía razón. La actitud del cura era muy sospechosa, allí, en la oscuridad, agazapado como un delincuente. Y, además, todo aquello de las pruebas del ADN. Había que detenerlo, como mínimo, para interrogarlo. Esta vez, Soriano me convenció. Por eso lo acompañé.

Palop ya llevaba rato negando con la cabeza.

—Nosotros también estábamos convencidos. Haciendo el ridículo y permitiendo que mataran a un detenido, de acuerdo, pero, al menos, Soriano había acertado, como lo demostraban las pruebas de ADN. Pero tan pronto como se ha publicado la historia, ¿sabes lo que ha sucedido? Pues que empezamos a recibir llamadas espontáneas de ciudadanos. Treinta, como mínimo. Todos indignados porque se acusa a un inocente.

—¿Sí? —Me parece que ésa fue la primera vez que conseguí abrir un poco el ojo derecho. Sólo unos milímetros, pero algo es algo.

—Sí. Resulta que el jueves, día cuatro, el padre Fabricio, que normalmente salía poco de su iglesia, hizo una excepción en su vida de anacoreta para ir a Tortosa a oficiar la ceremonia de las bodas de oro de un par de familiares. Una cosa de compromiso, no se podía negar. Llegó a Tortosa a las seis de la tarde, ofició la ceremonia a las ocho y, después de compartir el banquete con unas cien personas hasta las dos de la madrugada, se quedó a dormir en la rectoría de Figueres con el párroco de allí. Hay testigos a montones.

—Joder —dije. Casi pude ver el castillo de naipes de Ardaruig hundiéndose catastróficamente. Tan claro como lo tenía. Garnett volvía a estar entre la espada y la pared.

—O sea, que Soriano la cagó, después de todo. Y ahora volvemos a estar donde estábamos, con el añadido de que nos han herido a un agente y de que los caricaturistas de los periódicos nos deben de estar tomando por el pito del sereno en estos mismos momentos.

Calló un momento para elaborar su cabreo en silencio. Después, preguntó:

—¿Quién cojones llevó a la prensa allí?

—No lo sé. Pregúntaselo al juez Santamaría. Él era el único que sabía que íbamos a detener al padre Fabricio. Se lo dijo el mismo Soriano cuando recogió la orden de detención.

—Esos periodistas dicen que los avisó el mismo Soriano —dijo, como si fuera una pregunta. Y yo sabía que de la respuesta a esa pregunta dependía el luluro de Soriano.

—¿Unos periodistas revelando su fuente de información? Me extraña. En todo caso, si es verdad que te lo han dicho, seguro que se lo inventan. ¿Quién se atrevería a acusar a un juez? Pregúntaselo y verás.

Palop parecía cada vez más incómodo. Sin mirarme a la cara, sacó un papel del bolsillo y me lo entregó.

—Pregúntaselo tú mismo. Quiere verte.

El papel era una citación oficial.

—¿Y a ti quién te ha puesto la cara así?

Primero mentí:

—No lo sé.

Pero después dije la verdad:

—Estaba muy oscuro. En medio de un bosque. Fueron los mismos que hirieron a Soriano.

—O sea, el gorila de Lady Sophie.

—¿No lo habéis detenido?

—Lo estamos buscando. No sabemos dónde se esconde. —Ardaruig me había prometido que lo entregarían a la justicia. Me imaginé que pronto alguien encontraría el cuerpo de Cañas en una zanja, con un tiro en la cabeza y una nota dirigida al señor juez pidiendo que no se culpara a nadie de su muerte. La madre que los parió. Preguntó Palop—: Me dijiste que te estaba buscando para arrancarte la piel a tiras, ¿no?

Le miré con el único ojo hábil.

—No podría declarar contra él, ni identificarlo. Estábamos en un bosque, en la más absoluta oscuridad. No lo vi, de verdad. ¿Puedes alcanzarme el móvil, por favor? Creo que está ahí, en el armario, entre mi ropa.

Palop frunció el ceño. Buscó el móvil, lo encontró, me lo entregó y permaneció atento a mi actividad. Sin decirle nada, marqué un número, le indiqué que aguardara. Contestó la voz de Tete Gijón.

—Soy Esquius —le dije—. Dile a tu amigo que le compro las fotos.

—Demasiado tarde, salao. —Cerré los ojos y enseñé los dientes como perro a la defensiva—. Como vio que no le interesaban a nadie, las destruyó.

—Hijo de puta —rezongué. Corté la comunicación y miré a Palop. No dijo «¿Qué demonios me estás ocultando, Esquius?», pero lo pensaba, lo pensaba intensamente. Me justifiqué—: Lo siento. No puedo hacer nada.

Palop renunció a comprender.

—Después de hablar con el juez, ven a verme. Que te mejores.

—Si no encontráis a ese Cañas —dije, antes de que cerrara la puerta—, os ayudaré a buscarlo. Por lo que sé, estos días no puede correr mucho, seguro que cojea.

El policía me dedicó una última ojeada de desconfianza y se fue. Desanimado, con ganas de tirar la toalla y largarse bien lejos para disfrutar de su jubilación.

Puse la tele para ver qué decían las noticias, pero ya habían terminado el informativo y daban la información meteorológica. El hombre del tiempo parecía entusiasmado y reseguía isóbaras y frentes activos con la punta del dedo y anunciaba que quizá tendríamos unas Navidades blancas. Qué ilusión.

La última visita que recibí aquella mañana, antes de que el doctor me declarase apto para volver a la vida cotidiana, fue la de Mónica y Esteban.

—Papá, por favor, por favor, papá, te lo ruego, por lo que más quieras, papá, por favor, ¿pero qué has hecho? ¿Qué has hecho? —Mónica se distinguía por ser la única persona que me atribuía la responsabilidad de lo que había pasado: «¿Qué has hecho?» en lugar de «¿Qué te han hecho?».

Esteban no me podía ni mirar. Se retorcía de angustia, se tapaba los ojos y la boca, miraba hacia la ventana, resoplaba y se desperezaba para normalizar la respiración y esquivar el vómito.

—Perdone —decía—. Perdone, pero es que… Perdone pero… —no paraba de pedirme perdón, como si fuera él quien me hubiera dado la somanta, o como si fuera consciente de que estafar doce mil euros al suegro era un acto imperdonable.

Yo no sabía qué decir. Quizá sí que debería tomarle la palabra literalmente y decir a aquel sinvergüenza que no lo perdonaba, que se fuera a la mierda y que no olvidara nunca que, si no los denunciaba, a él y a su puta madre, era porque habían involucrado a mi hija en sus tejemanejes. Y a Mónica, ¿qué le iba a decir? ¿Que la desheredaba? Demasiado tarde: ya no había herencia que heredar, ni para ella ni para Ori.

—Oh, papá, papá…

Yo me mantenía callado y huraño. No la miraba. Ella, probablemente, lo atribuía a mi dolor físico, secuelas del accidente.

—Dice Ori que te lo hicieron unos rapados…

—Los rapados son todos unos cabrones —decía Esteban dirigiéndose a un sillón vacío.

Me pregunté si Mónica saltaría en defensa de los cabezas rapadas porque algunos de sus amores si no militaban en esa tribu, al menos se aproximaban en cuanto a estética general, pero, en lugar de eso, mi hija continuaba diciendo:

—Oh, papá, papá… —Y, de pronto, se arrancó—: Nosotros que te traíamos una noticia tan buena. Venga, te la diré, a ver si así te animo un poco…

La miré, sorprendido y expectante. ¿Una buena noticia? ¿Era posible? ¿Cuánto hacía que nadie me daba una buena noticia?

—¡La Fura deis Baus, papá!

—¿La Fura deis Baus?

—Sí, sí. ¿Sabes qué es la Fura deis Baus?

—Sí, un grupo de teatro muy moderno, que hace cosas insólitas, que triunfa en todo el mundo,..

—Pues preparan un montaje que se llama
Ese-Efe-Serie-B…

—¿Ah…?

—… y Esteban les había enviado la maqueta de su concierto para theremin…

—¿Ah…? —Me pareció que aquellas palabras tan sencillas actuaban como un ensalmo sobre mis heridas. El viejo Esquius renacía de sus cenizas y rejuvenecía como un Dorian Grey. Me pareció que se me iba el color de la cara, quiero decir que se me iba el color azul marino dejando paso a un color de salud espléndida.

—… y le han comprado los derechos para utilizarlo para el espectáculo… —Yo, sin palabras—. Le han pagado un adelanto. Ya no necesitamos tu dinero, papá. Sabemos que te costó mucho esfuerzo dejárnoslo y, por eso, ya te los hemos devuelto, por Internet, esta misma mañana.

—¿Qué? —hice, como un bobo.

Miré a Esteban con otros ojos. Claro que aquello no lo solucionaba ni lo explicaba todo, pero sí lo más importante. Esteban tenía realmente talento (para quien supiera entenderlo, eso sí) y Mónica no me había engañado. Sobre todo eso: Mónica había actuado de buena fe. Quedaba en el aire la cuestión de la señora Merlet y sus enredos, por mucho que fueran con fin de bien y sin la intención de quedarse y repartirse mi dinero con su hijo (como lo demostraban los hechos), pero, de todas maneras, aquello tomaba el aspecto de uno de los finales felices más azucarados de mi vida.

Para que no faltara ningún detalle característico de comedia de situación, en aquel momento se abrió la puerta y entró Octavio, vestido de Papá Noel, armado con una muñeca Barbie vestida de novia y preguntando:

—¿Era ésta la que necesitabas?

Expresiones de estupor.

—Bueno —dije—, me parece que estos golpes me han afectado más de lo que pensaba. ¿Creéis que debería visitar a un neurólogo?

Risas descoloridas y descafeinadas interrumpidas por el doctor, que venía a poner orden.

Escena 2

Mónica y Esteban insistieron en acompañarme a casa con su coche, y yo no fui capaz de decirles que no quería ir, que tenía miedo de que estuvieran esperándome bandas de gángsteres dispuestos a ennegrecer el otra lado de mi cara. Me daba vergüenza que mi hija y su maromo pudieran encontrarse con la figura grotesca y temible de Cañas armado con la pistola y con aquella mala leche de capado involuntario. Pero por el camino hice de tripas corazón y me dije que un hombre no puede estar corriendo toda la vida.

—¿Dónde vais? —pregunté, al ver que aparcaban el coche.

—Te prepararé un poco de cena —comunicó Mónica, siempre sobreprotectora—. Y, si quieres, nos quedamos a dormir para hacerte compañía…

—¡No, no, no! ¡Ni hablar!

Me resistí con todas mis fuerzas. No estaba dispuesto a que me considerasen un inválido decrépito por dos cachetes de nada que me habían dado. Los empujé dentro del coche, les cerré la puerta en las narices, esperé por si tenía que alejarlos empujando el vehículo y, al ver que arrancaban sin problema, subí solo a mi casa.

No había ningún Cañas en el zaguán, ni en el ascensor, ni en el rellano de mi piso. El interior estaba tal como yo lo había dejado, nadie se había cagado, ni meado, ni habían destrozado los muebles ni habían registrado los cajones. Bueno, parecía que habíamos entrado en una época favorable.

El traje de alpaca gris fue a parar a la basura. El abrigo negro aún se podría aprovechar, si pasaba por una tintorería, pero nunca volvería a estar a la altura de una boda como la de los Clausell-Zarco. Mientras me vestía una camisa y unos vaqueros, y corbata de lana, recordé que mi coche debía de continuar en la Colonia Sant Ponç, cerca de la escena del crimen, y me dio pereza ir a buscarlo.

A pesar de que el médico me había dicho que más valía no cubrir el hematoma y la herida de la cara, que «convenía que respirasen», no me animé a pasear aquella estampa por las calles de la ciudad, y me enmascaré con un apósito como el que piadosamente me habían proporcionado mis enemigos, un pegote blanco que me ocultaba todo el lado derecho del rostro, y un esparadrapo sobre el corte de la frente para esconder la costra repugnante. Fui incapaz de determinar si el remedio era o no era peor que la enfermedad. Recordé la película
La Momia, o El Hombre Invisible
cuando iba vendado, y sentí compasión de mí mismo. Me puse el anorak que utilizo cuando vamos a esquiar, bien abrigado; ensayé un poco, delante del espejo, para evitar movimientos de viejo caduco, y terminé arrastrando los pies hacia la puerta, y hacia el ascensor, y hacia la calle a través del vestíbulo. Estaba cansado, muy cansado, y dolorido, muy dolorido, pero no podía aplazar la visita para más tarde.

En la calle, me pareció que el frío traspasaba la tela del anorak y se me metía en la médula de los huesos. La humedad de Barcelona, ya se sabe. O que las temperaturas bajaban en picado para celebrar la Navidad. O a lo mejor era yo, que tenía fiebre, que estaba enfermo, que me habían sacado del hospital prematuramente.

Después de que tres taxistas que ya se iban a detener respondiendo a mis señales acelerasen despavoridos al ver de cerca mi aspecto, el cuarto se apiadó de mí y me recogió.

Le pedí que me llevara a una dirección del Ensanche.

Durante el trayecto, pensé en Cristina, aquella noche, en Madrid, aquella sonrisa descarada que le partía el rostro en dos, aquellas mejillas de netol, los ojos verdes que miraban directamente, tan embusteros, y la manera como hablaba de sexo tan desvergonzada y marrana, y las instrucciones que nos dábamos en la cama, «y ahora date la vuelta, y ahora más, y ahora aquí, y ahora allí», sin cortarnos, y la risotada complacida y perezosa con que se dejó caer por el orgasmo como si fuera un tobogán.

La estafadora que me había engañado.

Entré en la portería aprovechando que salía una familia de prole muy ruidosa.

—… Cristina es insoportable —comentaba una mujer de aspecto insoportable—. ¿Te has fijado en que nunca escucha?

Solo, en el vestíbulo, mientras miraba los buzones con las gafas de vista cansadísima, me latía el corazón con fuerza en el momento en que comprobaba que Esteban Merlet vivía en el segundo primera con una desconocida llamada Eugenia Rius. A pesar de que, en realidad, la desconocida era aquella Cristina Pueyo del cuarto segunda. «Una mujer insoportable.»

Subí en aquel ascensor estrecho que había debajo de la escalera estrecha, y salí a un rellano estrecho, y me temblaban las manos cuando pulsé el timbre de la segunda puerta del cuarto piso.

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